Arkadi y Boris Strugatsky. Picnic extraterrestre
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TÌtulo original: Piknik na obochone
TraducciÑn: Edith Zilli
© 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky
© 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I.
Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina
ISBN 145026-78
EdiciÑn electrÑnica de Sadrac Julio de 2000
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Es preciso sacar bueno de lo malo,
Pues es todo cuanto se puede hacer.
Robert Penn Warren
De la entrevista realizada por el enviado especial de radio Harmont al
doctor Valentine Pilman, premio NÑbel de fÌsica 19..
- Tengo entendido, doctor Pilman, que su primer descubrimiento de
importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
- No lo creo. El Foco Irradiador de Pilman no fue el primero, ni fue
importante; ni siquiera fue un descubrimiento. Por otra parte tampoco fue
del todo mÌo.
- Debe estar bromeando, doctor. El Foco Irradiador de Pilman es un
concepto corriente hasta para los escolares.
- Eso no me sorprende. SegÇn algunas fuentes, el Foco Irradiador de
Pilman fue descubierto por un escolar. Por desgracia no recuerdo cÑmo se
llamaba. BÇsquelo en la Historia de la VisitaciÑn, de Stetson; allÌ estÀ
descrito con lujo de detalles. èl sostiene que el foco irradiador fue
descubierto por un escolar, que fue un estudiante universitario quien
publicÑ las coordenadas, pero que por alguna razÑn desconocida, se le dio mi
nombre.
- SÌ, con cualquier descubrimiento pasan cosas sorprendentes. ¿Le
molestarÌa explicar a nuestros oyentes de quÈ se trata, doctor?
- El Foco Irradiador de Pilman es la cosa mÀs simple del mundo.
Supongamos que hacemos girar un globo enorme y disparamos balas contra Èl.
Los agujeros de esas balas quedarÀn marcados en la superficie en una suave
curva. La base de lo que para usted es mi primer descubrimiento de
importancia consiste en el simple hecho de que las seis Zonas de VisitaciÑn
estÀn dispuestas sobre la superficie del planeta como si alguien hubiera
disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada en algÇn punto
de la lÌnea Tierra-Deneb. Deneb es la estrella Alfa en la constelaciÑn de
Cygnus. El punto espacial del que provienen los disparos, por asÌ decirlo,
se llama Foco Irradiador de Pilman.
- Gracias, doctor ¡Compaßeros harmonitas!
clara explicaciÑn de lo que es el Foco Irradiador de Pilman! A propÑsito:
anteayer se cumplieron treinta aßos de la VisitaciÑn. Doctor Pilman, ¿quiere
decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
- ¿Hay algo que le interese en especial? Recuerde que yo no estaba en
Harmont por entonces.
- Por eso mismo serÀ aÇn mÀs interesante saber quÈ sintiÑ usted al
enterarse de que su ciudad natal era el centro de una invasiÑn de seres
ultracivilizados provenientes del espacio.
- Para serle sincero, al principio pensÈ que eran mentiras. Me costaba
creer que pudiera pasar algo asÌ en nuestra pequeßa Harmont. HabrÌa sido mÀs
plausible en Gobi o en Terranova.
- Pero al fin tuvo que creerlo.
- Ah sÌ, al fin...
- ¿Y entonces?
- De repente se me ocurriÑ que Harmont y las otras cinco zonas de
VisitaciÑn... PerdÑn, me equivoco: por entonces habÌa sÑlo otras cuatro
zonas conocidas. Se me ocurriÑ que todas entraban en una leve curva. CalculÈ
las coordenadas y las enviÈ a Naturaleza.
- ¿Y no se preocupÑ en ningÇn momento por la suerte de su ciudad natal?
- La verdad es que no. Vea, aunque yo habÌa llegado a creer en la
VisitaciÑn, no podÌa convencerme de que habÌa algo de cierto en esos
informes histÈricos sobre barrios incendiados, monstruos que devoraban
selectivamente sÑlo a los viejos y a los nißos, batallas sangrientas entre
los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy
vulnerables, pero valientes y decididos.
- TenÌa razÑn. Si mal no recuerdo, nuestros periodistas arruinaron
bastante la informaciÑn. Pero volvamos a la ciencia. El descubrimiento del
Foco Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el Çltimo, probablemente,
de sus aportes al estudio de la VisitaciÑn.
- El primero y el Çltimo.
- Pero sin duda usted se mantendrÀ muy al tanto de la investigaciÑn
internacional que se lleva a cabo en las Zonas de VisitaciÑn.
- SÌ. De vez en cuando leo los Informes.
- ¿Se refiere a los Informes del Instituto Internacional de Culturas
Extraterrestres?
- SÌ.
- En su opiniÑn, ¿cuÀl ha sido el descubrimiento mÀs importante en
estos Çltimos treinta aßos?
- La VisitaciÑn en sÌ.
- PerdÑn, no comprendo.
- La VisitaciÑn, en sÌ, es el descubrimiento mÀs importante, no sÑlo de
los Çltimos treinta aßos, sino de toda la historia de la Humanidad. No
importa tanto saber quiÈnes fueron esos visitantes. No importa saber de
dÑnde venÌan, por quÈ vinieron, por quÈ se quedaron tan poco tiempo ni dÑnde
estÀn desde que se fueron de aquÌ; lo que importa es que la humanidad ahora
puede estar segura de algo: no estamos solos en el universo. Temo que el
Instituto de Culturas Extraterrestres jamÀs tendrÀ la buena suerte de hacer
un descubrimiento mÀs fundamental que Èse.
- Lo que usted dice es fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo
me referÌa a descubrimientos y progresos de Ìndole tÈcnica. A
descubrimientos y progresos que nuestros cientÌficos y nuestros ingenieros
pudieran utilizar con provecho. DespuÈs de todo, muchos cientÌficos famosos
han sugerido que los descubrimientos hechos en las Zonas de VisitaciÑn
podrÌan cambiar todo el curso de nuestra historia.
- Bueno, yo no estoy de acuerdo con esa opiniÑn. En cuanto a
descubrimientos, especÌficamente hablando, no caen dentro de mi
especialidad.
- Sin embargo usted, desde hace dos aßos, es asesor por el CanadÀ de la
comisiÑn de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la VisitaciÑn.
- SÌ, pero no tengo nada que ver con el estudio de las culturas
extraterrestres. En la ComisiÑn, mis colegas y yo representamos a la
comunidad cientÌfica internacional cuando surgen dilemas al poner en
prÀctica las decisiones de las Naciones Unidas con respecto a la
internacionalizaciÑn de las Zonas. Dicho en otros tÈrminos: nuestra funciÑn
es ver que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan
a manos del Instituto Internacional.
- ¿Hay alguien mÀs que se interese por esos tesoros?
- SÌ.
-
- No sÈ quÈ es eso.
- AsÌ llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando
a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al alcance. Se ha convertido
en una verdadera profesiÑn.
- Comprendo. Pero no, eso no estÀ dentro de nuestra jurisdicciÑn.
- Por supuesto, es cosa de la policÌa. Pero me gustarÌa saber quÈ es lo
que cae dentro de su jurisdicciÑn, doctor Pilman.
- Hay una constante pÈrdida de materiales provenientes de las Zonas de
VisitaciÑn que caen en manos de personas u organizaciones irresponsables.
Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pÈrdidas.
- ¿PodrÌa explicarse mejor, doctor?
- ¿Por quÈ no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a los oyentes les
interesarÌa conocer mi opiniÑn sobre el incomparable Godi MÝller?
-
cientÌfica. Como cientÌfico, ¿no le gustarÌa tener un contacto directo con
los tesoros extraterrestres?
- ¿CÑmo le dirÈ? Supongo que sÌ.
- En ese caso, ¿podemos esperar que un buen dÌa los harmonitas podamos
ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
- Puede ser.
1. Redrick Schuhart, veintitrÈs aßos, soltero, ayudante de laboratorio
en la divisiÑn Harmont del instituto internacional de culturas
extraterrestres.
La noche anterior, Èl y yo estuvimos en el depÑsito. Ya estaba
anocheciendo; yo podÌa tirar el guardapolvo e ir a Borscht, a echar una o
dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguÌa allÌ, sosteniendo la
pared, con el trabajo terminado y un cigarrillo en la mano. Me morÌa de
ganas de fumar; hacÌa dos horas que no echaba una pitada. Y Èl no dejaba de
dar vueltas con todo aquello. Ya habÌa llenado, cerrado y sellado una caja
fuerte y estaba empezando con la otra; sacaba los vacÌos del transportador,
los examinaba uno por uno desde todos lados (y eran bien pesados, los
malditos; como siete kilos cada uno) y despuÈs volvÌa a ponerlos
cuidadosamente en el estante.
Se habÌa pasado la vida peleando con esos vacÌos; a mi modo de ver, sin
beneficio alguno, ni para la humanidad ni para sÌ. En su lugar yo habrÌa
mandado todo al diablo desde hacÌa rato para dedicarme a trabajar en otra
cosa ganando lo mismo. Claro que si uno lo piensa bien, un vacÌo es algo
misterioso, hasta incomprensible, se podrÌa decir. Yo he tenido muchos entre
las manos, pero no dejo de sorprenderme cada vez que veo uno. Son sÑlo dos
discos de cobre, del tamaßo de un platito y de medio centÌmetro de grosor,
mÀs o menos, separados por una distancia de cuarenta y cinco centÌmetros.
Nada mÀs. Nada, absolutamente, sÑlo espacio vacÌo. Uno puede pasar la mano
por el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo deja tan fuera de combate;
no hay mÀs que vacÌo y vacÌo; aire puro. Claro, tiene que haber alguna
fuerza entre los dos, segÇn creo, porque no se los puede juntar ni
separarlos mÀs de lo que estÀn.
La verdad, compaßeros, es difÌcil describÌrselos a alguien que no los
haya visto. Son demasiado simples; sobre todo cuando uno los mira bien de
cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio:
uno termina retorciÈndose los dedos y diciendo malas palabras por la
frustraciÑn. Okey, supongamos que lo han entendido; para los que no tengan
una copia de los Informes del Instituto, en cualquier nÇmero hay un artÌculo
sobre los vacÌos, con fotos y todo.
Kirill llevaba casi un aßo rompiÈndose los sesos con los vacÌos, yo
habÌa trabajado con Èl desde el principio, pero todavÌa no estaba muy seguro
de lo que querÌa averiguar: para serles sincero, no me esforzaba mucho por
descubrirlo. Que primero lo descubriera Èl solo; despuÈs, a lo mejor, yo
harÌa la prueba. Por el momento sÑlo entendÌa una cosa: Kirill querÌa
averiguar, a toda costa, cÑmo funcionaban esos vacÌos; los perforaba con
Àcidos, los estrujaba en la prensa, los ponÌa a fundir en el horno. AsÌ
comprenderÌa todo y lo llenarÌan de vÌtores y de honores: el mundo de la
ciencia se estremecerÌa de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso.
TodavÌa no habÌa llegado a nada y ya estaba agotado. Andaba como gris y
callado, con ojos de perro enfermo, hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado
de otro, yo lo habrÌa emborrachado de lo lindo y lo habrÌa puesto en manos
de alguna chica experta para que lo desenredara. Y a la maßana lo habrÌa
vuelto a emborrachar y a mandarlo con otra fulana. En un semana,
nuevo!: los ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios
no servÌan. Ni siquiera valÌa la pena sugerirlo: no era de esos.
AsÌ que estÀbamos en el depÑsito. Yo lo observaba, viendo quÈ mal
andaba, cÑmo se le habÌan hundido los ojos, y sentÌ mÀs lÀstima por Èl de la
que habÌa sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidÌ... No, no
es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera
hablar.
- Oye - dije -, Kirill...
AllÌ estaba, con el Çltimo vacÌo en la balanza, como si estuviera
dispuesto a trepar sobre Èl.
- EscÇchame - dije -.
eh?
- ¿Un vacÌo lleno? - replicÑ, con cara de no entender.
- SÌ, Tu trampa hidromagnÈtica, cÑmo se llama..., el objeto 77 b. Tiene
una especie de cosa azul adentro.
Vi que empezaba a entender. Me mirÑ, parpadeÑ, y un destello de razÑn,
como a Èl le gustaba decir, surgiÑ tras las lÀgrimas de perro.
- Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como Èste, pero lleno?
- SÌ, eso es lo que digo.
- ¿DÑnde?
Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
- Vamos a fumar un cigarrillo.
MetiÑ el vacÌo en la caja fuerte, golpeÑ la puerta con fuerza y la
cerrÑ con tres vueltas y media de llave; despuÈs volvimos al laboratorio.
Ernest paga cuatrocientos al contado por un vacÌo vacÌo; podrÌa haberle
sacado hasta la Çltima gota de jugo por uno lleno, grandÌsimo hijo de puta;
pero crÈase o no, ni siquiera me pasÑ por la cabeza, porque Kirill volvÌa a
la vida ante mis ojos. BajÑ los escalones de a cuatro por vez, sin dejarme
siquiera terminar el cigarrillo. Le contÈ todo: cÑmo era, dÑnde estaba y
cuÀl era la mejor manera de llegar hasta allÌ. èl sacÑ un mapa, buscÑ la
ubicaciÑn del garaje y me lo indicÑ con el dedo, Inmediatamente se imaginÑ
que era yo, por supuesto; ¿cÑmo no iba a entender?
- QuÈ perro eres - dijo, sonriendo -. Bueno, vamos a buscarlo. Lo
primero que haremos a la maßana. PedirÈ los pases y el equipo para las nueve
y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
- De acuerdo - dije -. ¿QuiÈn serÀ el tercero?
- ¿Para quÈ queremos un tercero?
- Oh, no - exclamÈ -. èste no es un picnic con seßoritas. ¿Y si te pasa
algo? EstÀ en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
èl soltÑ una risa breve y se encogiÑ de hombros.
- Como quieras. Sabes mÀs que yo de esto.
¡SÌ, seguro! Claro que sÑlo estaba tratando de seguirme la corriente.
Por lo que a Èl concernÌa, el tercero no harÌa mÀs que estorbar. Si Ìbamos
los dos solos todo saldrÌa bien. nadie sospecharÌa nada sobre mÌ. Pero habÌa
un inconveniente: los del Instituto no entraban de a dos en la Zona. Las
reglas indican que dos trabajen mientras un tercero mira, para que pueda
hablar cuando le pregunten, mÀs tarde.
- Por mi parte llevarÌa a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo mejor a ti
no te gusta. ¿O te parece bien?
- No - dije -. Cualquiera menos Austin. Puedes llevar a Austin otra
vez, ¿eh?
Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardÌa, pero
creo que estÀ condenado. Era algo que no podÌa explicar a Kirill, pero lo
sentÌa. El hombre cree que conoce y entiende la Zona perfectamente. Esto
significa que pronto va a estirar la pata. Que vaya, pero no conmigo,
gracias.
- Bueno, estÀ bien. ¿QuÈ te parece Tender?
Tender era su segundo ayudante. Uno de esos tipos callados. que no se
meten con nadie.
- Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.
- Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
- Bueno. Llevemos a Tender.
Mientras Èl se abocaba al estudio del mapa, yo fui directamente al
Borscht; estaba muerto de hambre y tenÌa la garganta seca.
A la maßana lleguÈ al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve,
y mostrÈ el pase. El guardia de turno era ese polaco larguirucho al que le
rompÌ el alma el aßo pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
-
Lo parÈ en seco, muy cortÈsmente.
- ¿QuÈ es eso de "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco
imbÈcil.
-
Yo estaba muy nervioso por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio
como un pescado. Lo levantÈ por la correa del pecho y le dije claramente quÈ
opinaba de Èl y de quiÈn descendÌa por la rama materna. EscupiÑ en el suelo,
me devolviÑ el pase y dijo, sin mÀs amabilidades:
- Redrick Schuhart, tiene Ñrdenes de presentarse inmediatamente al jefe
de Seguridad, capitÀn Herzog.
- AsÌ me gusta mÀs - dije -. Por ahÌ andamos. Siga es forzÀndose,
sargento; aÇn puede llegar a teniente.
Pero mientras tanto pensaba quÈ novedad era aquÈlla. ¿Para quÈ me
querrÌa el capitÀn Herzog durante el horario de trabajo? Bueno, fui y me
presentÈ.
Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en
las ventanas, justo como una comisarÌa. Willy estaba sentado a su
escritorio, fumando su pipa y escribiendo a mÀquina no sÈ quÈ jerigonza. Un
sargentito revolvÌa el interior del archivo metÀlico, en el rincÑn; era
nuevo; yo no lo conocÌa. En el Instituto hay mÀs sargentos que en el cuartel
de policÌa; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la
Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
- Hola - dije -. ¿Me llamaba?
Willy me mirÑ sin verme, se apartÑ de la mÀquina de escribir, dejÑ un
pesado archivo sobre el escritorio y empezÑ a revisar el contenido.
- ¿Redrick Schuhart?
- El mismo - respondÌ.
Por dentro me subÌa una risa nerviosa todo era muy extraßo. No podÌa
evitarlo:
- ¿CuÀnto hace que estÀ en el Instituto?
- Dos aßos y pico.
- ¿Tiene familia?
- Soy solo - respondÌ -. HuÈrfano.
En seguida se volviÑ hacia el sargento y ordenÑ, en tono severo:
- Sargento Lummer, vaya a los archivos y traiga la carpeta nÇmero
ciento cincuenta.
El sargento hizo la venia y desapareciÑ. Mientras tanto Willy cerrÑ el
archivo con un golpe y preguntÑ, ceßudo:
- ¿Ha vuelto a las andadas?
- ¿QuÈ andadas?
- Ya sabe a quÈ andadas me refiero. AquÌ hay informaciÑn nueva sobre
usted.
"AjÀ", pensÈ.
- ¿De dÑnde?
èl frunciÑ el ceßo y golpeÑ la pipa contra el cenicero, irritado.
- Eso no le importa - dijo -. Se lo advierto como si fuera un viejo
amigo: deje eso, dÈjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no
va a salir a los seis meses. Y lo expulsarÀn del Instituto definitivamente,
entiÈndalo.
- Entiendo - dije -. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es quiÈn fue
el malnacido que pasÑ el dato.
Pero ya habÌa dejado de mirarme; seguÌa chupando la pipa vacÌa y
hojeando las fichas del archivo. Con eso estoy diciendo que el sargento
Lummer habÌa vuelto trayendo la carpeta nÇmero ciento cincuenta.
- Gracias Schuhart - dijo el capitÀn Willy Herzog, tambiÈn conocido
como "El chancho" - Eso es todo lo que querÌa aclarar. Puede irse.
VolvÌ al vestuario, me puse el guardapolvo y me animÈ. No podÌa dejar
de pensar en quiÈn habrÌa pasado los rumores. Si provenÌan del mismo
instituto eran todas mentiras, por fuerza, porque allÌ nadie sabÌa nada de
mÌ ni habÌa forma de que lo supieran. Si era un informe de la policÌa,
tambiÈn: ¿quÈ podÌan saber, salvo mis viejos pecados? Tal vez habÌan
atrapado a Cuervo. Ese hijo de perra habrÌa vendido hasta la madre por
salvar el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabÌa nada de mÌ. PensÈ y pensÈ,
sin llegar a nada grato. Al final entrado por Çltima vez en la Zona, de
noche; ya me habÌa decidido a mandar todo al diablo. HacÌa ya tres meses que
habÌa desprendido de casi todo el botÌn y el dinero se me estaba acabando.
Si no me habÌan pescado con la mercaderÌa en las manos, menos lo harÌan
ahora, siendo yo tan escurridizo.
Pero en ese momento, justo cuando me dirigÌa hacia las escaleras, se me
iluminÑ repentinamente la cabeza, y tan claramente que volvÌ al vestuario,
me sentÈ y encendÌ otro cigarrillo. Eso significaba que no podÌa ir a la
Zona ese dÌa. Ni al siguiente, ni dos dÌas despuÈs. Significaba que esos
escuerzos me tenÌan otra vez entre ojos, que no me habÌan olvidado; o, si me
habÌan olvidado, alguien se encargaba de hacerles acordar. NingÇn
merodeador, a menos que estuviera completamente chiflado, se arrimarÌa a la
Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revÑlver a la espalda. Lo que me
hubiera convenido en ese momento habrÌa sido esconderme en el rincÑn mÀs
oscuro. ¿Zona? ¿QuÈ Zona?
quÈ tienen que ninguna Zona, ni molestar a un honrado ayudante de
laboratorio?
Lo pensÈ bien y decidÌ, casi con alivio, que ese dÌa no irÌa a la Zona.
Pero ¿cuÀl era la mejor manera de decÌrselo a Kirill?
Se lo dije directamente.
- No voy a la Zona. ¿QuÈ instrucciones tienes para darme?
Al principio me mirÑ con ojos de huevo duro, por supuesto. DespuÈs
pareciÑ entender. Me agarrÑ por el codo para llevarme a su pequeßa oficina,
me hizo sentar ante el escritorio y Èl se instalÑ en el antepecho de la
ventana, frente a mÌ. Encendimos los cigarrillos. Silencio. Al fin me
preguntÑ, como con cautela:
- ¿PasÑ algo, Red?
¿QuÈ iba a decirle?
- No. No pasÑ nada. Ayer perdÌ veinte al pÑker; ese Noonan es muy buen
jugador, el desgraciado.
- Un momento - interrumpiÑ -. ¿Has cambiado de idea?
La tensiÑn me hizo soltar un ruido ahogado.
- No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo
llamar a su oficina.
Se quedÑ tieso. Puso otra vez aquella cara patÈtica, con ojos de
caniche enfermo, Se estremeciÑ, encendiÑ otro cigarrillo con la colilla del
viejo y hablo con suavidad.
- Puedes confiar en mÌ, Red. No le dije una palabra a nadie.
- Por supuesto, nadie habla de ti.
- Ni siquiera hablÈ todavÌa con Tender. Hice extender un pase a nombre
de Èl, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
No dije nada y seguÌ fumando. Era extraßo y triste. Ese hombre no
entendÌa nada.
- ¿QuÈ te dijo Herzog?
- Nada en especial. Alguien pasÑ el dato, eso es todo.
èl me echÑ una mirada extraßa, se bajÑ del antepecho y empezÑ a
pasearse, mientras yo hacÌa anillos de humo en silencio. Lo sentÌa por Èl,
naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor.
la que habÌa encontrado para la melancolÌa de Kirill! ¿Y de quiÈn era la
culpa? MÌa; habÌa ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba
escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De pronto Èl dejÑ de
pasearse y se acercÑ a mÌ. MirÑ de soslayo hacia cualquier parte y murmurÑ:
- Escucha, Red, ¿cuÀnto costarÀ un vacÌo lleno?
Al principio no entendÌ; pensÈ que tenÌa esperanzas de comprar alguno.
¿DÑnde lo iba a conseguir? Tal vez Èse fuera el Çnico del mundo; ademÀs Èl
no debÌa tener tanta plata como para comprarlo. ¿De dÑnde pensaba sacarla?
Era un cientÌfico extranjero, ruso, para colmo. De pronto comprendÌ. ¿AsÌ
que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
"GrandÌsimo tal por cual", pensÈ, "¿por quÈ me tomas?" AbrÌ la boca
para decÌrselo, pero la volvÌ a cerrar. Porque en realidad, ¿por quÈ iba a
tomarme? Un merodeador es un merodeador. Cuanta mÀs plata, mejor. Se juega
la vida por plata. TenÌa derecho a pensar que el dÌa anterior yo habÌa
tirado la lÌnea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
La idea me dejaba mudo. Y Èl seguÌa mirÀndome intensamente, sin
parpadear. No habÌa disgusto en sus ojos, sino una especie de comprensiÑn,
me parece. Al fin se lo expliquÈ, con calma.
- De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavÌa.
No hay caminos. TÇ lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va
a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que
querÌamos y volvimos en seguida. Como si fuÈramos al depÑsito. Entonces todo
el mundo se darÀ cuenta de que sabÌamos de antemano lo que buscÀbamos y
dÑnde estaba. Eso quiere decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres,
¿quiÈn puede haber estado allÌ? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me
espera?
TerminÈ mi discursito. Nos miramos fijamente a los ojos, sin decir
nada. De pronto Èl juntÑ las manos, con ruido se las frotÑ y anunciÑ
cordialmente:
- Bueno, tÇ no podrÀs ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. IrÈ solo.
Tal vez me vaya bien. No serÀ la primera vez.
TendiÑ el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyÑ en las manos
para inclinarse sobre Èl. Toda su cordialidad pareciÑ evaporarse ante mis
ojos. Le oÌ musitar:
- Cuarenta metros, cuarenta y uno, podrÌa ser, y tres hasta llegar al
garaje. No, no llevarÈ a Tender. ¿QuÈ te parece, Red? ¿Dejo a Tender?
DespuÈs de todo tiene dos hijos.
- No te dejarÀn ir solo.
- Me dejarÀn - murmurÑ -. Conozco a todos los sargentos y a los
tenientes.
elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allÌ hay un envase de gasolina
y estÀ completamente herrumbrado, pero los camiones parecen reciÈn salidos
de la fÀbrica.
ApartÑ la vista del mapa y mirÑ por la ventana. Yo tambiÈn lo hice. Los
vidrios de nuestras ventanas son gruesos y emplomados. Y mÀs allÀ... la
Zona. AllÌ estÀ, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el
piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
A simple vista parece una extensiÑn de tierra como cualquier otra. El
sol brilla sobre ella como en cualquier rincÑn del planeta. DarÌa la
impresiÑn de que nada ha cambiado mucho en ella; todo estÀ como hace treinta
aßos. Mi padre, que en paz descanse, no encontraba nada fuera de lugar
cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por quÈ no habÌa humo en la
chimenea de la planta. ¿HabÌa una huelga o algo asÌ? El metal amarillo se
amontonaba en forma de conos, los altos hornos brillaban bajo el sol; habÌa
rieles, rieles y mÀs rieles, y una locomotora con vagonetas sobre los
rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni
muerta. AllÌ estaba tambiÈn el garaje: un largo intestino gris con las
puertas abiertas de par en par. Los camiones estaban estacionados en un
sitio pavimentado, junto a Èl.
Kirill tenÌa razÑn con respecto a aquellos vehÌculos: la cabeza le
funcionaba bien.
dar la vuelta por alrededor. Hay una grieta en el asfalto, si es que las
zarzas no la han cubierto aÇn.
Cuarenta metros. ¿Desde dÑnde contaba? Oh, probablemente desde el
Çltimo poste. TenÌa razÑn, la distancia no era mayor; esos cientÌficos
tragalibros iban progresando. HabÌan trazado toda la ruta hasta el vaciadero
de basuras, y bien trazada. AllÌ estaba la fosa donde habÌa caÌdo Zalamero,
a dos metros de. la ruta. Nudillos habÌa avisado a Zalamero: "Mantente tan
lejos de las fosas como puedas, o no quedarÀ de ti ni siquiera un resto que
podamos enterrar". Cuando mirÈ en el agua no habÌa nada. AsÌ son las cosas
de la Zona: si uno vuelve con botÌn, es un milagro; si vuelve vivo, es un
triunfo; si la patrulla no le acierta ningÇn disparo, es un golpe de suerte.
En cuanto a todo lo demÀs, es el destino.
Al mirar a Kirill notÈ que me observaba secretamente. Fue la expresiÑn
de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pensÈ; "al
fin y al cabo, ¿quÈ me pueden hacer estos esfuerzos?" No hacÌa falta que me
dijera nada, pero lo hizo.
- Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -. Fuentes oficiales (y lo
repito: oficiales) me han inducido a creer que convendrÌa realizar una
inspecciÑn del garaje, que podrÌa ser de gran valor cientÌfico. Sugiero que
lo hagamos. Garantizo una bonificaciÑn.
Y sonriÑ, luminoso como el sol del verano.
- ¿QuÈ fuentes oficiales? - preguntÈ, sonriendo a mi vez como un tonto.
- Son confidenciales, pero a ti puedo revelÀrtelas - dijo, frunciendo
el ceßo -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
- Oh, el doctor Douglas. ¿QuÈ doctor Douglas?
- Sam Douglas - respondiÑ Èl, secamente -. MuriÑ el aßo pasado.
Se me erizÑ la piel. ¿QuiÈn se atreve a hablar de esas cosas antes de
ponerse en marcha?
mazo y no entienden. AplastÈ la colilla en el cenicero y dije:
- EstÀ bien. ¿DÑnde estÀ ese Tender? ¿Hasta cuÀndo tenemos que
esperarlo?
En otras palabras, no volvimos a tocar el tema. Kirill telefoneÑ a
Transportes y pidiÑ una cabina voladora. Mientras tanto yo estudiaba el
mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotogrÀfico, una vista aÈrea muy
ampliada. Se veÌan hasta los picos de la cubierta que estaba junto a los
portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa asÌ...
Pero no servirÌa de mucho por la noche, cuando ni siquiera las estrellas
iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
En ese momento entrÑ Tender. Estaba rojo y sin aliento; tenÌa la hija
enferma y habÌa ido a buscar un mÈdico. Se disculpÑ por haber llegado tarde.
Bueno, le entregamos el regalito: los tres Ìbamos a entrar en la Zona. En el
primer momento hasta dejÑ de jadear y de bufar, de puro miedo.
- ¿CÑmo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por quÈ yo?
Sin embargo recuperÑ la respiraciÑn en cuanto le dijimos que habÌa
doble bonificaciÑn y que Red Schuhart irÌa tambiÈn.
Al fin bajamos al "boudoir" y Kirill fue a buscar los pases. Se los
mostramos a otro sargento, que nos entregÑ trajes especiales. En realidad
son cosas muy prÀcticas; si uno los tißera de cualquier color, menos el rojo
que tienen, cualquier merodeador pagarÌa gustosamente unos quinientos por
uno de ellos, sin parpadear siquiera. Yo jurÈ hace tiempo que un dÌa
cualquiera encontrarÌa el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen
nada extraordinario; algo asÌ como un traje de buceo con un casco en forma
de burbuja, provisto de visor. En realidad no es exactamente un traje de
buceo; mÀs bien se parece al de los pilotos de estatorreactores o al de los
astronautas. Era liviano, cÑmodo, sin ninguna costura, y no hacÌa sudar. Con
un trajecito como Èse uno podÌa caminar entre el fuego y el gas, Dicen que
ni siquiera las balas lo perforan. Claro que el fuego, las armas y el gas
mostaza son todas cosas humanas y terrÀqueas; en la zona no hay nada de eso.
Y de cualquier modo, para decir la verdad, la gente cae como moscas con
traje o sin Èl. Eso sÌ, tal vez sin trajes morirÌan muchos mÀs. Esos equipos
ofrecen un cien por ciento de protecciÑn contra la pelusa ardiente, por
ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
Nos pusimos los trajes especiales. Yo volquÈ en el bolsillo de la
cadera las tuercas y los tornillos que llevaba en una bolsa, y todos
cruzamos el patio del Instituto hacia la entrada de la Zona. AsÌ lo
establecÌa la rutina, para que todos vieran a los hÈroes de la ciencia que
depositaban la vida en el altar de la humanidad, del conocimiento y del
EspÌritu Santo, amÈn. Y sin duda alguna, desde el piso quince hasta la
planta baja habÌa caras solidarias que nos observaban. No nos faltaba mÀs
que un agitar de paßuelos y una orquesta.
- ¡Arriba! - dije a Tender -. ¡Saca pecho, gordinflÑn!
estarÀ eternamente agradecida!
Cuando se dio vuelta a mirarme comprendÌ que no estaba de humor para
bromas. Y tenÌa razÑn, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va
a entrar en la Zona puede llorar o bromear... y yo nunca llorÈ, ni siquiera
de nißo. MirÈ a Kirill; Èl soportaba bien la tensiÑn, pero movÌa los labios
corno si estuviera rezando.
- ¿Rezas? - preguntÈ -. Reza, reza. Cuanto mÀs se entra en la Zona mÀs
cerca se estÀ del ParaÌso.
- ¿QuÈ?
-
el ParaÌso.
Con una sÇbita sonrisa, me palmeÑ la espalda como diciendo: "No tengas
miedo, nada pasarÀ mientras estÈs conmigo, y si pasa... Bueno, sÑlo se muere
una vez", QuÈ tipo simpÀtico es, de veras.
Mostramos nuestros pases al Çltimo de los sargentos, sÑlo que en esa
oportunidad, para cambiar, era un teniente. Lo conozco; el padre vende
losetas para tumbas en RexÑpolis, allÌ nos esperaba la cabina voladora; los
muchachos de Transporte la habÌan dejado en el pasillo. TambiÈn esperaban
allÌ todos los demÀs: el equipo de primeros auxilios, los bomberos y
nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un pußado de
tontos sobrealimentados dentro de un helicÑptero.
visto nunca!
En cuanto subimos a la cabina, Kirill se hizo cargo de los mandos,
diciendo:
- Okey, Red, tÇ guÌas.
BajÈ tranquilamente la cremallera del pecho y saquÈ una petaca; tomÈ un
trago largo antes de volver a guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas
veces en la Zona, pero sin eso... no, no puedo. Los dos me miraban,
esperando.
- Bueno - dije -, no les ofrezco porque es la primera vez que salimos
juntos y no sÈ quÈ efecto les causa. Trabajaremos de este modo: lo que yo
diga, ustedes lo harÀn inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a
dar vueltas o a hacer preguntas le tirarÈ con lo primero que encuentre a
mano. Quiero pedirles disculpas desde ahora. Por ejemplo: seßor Tender, si
te ordeno caminar en cuatro patas levantarÀs inmediatamente ese culo gordo y
harÀs lo que te digo. Y si no lo haces, quiÈn sabe si volverÀs a ver a tu
enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargarÈ de que vuelvas a verla.
- No te olvides de darme las Ñrdenes - bufÑ Tender, enrojecido,
sudoroso, mordisqueÀndose los labios -. CaminarÈ de panza, no en cuatro
patas, si es preciso. No soy novato.
- En lo que a mÌ respecta los dos son novatos - dije -. Y no me
olvidarÈ de dar las Ñrdenes, no se preocupen. A propÑsito, ¿sabe manejar
cabinas?
- Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.
- Bueno, de acuerdo. AquÌ vamos. Buen viaje. Bajen las viseras. Poca
velocidad, en lÌnea recta a lo largo de los postes, altura tres metros. En
el poste veintisiete, alto.
Kirill elevÑ la cabina a tres metros y avanzamos a marcha lenta. Me
volvÌ sin que nadie se diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo.
Vi que la patrulla de rescate habÌa trepado al helicÑptero; los bomberos
estaban en posiciÑn de firme, por puro respeto y el teniente de la puerta
nos hacÌa la venia, el imbÈcil; sobre todo aquello flameaba el enorme y
desteßido estandarte: "Bienvenidos, Visitantes" Tender parecÌa a punto de
responder a los saludos, pero le di tal codazo en las costillas que
inmediatamente descartÑ cualquier ceremonia.
¡Ya te tocarÀ decir adiÑs!
Y partimos.
El Instituto estaba a nuestra derecha; el Cuartel de la Peste, a
nuestra izquierda. AvanzÀbamos de poste en poste bien por el medio de la
calle. HabÌan pasado siglos desde la Çltima vez que alguien caminara o
manejara por esa calle. El asfalto estaba todo resquebrajado y habÌa pastos
en las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la
acera izquierda crecÌan zarzas negras; los lÌmites de la Zona eran bien
visibles: los pastos negros terminaban en el cordÑn como si los hubiesen
podado. SÌ, aquellos visitantes eran educados; revolvieron un montÑn de
cosas, pero al menos se marcaron lÌmites bien establecidos. Ni siquiera la
pelusa incendiada llegaba a nuestro sector de la Zona, aunque cualquiera
dirÌa que con un viento fuerte podÌa llegar.
Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas;
las ventanas, sin embargo, no estaban rotas, pero sÌ tan sucias que no se
veÌa nada. A la noche, cuando uno pasaba furtivamente por ahÌ, se veÌa un
resplandor allÌ dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la
jalea de brujas que se filtra por los sÑtanos. Si uno mira al descuido se
lleva la impresiÑn de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas
son como todas, aunque necesiten algÇn arreglo, pero eso no es nada extraßo.
Lo Çnico extraßo es que no hay gente por allÌ.
En aquella casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivÌa nuestro
profesor de matemÀticas; le llamÀbamos La Coma. Era aburrido, un fracasado;
la segunda esposa lo abandonÑ justo antes de la VisitaciÑn; la hija tenÌa
cataratas en un ojo y nosotros nos burlÀbamos de ella hasta hacerla llorar,
me acuerdo. Cuando comenzÑ el pÀnico, Èl y los otros vecinos corrieron al
puente en ropa interior, tres millas, sin parar. El pasÑ mucho tiempo
enfermo con la peste; perdiÑ toda la piel y las ußas. Se enfermaron casi
todos los que vivÌan en ese barrio; por eso lo llamamos el Cuartel de la
Peste. Algunos murieron; los viejos, en su mayorÌa, y no fueron muchos. Por
mi parte, creo que no los matÑ la peste, sino el miedo. Era terrorÌfico.
Todos los que vivÌan allÌ cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios quedÑ
ciega. Ahora esas Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel
de Ciegos, etcÈtera. No es que hayan quedado ciegos por completo, pero sÌ
con una especie de ceguera nocturna. A propÑsito, dicen que eso no fue
consecuencia de ninguna explosiÑn, aunque explosiones hubo muchas; dicen que
fue un ruido fuerte. Dicen que de tan fuerte perdieron inmediatamente la
vista. Los mÈdicos les dijeron que era imposible, que trataran de recordar,
pero ellos insistÌan en que fue un trueno lo que los cegÑ. Lo raro es que
nadie mÀs oyÑ ese trueno.
SÌ, era como si allÌ no hubiera pasado nada. HabÌa un kiosco de
vidrios, intacto. Un cochecito de bebÈ en la entrada de una casa; hasta las
sÀbanas parecÌan limpias. Pero las antenas estropeaban el efecto: todas
estaban cubiertas por una cosa peluda que parecÌa algodÑn. HacÌa rato que
los tragalibros venÌan rompiÈndose los sesos con ese asunto del algodÑn.
QuerÌan examinarlo, ¿entienden? No habÌa nada parecido en otros lugares,
sÑlo en el Cuartel de la Peste y sÑlo en las antenas. MÀs aÇn: lo tenÌan
precisamente allÌ, bajo las ventanas. Al fin tuvieron una idea luminosa:
desde un helicÑptero bajaron un ancla sujeta por un cable de acero y
engancharon un trozo de algodÑn. En cuanto el helicÑptero tirÑ, se oyÑ un
"psst", y vimos salir humo de la antena, del ancla y del cable. Pero el
cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoßosamente, como una serpiente de
cascabel. Bueno, el piloto no era ningÇn tonto (por algo habÌa llegado a
teniente); en seguida se imaginÑ lo que pasaba, soltÑ el cable y saliÑ a
toda velocidad. AllÌ estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto
de algodÑn.
AsÌ llegamos al final de la calle, donde debÌamos girar, fÀcilmente y
sin problema. Kirill me mirÑ: ¿doblaba? Le indiquÈ por seßas que lo hiciera
bien despacio. Nuestra cabina doblÑ, avanzando lentamente por sobre los
Çltimos centÌmetros de tierra humana. La acera se estaba aproximando y la
sombra de la cabina caÌa sobre las zarzas. Listo.
SentÌ un escalofrÌo. Siempre siento el mismo escalofrÌo. Y nunca sÈ si es la
Zona que me saluda a mis nervios de merodeador que se ponen en
funcionamiento. Siempre digo que cuando vuelva preguntarÈ a los otros si
ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
Bueno, asÌ que Ìbamos avanzando silenciosamente sobre los antiguos
jardines. El motor canturreaba parejo bajo nuestros pies, tranquilo; a Èl
nada lo preocupaba, nada podÌa hacerle mal allÌ. Y entonces el viejo Tender
se nos vino abajo.
TodavÌa no habÌamos llegado al primer poste cuando comenzÑ a parlotear.
Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la
Zona. Le castaßeteaban los dientes, le palpitaba el corazÑn, le fallaba la
memoria; se sentÌa avergonzado, pero de cualquier modo no podÌa dominarse.
Creo que es como cuando nos chorrea la nariz: no depende de nosotros:
chorrea y chorrea.
puntos de vista sobre los Visitantes o hablan de cosas que no tienen nada
que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje
sin poder parar. CuÀnto le habÌa costado, quÈ buena era la tela, y los
botones nuevos que le habÌa puesto el sastre...
- CÀllate.
Me mirÑ patÈticamente, hizo un puchero y siguiÑ: cuÀnta seda habÌa
hecho falta para el forro.
Los jardines ya habÌan terminado; por debajo de nosotros estaba el
baldÌo que antes se usaba como basurero municipal. SentÌ una ligera brisa.
Pero no habÌa viento, nada de viento. De pronto sentÌ un soplo fuerte; los
pastos sueltos rodaron y me pareciÑ oÌr algo.
-
No, no podÌa callarse. Ya andaba por los bolsillos. No me quedaba mÀs
remedio.
-
èl frenÑ inmediatamente. Buenos reflejos; me sentÌ orgulloso de Èl.
TomÈ a Tender por el hombro, lo hice girar hacia mÌ y le lancÈ una trompada
hacia el visor. Se le estrellÑ la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerrÈ
los ojos y quedÑ mudo.
En cuanto callÑ volvÌ a oÌrlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mirÑ con
los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seßa para que se estuviera
quieto. Dios, por favor, quÈdate quieto, no muevas un mÇsculo. Pero Èl
tambiÈn oÌa el ruido y, como todos los novatos, sentÌa la necesidad de hacer
inmediatamente algo, cualquier cosa.
- ¿Retrocedo? - susurrÑ.
SacudÌ desesperadamente la cabeza y agitÈ el pußo bajo su visera:
¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para dÑnde mirar: si al
terreno o a ellos. Pero en ese momento me olvidÈ de todo. Sobre la montaßa
de viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un
temblor, como si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata,
a mediodÌa. CruzÑ por sobre el montÌculo y avanzÑ, mÀs y mÀs, hacia
nosotros, justo al lado del poste; quedÑ suspendido por un momento sobre la
ruta (¿o era sÑlo imaginaciÑn mÌa?), para deslizarse finalmente hacia el
suelo, entre matas y cercas podridas, hacia el cementerio de los
automÑviles,
¡Malditos tragalibros! ¿A quiÈn se le ocurre trazar la ruta sobre el
vaciadero de basuras? Y yo tambiÈn,
pensando cuando me entusiasmÈ con ese mapa estÇpido?
- Despacio, adelante - indiquÈ a Kirill.
- ¿QuÈ era eso?
- SabrÀ el diablo. Era algo y ya no estÀ. Gracias a Dios. Y ahora
cÀllate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes? Eres una mÀquina,
mi volante, nada mÀs.
De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
- Suficiente. Ni una palabra mÀs.
Necesitaba otro trago. DÈjenme que les diga algo: esos trajes de buceo
eran una tonterÌa. He sobrevivido a muchas cosas sin ese maldito equipo y
sobrevivirÈ a muchas mÀs, pero sin un buen trago en el momento justo...
¡Bueno, ya basta!
La brisa parecÌa haberse calmado. No oÌa nada amenazador. El Çnico
ruido era el ronroneo tranquilo y soßoliento del motor. El sol estaba fuerte
y hacÌa mucho calor. Sobre el garaje pendÌa una neblina. Todo parecÌa andar
bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba
callado. Los novatos se iban puliendo. No se preocupen, compaßeros, en la
Zona se puede respirar tambiÈn, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste
27; el cartel de metal tenÌa un cÌrculo rojo con el nÇmero 27 dentro. Kirill
me mirÑ, yo asentÌ y nuestra cabina se detuvo.
Ya habÌan caÌdo los capullos y era el tiempo de las cerezas. Ahora lo
importante era mantener una calma absoluta. No habÌa apuro. El viento habÌa
cesado y la visibilidad era buena. Todo iba como la seda. Vi la fosa en
donde Zalamero habÌa estirado la pata; dentro habÌa algo de color, tal vez
sus ropas. Era una porquerÌa, que en paz descanse: avaricioso, estÇpido y
sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los
ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general, la Zona no
pregunta quiÈn es bueno y quiÈn es malo. AsÌ que gracias, Zalamero; eres un
idiota y nadie se acuerda de tu verdadero nombre, pero al menos serviste
para que los vivos supieran por dÑnde no tenÌan que pasar.
Claro, nuestra mejor salida consistÌa en llegar, al asfalto. El asfalto
es liso y se puede ver todo lo que hay en Èl; ademÀs esa grieta la conozco
bien.
corrÌa una lÌnea recta hacia el asfalto. AllÌ estaban, muy pagados de sÌ,
esperando. No, por allÌ no pasarÌamos. Una de las reglas de todo merodeador
aconseja mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha
o a la izquierda. PasarÌamos por sobre el montÌculo izquierdo. Claro que yo
no sabÌa lo que habÌa del otro lado. SegÇn el mapa, nada, pero ¿quiÈn confÌa
en los mapas?
- Escucha, Red - susurrÑ Kirill -, ¿Por quÈ no saltamos por encima?
Veinte metros hacia arriba, despuÈs bajamos, y estaremos junto al garaje,
¿eh?
- CÀllate, abriboca - dije -, no me molestes.
QuerÌa subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarÌan
siquiera nuestros huesos. O tal vez apareciera la roncha de mosquitos por
cualquier parte y no dejarÌa ni un pedacito hÇmedo de nosotros. Ya estaba
hasta la coronilla de los arriesgados. èl no puede esperar; saltemos, dice.
Pero yo sabÌa ya perfectamente cÑmo llegar hasta el montÌculo. DespuÈs nos
detendrÌamos allÌ por un ratito a pensar el movimiento siguiente. TomÈ un
pußado de las tuercas y tornillos que tenÌa en el bolsillo y se los mostrÈ a
Kirill sobre la palma.
- ¿Recuerdas el cuento de Hansel y Gretel que te enseßaban en la
escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revÈs.
ArrojÈ la primera tuerca; no muy lejos, a unos diez metros, como yo
querÌa. LlegÑ sin problemas.
- ¿Viste eso?
- ¿Y quÈ? - preguntÑ Èl.
- Nada de "y quÈ". Te preguntÈ si lo viste.
- Lo vi.
- Ahora lleva la cabina, bien despacio, hasta donde estÀ la tuerca;
detente a medio metro. ¿Entendido?
- Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
- Busco lo que debo buscar. Espera, arrojarÈ otra. Mira bien dÑnde cae
y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
La segunda tuerca tambiÈn cayÑ sin inconvenientes junto a la primera.
- Vamos.
Hizo arrancar la cabina. Su cara estaba tranquila y despejada.
ComprendÌa bien, por lo visto. Todos son iguales, estos tragalibros; para
ellos lo mÀs importante es encontrar un nombre para cada cosa. Mientras no
encontrÑ el nombre tenÌa un aspecto lamentable, era un verdadero idiota.
Pero ahora tenÌa una etiqueta, graviconcentrados; entonces entendÌa todo y
la vida era unas pascuas.
Pasamos sobre la primera tuerca, sobre la segunda, sobre una tercera.
Tender suspiraba, cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, bostezaba
de puros nervios; se sentÌa encerrado, pobre tipo. Pero le harÌa bien.
BajarÌa como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojÈ la
cuarta tuerca su trayectoria no me gustÑ del todo. No habrÌa podido explicar
quÈ andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y sujetÈ a Kirill
por la mano.
- Quieto - dije -. No te muevas ni un centÌmetro.
TomÈ otra y la lancÈ mÀs alto y mÀs lejos.
mosquitos! La tuerca volÑ normalmente; parecÌa caer sin problemas, pero a
mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza
que cuando aterrizÑ quedÑ hundida en la arcilla.
- ¿Viste eso? - susurrÈ.
- SÑlo en las pelÌculas - observÑ, estirÀndose tanto para ver que tuve
miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres?
Era triste y divertido. ¡Una!
ArrojÈ otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de
mosquito. Para ser sincero habrÌa alcanzado con siete, pero lancÈ uno mÀs,
bien hacia el medio, para que Èl pudiera disfrutar con su concentrado. Se
estrellÑ en la arcilla como si fuera una pesa de cinco kilos y no un
tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruᥠde gusto.
- Okey - dije -, ya nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien,
te estoy marcando el camino, asÌ que no lo pierdas de vista.
AsÌ dejamos a un lado la roncha de mosquitos y llegamos al montÌculo.
Era tan pequeßo que parecÌa un sorete de gato. Hasta entonces yo no habÌa
reparado en Èl. Quedamos suspendidos en el aire por sobre el montÌculo. El
asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veÌa
cada brizna de pasto, cada grieta, como en una instantÀnea. Bueno, con
arrojar una tuerca podrÌamos seguir.
No pude arrojar esa tuerca.
No entendÌa lo que me pasaba, pero no podÌa decidirme a arrojarla.
- ¿QuÈ pasa? - preguntÑ Kirill -. ¿Por quÈ no seguimos?
- Espera - dije -. CÀllate.
HabÌa pensado arrojar la tuerca para que avanzÀramos tranquilamente,
como sobre manteca derretida, sin mover siquiera las briznas de pasto. En
treinta segundos podÌamos llegar al asfalto.
sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podÌa arrojar la tuerca hacia
allÌ. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era mÀs larga y
habÌa un montÑn de guijarros poco simpÀtico. Hacia allÌ sÌ, pero no hacia
adelante; por nada del mundo.
ArrojÈ la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar
la cabina y avanzÑ hacia ella. DespuÈs me mirÑ. Debo haber tenido bastante
mala cara, porque en seguida apartÑ la vista.
- EstÀ bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
Y lancÈ la Çltima tuerca hacia el asfalto.
A partir de ese momento fue mucho mÀs fÀcil. EncontrÈ la grieta; estaba
limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me limitÈ a observarla, con
silencioso regocijo. Nos levÑ hasta las puertas del garaje mejor que
cualquier poste, cualquier seßal.
OrdenÈ a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me echÈ de panza
al suelo y mirÈ hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del
sol no me dejÑ ver nada. SÑlo negrura. DespuÈs mis ojos se fueron
acostumbrando. Vi entonces que nada habÌa cambiado en el garaje desde la
Çltima vez. El camiÑn de la basura seguÌa aÇn estacionado sobre la fosa, en
perfecto estado, sin agujeros ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el
piso de cemento, tal vez porque en la fosa no habÌa demasiada jalea de
brujas y no habÌa salpicado hacia afuera desde la Çltima vez.
SÑlo una cosa no me gustaba. En la parte trasera del garaje, cerca de
las latas, se veÌa algo plateado. Eso no estaba allÌ antes. Bueno, habÌa
algo plateado, y quÈ.
brillo especial; relucÌa un poquito, suave, tranquilamente. Me levantÈ, me
cepillÈ la ropa y echÈ una mirada a mi alrededor. AllÌ estaban los camiones,
en el baldÌo, siempre como nuevos. Hasta parecÌan mÀs nuevos que la Çltima
vez, Y el camiÑn de gasolina, pobrecito, estaba completamente herrumbrado,
listo para caerse a pedazos. AllÌ estaba tambiÈn la cubierta, como ellos lo
tenÌan indicado en el mapa.
No me gustaba el aspecto de esa cubierta. La sombra no estaba bien;
tenÌamos el sol a la espalda, pero la sombra de la cubierta venÌa hacia
nosotros. Bueno, no importaba, estaba bastante lejos. Todo parecÌa bien;
podÌamos empezar el trabajo.
Pero esa cosa plateada que brillaba allÀ atrÀs, ¿quÈ era? ¿ImaginaciÑn
mÌa, no mÀs? SerÌa lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por
quÈ ese resplandor por sobre las latas, por quÈ no estaba entre ellas, por
quÈ la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me habÌa dicho algo sobre las
sombras: que eran extraßas, pero no peligrosas; algo pasa aquÌ con las
sombras.
Pero ¿quÈ era ese brillo plateado? ParecÌa una telaraßa de las que
suele haber en los Àrboles de los bosques. ¿QuÈ clase de araßa podrÌa haber
tejido su tela allÌ? Nunca habÌa visto bichos en la Zona.
Lo peor era que mi vacÌo estaba precisamente allÌ, a dos pasos de las
latas. TendrÌa que haberlo robado la Çltima vez, y entonces ahora no estarÌa
pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. DespuÈs de todo
el degenerado estaba lleno; lo levantÈ sin dificultad, pero eso de llevarlo
sobre la espalda, en cuatro patas, en la oscuridad... Si ustedes nunca
anduvieron con un vacÌo a cuestas, hagan la prueba: es como llevar diez
litros de agua sin balde.
Ya era hora de ponerse en marcha. TenÌa ganas de un trago. Me volvÌ
hacia Tender.
- Kirill y yo vamos a entrar al garaje. QuÈdate aquÌ y no toques los
mandos si yo no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en
llamas aquÌ mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
AsintiÑ seriamente, como quien dice: "No me voy a acobardar". TenÌa la
nariz como una ciruela; mi trompada habÌa sido fuerte de veras. BajÈ
cuidadosamente las sogas de emergencia, observÈ una vez mÀs aquel resplandor
plateado, hice seßas a Kirill y comencÈ a bajar. Una vez en el asfalto
esperÈ a que Èl descendiera por la otra soga.
- No te apures - le dije -. No nos corre nadie.
Nos detuvimos sobre el asfalto, con la cabina flotando al lado y las
cuerdas culebreÀndonos bajo los pies. Tender asomÑ la cabeza por encima del
riel y nos mirÑ con ojos llenos de desesperaciÑn. Era hora de ponerse en
marcha.
- SÌgueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de
mi espalda y mantente alerta.
AvancÈ. Me detuve en el vano de la puerta para mirar a mi alrededor.
¡Es muchÌsimo mÀs fÀcil trabajar a la luz del dÌa que de noche! Recuerdo que
una vez estuve tendido en ese mismo vano. Aquello estaba negro como boca de
lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste,
como el alcohol encendido. Pero no iluminaban nada. Al contrario, todo
parecÌa mÀs oscuro, malditas sean.
Ya habÌa acostumbrado los ojos a aquella luz lÑbrega y podÌa ver hasta
el polvo en los rincones mÀs oscuros. En verdad habÌa algo plateado por
allÌ; eran hilos plateados que iban desde las latas hasta el techo. SÌ,
parecÌan una tela de araßa; tal vez no fueran mÀs que eso, pero era mejor no
acercarse.
Fue entonces cuando cometÌ mi error. TendrÌa que haberme detenido, con
Kirill bien al lado, esperar a que Èl tambiÈn acostumbrara los ojos a la
penumbra y entonces seßalarle la telaraßa. SeßalÀrsela. Pero estaba
habituado a trabajar solo. Vi lo que debÌa ver y me olvidÈ de Kirill.
Di un paso hacia el interior y me dirigÌ en lÌnea recta hacia las
latas. Me inclinÈ sobre el vacÌo. En Èl parecÌa no haber ninguna telaraßa.
LevantÈ un extremo y dije a Kirill:
- Agarra de ahÌ y no lo dejes caer; es pesado.
LevantÈ la vista y sentÌ que algo me apretaba la garganta. No pude
abrir la boca. QuerÌa gritar: "¡Quieto!
vez de cualquier modo no habrÌa tenido tiempo, pues todo ocurriÑ demasiado
rÀpido. Kirill se acercÑ al vacÌo, de espaldas a las latas, y apoyÑ toda la
espalda en la telaraßa plateada. CerrÈ los ojos; quedÈ aturdido; no oÌ mÀs
que el ruido de la telaraßa al desgarrarse. Era un sonido coruscante y
dÈbil.
AsÌ estaba todavÌa, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las
piernas, cuando Kirill hablÑ:
- Bueno, ¿lo llevamos?
- Vamos.
Levantamos el vacÌo y nos dirigimos hacia la puerta, caminando de
costado. Era terriblemente pesado, el maldito; aun entre dos resultaba
difÌcil llevarlo. Salimos al sol y nos detuvimos junto a la cabina. Tender
se estirÑ para tomarlo.
- Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos...
- No - interrumpÌ -. Esperemos un segundo. Primero dÈjalo en el suelo.
Lo dejamos.
- Date vuelta. Quiero verte la espalda.
Se volviÑ sin decir palabra. MirÈ; no tenÌa nada allÌ. Lo hice girar
para aquÌ y para allÀ, pero no tenÌa nada. VolvÌ los ojos hacia las latas;
allÌ tampoco habÌa nada.
- Oye - dije a Kirill, sin sacar los ojos de las latas -. ¿no viste la
telaraßa?
- ¿QuÈ telaraßa? ¿DÑnde?
- Bueno, tuvimos suerte.
Sin embargo pensaba: "En realidad todavÌa no se puede saber".
- De acuerdo. Levantemos esto.
Metimos el vacÌo en la cabina y lo ubicamos de modo tal que no se
moviera. AllÌ estaba, el minino, brillante y limpito; el cobre relumbraba a
la luz del sol. Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes de nubes
entre los dos discos. Comprendimos que no era un vacÌo, sino algo asÌ como
un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos
un rato mÀs antes de trepar a la cabina e iniciar el viaje de regreso sin
mÀs vueltas.
¡QuÈ fÀcil era todo para los cientÌficos! Para empezar trabajaban a la
luz del dÌa. AdemÀs, lo Çnico bravo era entrar a la Zona, porque para
regresar, la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo,
un cursÑgrafo, creo que se llama, que lleva a la cabina exactamente por
donde vino.
Mientras flotÀbamos en el aire, en el trayecto de regreso, repitiÑ
todas las maniobras, deteniÈndose por un momento para proseguir en cada
cambio de direcciÑn. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y las tuercas;
podrÌa haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
Mis novatos estaban eufÑricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados,
prÀcticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos
y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar la ruta hasta
el garaje. Kirill me tironeÑ de la manga y comenzÑ a explicarme el fenÑmeno
de la graviconcentraciÑn, es decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse
en lÌnea, pero no a la fuerza. Les contÈ, tranquilamente, de todos los
idiotas que reventaban en el camino de regreso.
- Cierren el pico - les dije - y mantengan los ojos abiertos si no
quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
Eso dio resultado. Ni siquiera preguntaron quÈ habla pasado con el
petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sÑlo pensaba en una cosa: cÑmo iba
a sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero
esa telaraßa me seguÌa brillando ante los ojos.
Al fin salimos de la Zona y nos enviaron al despiojador (los
cientÌficos lo llaman hangar mÈdico) junto con la cabina. Nos baßaron en
tres tinas diferentes donde hervÌan tres soluciones alcalinas; nos
embadurnaron con cierta pasta, nos rociaron con no sÈ quÈ polvo y nos
volvieron a lavar. DespuÈs nos secaron y dijeron:
-
Tender y Kirill llevaban el vacÌo. Eran tantos los que habÌan venido a
mirar que no se podÌa caminar.
frases de bienvenida, pero ninguno tenÌa el valor de tender una mano a los
cansados hÈroes. Bueno, eso no era cosa mÌa. Ahora ya nada era de mi
incumbencia.
Me quitÈ el traje especial y lo tirÈ al suelo (que los malditos
sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque
estaba empapado en sudor de la cabeza a los pies. Me encerrÈ en uno de los
cubÌculos, busquÈ mi petaca, desenrosquÈ la tapa y me prendÌ a ella como una
lamprea.
DespuÈs me sentÈ en el banco, con las rodillas vacÌas, la cabeza vacÌa,
el alma vacÌa. Tragaba ese lÌquido fuerte como si fuera agua. VivÌa. La Zona
me habÌa dejado salir. Me habÌa dejado salir, la puta. Esa maldita y
traicionera puta. Estaba vivo. Los novatos nunca sabÌan apreciarlo, sÑlo un
merodeador sabÌa lo que era eso. Las lÀgrimas me corrÌan por las mejillas,
no sÈ si por los tragos o por quÈ. MamÈ de la petaca hasta dejarla seca. Yo
estaba mojado; la petaca, seca. Por supuesto, no alcanzÑ para ese Çltimo
sorbo que necesitaba. Pero eso se podÌa arreglar. Todo se podÌa arreglar
ahora. Vivo.
EncendÌ un cigarrillo, y mientras fumaba, allÌ sentado, sentÌ que todo
andaba bien. Entonces me acordÈ de la bonificaciÑn. èsa era una de las
grandes ventajas que tenÌamos en el Instituto; podÌa ir ya mismo a retirar
el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allÌ, a las duchas.
EmpecÈ a desvestirme lentamente. Me quitÈ el reloj y comprobÈ que
habÌamos pasado cinco horas en la Zona.
estremecÌ. Cinco horas, Dios... Realmente, en la Zona no pasa el tiempo.
Pero pensÀndolo bien, ¿quÈ son cinco horas para un merodeador? Un abrir y
cerrar de ojos. ¿Y si hablamos de doce, de dos dÌas? Cuando uno no logra
salir en una noche tiene que pasarse todo el dÌa de cara contra el suelo. Ni
siquiera reza; murmura, nomÀs, delirando; no sabe si estÀ muerto o vivo. Al
llegar la segunda noche termina con lo suyo y se arrima al puesto de la
patrulla con el botÌn. AllÌ estÀn los guardias, con las ametralladoras. Y
esos malnacidos, esos esfuerzos, lo odian a uno con toda el alma. Pero
arrestar a un merodeador no les hace ninguna gracia, porque les aterroriza
la idea de que uno estÈ contaminado. Lo Çnico que quieren es liquidarlo,
directamente, y para eso llevan todas las de ganar:
probar que lo mataron ilegalmente! AsÌ que uno vuelve a enterrar la cara en
el suelo y reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y
allÌ estÀ el botÌn, al lado, y no sabemos si estÀ allÌ, nomÀs, o si nos estÀ
matando lentamente. TambiÈn se puede terminar como Nudillos Itzak, que se
empantanÑ al alba entre dos fosas. No podÌa avanzar ni hacia la derecha ni
hacia la izquierda. Dispararon contra Èl durante dos horas, pero no pudieron
acertarle. Durante dos horas Èl se fingiÑ muerto. Gracias a Dios, al fin le
creyeron y lo dejaron en paz. Yo lo vi despuÈs de eso; ni siquiera lo
reconocÌ. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguÌa siendo humano.
Me sequÈ las lÀgrimas y abrÌ la canilla; para ducharme por largo rato.
Primero con agua caliente, despuÈs con frÌa, despuÈs otra vez con caliente.
UsÈ una barra entera de jabÑn. Al final me aburrÌ y cerrÈ la ducha. Alguien
estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
- ¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez!
Plata. Eso nunca viene mal. AbrÌ la puerta. AllÌ estaba Èl, medio
desnudo, en calzoncillos. ParecÌa en Èxtasis; toda su melancolÌa habÌa
desaparecido.
- Toma - dijo, entregÀndome el sobre -. De parte de la humanidad
agradecida.
- Me cago en tu humanidad. ¿CuÀnto hay?
- Teniendo en cuenta tu coraje mÀs allÀ del deber y como excepciÑn,
¡dos meses de sueldo!
- SÌ, ganando dinero asÌ yo podÌa vivir tranquilamente. Si pudiera
cobrar dos meses de sueldo por cada vacÌo habrÌa mandado al diablo a Ernest
hace mucho tiempo.
- Bueno, ¿estÀs contento? - preguntÑ Kirill. Por su parte, estaba
radiante, feliz; sonreÌa de oreja a oreja.
- No estÀ mal. ¿Y tÇ?
èl no respondiÑ. Se prendiÑ a mi cuello, me apretÑ contra su pecho
sudoroso y en seguida me apartÑ de un empujÑn. DesapareciÑ en la ducha de al
lado.
-
calzoncillos, supongo.
- Nada de eso. Tender estÀ rodeado de periodistas. TendrÌas que verlo.
Se ha convertido en un personaje importantÌsimo. EstÀ explicÀndoles
autenticadamente...
- ¿CÑmo es que les estÀ explicando?
- Autenticadamente.
- EstÀ bien, seßor. La prÑxima vez vendrÈ con el diccionario, seßor.
Y en ese momento sentÌ como un shock elÈctrico.
- Espera, Kirill. Ven aquÌ.
- Estoy desnudo.
- Vamos, ven. No soy una damisela.
SaliÑ. Lo tomÈ por los hombros y lo puse de espaldas a mÌ. Nada. Ya
podÌa haberlo imaginado. TenÌa la espalda limpia; las gotitas de sudor se
estaban secando.
- ¿QuÈ tienes con mi espalda?
Le di una patada en el traste desnudo, volvÌ a mi cubÌculo y cerrÈ la
puerta.
ahora las veÌa aquÌ.
que me hubiera gustado era ganarle a Richard, eso era lo que me hubiera
gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni
aunque vuelva a barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de la
mesa.
- Kirill - gritÈ -, ¿irÀs al Borscht esta noche?
- No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". CuÀntas veces tengo que
repetÌrtelo.
- QuÈ importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres.
¿Vas o no? Me encantarÌa ganarle a Richard.
- Oh, no sÈ, Red. TÇ, alma simple, ni siquiera imaginas lo que hemos
traÌdo.
- Y tÇ sÌ, supongo.
- Bueno, yo tampoco, eso es verdad. Pero ahora, por primera vez,
sabemos para quÈ sirven los vacÌos; si mi brillante idea funciona, voy a
escribir una monografÌa y te la dedicarÈ personalmente: "A Redrick Schuhart,
honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud".
- SÌ, y me mandarÀn a la sombra por dos aßos.
- Pero quedarÀs en los anales de la ciencia. Le llamarÀn "la jarra de
Schuhart". ¿QuÈ te parece cÑmo suena?
Mientras bromeÀbamos me vestÌ y puse la petaca vacÌa en el bolsillo;
despuÈs contÈ mi dinero y me retirÈ.
- Buena suerte, alma complicada.
No respondiÑ. El agua hacÌa muchÌsimo ruido.
En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e inflado como un
pavo, rodeado de compaßeros de trabajo, periodistas y un par de sargentos,
que reciÈn acababan de comer y de escarbarse los dientes. Parloteaba sin
parar.
- La tecnologÌa de que gozamos - decÌa el muy charlatÀn - permite
contar con una garantÌa casi absoluta de seguridad y de Èxito.
En ese momento, al verme, se sofrenÑ un poquito. SonriÑ y me saludÑ con
pequeßas sacudidas de mano. "Bueno, serÀ mejor que desaparezcamos", pensÈ.
SeguÌ en lÌnea recta hacia la puerta, pero ya me habÌan pescado. En seguida
oÌ pasos tras de mÌ.
- ¡Seßor Schuhart, seßor Schuhart!
- No habrÀ declaraciones.
EchÈ a correr, pero no habÌa forma de escaparse. TenÌa un tipo con un
micrÑfono a la derecha y otro con una cÀmara a la izquierda.
- ¿HabÌa algo extraßo en el garaje?
- No habrÀ declaraciones - repetÌ, tratando de poner la nuca hacia la
cÀmara -. Es un garaje, nada mÀs.
- Gracias. ¿QuÈ le parecen las turboplataformas?
- Maravillosas.
EmpecÈ a correrme hacia el baßo de caballeros.
- ¿QuÈ Piensa de la VisitaciÑn?
- Pregunte a los cientÌficos - respondÌ, deslizÀndome tras la puerta
del baßo.
OÌ que rascaban la puerta y gritÈ:
- Les recomiendo efusivamente que pregunten al seßor Tender por quÈ
razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para
sacar el tema, pero fue nuestra aventura mÀs interesante.
Salieron a la disparada por el corredor, mÀs veloces que caballos de
carrera. AguardÈ un minuto. Silencio, SaquÈ la cabeza. Nadie. Entonces
proseguÌ tranquilamente mi camino, silbando una melodÌa. BajÈ el vestÌbulo,
mostrÈ el pase al sargento polaco y vi que me hacÌa la venia. Al parecer, yo
era el hÈroe de la jornada.
- Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido.
ExhibiÑ tantos dientes como si le hubieran dicho el mejor de los
elogios.
- Bueno, Red, usted es un hÈroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo
- dijo.
- AsÌ que ahora tendrÀ algo que contar a las chicas cuando vuelva a
Suecia.
- ¡QuÈ le parece!
Supongo que tiene razÑn, A decir verdad no me gustan los tipos altos y
de mejillas rosadas. Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya a saber por
quÈ. La estatura no es lo mÀs importante.
Pensando en estas cosas iba caminando por las calles, bajo el sol; no
habÌa nadie por ahÌ. De pronto sentÌ ganas de encontrarme con Guta en ese
mismo instante, en ese mismo lugar. AsÌ nomÀs, mirarla y tenerla de la mano
por un rato. DespuÈs de estar en la Zona no se puede hacer otra cosa:
tenerse de las manos y basta. Especialmente si uno piensa en lo que se
comenta sobre cÑmo salen los hijos de merodeadores. ¿Pero a quiÈn le hacÌa
falta estar con Guta?
una botella de algo fuerte!
PasÈ junto a la playa de estacionamiento. AllÌ habÌa un puesto de
control, con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos, dotados
de reflectores y ametralladoras, los esfuerzos. Y por supuesto llenos de
policÌas con cascos azules. Bloqueaban toda la calle y no habÌa forma de
pasar. SeguÌ caminando con los ojos bajos, porque no me convenÌa verlos en
ese momento, a la luz del dÌa. Entre ellos habÌa dos o tres personajes que
tenÌa miedo de reconocer, pues en cuanto lo hiciera
una suerte para ellos que Kirill me hubiera convencido de trabajar para el
Instituto; de lo contrario, por Dios, habrÌa descubierto a esas vÌboras para
liquidarlas definitivamente.
Me abrÌ paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado cuando
oÌ que alguien gritaba:
-
Bueno, eso no tenÌa nada que ver conmigo, asÌ que no me detuve; seguÌ
caminando mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos. Alguien me
alcanzÑ y me tomÑ por la manga. Me sacudÌ aquella mano; volviÈndome a medias
hacia el hombre, dije cortÈsmente:
- ¿QuÈ diablos estÀ haciendo, seßor?
- Un momento, merodeador - dijo Èl -. Dos preguntas, no mÀs.
Lo mirÈ fijamente. Era el capitÀn Quarterblad, un viejo amigo. Estaba
deshidratado y medio amarillento.
-
- No trates de zafarte charlando, merodeador - replicÑ, enojado, sin
quitarme los ojos de encima -. SerÀ mejor que me digas por quÈ no te
detuviste en seguida cuando te llamÈ.
DetrÀs de Èl habÌa dos cascos azules con las manos en las pistoleras.
No se les veÌan los ojos; sÑlo las mandÌbulas moviÈndose bajo los cascos.
¿De quÈ parte del CanadÀ traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar allÀ? Por
lo general, los patrulleros no me dan miedo a la luz del dÌa, pero aquellos
escuerzos podÌan tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
- ¿Me llamaba a mÌ, capitÀn? - exclamÈ -. Me pareciÑ que llamaba a
algÇn merodeador.
- ¿Y vas a decirme que tÇ no lo eres?
- Cuando terminÈ el tiempo que me dieron gracias a usted, capitÀn, me
enderecÈ. AbandonÈ el merodeo. Gracias a usted abrÌ los ojos, si no hubiera
sido por usted...
- ¿QuÈ estabas haciendo en el Àrea de Prezona?
- ¿CÑmo quÈ estaba haciendo? Trabajo allÌ. Desde hace dos aßos.
Para terminar de una vez con aquella desagradable conversaciÑn mostrÈ
mis papeles al capitÀn Quarterblad. TomÑ mi libreta y la revisÑ pÀgina por
pÀgina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolviÑ lo hizo con
gran placer. TenÌa color en las mejillas y brillo en los ojos.
- PerdÑname, Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver
que no echaste en saco roto mis consejos.
si me creerÀs, pero hasta en aquel momento yo sabÌa que terminarÌas
enderezÀndote. No podÌa creer que un tipo como tÇ...
SiguiÑ y siguiÑ, como si fuera un disco. Al parecer me habÌa echado
encima otro melancÑlico curado. Lo escuchÈ, por supuesto, con los ojos bajos
en seßal de modestia, entre gestos de asentimiento, abriendo los brazos con
inocencia; si mal no recuerdo tambiÈn restreguÈ tÌmidamente los pies contra
la acera. Los gorilas que custodiaban al capitÀn escucharon un poco, pero en
seguida se aburrieron y buscaron un lugar mÀs interesante. Mientras tanto,
el capitÀn seguÌa pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaciÑn era
luz; la ignorancia, oscuridad; el Seßor ama y aprecia a los trabajadores
honestos, etcÈtera, etcÈtera. Las mismas idioteces que nos encajaba el cura
en la prisiÑn, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podÌa
esperar.
"Bueno, me dije, tendrÀs que pasar tambiÈn por esto. No hay mÀs
remedio, asÌ que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira,
ya estÀ perdiendo el aliento. QuÈ suerte, se detiene" Uno de los patrulleros
empezÑ a hacer seßales. El capitÀn mirÑ hacia allÀ con un suspiro de
fastidio y me tendiÑ la mano.
- Bueno, me alegro de haberte visto, mi honrado seßor Schuhart. Me
habrÌa gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo
prohibiÑ el mÈdico, pero me habrÌa gustado tomar una cerveza contigo. Pero
el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
Dios no lo permita. Pero le estrechÈ la mano, me ruboricÈ y volvÌ a
restregar el pie, todo como Èl querÌa. Al fin me dejÑ ir. SalÌ como bala
hacia el Borscht.
A esa hora del dÌa el Borscht estÀ siempre vacÌo. DetrÀs del mostrador
estaba Ernest, secando vasos y mirÀndolos a trasluz. A propÑsito, es extraßo
que cuando uno entra los barman estÈn siempre secando vasos como si de ello
dependiera su salvaciÑn. èl se pasa el dÌa asÌ: levantar un vaso, mirarlo de
reojo, sostenerlo a la luz, empaßarlo con el aliento y frotar. Frota y
frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
-
Me mirÑ a travÈs del vidrio, murmurÑ algo incomprensible y sin decir
una palabra me sirviÑ cuatro dedos de vodka. Yo trepÈ a un taburete, tomÈ un
trago, hice una mueca, sacudÌ la cabeza y tomÈ otro trago. La heladera
ronroneaba, la vitrola automÀtica tocaba algo suave y lento y Ernest
trabajaba con otro vaso. Todo era paz. TerminÈ mi copa y la dejÈ sobre el
mostrador. Ernest me sirviÑ en seguida otros cuatro dedos.
- ¿Mejor? - murmurÑ -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
- Sigue frotando, ¿quieres? SabrÀs que un tipo frotÑ hasta que apareciÑ
un genio. TerminÑ forrado en plata.
- ¿QuiÈn era? - PreguntÑ Ernest, suspicaz.
- Otro barman de aquÌ. Antes de que vinieras.
- ¿Y quÈ pasÑ?
- Nada. Por quÈ crees que ocurriÑ esto de la VisitaciÑn, fue de tanto
que frotÑ. ¿QuiÈnes crees que eran los visitantes?
- Eres un vago - replicÑ Ernie, aprobando.
Fue a la cocina y volviÑ con un plato de salchichas asadas. Me puso el
plato delante, me arrimÑ el ketchup y volviÑ a sus vasos. Ernest conoce su
oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la
Zona con botÌn; sabe tambiÈn quÈ es lo que un merodeador necesita despuÈs de
estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
TerminÈ las salchichas, encendÌ un cigarrillo y empecÈ a calcular
cuÀnto podÌa sacar Ernie con nosotros. No sÈ muy bien a cuÀnto se venderÀ el
botÌn en Europa, pero dicen que un vacÌo puede llegar casi a los dos mil
quinientos; Ernie no nos da mÀs que cuatrocientos. Las pilas, allÀ, cuestan
al menos cien, y a nosotros, con suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar
eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquÌ y otra
por allÀ... y el jefe de estaciÑn tambiÈn debe estar en la lista de pagos.
PensÀndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto
mÀs. Y si lo pescan son diez aßos de trabajos forzados.
En este punto un tipo muy cortÈs interrumpiÑ mis honorables
meditaciones. Yo ni siquiera lo habÌa visto entrar. Se anunciÑ bien al lado
mÌo, pidiendo permiso para sentarse.
- Por favor, no tiene por quÈ.
Era un tipo flaquito de nariz afilada, con corbata de moßo. Su cara me
parecÌa conocida, pero no podÌa ubicarlo. SubiÑ al lado y dijo a Ernest:
-
En seguida se volviÑ hacia mÌ.
- Disculpe - dijo -, ¿no nos conocemos? Usted trabaja en el Instituto
Internacional, ¿no?
- SÌ. ¿Y usted?
SacÑ rÀpidamente su tarjeta de presentaciÑn y me la puso enfrente:
"Aloysius Maenaught, Agente Plenipotenciario de la Oficina de
EmigraciÑn" Claro que lo conocÌa. Es de los que joden a la gente para que
salga de la ciudad. Si tal como son las cosas apenas queda la mitad de la
poblaciÑn inicial de Harmont, quÈ pretenderÀ este tipo, limpiar la ciudad
por completo. ApartÈ la tarjeta con la ußa.
- No, gracias. No tengo interÈs. Mi sueßo es morir en mi ciudad natal.
- Pero ¿por quÈ? - GritÑ Èl en seguida -. Perdone mi indiscreciÑn, pero
¿quÈ lo retiene aquÌ?
- ¿CÑmo? Lindos recuerdos de la infancia. El primer beso en la plaza
municipal. Mamita y papito. Mi primera borrachera, en este mismo bar. La
comisarÌa, tan querida para mÌ.
SaquÈ un paßuelo muy usado y me sequÈ los ojos.
-
èl se echÑ a reÌr, tomÑ un sorbito del whisky canadiense y respondiÑ
pensativo.
- No entiendo cÑmo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad la
vida es dura. Hay control militar, pocas diversiones. La Zona estÀ a un
paso, como si uno estuviera sentado sobre un volcÀn. PodrÌa estallar una
epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran
quedarse, pero usted, ¿quÈ edad tiene usted? ¿VeintidÑs, veintitrÈs? ¿No se
da cuenta de que la Oficina es una organizaciÑn de caridad? No ganamos nada
con esto. Lo Çnico que deseamos es que la gente se vaya de este agujero
infernal y vuelva a la corriente de la vida. Nosotros salimos de garantÌa
para la mudanza, le buscamos trabajo. En el caso de la gente joven, como
usted, le pagamos estudios. No, no entiendo,
- ¿Es decir que nadie quiere irse?
- No tanto como nadie. Algunos se estÀn yendo, sobre todo los que
tienen familia. Pero los jÑvenes y los ancianos... ¿QuÈ buscan aquÌ? Esto es
un agujero, un pueblo de provincia.
Entonces le contestÈ como merecÌa.
-
Nuestra pequeßa ciudad es un agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese
agujero a su podrido mundo que lo cambiaremos por completo. Y cuando
obtengamos los conocimientos haremos ricos a todos, y volaremos a las
estrellas, y viajaremos adonde nos plazca. Esa es la clase de agujero que
tenemos aquÌ.
Me interrumpÌ en ese punto porque vi que Ernest me miraba atÑnito. Me
sentÌ incÑmodo; por lo comÇn no me gusta usar palabras ajenas, ni siquiera
cuando estoy de acuerdo con ellas. AdemÀs todo eso me salÌa medio raro.
Cuando lo dice Kirill uno escucha y se olvida de cerrar la boca. Pero por
mÀs que yo dijera lo mismo no me salÌa igual. Tal vez porque Kirill nunca le
pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
Ernie reaccionÑ velozmente y se apresurÑ a servirme seis dedos de
combustible, como para que recuperara la cordura. El narigudo seßor
Maenaught volviÑ a sorber su whisky.
- Claro, por supuesto. Las pilas inagotables, la panacea azul. Pero
seßor, ¿de veras cree que todo serÀ como usted dice?
- Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En
cuanto a mÌ: ¿quÈ tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren,
lo sÈ bien. Se rompen el lomo todo el dÌa y miran televisiÑn toda la noche.
- No es obligatorio que vaya a Europa.
- Todo es igual, salvo que en la AntÀrtida hace frÌo.
Lo mÀs asombroso es que yo creÌa hasta con la panza todo lo que le
estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces mÀs
querida que todas las Europas y las àfricas. Y todavÌa no estaba borracho.
Por un instante habÌa imaginado cÑmo tendrÌa que volver a casa,
arrastrÀndome, con una manga de cretinos como yo; cÑmo me empujarÌan y me
estrujarÌan en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
- ¿Y usted? - preguntÑ el hombre a Ernest.
- Yo tengo mi negocio - respondiÑ Èste, dÀndose importancia -. No soy
ningÇn pobretÑn. He invertido todo mi dinero en este negocio. Hasta el
comandante de la base viene aquÌ de vez en cuando; un general, ¿quÈ le
parece? ¿CÑmo me voy a ir?
El seßor Aloysius Maenaught tratÑ de ganar algunos puntos citando
muchas cifras. Pero yo no escuchaba. TomÈ un buen trago, bien largo saquÈ un
montÑn de cambio del bolsillo, me bajÈ del taburete y carguÈ la vitrola
automÀtica. Hay una canciÑn allÌ que se llama "No vuelvas si no estÀs
seguro". Me causa un buen efecto despuÈs de haber estado en la Zona.
La vitrola aullaba y arrullaba. Me llevÈ el vaso a un rincÑn, donde
esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un solo brazo, y el tiempo
pasÑ volando, como un pÀjaro. Cuando echaba el Çltimo centavo en el
artefacto entraron Richard Noonan y Gutalin, para echarse en los brazos
hospitalarios del bar. Gutalin estaba mamado; los ojos se le daban vuelta
para todos lados y buscaba dÑnde poner el pußo. Richard Noonan lo tenÌa
tiernamente por el codo y lo distraÌa con chistes.
un mono negro y enorme; las manos le llegan hasta las rodillas; Dick, en
cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
- ¡Eh! - gritÑ Dick -. ¡AllÀ estÀ Red! ¡Ven con nosotros!
rugiÑ Gutalin -. En esta ciudad hay sÑlo dos hombres de verdad:
Los demÀs son todos cerdos o hijos de SatanÀs. TÇ tambiÈn sirves al demonio,
Red, pero todavÌa eres humano.
Me acerquÈ con mi copa. Gutalin me quitÑ la chaqueta y me hizo sentar a
la mesa.
-
por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
- Lloremos - dije -. Bebamos las lÀgrimas del pecado.
- Porque el dÌa estÀ cerca - anunciÑ Gutalin -. Porque el corcel blanco
estÀ ensillado y su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias
de los que se hayan vendido a SatanÀs serÀn en vano. SÑlo los que han
resistido a Èl se salvarÀn. Ustedes, hijos del hombre, que fueron seducidos
por el diablo, que juegan con los juguetes del diablo, que desentierran los
tesoros de SatanÀs, a ustedes les digo: ¡EstÀn ciegos!
despierten antes de que sea demasiado tarde!
diablo!
Se interrumpiÑ como si hubiera olvidado lo que seguÌa. De pronto
preguntÑ, en tono distinto.
- ¿Puedo tomar un trago aquÌ? Sabes, Red, me emborrachÈ de nuevo. Me
acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, estÀn cayendo al abismo
y arrastran a otros tambiÈn". Pero ellos se rÌen, nada mÀs. Por eso le
aplastÈ la nariz al dueßo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por quÈ?
Dick se acercÑ y puso la botella sobre la mesa.
- Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest.
Dick me echÑ una mirada de soslayo.
- EstÀ dentro de la ley - dije -. Nos estamos tomando el cheque de la
bonificaciÑn.
- ¿Fuiste a la Zona? - preguntÑ Dick -. ¿Trajiste algo?
- Un vacÌo lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
- ¡Un vacÌo! - repitiÑ Gutalin, lleno de pena -.
por vaya a saber quÈ vacÌo! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto
del demonio al mundo. ¿CÑmo sabes, Red, cuÀnto de pena y de pecado...?
- Calla, Gutalin - dije severamente -. Bebe y festeja que yo haya
vuelto con vida. Por el Èxito, amigos mÌos.
Dio buen resultado aquel brindis por el Èxito. Gutalin se vino abajo
por completo. Sollozaba, las lÀgrimas le brotaban como agua de una canilla.
Lo conozco bien; es nada mÀs que una etapa. Solloza y predica que la Zona es
una tentaciÑn del diablo. Que no deberÌamos sacar nada de allÌ y que
deberÌamos poner de nuevo en ella todo lo que hemos sacado. Y seguir
viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo.
Me gusta; me refiero a Gutalin. Siempre me gustan los tipos raros. Cuando
tiene dinero compra el botÌn sin regateo, por el precio que los merodeadores
le pidan, y de noche lo lleva a la Zona y lo entierra. Estaba esperando,
pero pronto pararÌa.
- ¿QuÈ es un vacÌo lleno? - preguntÑ Dick -. SÈ quÈ son los vacÌos, a
secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
Se lo expliquÈ. èl asintiÑ y se lamiÑ los labios.
- SÌ, es muy interesante. Una cosa nueva. ¿Con quiÈn fuiste, con el
ruso?
- SÌ, con Kirill y Tender. Lo conoces, ¿no? Es nuestro asistente de
laboratorio.
- Te habrÀn vuelto loco.
- Nada de eso, se portaron muy bien. Especialmente Kirill. Es un
merodeador nato. Necesita un poco mÀs de experiencia que le lime el apuro.
Con Èl irÌa a la Zona todos los dÌas.
- ¿Y todas las noches? - preguntÑ, con una mueca de borracho.
- TermÌnala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
- Un chiste es un chiste, ya lo sÈ, pero me puede meter en un montÑn de
problemas. Te debo uno.
- ¿QuiÈn tiene uno? - preguntÑ Gutalin, excitado -. ¿CuÀl es?
Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su silla. Dick le
puso un cigarrillo en la boca y se lo encendiÑ. Al fin lo calmamos. Mientras
tanto iba entrando mÀs y mÀs gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas
se habÌan ocupado. Ernest llamÑ a las muchachas, que empezaron a servir
bebidas a los clientes: cerveza, cÑcteles, vodka. NotÈ que habÌa muchas
caras nuevas en la ciudad, Çltimamente; en su mayorÌa, jÑvenes novatos con
bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencionÈ
a Dick y Èl asintiÑ.
- ¿QuÈ quieres?
- EstÀn empezando un montÑn de construcciones. El Instituto va a
levantar tres edificios nuevos. AdemÀs piensan cerrar tras un muro toda la
Zona, desde el cementerio hasta el rancho viejo. Ya se acabaron los buenos
tiempos para los merodeadores.
- ¿CuÀndo fueron buenos los tiempos para los merodeadores? - observÈ
yo.
Y pensÈ: "Caramba, ¿quÈ novedades son Èstas? Parece que ya no voy a
poder hacer un poco de plata extra por ese lado. Tal vez sea para mejor.
Menos tentaciones. IrÈ a la Zona de dÌa, como un ciudadano decente. No se
gana lo mismo, por supuesto, pero es mucho mÀs seguro. La cabina, el traje
especial y todo eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del
sueldo y emborracharme con las bonificaciones". Pero entonces me sentÌ
verdaderamente deprimido. Otra vez a juntar centavitos: Esto lo puedo
comprar, esto no. TendrÌa que ahorrar para comprar a Guta los trapos mÀs
baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era
nada prometedor. Los dÌas eran grises, y tambiÈn las tardes, y tambiÈn las
noches.
Y mientras yo pensaba asÌ Dick me chillaba en la oreja:
- Anoche, en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme.
HabÌa unos tipos nuevos. No me gustÑ nada el aspecto que tenÌan. Uno se
acercÑ a mÌ e iniciÑ una conversaciÑn con muchas vueltas, sugiriendo que me
conocÌa, que sabe lo que hago, dÑnde trabajo, e insinuando que Èl me pagarÌa
muy bien por varios servicios.
- Un pasador de datos - dije.
Eso no me interesaba mucho. Estaba harto de pasadores de datos y de
charlas sobre trabajitos.
- No, compaßero, no era eso. Escucha. Le seguÌ la corriente por un
rato, con mucho cuidado, por supuesto. Tiene interÈs en ciertos objetos que
hay en la Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas, las gotitas
negras y esas tonterÌas no le atraen en absoluto. Se limitÑ a sugerir
indirectamente lo que quiere.
- ¿QuÈ es?
- Jalea de brujas, por lo que entendÌ - respondiÑ Dick, mirÀndome con
expresiÑn extraßa.
- Oh, asÌ que quiere jalea de brujas, ¿eh? Y ya que estamos, ¿no le
gustarÌan algunas lÀmparas de la muerte?
- Eso mismo le preguntÈ yo.
- ¿Y?
- ¿Me creerÀs si te digo que tambiÈn quiere?
- ¿Ah, sÌ? - dije -. Bueno, que vaya a buscarlas, Es una pavada. Los
sÑtanos estÀn llenos de jalea de brujas. Que agarre un balde y vaya a
recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
Dick no respondiÑ; me mirÑ sin sonreÌr siquiera. ¿QuÈ diablos estaba
pensando? ¿No tendrÌa intenciones de contratarme a mÌ? Y en ese momento se
me ocurriÑ.
- Un momento - dije -. ¿QuiÈn era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto
dejan estudiar la jalea.
- EstÀ bien - replicÑ Dick, hablando con lentitud y sin dejar de
observarme -. Es en la investigaciÑn donde estÀ el verdadero peligro para la
humanidad. ¿Ahora comprendes quiÈn era Èse?
No, no entendÌa nada.
- ¿Te refieres a los Visitantes?
èl riÑ, me palmeÑ la mano y dijo:
- ¿Por quÈ no tomas un trago?
- Por mi parte, de acuerdo.
Pero me sentÌa enojado. AsÌ que los hijos de puta me tienen por idiota,
¿eh?
- Eh, Gutalin - dije -. ¡Gutalin! ¡Despierta!
Gutalin estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacÌa sobre la
negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa
sin su compaßÌa.
- Ahora bien - exclamÈ despuÈs -. No sÈ si soy un alma simple o un alma
complicada, pero te dirÈ lo que puedes hacer con ese tipo. Ya sabes cÑmo
quiero a la policÌa, pero lo denunciarÌa.
- Seguro. Y entonces la policÌa te preguntarÌa por quÈ ese tipo fue a
hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
- No importa - repuse, sacudiendo la cabeza -. TÇ, pedazo de idiota
gordinflÑn, hace sÑlo tres aßos que estÀs en esta ciudad y nunca fuiste a la
Zona. No has visto la jalea de brujas mÀs que en el cine. TendrÌas que verla
en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso;
no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos
de agallas, que no piden mÀs que plata y mÀs plata, pero ni siquiera el
finado Zalamero se habrÌa metido en un asunto de esos. Cuervo Burbridge
tampoco aceptarÌa. No quiero ni pensar quÈ clase de tipo puede querer esa
jalea de brujas y para quÈ.
- Bueno, tienes razÑn - dijo Dick -. Pero te dirÈ: no me gustarÌa que
cualquier dÌa me encontraran en la cama, habiendo cometido suicidio. No soy
merodeador, pero si una persona prÀctica, y me gusta vivir. Hace mucho que
lo hago y ya me acostumbrÈ.
- ¡Seßor Noonan! - gritÑ Ernest desde el mostrador -.
-
de EnvÌos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
Se levantÑ para atender el telÈfono, mientras yo me quedaba con Gutalin
y la botella; puesto que Gutalin no ayudaba en nada, ataquÈ la botella por
mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde vaya,
hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es fÀcil hablar
de la paz eterna y de la armonÌa que vendrÀ de la Zona. Kirill es un buen
tipo, nada tonto (por el contrario, es inteligente de veras), pero no sabe
un bledo de la vida. Ni siquiera imagina quÈ clase de malhechores y
criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa
jalea de brujas. Gutalin serÀ un borrachÌn y un chiflado por la religiÑn,
pero a lo mejor no estÀ tan desacertado. Tal vez deberÌamos dejar al diablo
las cosas del diablo y no tocar.
Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupÑ la silla de Dick.
- ¿El seßor Schuhart?
- SÌ. ¿QuÈ hay?
- Me llamo Creonte. Soy de Malta.
- ¿CÑmo andan las cosas por Malta?
- Las cosas andan muy bien por Malta, pero no es de eso que querÌa
hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
"AjÀ", pensÈ. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad
en Èl. AquÌ estÀ este muchacho: bronceado, limpio, lindo. TodavÌa no sabe lo
que es afeitarse o besar a una mujer. Pero a Ernest no le importa nada. Lo
Çnico que quiere es mandar mÀs gente a la Zona. SÑlo uno de cada tres sale
con botÌn, pero eso para Èl es dinero."
- ¿CÑmo anda el viejo Ernest? - preguntÈ. èl mirÑ hacia el mostrador.
- Tiene buen aspecto. Me gustarÌa estar en lugar de Èl.
- A mÌ no. ¿Quiere una copa?
- Gracias, no bebo.
- ¿Un cigarrillo?
- Perdone, pero tampoco fumo.
- Maldito seas. ¿Para quÈ diablos quieres la plata, entonces? èl se
ruborizÑ y dejÑ de sonreÌr.
- Tal vez eso sea cosa mÌa solamente - dijo en voz baja -. ¿No le
parece, seßor Schuhart?
- Tienes toda la razÑn del mundo.
Me servÌ otros cuatro dedos, Ya me estaba zumbando la cabeza y sentÌa
una agradable pesadez en los miembros. La Zona me habÌa liberado por
completo.
- En este momento estoy completamente borracho - aclarÈ -. Estoy
celebrando, como puedes ver. EntrÈ en la Zona, salÌ vivo y ademÀs con
dinero. Eso no ocurre con frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero
menos todavÌa. AsÌ que preferirÌa dejar cualquier asunto serio para mÀs
tarde.
èl se levantÑ de un salto, pidiendo disculpas. Entonces vi que Dick
habÌa regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traÌa me di
cuenta de que pasaba algo feo.
- A que tus tanques pierden otra vez el vacÌo.
- SÌ - dijo -. Otra vez.
Se sentÑ, se sirviÑ un trago y volviÑ a llenar mi vaso. ComprendÌ que
el problema no tenla ninguna relaciÑn con mercaderÌas en mal estado. En
realidad le importaba un cuerno lo de los envÌos:
- Bebamos, Red - dijo, y sin esperarme bajÑ su vaso de un trago y se
sirviÑ otro -. ¿Sabes que muriÑ Kirill Panov?
Estaba tan aturdido que no entendÌ bien. Alguien habÌa muerto, y quÈ.
- Bueno, bebamos por el difunto.
Me mirÑ abriendo mucho los ojos. SÑlo entonces sentÌ como si se me
hubiera roto un resorte dentro del cuerpo. Recuerdo que me levantÈ y me
apoyÈ contra la mesa para mirarlo.
- ¿Kirill?
TenÌa la telaraßa ante los ojos, la oÌa crujir al romperse. Y a travÈs
del misterioso ruido de ese crujir oÌ la voz de Dick, como si viniera de
otra habitaciÑn.
- Ataque al corazÑn. Lo encontraron en la ducha, desnudo. Nadie
entiende quÈ le pasÑ. Preguntaron por ti. Les dije que estabas
perfectamente.
- ¿QuÈ quieren entender? Es la Zona.
- SiÈntate. SiÈntate y toma algo.
- La Zona - repetÌ, sin poder dejar de pronunciar esa palabra -. La
Zona, la Zona...
No veÌa nada a mi alrededor, salvo la telaraßa. Todo el bar estaba
preso en la telaraßa, y cuando la gente se movÌa la telaraßa crujÌa
suavemente. El muchacho maltÈs estaba de pie en el medio, con cara de
sorprendido. No comprendÌa una palabra.
- Muchachito - le dije con suavidad -, ¿cuÀnto necesitas? ¿Te
alcanzarÌa con mil? Toma, aquÌ tienes.
Le arrojÈ el dinero a pußados y empecÈ a gritar:
- ¡Ve a decirle a Ernest que es un hijo de puta, una porquerÌa!
tengas miedo, dÌselo! Porque ademÀs es cobarde. DÌselo, y despuÈs te vas
directamente a la estaciÑn y sacas pasaje para Malta.
ninguna parte! - No sÈ que otra cosa gritÈ. Pero sÌ recuerdo que terminÈ
ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
- Parece que hoy tienes dinero - dijo.
- SÌ, tengo un poco.
- ¿Por quÈ no me haces un prÈstamo? Maßana tengo que pagar los
impuestos.
En ese momento me di cuenta de que tenÌa un manojo de billetes en la
mano.
- AsÌ que no acepto - dije, mirando el montÑn -. Creonte de Malta es un
joven orgulloso, por lo que veo. Bueno, yo no tengo nada que ver con eso.
Todo estÀ en manos del destino.
- ¿QuÈ te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado?
- No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones.
Listo para las duchas.
- ¿Por quÈ no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
- MuriÑ Kirill - le dije.
- ¿QuÈ Kirill? ¿El manco?
MÀs manco serÀs tÇ, hijo de puta. Ni con mil como tÇ se podrÌa hacer un
solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y
vendes muerte, eso es. Nos tienes a todos comprados con tu plata. ¿Te
gustarÌa que te hiciera pedazos el local?
Justo cuando retrocedo para asestarle uno de los buenos alguien me
sujetÑ y me llevÑ a otro lado. Yo no entendÌa nada ni querÌa entender.
GritÈ, luchÈ, lancÈ puntapiÈs. Cuando recobrÈ el sentido estaba en el baßo,
todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocÌ al mirarme en
el espejo. Se me contraÌa la mejilla, cosa que nunca me habÌa pasado. Desde
fuera me llegÑ ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos
de Gutalin, mÀs potentes que los de un oso pardo:
-
simientes del diablo?
Y el ulular de las sirenas de policÌa.
En cuanto las oÌ, mi cerebro se aclarÑ como un cristal. RecordÈ todo,
supe todo, comprendÌ todo. En el alma no me quedaba mÀs que un odio helado.
"¡Muy bien!, pensÈ,
merodeador, grandÌsimo chupasangre!".
SaquÈ un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apretÈ
un par de veces para ponerlo en funcionamiento, abrÌ la puerta que daba al
bar y lo dejÈ caer silenciosamente en la escupidera. DespuÈs abrÌ la ventana
y salÌ a la calle. Me habrÌa gustado quedarme por allÌ para ver quÈ pasaba,
pero tenÌa que irme cuanto antes. Los picapicas me provocan hemorragias
nasales.
Mientras corrÌa por el patio trasero oÌ que mi picapica funcionaba a
toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a
ladrar; los perros sienten los picapicas antes que los humanos. En seguida
alguno de los que estaban en el bar chillÑ con tantas ganas que se me
taparon los oÌdos, aun a esa distancia. No me costÑ imaginar a esa multitud
que se enloquecÌa allÌ dentro: algunos caerÌan en una profunda depresiÑn,
otras saldrÌan volando y algunos se dejarÌan ganar por el pÀnico. El
picapica es algo terrible. PasarÀ mucho tiempo antes de que Ernest vuelva a
llenar el local. No le costarÀ mucho adivinar que fue obra mÌa, por
supuesto, pero me importa un rÀbano. Se acabÑ. Red, el merodeador, ya no
existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseßar a otros tontos a
arriesgar la de ellos. Kirill, compaßero, viejo amigo, estabas equivocado.
Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razÑn. èse no es
sitio para seres humanos. La Zona estÀ maldita.
SaltÈ por el cerco y tomÈ rumbo a casa. Me mordÌa los labios; tenÌa
ganas de llorar, pero no podÌa. No veÌa mÀs que vacuidad, tristeza. Kirill,
compaßerito, mi Çnico amigo, ¿cÑmo pudo ocurrir esto? ¿CÑmo me las arreglarÈ
sin ti? TÇ me pintabas imÀgenes maravillosas de un mundo nuevo y distinto.
¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorarÀ por ti, pero yo no puedo. Y
todo fue culpa mÌa. MÌa, mÌa solamente, porque soy un inÇtil. ¿CÑmo se me
ocurriÑ meterte en ese garaje sin dejar que acostumbraras los ojos a la
oscuridad?
HabÌa vivido toda mi existencia como un lobo, sin preocuparme mÀs que
por mÌ mismo. Y de pronto habÌa decidido convertirme en un benefactor,
hacerle un pequeßo regalo. ¿Para quÈ demonios le mencionÈ ese vacÌo? Cada
vez que lo pensaba sentÌa un dolor en la garganta, ganas de aullar. Tal vez
lo hice, porque la gente me evitaba por la calle. Y de pronto las cosas
mejoraron: Guta venÌa hacia mÌ. VenÌa hacia mÌ, mÌ preciosa, mi querida,
caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balanceÀndose sobre las
rodillas. En cada puerta habÌa un par de ojos que la seguÌan, pero ella
caminaba en lÌnea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta entonces de que me
estaba buscando.
- Hola - dije -. Guta, ¿adÑnde vas?
ApreciÑ con una sola mirada mi cara aporreada, mi chaqueta empapada,
mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
- Hola, Red. Iba a verte.
- Ya lo sÈ. Vamos a mi casa.
Se volviÑ sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello largo,
como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
- No sÈ, Red. Tal vez no quieras verme mÀs.
Se me estrujÑ el corazÑn. ¿Y eso? Pero hablÈ tranquilamente:
- No entiendo adÑnde quieres llegar, Guta. Perdona, hoy estoy un poco
borracho y no razono bien. ¿Por quÈ crees que no voy a querer verte mÀs?
La tomÈ de la mano y los dos echamos a andar lentamente hacia mi casa.
Todos los que la habÌan estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo en
esa calle desde que nacÌ y todos conocen muy bien a Red. Y el que no me
conoce no tardarÀ en hacerlo; es algo que se siente.
- MamÀ quiere que me haga un aborto - dijo, de pronto -. Y yo no
quiero.
Di varios pasos mÀs antes de comprender lo que estaba diciendo.
- No quiero abortar. Quiero tener un hijo tuyo. Puedes hacer lo que
quieras, irte al Çltimo rincÑn del mundo. No te voy a retener.
La escuchÈ, vi que se iba alterando mÀs y mÀs, mientras yo me sentÌa
cada vez mÀs aturdido. Eso no tenÌa pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba
un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre mÀs.
- Ella me dice que si tengo un hijo de un merodeador serÀ un monstruo,
que eres un vagabundo, que la criatura y yo no tendremos familia. Que hoy
estÀs libre y maßana en la cÀrcel. Pero todo eso no me importa, estoy
dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme sola y criarlo hasta que sea
hombre: sola. Lo tendrÈ sola, lo criarÈ sola y lo educarÈ sola. Me las puedo
arreglar sin ti, tambiÈn, pero no vuelvas a buscarme. No te dejarÈ pasar de
la puerta.
- Guta, querida mÌa - dije -, espera un minuto...
No pude seguir hablando. Una risa nerviosa, idiota, me crecÌa dentro,
surgÌa ya.
- Pichoncita mÌa, entonces ¿para quÈ me buscas?
Estaba riendo como un campesino estÇpido mientras ella lloraba contra
mi pecho,
- ¿QuÈ serÀ de nosotros, Red? - preguntÑ entre sus lÀgrimas -. ¿QuÈ
serÀ de nosotros?
2. Redrick Schuhart, veintiocho aßos, casado, sin ocupaciÑn permanente.
Redrick Schuhart, echado tras una lÀpida, observaba al patrullero por
entre las ramas del fresno, los reflectores del coche se paseaban por el
cementerio; de vez en cuando le daban en los ojos, haciÈndole parpadear y
contener el aliento.
HabÌan pasado dos horas, pero nada cambiaba en la ruta. El patrullero
seguÌa estacionado en el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con
sus tres reflectores las tumbas en decadencia, las cruces torcidas y
herrumbradas, los fresnos demasiado crecidos y sin podar, y la parte alta
del muro de tres metros de ancho, que terminaba allÌ, a la izquierda.
La patrulla de la costa tenÌa miedo a la Zona. Ni siquiera bajaban del
coche. Cerca del cementerio el miedo era tan grande que no se atrevÌan a
disparar. Redrick los oÌa hablar en voz baja de tanto en tanto; a veces,
alguna colilla volaba desde los vidrios del coche para rodar por la ruta,
resbalando, esparciendo dÈbiles chispas rojas. Todo estaba muy hÇmedo; habÌa
llovido poco antes, y aquel frÌo malsano se le filtraba por el mameluco
impermeable.
Redrick soltÑ la rama con cuidado, volviÑ la cabeza y prestÑ atenciÑn.
Hacia la izquierda (en algÇn sitio no demasiado alejado, pero tampoco
demasiado cerca) habÌa otra persona. OyÑ crujir las hojas una vez mÀs, y la
tierra que cedÌa; al fin se oyÑ el golpe seco de algo duro y pesado al caer.
Redrick empezÑ a arrastrarse hacia atrÀs, con mucha prudencia y sin volver
la cabeza, aferrado al pasto hÇmedo. El rayo luminoso le pasÑ por sobre la
cabeza. èl permaneciÑ un instante quieto como una estatua, siguiÈndolo en su
silencioso paseo. Entre las cruces le pareciÑ ver a un hombre de negro,
sentado sin moverse en una de las tumbas. Estaba apoyado sin disimular
contra un obelisco de mÀrmol y volvÌa hacia Redrick la cara blanca, las
cuencas negras y hundidas. No lo habÌa visto con claridad, pues apenas fue
un segundo, pero tenÌa todos los detalles archivados en la imaginaciÑn.
Se arrastrÑ unos pasos mÀs y buscÑ la petaca que tenÌa en la chaqueta.
La sacÑ; apoyÑ el metal caliente contra la mejilla durante un rato. DespuÈs,
aÇn aferrado a la petaca, siguiÑ reptando. DejÑ de escuchar y mirÑ a su
alrededor.
En la pared habÌa una abertura. AllÌ estaba Burbridge, con un agujero
de bala en el impermeable a rayas de color gris plomo. TodavÌa seguÌa de
espaldas, tironeando del cuello de su tricota con las dos manos y gimiendo
de dolor. Redrick se sentÑ junto a Èl y desenroscÑ la tapa de la petaca.
LevantÑ con cuidado la cabeza a su compaßero, sintiendo en la palma la calva
caliente, sudorosa, pegajosa, y le llevÑ el pico a los labios. Estaba
oscuro, pero los dÈbiles rayos de los reflectores le permitieron ver los
ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la oscura barba de pocos dÌas que
le cubrÌa las mejillas. Burbridge bebiÑ Àvidamente varios tragos; en seguida
tendiÑ una mano nerviosa para palpar el saco donde tenÌa el botÌn.
- Volviste... Red... Buen compaßero. No eres capaz de abandonar a un
viejo para que muera.
Redrick echÑ la cabeza atrÀs y tomÑ un trago largo.
- TodavÌa estÀ allÌ, como si estuviera clavado a la ruta.
- No es casualidad. Alguien pasÑ el dato. Nos estaba esperando.
Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
- Puede ser - respondiÑ Redrick -. ¿Quieres otro trago?
- No. Por ahora basta. No me abandones. Si no me abandonas no morirÈ.
No tendrÀs que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonarÀs, Red?
Redrick no respondiÑ. Estaba mirando hacia la carretera, hacia los
destellos de luz. Desde allÌ veÌa el obelisco de mÀrmol, pero no si Èl
estaba sentado allÌ o no.
- Oye, Red, no estoy diciendo tonterÌas. No te arrepentirÀs. ¿Sabes por
quÈ vive todavÌa el viejo Burbridge? ¿Lo sabes? Bob el Gorila reventÑ.
FaraÑn el Banquero estirÑ la pata, y quÈ merodeador era, pero muriÑ.
Zalamero tambiÈn. Y Norman el Cuatro-Ojos, y Culligan, y Pedro el Roßa.
Todos. Soy el Çnico que sigue vivo. ¿Y por quÈ? ¿Lo sabes?
- Siempre fuiste una rata - dijo Red, sin quitar los ojos de la
carretera -. Un hijo de puta.
- Una rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo
eran. FaraÑn, Zalamero... Sin embargo soy el Çnico que queda. ¿Sabes por
quÈ?
- SÌ, lo sÈ - dijo Red, para acabar con la charla.
- Mientes. No lo sabes. ¿Has oÌdo hablar de la Bola Dorada?
- SÌ.
- ¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
- SerÀ mejor que calles. Ahorra fuerzas.
- Estoy bien. TÇ me sacarÀs de aquÌ. Hemos ido a la Zona tantas
veces... ¿SerÌas capaz de abandonarme? Te conocÌ cuando... Eras tan
chiquito... Tu padre...
Redrick no respondiÑ. Hubiera dado cualquier cosa por fumar un
cigarrillo. SacÑ uno, rompiÑ el tabaco entre las manos y lo olfateÑ. No
sirviÑ de nada.
- Tienes que sacarme de aquÌ. Me quemÈ por causa tuya. Fuiste tÇ el que
no quiso traer al maltÈs.
El maltÈs ardÌa por ir con ellos. Los habÌa tentado toda la tarde,
ofreciÈndoles un buen porcentaje, jurando que conseguirÌa un traje especial.
Burbridge, que estaba sentado junto a Èl, seguÌa guißando el ojo a Red bajo
su mano curtida: "LlevÈmoslo, no nos irÀ mal". Tal vez fue por eso que Red
se negÑ.
- Te pasÑ eso por ambicioso - dijo frÌamente Red -, Yo no tengo nada
que ver. SerÀ mejor que te quedes quieto.
Por un rato Burbridge se limitÑ a gemir. VolviÑ a meterse los dedos por
el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atrÀs.
- Puedes quedarte con todo el botÌn - jadeÑ -. Pero no me abandones.
Redrick mirÑ su reloj. No faltaba mucho para el alba, y el patrullero
no se iba. Los reflectores seguÌan buscando entre los arbustos, y ellos
habÌan dejado el jeep camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo
encontrarÌan en cualquier momento.
- La Bola Dorada - dijo Burbridge -. La hallÈ. Se contaban tantas
leyendas sobre ella. Yo mismo inventÈ unas cuantas. Que te concedÌa
cualquier deseo...
aquÌ. EstarÌa dÀndome la gran vida en Europa, nadando en plata.
Redrick bajÑ la vista hacia Èl. Ante aquella luz azulada y parpadeante,
la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecÌa la de un muerto, pero sus
ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
- Juventud eterna, quÈ diablos la iba a conseguir. Plata, eso menos,
quÈ diablos. Pero conseguÌ salud. Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera
imaginas en quÈ lugares he estado, pero todavÌa estoy vivo.
Se lamiÑ los labios y prosiguiÑ:
- SÑlo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
- ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin -. Pareces una mujer. Si
puedo te sacarÈ de aquÌ. Lo siento por tu Dina. TendrÀ que hacer la calle.
- Dina - susurrÑ Àsperamente el viejo -. Mi pequeßa. Mi preciosa. EstÀn
malcriados, Red. Nunca les neguÈ nada. Se verÀn perdidos. Arthur, mi Artie.
TÇ lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como Èl?
- Ya te lo dije: si puedo te salvarÈ.
- No - replicÑ Burbridge, tercamente -. Me sacarÀs de aquÌ sea como
sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dÑnde estÀ?
- Dale.
Burbridge gimiÑ y moviÑ el cuerpo.
- Mis piernas... FÌjate cÑmo estÀn.
Redrick alargÑ una mano y la deslizÑ por la pierna, por debajo de la
rodilla.
- Los huesos... - gimiÑ el herido -. ¿TodavÌa hay huesos allÌ?
- Hay huesos. Deja de meter bulla.
- EstÀs mintiendo. ¿Para quÈ mentir? ¿Crees que no lo sÈ, que nunca he
visto nada de esto?
En realidad no tocaba mÀs que la rÑtula. Por debajo, hasta el tobillo,
la pierna era como un palo de goma. Se podÌan haber hecho nudos con ella.
- Las rodillas estÀn enteras - dijo Red.
- Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge.
- Bueno, estÀ bien. TÇ sÀcame de aquÌ, nada mÀs. Te darÈ todo. La Bola
Dorada. Te dibujarÈ un mapa. Con todas las trampas. Te contarÈ todo.
PrometiÑ muchas otras cosas, pero Redrick no le prestaba atenciÑn.
Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habÌan dejado de recorrer
las matas. Estaban paralizados. Todos convergÌan sobre aquel obelisco. En la
neblina azul brillante, Redrick vio que la silueta negra y encorvada se
paseaba por entre las cruces; parecÌa moverse a ciegas, directamente hacia
los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver
a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de ella para continuar
la marcha, con los brazos extendidos hacia adelante y los dedos estirados,
abiertos. De pronto desapareciÑ como si lo hubiera tragado la tierra; pocos
instantes despuÈs reapareciÑ hacia la derecha, algo mÀs lejos; caminaba con
una terquedad inhumana y estrafalaria, como un juguete al que le hubieran
dado cuerda.
De pronto las luces se apagaron. ChirriÑ la transmisiÑn, rugiÑ el
motor; entre las matas aparecieron las luces de seßales, azules y rojas. El
patrullero saliÑ disparado, acelerando salvajemente rumbo a la ciudad, y
desapareciÑ tras el muro.
Redrick tragÑ saliva y bajÑ la cremallera de su mameluco.
- Se han ido - murmurÑ Burbridge, febril -. Red, vÀmonos, pronto.
GirÑ sobre sÌ, buscando a tientas su bolsa, y tratÑ de levantarse.
- Vamos, ¿quÈ esperas?
Redrick seguÌa mirando hacia la ruta. Estaba a oscuras y ya no se veÌa
nada, pero Èl merodeaba todavÌa por ahÌ, seguramente, como un autÑmata,
tropezando, cayendo, golpeÀndose contra las cruces o enredÀndose en los
matorrales.
- Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos.
LevantÑ a Burbridge, que se le colgÑ del cuello con la mano izquierda.
Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastrÑ en cuatro patas, llevÀndolo
sobre la espalda; asÌ pasÑ por la grieta de la pared, agarrÀndose del pasto
mojado.
- Vamos, vamos - susurrÑ Àsperamente Burbridge -. No te preocupes: yo
tengo el botÌn y no lo soltarÈ.
El sendero le era conocido, pero el pasto mojado lo hacÌa resbaloso y
las ramas de los fresnos le azotaban la cara; aquel viejo robusto era
insoportablemente pesado, como un cadÀver; la bolsa del botÌn hacÌa ruido y
se enganchaba en todas partes; ademÀs Red tenÌa miedo de encontrarse con Èl,
que podÌa estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
Cuando salieron a la carretera todavÌa estaba oscuro, pero ya se
presentÌa el alba. En los bosquecillos, del otro lado de la ruta, los
pÀjaros comenzaban a piar, inseguros y soßolientos, la penumbra nocturna
estaba tomando un tono azul sobre las casas negras de los suburbios
distantes. Desde allÌ venÌa una brisa hÇmeda y frÌa. Redrick dejÑ a
Burbridge en el recodo de la ruta y cruzÑ el pavimento como una gran araßa
negra. No tardÑ en hallar el jeep; apartÑ las ramas que cubrÌan los
paragolpes y la capota, y condujo hacia el asfalto sin encender las luces.
AllÌ estaba Burbridge, con la bolsa en una mano, tocÀndose las piernas con
la otra.
- ¡ApÇrate! ApÇrate, las rodillas, todavÌa tengo rodillas.
pudiera salvar las rodillas!
Redrick lo levantÑ y lo arrojÑ por sobre su costado, hacia el asiento
trasero. Burbridge aterrizÑ allÌ con un grußido, pero sin soltar la bolsa.
Redrick recogiÑ el impermeable de rayas grises y lo cubriÑ con Èl. Burbridge
logrÑ incluso quitarse el saco.
Red sacÑ una linterna y revisÑ el recodo en busca de huellas. No habÌa
muchas. El jeep habÌa aplastado algunos pastos altos al salir a la
carretera, pero la hierba se volverÌa a erguir en un par de horas. HabÌa una
enorme cantidad de colillas en torno al sitio que ocupara un rato antes el
patrullero. Al verlas, Redrick recordÑ que tenÌa ganas de fumar. EncendiÑ un
cigarrillo, aunque mÀs aun deseaba salir de allÌ lo antes posible. Pero
todavÌa no podrÌa hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
- ¿QuÈ pasa? - gimiÑ Burbridge desde el auto -. TodavÌa no volcaste el
agua y los aparejos de pesca estÀn secos. ¿QuÈ espera?
botÌn!
- ¡CÀllate!
- ¿QuÈ suburbios? ¿EstÀs loco?
puta!
Redrick dio una Çltima chupada y guardÑ la colilla en la caja de
fÑsforos.
- No seas idiota, Cuervo. No podemos pasar directamente por la ciudad.
Hay tres calles bloqueadas. Nos detendrÀn por lo menos una vez.
- ¿Y quÈ?
- En cuanto te vean los pies se acabÑ la juerga.
- ¿QuÈ hay con mis pies? Estuvimos pescando. Me lastimÈ las piernas,
eso es todo.
- ¿Y si te las palpan?
- Que las palpen. GritarÈ tanto que no volverÀn a palpar, una pierna en
su vida.
Pero Redrick ya estaba decidido. LevantÑ el asiento del conductor, con
la linterna encendida; abriÑ un compartimiento secreto y dijo:
- A ver, dame eso.
El tanque de nafta que tenÌan bajo el asiento era falso. Redrick tomÑ
la bolsa y la puso dentro, prestando atenciÑn a los tintineos que se oÌan en
ella.
- No quiero correr ningÇn riesgo - murmurÑ -. No tengo derecho.
VolviÑ a poner la tapa, la cubriÑ con basuras y trapos y colocÑ
nuevamente el asiento. Burbridge gemÌa, grußÌa, le suplicaba que se apurara
y le prometÌa la Bola Dorada. AgitÀndose en el asiento, miraba ansiosamente
los rayos de luz, cada vez mÀs intensos. Redrick no le prestÑ atenciÑn;
abriÑ la bolsa plÀstica llena de agua, que contenÌa un pez, y volcÑ el agua
sobre los aparejos de pesca; en cuanto al agitado pez, lo echÑ en el
canasto. DespuÈs doblÑ la bolsa de plÀstico y se la guardÑ en el bolsillo.
Ya estaba todo en orden: dos pescadores que volvÌan de una salida no muy
provechosa. Se instalÑ al volante y puso el motor en marcha.
No encendiÑ las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se
extendÌa aquel muro de tres metros de ancho, bordeando la Zona; hacia la
derecha, de vez en cuando, alguna cabaßa abandonada, con las ventanas
claveteadas y la pintura saltada. Redrick veÌa bien en la oscuridad; ademÀs,
de cualquier modo, ya no estaba tan oscuro, y por otra parte Èl sabÌa que
vendrÌa. AsÌ que cuando vio aquella silueta encorvada delante del auto,
caminando a paso rÌtmico, ni siquiera aminorÑ la marcha. Se encorvÑ sobre el
volante. èl caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie,
se dirigÌa hacia la ciudad. Redrick lo dejÑ a la izquierda y acelerÑ.
-
¿viste eso?
- SÌ.
- ¡Dios!
Y de pronto Burbridge empezÑ a rezar en voz alta.
-
La curva tenÌa que estar allÌ, muy cerca. Redrick aminorÑ la marcha,
buscando entre la hilera de casas decadentes y entre los cercos de la
derecha. La vieja cabaßa del transformador, la pÈrtiga con los soportes, el
puente podrido sobre la alcantarilla. Redrick hizo girar el volante. El
coche virÑ con una sacudida.
- ¿AdÑnde vas? - gimiÑ Burbridge -.
hijo de puta!
Redrick se volviÑ por un segundo y le asestÑ una bofetada en la cara
barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optÑ por guardar silencio. El coche se
sacudÌa mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia
de esa noche.
Redrick encendiÑ las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron
viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos, cercos podridos e
inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbÌa. Ya no prometÌa nada mÀs.
Se quejaba y amenazaba, pero en voz muy baja y nada clara; Redrick no
comprendÌa mÀs que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas
y su querido Artie. Al fin callÑ.
La aldea se extendÌa a lo largo del borde occidental de la ciudad. En
otros tiempos habÌa allÌ casas de verano, jardines, huertas y las mansiones
de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de
la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeßos lagos y limpias playas
de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor y
la contaminaciÑn de la planta nunca llegaban a ese verde claro... y tampoco
el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo
abandonado. SÑlo una de las casas ante las cuales pasaron estaba habitada;
en la ventana se veÌa una luz amarilla a travÈs de las cortinas corridas, en
la soga habÌa ropa mojada por la lluvia y un perro enorme se precipitÑ
furiosamente contra el vehÌculo, para perseguirlo a travÈs del barro que
lanzaban las ruedas.
Redrick condujo con cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando
tuvo a la vista la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagÑ
el motor. DespuÈs se bajÑ para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge,
con las manos metidas en los bolsillos hÇmedos del mameluco. Ya estaba
claro. Todo, a su alrededor, seguÌa hÇmedo, silencioso y soßoliento. ObservÑ
la ruta por entre los arbustos del costado. Desde ese punto se veÌa
claramente el puesto de policÌa: una pequeßa casa rodante con tres ventanas
iluminadas. El patrullero estaba estacionado junto a ella, vacÌo. Redrick
siguiÑ observando por un rato. No se veÌa actividad en el puesto de policÌa;
los vigilantes quizÀs habÌan sentido frÌo y cansancio durante la noche y se
estaban calentando en la casa rodante, soßando sobre los cigarrillos que les
colgaban del labio inferior. "QuÈ esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. BuscÑ
la manopla de bronce que tenÌa en el bolsillo y deslizÑ los dedos en los
anillos, apretando el metal frÌo en el pußo; acurrucado aÇn para protegerse
del aire helado, con las manos en los bolsillos, retrocediÑ. El jeep,
ligeramente desviado hacia un lado, habÌa quedado entre los arbustos; era un
sitio silencioso y oculto. Tal vez nadie habÌa estado por allÌ en los
Çltimos diez aßos.
Cuando Redrick llegÑ hasta el vehÌculo, Burbridge se incorporÑ para
mirarlo, boquiabierto. ParecÌa mÀs viejo. aÇn, arrugado, calvo, sin afeitar
y con los dientes carcomidos. Se miraron mutuamente en silencio; al cabo
Burbridge dijo claramente:
- El mapa... todas las trampas, todas... La hallarÀs: no tendrÀs por
quÈ arrepentirte.
Redrick lo escuchÑ sin moverse. Al fin aflojÑ los dedos y dejÑ que la
manopla de bronce cayera en su bolsillo.
- Bueno. Te limitarÀs a quedarte allÌ acostado, como si estuvieras sin
conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
Se instalÑ tras el volante y puso el jeep en marcha.
Todo saliÑ bien. Nadie saliÑ de la casa rodante para detenerlos;
pasaron lentamente, obedeciendo todas las indicaciones de trÀnsito y
haciendo las seßales debidas. DespuÈs Redrick acelerÑ y puso rumbo al centro
por la parte sur. Eran las seis de la maßana. Las calles estaban vacÌas; el
pavimento, mojado y brillante, negro; los semÀforos parpadeaban solitarios e
inÇtiles en las intersecciones. Pasaron junto a la panaderÌa, de ventanas
altas y bien iluminadas; Redrick se sintiÑ envuelto en una ola de olor a pan
reciÈn horneado, cÀlido, increÌblemente delicioso.
- Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los mÇsculos
entumecidos, - apretando las manos contra el volante.
- ¿QuÈ? - preguntÑ Burbridge, asustado.
- Dije que estoy muerto de hambre. ¿AdÑnde vamos? ¿A casa o
directamente al Matasanos?
- Al Matasanos, y pronto - vociferÑ Burbridge, inclinÀndose hacia
adelante y lanzando su aliento caliente contra el cuello de Redrick -.
Derecho a la casa de Èl.
mÀs rÀpido o no? Pareces una tortuga.
Impotente, enojado, se lanzÑ en una serie de insultos, jadeos y
protestas, para acabar con un ataque de tos. Redrick no contestÑ; no tenÌa
tiempo ni fuerzas para tranquilizar a Cuervo, pues iba a toda velocidad.
QuerÌa terminar lo antes posible y dormir por lo menos una hora antes de
acudir a la cita en el Metropole. VirÑ en la calle 17, siguiÑ dos cuadras y
estacionÑ frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
Fue el mismo Matasanos quien abriÑ la puerta. Acababa de levantarse e
iba camino al baßo, vestido con una lujosa bata de flecos dorados; llevaba
en un vaso los dientes postizos; tenÌa el pelo despeinado y grandes cÌrculos
oscuros bajo los ojos.
-
- Ponte los dientes y vamos.
- AjÀ.
Le seßalÑ la sala de espera con un gesto de la cabeza y saliÑ corriendo
hacia el baßo, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allÌ preguntÑ:
- ¿QuiÈn fue?
- Burbridge.
- ¿QuÈ tiene?
- Las... piernas.
Redrick oyÑ correr el agua; hubo resoplidos, chapoteos; algo cayÑ y
rodÑ por el piso de mosaicos del baßo. Se dejÑ caer en un sillÑn, exhausto,
y encendiÑ un cigarrillo. La sala de espera parecÌa muy agradable. El
Matasanos no escatimaba en gastos; era un cirujano muy competente y
promocionado, con mucha influencia en los cÌrculos mÈdicos, tanto de la
ciudad como del Estado. Si se habla mezclado con los merodeadores, no era
por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos robados
en la Zona que utilizaba en sus investigaciones. ObtenÌa nuevos
conocimientos en el estudio de los merodeadores accidentales y de las
diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos
hasta entonces. AdemÀs ganaba gloria y fama como Çnico mÈdico del planeta
especializado en afecciones no humanas. Por otra parte no le hacÌa asco al
dinero, y en grandes cantidades menos todavÌa.
- ¿QuÈ es lo que le pasa en las piernas, especÌficamente? - preguntÑ,
saliendo del bajo con un toallÑn al cuello, con una esquina del cual se
secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
- CayÑ en la jalea.
El Matasanos soltÑ un silbido.
- Bueno, se acabÑ Burbridge. QuÈ pena; era un merodeador famoso.
- No importa - observÑ Redrick, recostÀndose en el sillÑn -, le harÀs
piernas artificiales y con ellas podrÀ volver a la Zona.
- De acuerdo.
El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregÑ:
- Un momento, voy a vestirme.
Mientras se vestÌa hizo un llamado, probablemente a su clÌnica para que
prepararan todo a fin de operar. Entre tanto, Redrick seguÌa inmÑvil en la
silla, fumando. SÑlo se moviÑ una vez, para sacar su petaca. BebiÑ pequeßos
sorbos, porque sÑlo quedaba un poquito en el fondo. TratÑ de no pensar en
nada, de esperar, simplemente.
DespuÈs fueron hasta el coche; Redrick ocupÑ el asiento del conductor y
el Matasanos se sentÑ junto a Èl. Inmediatamente se inclinÑ hacia el asiento
trasero para palpar las piernas de Burbridge. èste, sumiso e intimidado,
murmurÑ patÈticamente, prometiendo cubrirlo de oro, hablando una y otra vez
de su difunta esposa y de sus hijos, rogÀndole que le salvara por lo menos
las rodillas.
Cuando llegaron a la clÌnica el Matasanos estallÑ en maldiciones al ver
que no habÌa enfermeros esperÀndolos a la entrada; saltÑ del coche antes de
que Èste se detuviera y corriÑ hacia el interior. Redrick encendiÑ otro
cigarrillo. Burbridge hablÑ sÇbitamente, con claridad y calma, en completa
calma, al fin, segÇn parecÌa:
- Quisiste matarme. No lo olvidarÈ.
- Pero no te matÈ - replicÑ Redrick.
- No, no me mataste.
Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregÑ:
- Eso tambiÈn lo recordarÈ.
- AjÀ. Claro, tÇ no habrÌas tratado de matarme - observÑ Red,
volviÈndose para mirarlo -. Me habrÌas abandonado allÌ, sin mÀs. Me habrÌas
dejado en la Zona. Me habrÌas tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
El viejo movÌa nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrÌo:
- Cuatro-Ojos se matÑ solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
- Hijo de puta - repuso Redrick tranquilamente, dÀndole la espalda -.
GrandÌsimo hijo de puta.
Los enfermeros, soßolientos y arrugados, corrieron hacia la entrada,
desplegando la camilla por el trayecto. Redrick se desperezÑ y bostezÑ,
mientras ellos extraÌan trabajosamente a Burbridge del asiento trasero y lo
tendÌan en la camilla.
El viejo se mantuvo inmÑvil, con las manos unidas sobre el pecho,
mirando al cielo con resignaciÑn. Sus enormes pies, cruelmente carcomidos
por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraßo. Era el Çltimo
de los viejos merodeadores que habÌan comenzado a buscar tesoros
inmediatamente despuÈs de la VisitaciÑn, cuando la Zona no se llamaba
todavÌa Zona, cuando no habÌa institutos, ni muros, ni fuerzas de las
Naciones Unidas, cuando la ciudad estaba petrificada por el terror y el
mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periÑdicos.
En aquella Època Redrick tenÌa sÑlo diez aßos; Burbridge era aÇn fuerte y
Àgil; le gustaba beber cuando pagaba otro, alborotar, arrinconar a las
muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos;
aun entonces era un lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a
su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y
siguiÑ pegÀndole hasta que ella muriÑ.
Redrick dio la vuelta con el coche y volÑ hacia su casa, sin prestar
atenciÑn a los semÀforos, virando en las esquinas en Àngulos cerrados y
alertando con la bocina a los pocos peatones que encontraba. EstacionÑ
frente al garaje. Al salir vio que el encargado se acercaba a Èl desde el
parquecito; el tipo estaba medio indispuesto como de costumbre, y su cara
fruncida, sus ojos hinchados, expresaban un profundo disgusto, como si no
caminara sobre el suelo, sino sobre estiÈrcol lÌquido.
- Buenos dÌas - dijo cortÈsmente Redrick.
El encargado se detuvo a medio metro de Èl, apuntando el pulgar hacia
atrÀs por sobre el hombro.
- ¿Eso es obra suya? - PreguntÑ.
Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el dÌa.
- ¿De quÈ me habla?
- De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgÑ?
- SÌ.
- ¿Para quÈ?
Redrick, sin responder, fue a abrir la puerta del garaje. El encargado
lo siguiÑ.
- Le preguntÈ por quÈ colgÑ esas hamacas. ¿QuiÈn se lo pidiÑ?
- Mi hija - respondiÑ Èl, tranquilamente, mientras hacia correr la
puerta hacia atrÀs.
- No le estoy preguntando por su hija - exclamÑ el otro, alzando la voz
-. èsa es otra cuestiÑn. Le pregunto quiÈn le dio permiso. QuiÈn le dejÑ
adueßarse del parque.
Redrick se volviÑ hacia Èl y le mirÑ fijamente el puente de la nariz,
pÀlido y surcado de venas ramificadas. El encargado dio un paso atrÀs y
dijo, mÀs aplacado:
- AdemÀs no ha pintado la terraza, CuÀntas veces tengo que decirle
que...
- No me moleste. No pienso mudarme.
VolviÑ a subir al jeep y puso el motor en marcha. Al tomar el volante
vio que tenÌa los nudillos muy blancos. Entonces se asomÑ por la ventanilla
y dijo, ya sin poder dominarse:
- Pero si me obligan a mudarme serÀ mejor que rece, miserable.
MetiÑ el coche en el garaje, encendiÑ la luz y cerrÑ la puerta. DespuÈs
sacÑ el botÌn del tanque falso, acomodÑ el vehÌculo, puso la bolsa en un
viejo cesto de mimbre, puso arriba de todo el aparejo de pesca, todavÌa
hÇmedo y cubierto de pasto y hojas, y finalmente agregÑ el pescado que
Burbridge habÌa comprado por la noche en un negocio de los suburbios.
Finalmente volviÑ a revisar el auto. Por pura costumbre. Una colilla
aplastada se habÌa pegado al paragolpes trasero, hacia la derecha. Redrick
la quitÑ; era de cigarrillos suecos. DespuÈs de pensarlo un momento la
guardÑ en la caja de fÑsforos. Ya tenÌa tres colillas allÌ.
No encontrÑ a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta,
pero Èsta se abriÑ de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves. EntrÑ
de costado, sujetando el pesado cesto bajo el brazo, y se sumergiÑ en la
calidez, en los olores familiares del hogar. Guta le echÑ los brazos al
cuello y se quedÑ inmÑvil, con la cara apoyada contra su pecho. Redrick
sintiÑ que el corazÑn de su mujer palpitaba locamente, aun a travÈs del
mameluco y de la camisa gruesa. No la apresurÑ; esperÑ, pacientemente, a que
ella se calmara, aunque por primera vez se daba cuenta de lo cansado que
estaba.
- Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
Lo soltÑ y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
- En un minuto te prepararÈ el cafÈ - dijo desde adentro.
- Traje un poco de pescado - replicÑ Èl, fingiendo un tono liviano y
alegre -. ¿Por quÈ no lo frÌes? Estoy muerto de hambre.
Ella volviÑ, con la cara oculta tras el pelo suelto. Redrick dejÑ el
canasto en el suelo, la ayudÑ a sacar la red con el pescado y llevarla hasta
la cocina, para echar el pescado en la pileta.
- Ve a lavarte - dijo Guta -. Cuando termines el pescado ya estarÀ
listo.
- ¿CÑmo estÀ Monita? - pregunta Èl, quitÀndose las botas.
- Se pasÑ la tarde parloteando. Apenas conseguÌ acostarla. No deja de
preguntar dÑnde estÀ papÀ, dÑnde estÀ papÀ. No puede vivir sin su papÀ.
Se movÌa con celeridad y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa.
HervÌa el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el
cuchillo; la manteca chirriaba ya en la cacerola grande; el aire estaba
impregnado con el regocijante aroma del cafÈ reciÈn preparado.
Redrick caminÑ descalzo hasta el vestÌbulo y recogiÑ el canasto para
llevarlo a la despensa. DespuÈs mirÑ hacia el dormitorio. Monita dormÌa
pacÌficamente, con la sÀbana arrugada colgando hasta el suelo y el camisÑn
enroscado. Era tibia y suave como un animalito que respiraba profundamente.
Redrick no pudo resistir la tentaciÑn de acariciarle la espalda cubierta de
cÀlido pelaje dorado; por milÈsima vez se maravillÑ ante el espesor y la
suavidad de aquella piel. HabrÌa querido levantarla, pero tenÌa miedo de
despertarla; ademÀs estaba asquerosamente sucio, empapado de muerte, de
Zona. VolviÑ a la cocina y se sentÑ a la mesa.
- SÌrveme una taza de cafÈ. Me lavarÈ despuÈs.
Sobre la mesa estaba la correspondencia de la tarde: "La Gaceta de
Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas habÌa una verdadera pila), y el
grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de
Culturas Extraterrestres", nÇmero 56. Redrick tomÑ la jarrita de cafÈ
humeante que le tendÌa Guta y tomÑ los Informes. Marcas y sÌmbolos, una
especie de cianotipos y fotografÌas de objetos conocidos, tomadas desde
Àngulos raros. Otro artÌculo pÑstumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de
la Trampa MagnÈtica Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro;
debajo, en letras muy pequeßas, decÌa: Doctor Kirill A. Panov, URSS,
trÀgicamente fallecido durante un experimento, en abril de 19.. Redrick
arrojÑ el diario a un lado, sorbiÑ un poco de cafÈ, quemÀndose la boca, y
preguntÑ:
- ¿Vino alguien?
Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
- Estuvo Gutalin - respondiÑ finalmente -. Vino borracho como una cuba;
lo despertÈ un poco.
- ¿Y Monita?
- No querÌa dejarlo ir, por supuesto. EmpezÑ a gritar. Pero le dije que
el tÌo Gutalin no se sentÌa muy bien, entonces me dijo: "Gutalin estÀ otra
vez todo roto".
Redrick se echÑ a reÌr y tomÑ otro sorbo. DespuÈs preguntÑ otra cosa.
- ¿Y los vecinos?
Guta volviÑ a vacilar antes de responder.
- Como siempre - dijo.
- Bueno, no me cuentes.
-
mujer de abajo me golpeÑ la puerta, anoche. Tenia los ojos desorbitados;
tartamudeaba del enojo, quÈ por que serruchamos en el baßo en medio de la
noche.
- Esa vieja puta peligrosa - dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no
serÌa mejor que nos mudÀramos? ¿Que comprÀramos una casa en el campo, donde
no haya nadie, alguna cabaßa vieja, abandonada?
- ¿Y Monita?
- Dios mÌo, ¿no crees que nosotros dos nos bastarÌamos para hacerla
feliz?
Guta meneÑ la cabeza.
- A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de
ellos que...
- No, no es culpa de ellos.
- No vale la pena hablar de eso. Alguien te llamÑ. No dejÑ mensaje. Le
dije que habÌas salido a pescar. - Redrick dejÑ la jarrita y se levantÑ.
- Okey. Me voy a baßar. Tengo un montÑn de cosas que hacer.
Se encerrÑ en el baßo, arrojÑ las ropas al balde y colocÑ en el estante
las manoplas de bronce, el resto de las tuercas y los tornillos y los
cigarrillos. PasÑ largo rato girando bajo el agua hirviente, frotÀndose el
cuerpo con una esponja Àspera hasta que le quedÑ rojo brillante. DespuÈs
cerrÑ la ducha y se sentÑ en el borde de la baßera, fumando. Las caßerÌas
borboteaban; Guta hacÌa ruido de platos en la cocina. En seguida se sintiÑ
olor a pescado frito. Guta llamÑ a la puerta; le traÌa ropa interior limpia.
- ApÇrate - indicÑ -. El pescado se estÀ enfriando.
Ya habÌa vuelto a su estado normal... y a sus modales autoritarios.
Redrick riÑ entre dientes mientras se vestÌa, es decir, mientras se ponÌa
los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
- Ahora puedo comer - dijo, sentÀndose a la mesa. - ¿Pusiste la ropa
interior en el balde?
- AjÀ - respondiÑ Èl, con la boca llena -. QuÈ pescado rico.
- ¿Le pusiste agua?
- Nooo, lo siento, seßor; no lo harÈ mÀs, seßor. ¿Quieres sentarte y
quedarte quieta?
La tomÑ por la mano y tratÑ de atraerla hasta sus rodillas, pero ella
se apartÑ y tomÑ asiento frente a Èl.
- EstÀs descuidando a tu marido - observÑ Èl, otra vez con la boca
llena - ¿Te sientes demasiado remilgada?
- Lindo marido tengo en este momento. Eres una bolsa vacÌa, no un
marido. Primero hay que llenarte.
- ¿Y si pudiera? - preguntÑ Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes?
- Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
Redrick, indeciso, jugueteÑ con el tenedor.
- No, gracias.
En seguida mirÑ el reloj y se levantÑ.
- Me voy. PrepÀrame el traje bueno. Tengo que estar bien presentable.
Camisa y corbata.
Fue a la despensa, disfrutando la sensaciÑn del piso fresco bajo los
pies descalzos y limpios, y cerrÑ la puerta; en seguida empezÑ a poner sobre
la mesa el botÌn que habÌa traÌdo. Dos vacÌos. Una caja de alfileres. Nueve
pilas. Tres brazaletes. Una especie de argolla parecida a los brazaletes,
pero mÀs liviana y dos centÌmetros mÀs ancha, de metal blanco. DiecisÈis
gotitas negras en envase de polietileno. Dos esponjas maravillosas
conservadas, del tamaßo de un pußo. Tres picapicas. Una jarra de arcilla
carbonatada. TodavÌa quedaba en la bolsa un recipiente de porcelana gruesa,
cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo tocÑ. SiguiÑ
fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
DespuÈs abriÑ un cajÑn y sacÑ una hoja de papel, un cabo de lÀpiz y una
calculadora. CorriÑ el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribiÑ
nÇmero tras nÇmero, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas.
SumÑ las dos primeras; las cifras eran impresionantes. DejÑ la colilla en un
cenicero y abriÑ cuidadosamente la caja, para esparcir los alfileres en la
hoja de papel. èstos, bajo la luz elÈctrica, eran ligeramente azulados, a
veces salpicados con otros colores: amarillo, verde y rojo. TomÑ uno y lo
apretÑ cuidadosamente entre el pulgar y el Ìndice, con prudencia, para no
pincharse. ApagÑ la luz y aguardÑ un momento, mientras se acostumbraba a la
oscuridad. Pero el alfiler permaneciÑ en silencio. Lo dejÑ y tomÑ otro, para
apretarlo tambiÈn. Nada. ApretÑ. un poco mÀs, arriesgÀndose al pinchazo, y
el alfiler hablÑ: dÈbiles relampagueos rojos corrieron por Èl; sÇbitamente
fueron reemplazados por pulsaciones verdes mÀs lentas. Redrick disfrutÑ por
un rato de ese extraßo juego de luces. Los Informes decÌan que tal vez esas
luces significaran algo, quizÀ muy importante. Lo dejÑ aparte y tomÑ otro.
AsÌ probÑ setenta y tres alfileres, de los cuales doce hablaban. El
resto guardaba silencio. En realidad tambiÈn Èsos podÌan hablar, pero hacia
falta una mÀquina especial, del tamaßo de una mesa; con los dedos no
bastaba. Redrick encendiÑ la luz y agregÑ dos nÇmeros mÀs a su lista. Y sÑlo
entonces decidiÑ hacerlo.
MetiÑ las dos manos en la bolsa y, conteniendo el aliento, sacÑ un
paquete suave que dejÑ sobre la mesa. Lo contemplÑ largo rato, frotÀndose
pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogiÑ el lÀpiz,
jugueteÑ con Èl entre los dedos torpes, enfundados en goma, y volviÑ a
dejarlos. TomÑ otro cigarrillo y lo fumÑ hasta el final sin quitar los ojos
del paquete.
-
el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya estÀ. Basta.
JuntÑ rÀpidamente todos los alfileres para guardarlos en la caja y
volviÑ a levantarse. Era hora de salir. Con media hora de sueßo tal vez se
le despejara la mente, pero por otra parte era tal vez mucho mejor llegar
allÀ temprano y ver cÑmo estaba la situaciÑn. Se quitÑ los guantes, colgÑ el
delantal y saliÑ de la despensa sin apagar la luz.
Su traje ya estaba listo, extendido sobre la cama. Redrick se vistiÑ.
Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujiÑ tras Èl; oyÑ
una respiraciÑn pesada e hizo un gesto para no echarse a reÌr.
-
Algo le agarrÑ la pierna.
-
Monita, riendo y chillando, trepÑ inmediatamente sobre Èl. Lo pisoteÑ, le
tirÑ del pelo y lo anegÑ con un interminable chorro de noticias. Willy, el
hijo del vecino, le habÌa arrancado una pierna a su mußequita. HabÌa un
gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco y de ojos colorados; tal vez no
habÌa hecho caso a la mamÀ y se habÌa metido en la Zona. HabÌa cenado gachas
de avena y jalea. TÌo Gutalin estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta
lloraba. ¿Y por quÈ no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por quÈ no
habÌa dormido mamÀ en toda la noche? ¿Por quÈ tenemos cinco dedos y sÑlo dos
manos y nada mÀs que una nariz? Redrick abrazÑ cautelosamente a aquella
criatura cÀlida que trepaba por Èl; mirÑ aquellos ojos enormes y oscuros,
sin parte blanca, y frotÑ la mejilla contra la otra mejilla regordete,
cubierta de sedoso pelaje dorado.
- Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeßa Monita, tÇ.
El telÈfono sonÑ junto a su oÌdo. LevantÑ el tubo.
- Escucho.
Silencio.
- ¡Hola!
No hubo respuesta. Se oyÑ un chasquido y despuÈs tonos cortos y
repetidos. Redrick se levantÑ, dejÑ a Monita en el suelo y se puso la
chaqueta y los pantalones, sin prestarle mÀs atenciÑn. Monita charlaba sin
cesar, pero Èl se limitÑ a sonreÌr mecÀnicamente, con gesto distraÌdo. Al
fin ella anunciÑ que papÀ se habÌa tragado la lengua y lo dejÑ en paz.
Redrick volviÑ a la despensa, puso en un portafolios todo lo que habÌa
sobre la mesa y fue al baßo a buscar sus manoplas de bronce; volviÑ a la
despensa, tomÑ el portafolios en una mano y el cesto con la bolsa en la
otra; saliÑ, cerrÑ con llave y llamÑ a Guta.
- Me voy.
- ¿CuÀndo vuelves? - preguntÑ Guta, saliendo de la cocina.
Se habÌa arreglado el pelo y estaba maquillada. TambiÈn habÌa cambiado
la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo,
de color azul brillante.
- Te llamarÈ - respondiÑ Èl, observÀndola.
Se le acercÑ y la besÑ en el escote.
- SerÀ mejor que te vayas - dijo ella, suavemente.
- ¿Y yo? ¿Un beso? - gimiÑ Monita, metiÈndose entre los dos.
èl tuvo que inclinarse mÀs aÇn. Guta lo miraba fijamente.
- TonterÌas - dijo Red -. No te preocupes. Te llamarÈ.
En el rellano, un piso mÀs abajo, vio que un gordo en pijama a rayas
luchaba con la cerradura de su puerta. De las profundidades de su
departamento llegaba un olor cÀlido y agrio. Redrick se detuvo.
- Buen dÌa.
El gordo lo mirÑ cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando
algo.
- Anoche vino su esposa - dijo Redrick -. No sÈ quÈ dijo de que
serruchÀbamos. Debe haber un malentendido.
- ¿Y a mÌ quÈ? - dijo el del pijama.
- Anoche mi esposa estaba lavando la ropa - prosiguiÑ Red -. Si los
molestamos, le pido disculpas.
- Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
- Bueno, me alegro.
Redrick saliÑ, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincÑn
y lo cubriÑ con un asiento viejo. DespuÈs observÑ su obra y saliÑ a la
calle.
No tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza, cruzar despuÈs
el parque y caminar otra cuadra hasta el Boulevard Central. Frente al
Metropole, como de costumbre, habÌa una brillante hilera de coches con
brillo de lava y cromados. Los porteros, de uniformes morados, entraban
maletas al hotel; habÌa tambiÈn gente de aspecto extranjero, en grupos de a
dos o tres, fumando y conversando sobre los escalones de mÀrmol. Redrick
decidiÑ no entrar todavÌa. Se puso cÑmodo bajo el toldo del pequeßo bar de
enfrente; pidiÑ cafÈ y encendiÑ un cigarrillo. A medio metro de su mesa
habÌa dos agentes secretos de la fuerza de policÌa internacional; comÌan a
toda prisa salchichas asadas al estilo Harmont y bebÌan cerveza en grandes
vasos de vidrio. Del otro lado, a unos tres metros, un sargento sombrÌo
devoraba papas fritas, con el tenedor apretado en el pußo; habÌa dejado el
casco azul junto a la silla, invertido, y la pistolera colgada en el
respaldo del asiento. No habÌa mÀs clientes que Èsos. La camarera, una mujer
de cierta edad a quien Redrick no conocÌa, bostezaba tras el mostrador,
cubriÈndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
Redrick vio que Richard Noonan salÌa del hotel masticando algo y
acomodÀndose el sombrero suave. Bajaba enÈrgicamente los escalones, rosado,
bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, reciÈn baßado y seguro
de que el dÌa no le acarrearÌa disgustos. Se despidiÑ de alguien con un
ademÀn, se echÑ el impermeable sobre el hombro izquierdo y avanzÑ hacia su
Peugeot. El Peugeot de Dick tambiÈn era regordete, bajito, reciÈn lavado y
seguro, al parecer, de que el dÌa no le acarrearÌa disgustos.
Redrick se cubriÑ a cara con la mano para observar a Noonan, que subiÑ
apresuradamente, se acomodÑ en el asiento delantero y pasÈ algo al de atrÀs;
en seguida lo vio inclinarse para recoger algo y ajustar el espejo
retrovisor. El Peugeot expeliÑ una nube de humo azul, tocÑ la bocina para
alertar a un africano que vestÌa su traje tÌpico y bajÑ garbosamente hacia
la calle. Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendrÌa que virar
alrededor de la fuente y pasar por el cafÈ. Ya era demasiado tarde para
marcharse, de modo que Redrick se cubriÑ completamente la cara y se inclinÑ
sobre la taza. No sirviÑ de nada. El Peugeot hizo sonar la bocina en su
mismo oÌdo, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamÑ:
- ¡Eh, Schuhart!
Redrick lanzÑ un juramento en voz baja y levantÑ los ojos. Noonan venÌa
hacia Èl con la mano extendida, sonriente.
- ¿QuÈ estÀs haciendo aquÌ a estas horas de la madrugada? - le dijo al
acercarse.
Y agregÑ, volviÈndose a la camarera:
- Gracias, seßora, no voy a pedir nada. Hace mil aßos que no te veo,
hombre. ¿DÑnde estabas? ¿En quÈ andas?
- En nada especial - respondiÑ Redrick, a desgano -. Cosas sin
importancia.
Noonan se instalÑ en la silla opuesta, apartÑ hacia un lado el vaso con
las servilletas y hacia otro el plato de sÀndwiches, y se lanzÑ en su
chÀchara.
- Te veo un poco pÀlido. ¿No duermes bien? Te dirÈ que Çltimamente
estoy muy ocupado con estos nuevos equipos automÀticos, pero no dejo de
dormir lo necesario, eso sÌ que no. Los automÀticos se pueden ir al cuerno.
De pronto echÑ una mirada a su alrededor y agregÑ:
- Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
- No, no - dijo mansamente Redrick -. TenÌa un poco de tiempo libre y
se me ocurriÑ tomar un cafÈ, eso es todo.
- Bueno, no voy a demorarte mucho - dijo Dick, mirando la hora -. Oye,
Red, ¿por quÈ no dejas esas cosas sin importancia y vuelves al Instituto?
Sabes que te aceptarÌan cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro ruso?
Hay uno nuevo.
Red meneÑ la cabeza.
- No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. AdemÀs no tengo nada que
hacer en tu Instituto. Ahora es todo automÀtico; tienen robots que van a la
Zona y son esos robots los que cobran todas las bonificaciones, a los
ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos. No me alcanzarÌa ni
para cigarrillos.
- Todo eso se puede arreglar.
- No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la
vida y pienso seguir asÌ.
- Te has vuelto muy orgulloso - observÑ Noonan, con tono de acusaciÑn.
- No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
- Creo que tienes razÑn - dijo el otro distraÌdo. MirÑ el portafolios
de Redrick, que estaba en la silla de al lado, y frotÑ la plaquita de plata
con letras cirÌlicas impresas.
- Tienes razÑn - reconociÑ -, hace faltar tener plata para no estar
preocupÀndose siempre por ella. ¿èste es regalo de Kirill?
- Lo recibÌ en herencia. ¿CÑmo es que ya no te veo por el Borscht?
- Eres tÇ el que no va - contraatacÑ Noonan -. Yo almuerzo allÌ casi
todos los dÌas. En el Metropole cobran un ojo de la cara por una simple
hamburguesa.
De pronto agregÑ:
- Oye, ¿cÑmo andas de dinero?
- ¿Quieres un prÈstamo?
- No, precisamente lo contrario.
- ¿Quieres prestarme dinero?
- Tengo trabajo.
- ¡Oh, Dios! - exclamÑ Redrick -.
- ¿QuiÈn mÀs? - preguntÑ Noonan.
- Hay montones de... contratistas.
Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echÑ a reÌr.
- No, no se trata de tu especialidad.
- ¿De quÈ, entonces?
Noonan volviÑ a mirar el reloj.
- Hagamos una cosa - dijo, levantÀndose -. Ven a almorzar al Borscht, a
eso de las dos, y hablaremos.
- Tal vez no haya terminado a esa hora.
- Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
- Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludÑ con la mano y volviÑ a su
Peugeot. Redrick lo siguiÑ con la vista, llamÑ a la camarera, pagÑ la cuenta
y comprÑ un atado de Lucky Strike; despuÈs se dirigiÑ lentamente hacia el
hotel, con su portafolios.
El sol ya quemaba; la calle se habÌa puesto rÀpidamente sofocante.
SintiÑ una sensaciÑn de quemadura bajo los pÀrpados. ParpadeÑ con fuerza;
era una lÀstima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
Y en ese momento ocurriÑ.
Nunca habÌa experimentado algo asÌ fuera de la Zona. Y en la Zona
misma, sÑlo dos o tres veces. TenÌa la impresiÑn de estar en un mundo
distinto. Un millÑn de olores se precipitÑ bruscamente sobre Èl: Àsperos,
dulces, metÀlicos, suaves, peligrosos, rudos como adoquines, delicados y
complejos como mecanismos de relojerÌa, enormes como casas y diminutos como
partÌculas de polvo. El aire se tornÑ duro, echÑ filos, esquinas y
superficie, mientras el espacio se llenaba de enormes globos rÌgidos,
pirÀmides resbalosas, gigantescos cristales espinosos. Y Èl tenla que
avanzar a travÈs de todo aquello, abriÈndose camino en sueßos, como por un
negocio de compraventa lleno de muebles viejos y feos. DurÑ sÑlo un
instante.
AbriÑ los ojos y todo habÌa desaparecido. No era un mundo distinto: era
este mismo mundo que le mostraba una faz desconocida. Esa faz le era
revelada por un segundo antes de desaparecer, sin que tuviera tiempo para
comprenderla.
Se oyÑ un bocinazo colÈrico; Redrick caminÑ mÀs y mÀs rÀpido, hasta
echar a correr en direcciÑn al muro del Metropole. El corazÑn le palpitaba
enloquecido. DejÑ el portafolios en la acera y abriÑ, impaciente, el atado
de cigarrillos. EncendiÑ uno, aspirÑ profundamente y descansÑ, como si
acabara de librar una pelea. Un policÌa se detuvo junto a Èl, preguntando:
- ¿Necesita ayuda, don?
- N... no - logrÑ pronunciar Redrick, y tosiÑ -. Es que hace un calor
sofocante.
- ¿Puedo llevarlo a alguna parte?
Redrick recogiÑ el portafolios.
- Todo estÀ bien, muy bien, amigo. Gracias.
Se dirigiÑ rÀpidamente hacia la entrada, subiÑ los peldaßos y entrÑ al
vestÌbulo; era fresco, oscuro y resonante. Le habrÌa gustado sentarse un
rato en una de esas voluminosas sillas de cuero hasta recobrar el aliento,
pero ya era tarde. Se permitiÑ acabar el cigarrillo mientras observaba a la
multitud con los ojos entornados. AhÌ estaba Huesos, hojeando irritado las
revistas del puesto. Redrick arrojÑ la colilla al cenicero y se acercÑ al
ascensor.
No logrÑ cerrar la puerta a tiempo; subieron otros amontonÀndose en el
interior: un hombre gordo que respiraba como si fuera asmÀtico; una seßora
muy perfumada con un muchachito grußÑn que comÌa chocolate; una anciana
corpulenta, de barbilla mal afeitada. Redrick quedÑ apretado en un rincÑn.
CerrÑ los ojos, tratando de olvidar al nißo, su cara era fresca y limpia,
sin un solo vello. Y tratÑ tambiÈn de olvidar a la madre, que chorreaba
saliva con chocolate por la barbilla; cuyo seno huesudo estaba embellecido
por un collar hecho de grandes gotitas negras engarzadas en plata. Y el
abultado, esclerÑtica blanco de los ojos del gordo, y las desagradables
verrugas de la cara hinchada de la vieja. El gordo tratÑ de encender un
cigarrillo, pero la vieja iniciÑ un ataque contra Èl que siguiÑ hasta el
piso quinto, donde se bajÑ. En cuanto ella hubo desaparecido, el gordo
encendiÑ un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero
echÑ a toser y a sacudiese en cuanto aspirÑ el humo, estirando los labios
como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
èste se bajÑ en el octavo y recorriÑ el pasillo, de gruesa alfombra,
coquetamente iluminado por lÀmparas ocultas. OlÌa a tabaco caro, perfume
francÈs, suave cuero legitimo de billeteras abultadas, damiselas caras y
cigarreras de oro macizo. HedÌa a todo eso, al hongo asqueroso que crecÌa en
la Zona, bebÌa en la Zona, comÌa, explotaba y engordaba en la Zona sin
importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasarÌa despuÈs, cuando
estuviera harto y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en
la Zona hubiera ido a parar afuera. Redrick abriÑ la puerta del 874 sin
llamar.
Ronco, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba llevando a cabo
cierto rito con un cigarro. AÇn seguÌa en pijama; el pelo ralo, todavÌa
hÇmedo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla
sido bien afeitada.
- AjÀ - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortesÌa de
los reyes.
TerminÑ de despuntar el cigarro, lo tomÑ con ambas manos y se lo pasÑ
por debajo de la nariz.
- ¿DÑnde estÀ el bueno de Burbridge? - preguntÑ, levantando al fin la
vista.
TenÌa ojos claros, azules, angelicales.
Redrick dejÑ el portafolios sobre el sofÀ, se sentÑ y sacÑ sus
cigarrillos.
- Burbridge no vendrÀ.
- El bueno de Burbridge - repitiÑ Ronco, tomando el cigarro entre dos
dedos para llevÀrselo cuidadosamente a la boca -. Los nervios le estÀn
jugando feo.
SeguÌa mirando a Redrick con aquellos ojos de color celeste, sin
parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abriÑ ligeramente y entrÑ Huesos.
- ¿Con quiÈn hablabas? - preguntÑ desde el vano.
- Ah, hola - dijo Redrick, alegremente, sacudiendo las cenizas en el
suelo.
Huesos hundiÑ las manos en los bolsillos y se aproximÑ un poco mÀs,
marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de pÀjaro.
- Te lo hemos dicho cien veces - reprochÑ a Redrick, deteniÈndose ante
Èl -: nada de contactos antes de una reuniÑn. ¿Y quÈ haces?
- Digo hola. ¿Y tÇ?
Ronco riÑ. Huesos estaba irritable.
- Hola, hola, hola.
ApartÑ la mirada incriminatoria de Redrick y se dejÑ caer en el sofÀ, a
su lado.
- No puedes comportarte asÌ - prosiguiÑ -. ¿Me entiendes?
- En ese caso encontrÈmonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
- El muchacho tiene razÑn - intervino Ronco -. El error es nuestro.
¿QuiÈn era ese hombre?
- Richard Noonan. Representa a algunas compaßÌas proveedoras del
Instituto. Vive aquÌ, en el hotel.
- Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos.
TomÑ un encendedor colosal, con la forma de la Estatua de la Libertad,
lo mirÑ dubitativamente y volviÑ a ponerlo en la mesa.
- ¿DÑnde estÀ Burbridge? - preguntÑ Ronco en tono amistoso.
- Burbridge sonÑ.
Los dos hombres intercambiaron una rÀpida mirada.
- Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron?
Redrick no respondiÑ de inmediato; primero aspirÑ larga y lentamente el
humo de su cigarrillo; despuÈs arrojÑ la colilla al suelo.
- No se preocupen, no hay peligro. EstÀ en el hospital.
-
Se levantÑ de un salto y fue hacia la ventana.
- ¿En quÈ hospital? - preguntÑ.
- No te preocupes, todo estÀ en orden. Vamos al grano.
Tengo sueßo.
- ¿En quÈ hospital, concretamente? - volviÑ a preguntar Huesos,
irritado.
- Ya te lo he dicho - replicÑ Redrick, levantando su portafolios -.
¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
- Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente.
BajÑ de un brinco, sorprendentemente Àgil, barriÑ todas las revistas y
los periÑdicos que habla en la mesa ratona y se sentÑ frente a ella,
apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
- Muestra lo que traes.
Redrick abriÑ el portafolios, sacÑ la lista de precios y la puso sobre
la mesa, ante Ronco. èste le echÑ una mirada y la apartÑ de un papirotazo.
Huesos, de pie tras Èl, empezÑ a leerla por sobre su hombro.
- èsa es la cuenta - explicÑ Redrick.
- Ya veo. Quiero ver la mercaderÌa - dijo Ronco.
- La plata.
- ¿QuÈ es esto de argolla? - preguntÑ Huesos, suspicaz, seßalando un
artÌculo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
Redrick no respondiÑ. SostenÌa el portafolios abierto sobre las
rodillas, con la mirada fija en aquellos ojos azules y angelicales. Al fin
Ronco riÑ entre dientes.
- Por quÈ serÀ que te quiero tanto, hijo mÌo - murmurÑ -. DespuÈs dicen
que el amor a primera vista no existe.
SuspirÑ dramÀticamente y agregÑ:
- Phil, compaßero, ¿cÑmo dicen los de aquÌ? Saca el rollo y pÀsale unos
cuantos billetes... Y dame un fÑsforo. Ya ves.
Y agitÑ el cigarro ante Èl.
Phil, el Huesos, murmurÑ algo en voz baja, le arrojÑ una cajetilla de
fÑsforos y pasÑ al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyÑ
hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decÌa algo de moscas y bocas
cerradas. Ronco, encendido finalmente su cigarro, seguÌa mirando a Redrick
con una sonrisa helada en los labios delgados y pÀlidos. El merodeador, con
la barbilla apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin
parpadear, aunque le ardÌan los pÀrpados y le lagrimeaban los ojos. Huesos
volviÑ con tres fajos; los arrojÑ sobrÈ la mesa y se sentÑ, ofendido.
Redrick alargÑ perezosamente la mano hacia el dinero, pero Ronco le indicÑ,
con un gesto, que esperara; arrancÑ las fajas de los billetes y las guardÑ
en el bolsillo del pijama.
- Veamos ahora. Redrick tomÑ el dinero y se lo metiÑ en el bolsillo
interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentÑ su mercaderÌa.
Lo hizo lentamente, dejando que los dos examinaran el botÌn y
verificaran cada artÌculo con la lista. La habitaciÑn estaba silenciosa no
se oÌa mÀs que la pesada respiraciÑn de Ronco y un repiqueteo proveniente
del cuarto contiguo, como el de una cuchara que golpeara la pared de un
vaso.
Cuando Redrick cerrÑ el portafolios, haciendo chasquear el cierre,
Ronco levantÑ los ojos.
- ¿Y lo mÀs importante?
- No es posible.
MeditÑ un instante y agregÑ:
- Por ahora.
- Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -. ¿QuÈ dices tÇ,
Phil?
- Nos estÀs echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz
-. Por quÈ tanto misterio, es lo que quiero saber.
- Eso es inevitable: negocios secretos - respondiÑ Redrick -. La
nuestra es una profesiÑn arriesgada.
- Bueno, bueno - exclamÑ Ronco -. ¿DÑnde estÀ la cÀmara?
-
le subÌa el color a la cara -. Lo siento, la olvidÈ.
- ¿AllÀ? - preguntÑ Ronco, haciendo un vago ademÀn con el cigarro.
- No recuerdo. Probablemente allÀ.
Redrick cerrÑ los ojos y se recostÑ en el sofÀ. En seguida agregÑ:
- No. La olvidÈ por completo,
- QuÈ desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso?
- No, ni siquiera - respondiÑ Redrick, tristemente -. èse es el asunto.
No llegamos hasta los altos hornos. Burbridge cayÑ en la jalea y tuve que
volver atrÀs en seguida. Puedes estar seguro de que me habrÌa acordado si la
hubiera visto.
-
ExtendiÑ el Ìndice derecho. La argolla de metal blanco giraba
velozmente en torno a Èl. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
-
clavarla en Ronco.
- ¿CÑmo que no para? - preguntÑ Èste cautelosamente, apartÀndose.
- Me la puse en el dedo y le di impulso, porque si nomÀs, y lleva un
minuto girando sin parar.
Huesos se levantÑ de un salto, con el dedo extendido hacia adelante, y
se precipitÑ detrÀs de la cortina. La argolla plateada giraba fÀcilmente
frente a Èl, como un trompo.
- ¿QuÈ diablos has traÌdo? - preguntÑ Ronco.
-
Ronco lo mirÑ fijamente. DespuÈs se levantÑ y pasÑ tambiÈn del otro
lado de la cortina. Inmediatamente se oyÑ un parloteo. Redrick tomÑ una de
las revistas caÌdas y la hojeÑ. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero
en ese momento le daban asco. RecorriÑ la habitaciÑn con la mirada, buscando
algo para beber. DespuÈs sacÑ el fajo del bolsillo interior y contÑ los
billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contÑ el otro.
Justo cuando lo estaba guardando otra vez volviÑ Ronco.
- Tienes suerte, hijo - anunciÑ, sentÀndose una vez mÀs frente a
Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
- No, nunca estudiÈ eso.
- Ni falta te hace - replicÑ Ronco, mientras sacaba otro fajo -. AhÌ
tienes el precio de este primer ejemplar. Por cada uno que me traigas te
darÈ dos fajos como Èse. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno. Pero con una
condiciÑn: que nadie sepa de esto, salvo tÇ y yo. ¿De acuerdo?
Redrick se guardÑ silenciosamente el dinero en el bolsillo.
- Me voy - dijo, levantÀndose - ¿CuÀndo y dÑnde la prÑxima vez?
Ronco tambiÈn se levantÑ.
- Te llamaremos. Espera nuestra llamada todos los viernes entre las
nueve y las nueve y media de la maßana. Te darÀn saludos de Phil y de Hugh y
concertarÀn una cita contigo.
Redrick asintiÑ y se encaminÑ hacia la puerta. Ronco lo siguiÑ y le
puso una mano en el hombro.
- Quiero que me entiendas - agregÑ -. Todo esto estÀ muy lindo,
encantador y lo que quieras, y la argolla es una maravilla, pero sobre todo
necesitamos dos cosas: las fotos y el envase lleno. DevuÈlvenos la cÀmara,
pero con la pelÌcula expuesta, y el envase, pero no vacÌo: lleno. Y no
necesitarÀs volver a la Zona nunca mÀs.
Redrick se sacÑ del hombro aquella mano, abriÑ la puerta y saliÑ.
CaminÑ sin volverse por el corredor alfombrado, consciente de que aquella
mirada angelical seguÌa fija en su nuca. Ni siquiera esperÑ el ascensor:
bajÑ por la escalera desde el octavo piso.
Al salir del Metropole llamÑ un taxi y fue hasta la otra punta de la
ciudad. El conductor era nuevo; Redrick no lo conocÌa; era un fulano de
nariz ganchuda, lleno de granos,
Uno de los cientos que afluÌan a Harmont en los Çltimos aßos, buscando
aventuras excitantes, riquezas desconocidas, fama internacional o alguna
religiÑn especial. VenÌan a montones y acababan como conductores, obreros de
construcciÑn o delincuentes; arruinados, sedientos, torturados por vagos
deseos, profundamente desilusionados y seguros de haber sido engaßados una
vez mÀs. La mitad de ellos, despuÈs de un mes o dos, volvÌan a su patria,
maldiciendo, para extender la desilusiÑn a todos los paÌses del mundo. Unos
pocos, muy pocos, se convertÌan en merodeadores y perecÌan rÀpidamente,
antes de aprender las triquißuelas del oficio. Algunos conseguÌan trabajo en
el Instituto, pero sÑlo los mÀs instruidos e inteligentes, que al menos
podÌan trabajar como ayudantes de laboratorio. En cuanto al resto,
malgastaban las noches en los bares, armaban trifulcas por pequeßas
diferencias de opiniÑn, por mujeres o simplemente porque estaban borrachos,
enloqueciendo a la policÌa del municipio, al ejÈrcito y a los guardianes.
El conductor granujiento apestaba a alcohol a mÀs de un kilÑmetro y
tenÌa los ojos mÀs colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. ContÑ
a Redrick que esa maßana, en su cuadra, habÌa aparecido un fiambre reciÈn
llegado del cementerio.
- VolviÑ a su casa, pero la casa estaba cerrada desde hacia aßos y
todos se habÌan mudado: la viuda, que ya es una seßora anciana, la hija con
el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el tipo habÌa muerto hace
como treinta aßos, es decir, antes de la VisitaciÑn. Y allÌ estÀ. Caminaba
alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentÑ en el cerco a
esperar. Vino gente de todo el vecindario; lo miraban y lo miraban, pero
tenÌan miedo de acercarse, claro. Al final no sÈ quiÈn tuvo una gran idea:
hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera entrar. ¿Y quÈ cree
que hizo? Se levantÑ, entrÑ y cerrÑ la puerta. A mi se me hacÌa tarde para
el trabajo, asÌ que no sÈ cÑmo terminaron las cosas, pero cuando me fui
estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llevÀrselo.
- Pare - dijo Redrick -. Es aquÌ mismo.
HurgÑ en los bolsillos, pero no tenÌa dinero menudo y tuvo que cambiar
uno de los billetes nuevos. DespuÈs se detuvo ante la puerta y esperÑ a que
el taxi se alejara.
La casita de Cuervo no estaba tan mal: dos plantas, una galerÌa de
vidrios con una mesa de billar, un jardÌn bien cuidado, un invernadero y una
glorieta blanca bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro
forjado, pintada de verde pÀlido. Redrick apretÑ varias veces el timbre; el
portÑn se abriÑ de par en par con un crujido. AvanzÑ lentamente por el
sendero sombreado, a cuya vera crecÌan rosales. Cobayo apareciÑ en el
porche; era un negro encorvado que temblaba siempre con el deseo de ser
Çtil. Se volviÑ, impaciente; bajÑ una pierna insegura en busca de
equilibrio, recuperÑ la estabilidad y arrastrÑ el otro pie en busca del
compaßero. El brazo derecho se le agitaba convulsivamente en direcciÑn a
Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto".
-
Redrick volviÑ la cabeza; hombros desnudos y tostados, boca roja,
brillante, una mano que lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco
de la glorieta. Hizo a Cobayo un ademÀn con la cabeza y abandonÑ el sendero;
pasÑ por entre los rosales para dirigirse hacia la glorieta, cruzando el
cÈsped verde y suave. HabÌa una gran estera roja extendida sobre el prado;
allÌ estaba Dina Burbridge, regiamente sentada, con un vaso en la mano y un
minÇsculo traje de baßo en el cuerpo. Sobre la estera habÌa tambiÈn un libro
de tapas brillantes; un baldecillo de hielo, por cuyo borde asomaba el
cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
-
vaso -. ¿DÑnde estÀ el viejo?
Redrick se detuvo junto a ella con el portafolios a la espalda. SI,
Cuervo habÌa logrado imaginar unos hijos maravillosos al expresar su deseo,
allÀ en la Zona. èsta era toda seda y satÈn, de firmes curvas, impecable,
sin una sola arruguita indispensable: sesenta kilos de carne acaramelado,
ojos de esmeralda con fulgor propio, boca grande y hÇmeda, dientes blancos,
parejos, y pelo negro como ala de cuervo, que brillaba en el sol,
descuidadamente caÌdo sobre un hombro. El sol, acariciÀndola, se volcaba
sobre ella, desde los hombros hasta el vientre, hasta la cadera, dejando
profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado,
la mirÑ abiertamente. Ella lo mirÑ a su vez y riÑ, comprendiendo; despuÈs se
llevÑ el vaso a los labios y tomÑ varios sorbos.
- ¿Quieres? - preguntÑ, pasÀndose la lengua por los labios.
EsperÑ el tiempo justo para que Èl captara la doble intenciÑn y le
tendiÑ el vaso. èl buscÑ a su alrededor hasta encontrar una reposera a la
sombra; allÌ se sentÑ y tendiÑ las piernas.
- Burbridge estÀ en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas.
Ella lo mirÑ con un solo ojo, sin dejar de sonreÌr. El otro quedÑ
cubierto por la espesa cabellera que le caÌa sobre el hombro. Pero su
sonrisa se habÌa petrificado; era una mueca de azÇcar sobre la cara tostada.
DespuÈs hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
- ¿Las dos?
- Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
Ella dejÑ el vaso y se apartÑ el pelo hacia atrÀs. Ya no sonreÌa.
- QuÈ pena - dijo -. Y eso significa que tÇ...
SÑlo a Dina Burbridge habrÌa podido contarle en detalle cÑmo habÌa
pasado todo. Hasta habrÌa podido contarle que se habÌa acercado a Èl con las
manoplas listas y que Burbridge le habÌa rogado, no por Èl, sino por sus
hijos, por ella y por Artie, prometiÈndole la Bola Dorada. Pero no se lo
contÑ.
SacÑ un fajo de dinero del bolsillo superior y lo arrojÑ sobre la
estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
Los billetes se abrieron en un arco iris. Dina recogiÑ algunos,
distraÌdamente, y los examinÑ como si no los conociera; sin embargo no tenÌa
mucho interÈs.
- èstas son las Çltimas ganancias, entonces - dijo.
Redrick se estirÑ desde la reposera para tomar la botella del baldecito
y mirÑ la etiqueta. El agua goteaba desde el vidrio oscuro; tuvo que
apartarla para que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky
caro, pero en un momento como Èse podÌa hacer el sacrificio de tomar un
trago.
Iba a llevarse la botella a la boca cuando lo interrumpiÑ un balbuceo
de protesta a sus espaldas. AllÌ estaba Cobayo, arrastrando penosamente los
pies por el prado, sujetando con las dos manos un vaso lleno de lÌquido
claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los
ojos de las Ñrbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendiÑ el vaso en un gesto
desesperado, mugiÑ y aullÑ, abriendo inÇtilmente la boca desdentada.
- Espero, espero - dijo Redrick, y volviÑ a dejar la botella en el
balde.
Cobayo llegÑ al fin, entregÑ el vaso a Redrick y le palmeÑ tÌmidamente
el hombro con una mano artrÌtica.
- Gracias, Dixon - dijo Redrick, seriamente -. Es precisamente lo que
necesitaba en este momento. Como de costumbre estÀs en todo.
Y mientras Cobayo sacudÌa la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la
cadera con el brazo sano, Èl levantÑ el vaso, lo saludÑ con un gesto de la
cabeza y tragÑ la mitad de una sola vez. En seguida se volviÑ a Dina.
- ¿Quieres? - preguntÑ, refiriÈndose al vaso.
Ella no respondiÑ, Estaba doblando un billete por la mitad; lo doblÑ
otra vez, y otra mÀs.
- TermÌnala - dijo Èl -. No quedarÀs en la calle. Tu viejo...
Ella lo interrumpiÑ:
- AsÌ que lo sacaste a la rastra - dijo, sin preguntar como quien
establece un hecho -. Lo sacaste, idiota, cruzando toda la Zona. Sacaste a
ese hijo de puta llevÀndolo sobre la espalda, barro, pelirrojo cretino,
Echaste a perder una oportunidad como Èsa.
èl la mirÑ, olvidado del vaso. Dina se levantÑ para acercarse a Èl,
pisando el dinero esparcido. Se detuvo ante Èl con los pußos clavados en la
suave curva de las caderas, ocultÀndole todo el mundo con ese cuerpo
maravilloso, que olÌa a perfume y a sudor dulce.
- El viejo tiene en el pußo a todos los idiotas como tÇ. Te va a pisar
los huesos. Ya verÀs, caminarÀ sobre tu crÀneo con sus muletas.
enseßarÀ quÈ es el amor fraternal y la piedad!
A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
- Te prometiÑ la Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no
es cierto? ¡Idiota!
mapa te da. Que Dios tenga piedad del alma de Redrick Schuhart, este
pelirrojo estÇpido.
Redrick se levantÑ sin apuro y le dio una fuerte bofetada. Ella cerrÑ
el pico, se dejÑ caer en el pasto y hundiÑ la cara entre las manos.
- QuÈ tonto... Red - murmurÑ -. Dejar pasar una oportunidad como Èsa.
Redrick la mirÑ sin hablar mientras terminaba el vodka. ArrojÑ el vaso
a Cobayo sin mirarlo siquiera. No habÌa nada que decir. QuÈ lindos hijos
habÌa evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
SaliÑ a la calle y llamÑ un taxi. IndicÑ al conductor que lo llevara al
Borscht. TenÌa que terminar con sus asuntos, aunque se morÌa de sueßo. Todo
le daba vueltas; al final se quedÑ dormido en el taxi, con todo el cuerpo
doblado sobre el portafolios; despertÑ sÑlo cuando el conductor,
sacudiÈndolo, le dijo:
- Ya llegamos, seßor.
- ¿AdÑnde llegamos? - preguntÑ, mirando a su alrededor -. Al Banco, le
dije.
- Nada de eso, compaßero. Al Borscht, me dijo. èste es el Borscht.
- Okey - grußÑ Redrick -. Debo haber soßado.
PagÑ y descendiÑ del coche; apenas podÌa mover las piernas pesadas, El
asfalto humeaba en el sol; hacia muchÌsimo calor. Redrick se dio cuenta de
que estaba empapado, que tenÌa mal gusto en la boca y que le lloraban los
ojos. MirÑ a su alrededor antes de entrar. La calle estaba desierta, como
era habitual a esa hora del dÌa. Los negocios no habÌan abierto aÇn y el
Borscht debÌa estar cerrado tambiÈn, pero Ernest ya estaba en su puesto,
secando vasos y echando miradas sucias al trÌo que chupaba cerveza en la
mesa del rincÑn. TodavÌa no habÌan retirado las sillas de las otras mesas.
Un peÑn desconocido, vestido con chaqueta blanca, limpiaba los pisos; otro
luchaba detrÀs de Ernest con un cajÑn de cerveza. Redrick se acercÑ al
mostrador, dejÑ allÌ su portafolios y dijo hola. Ernest murmurÑ algo que no
era exactamente una bienvenida.
- Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
Ernest plantÑ una jarrita vacÌa en el mostrador, sacÑ una botella de la
heladera, la abriÑ y la suspendiÑ sobre la jarra. Redrick, cubriÈndose la
boca, mirÑ fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeÑ varias
veces al borde de la jarrita. Redrick le mirÑ entonces la cara. TenÌa bajos
los pÀrpados pesados, torcida la boca gordinflona y las mejillas caÌdas. El
peÑn pasÑ el trapo precisamente bajo los pies de Redrick; los del rincÑn
discutÌan en voz alta sobre las carreras; el otro peÑn retrocediÑ con los
cajones, tropezando con Ernest en forma tan ruda que Èste se tambaleÑ. El
hombre murmurÑ una disculpa.
- ¿Lo trajiste? - preguntÑ Ernest, con voz ahogada.
- ¿Que si traje quÈ?
Redrick mirÑ por sobre el hombro. Uno de los tipos se levantÑ
perezosamente y fue hasta la puerta. AllÌ se detuvo para encender un
cigarrillo.
- Ven, hablemos - dijo Ernest.
El peÑn que pasaba el trapo tambiÈn estaba en ese momento entre Redrick
y la salida. Era un negro grandote, del tipo de Gutalin, pero doblemente
corpulento.
- Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
Ya no tenla sueßo, ni en un ojo ni en el otro. PasÑ por detrÀs del
mostrador, esquivando al peÑn que llevaba los cajones de cerveza; al parecer
el hombre se habÌa pellizcado el dedo, pues se chupaba la yema, mirando a
Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest
pasÑ a la trastienda y Redrick fue tras Èl, porque los tres fulanos del
rincÑn ya estaban bloqueando la puerta y el peÑn de limpieza se habÌa
detenido junto a las cortinas que daban al depÑsito.
Ya en la trastienda, Ernest dio un paso a un lado y se sentÑ en una
silla, junto a la pared. Ante la mesa estaba el capitÀn Quarterblad
amarillento y furioso. A la izquierda, quiÈn sabe de dÑnde apareciÑ un
enorme soldado de las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos, que lo
cacheÑ rÀpidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y
sacÑ las manoplas de bronce. En seguida empujÑ a Redrick en direcciÑn al
capitÀn. El pelirrojo se acercÑ a la mesa y puso el portafolios frente al
capitÀn Quarterblad.
- Chupasangre - dijo a Ernest.
èste levantÑ las cejas y encogiÑ un solo hombro. Todo estaba a la
vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreÌan muy satisfechos. No habÌa
otra salida y la ventana tenÌa barrotes por fuera.
El capitÀn Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvÌa
el portafolios con las dos manos, sacando el botÌn para ponerlo sobre. la
mesa: dos pequeßos vacÌos; nueve pilas; gotitas negras de diversos tamaßos,
diecisÈis piezas en una bolsa de polietileno; dos esponjas perfectamente
conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
- ¿Tienes algo en los bolsillos? - preguntÑ el capitÀn, suavemente -.
VacÌalos.
- VÌboras - murmurÑ Redrick -, canallas.
SacÑ un fajo dÈ billetes y lo arrojÑ sobre la mesa; allÌ quedaron,
esparcidos.
-
-
fajo -. AhÌ tienen. OjalÀ se les atraganto.
- Muy interesante - dijo el capitÀn, con calma -. Ahora recÑgelo.
-
-. Que lo recojan sus esclavos. Por mÌ puede recogerlo usted mismo.
- Recoge ese dinero, merodeador - repitiÑ el capitÀn Quarterblad sin
alzar la voz, apoyando el pußo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
Se miraron mutuamente por algunos segundos. Al fin el merodeador,
murmurando maldiciones, se agachÑ para recoger desganadamente los billetes.
Los peones se burlaban a sus espaldas y el soldado de las Naciones Unidas
resoplÑ con alegrÌa.
-
Mientras se arrastraba de rodillas por el suelo, recogiendo los
billetes uno por uno, se iba acercando mÀs y mÀs al anillo de oscuro bronce
que descansaba pacÌficamente en el polvoriento piso de parquet. Se volviÑ
para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que
sabÌa y algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegÑ el momento
adecuado cerrÑ el pico, tensÑ; agarrÑ el anillo y tirÑ de Èl con todas sus
fuerzas; antes de que la trampa abierta hubiera llegado al suelo se habÌa
lanzado ya, de cabeza, hacia la prisiÑn frÌa y gris de la bodega.
CayÑ sobre las manos, dio un salto mortal y se levantÑ de un salto.
EchÑ a correr encorvado, sin ver nada, confiado en su memoria y en su
suerte, por el angosto pasillo abierto entre los cajones de botellas,
volteÀndolos a su paso; los oyÑ caer y estrellarse tras Èl. ResbalÑ. SubiÑ a
la carrera algunos escalones invisibles y lanzÑ todo el peso de su cuerpo
contra la puerta, de goznes herrumbrados. AsÌ saliÑ al garaje de Ernest.
Estaba estremecido y jadeante; ante los ojos le bailaban manchas de
sangre y el corazÑn le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a
la garganta. Pero no se detuvo ni por un instante. CorriÑ hasta el rincÑn
mÀs alejado y allÌ, despellejÀndose las manos, revolviÑ en la montaßa de
basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizÑ de
panza por ese agujero. Se le desgarrÑ la chaqueta, pero pronto estuvo en el
angosto patio. AllÌ se agachÑ entre las latas de basura, se quitÑ la
chaqueta y la corbata, se revisÑ apresuradamente, se cepillÑ los pantalones
y, finalmente, se irguiÑ y corriÑ hacia el patio.
Se zambullÑ en un tÇnel bajo y maloliente que llevaba al fondo
siguiente. AllÌ prestÑ atenciÑn, esperando oÌr las sirenas de la policÌa,
pero no fue asÌ; corriÑ a mayor velocidad, asustando a los chicos que
jugaban, esquivando la ropa tendida a secar, arrastrÀndose por los agujeros
de los cercos podridos. TenÌa que salir de ese vecindario de inmediato,
antes de que el capitÀn Quarterblad lo hiciera rodear. ConocÌa bien la zona,
pues habÌa jugado en todos aquellos patios y sÑtanos, en aquellos tendederos
abandonados y en las carboneras. TenÌa allÌ muchos conocidos y hasta algunos
amigos; en otras circunstancias no le habrÌa costado ocultarse en ese
barrio, incluso por una semana. Pero no era para eso que habÌa escapado tan
audazmente, bajo las mismas narices del capitÀn Quarterblad, aßadiendo
fÀcilmente doce meses a su sentencia.
Tuvo mucha suerte. En la calle Siete algÇn tipo de hermandad avanzaba
ruidosamente por la calzada, en manifestaciÑn; eran unos doscientos, tan
desarrapados y mugrientos como Èl. Algunos tenÌan peor aspecto, como si
hubieran pasado toda la tarde arrastrÀndose por los agujeros de los cercos y
echÀndose latas de basura encima; tal vez habÌan pasado la noche alborotando
en alguna carbonera. Redrick saliÑ de un portal, agachado, para mezclarse
entre la multitud; la atravesÑ a fuerza de empujones y tirones; pisoteÑ pies
ajenos, recibiÑ algÇn pußetazo ocasional y lo devolviÑ, y finalmente saliÑ
al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
Fue precisamente entonces cuando se oyÑ el gemido familiar y
desagradable de los coches patrulleros; la manifestaciÑn se detuvo,
ruidosamente, plegÀndose como un acordeÑn. Pero Redrick ya estaba en otro
vecindario y el capitÀn Quarterblad no tenÌa modo de saber en cuÀl.
Se acercÑ a su propio garaje desde el costado del negocio de radio y
electrÑnica; tuvo que esperar en tanto los obreros cargaban un camiÑn con
televisores. Se puso cÑmodo entre las magulladas matas de lilas de las casas
vecinas, donde no habÌa ventanas, para recobrar el aliento y fumar un
cigarrillo. FumÑ Àvidamente, agachado contra la Àspera pared a prueba de
incendios, tocÀndose de tanto en tanto la mejilla para calmar el tic
nervioso. PensÑ, pensÑ, pensÑ. Cuando el camiÑn y los obreros se alejaron a
bocinazos por la calle se echÑ a reÌr, diciendo suavemente:
- Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
Entonces empezÑ a caminar con rapidez, pero sin demasiada prisa,
inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
EntrÑ al garaje por el pasillo oculto; levantÑ silenciosamente el viejo
asiento, sacÑ el rollo de papel que habÌa en la bolsa guardada dentro del
canasto, con mucho cuidado, y se lo deslizÑ dentro de la camisa. DespuÈs
tornÑ de una percha una chaqueta de cuero, vieja y gastada; encontrÑ en el
rincÑn una gorra grasienta y se la encasquetÑ hasta los ojos. Las hendijas
de la puerta dejaban pasar finos rayos de luz que iluminaban el polvo
danzarÌn del sombrÌo garaje. Afuera, los chicos jugaban y chillaban. Al
marcharse oyÑ la voz de su hija; acercÑ un ojo a la mÀs ancha de las ranuras
y contemplÑ a Monita, que corrÌa entre las hamacas agitando dos globos, tres
ancianas, sentadas en un banco cercano con el tejido sobre el regazo, la
observaban con labios fruncidos; las viejas cerdas estarÌan intercambiando
sucias opiniones. Los chicos se portaban bien; jugaban con ella como si
fuera una mÀs. ValÌa la pena el soborno empleado: les habÌa hecho un
tobogÀn, una casa de mußecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las
viejas. "Bueno", se dijo. Se apartÑ de la grieta, volviÑ a inspeccionar el
garaje y entrÑ arrastrÀndose al agujero.
En la parte sudoeste de la ciudad, cerca del surtidor de nafta
abandonado al final de la calle Miner, habÌa una cabina telefÑnica. SÑlo
Dios sabe quiÈn la usaba por entonces, pues todas las casas de alrededor
estaban cerradas con tablas; mÀs allÀ se veÌa tan sÑlo aquel baldÌo
interminable que fuera el basurero de la ciudad. Redrick se sentÑ a la
sombra de aquella cabina y metiÑ la mano en una hendija que habÌa allÌ
debajo. PalpÑ un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta
en Èl; tambiÈn estaba la caja de plomo con balas y la bolsa con los
brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba
en orden. Se quitÑ la chaqueta y la gorra; palpÑ dentro de su camisa. AllÌ
permaneciÑ por un minuto, o mÀs, sopesando en la mano el envase de
porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenÌa. Y el tic nervioso
recomenzÑ.
- Schuhart - murmurÑ, sin oÌr su propia voz -, ¿quÈ estÀs haciendo,
gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirviÑ para calmarla.
- Hijos de perra - dijo, pensando en los obreros que cargaban los
aparatos de televisiÑn -. Se me pusieron en el camino. Yo habrÌa tirado esto
otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
MirÑ a su alrededor, con tristeza. El aire caliente reverberaba sobre
el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombrÌamente;
por el baldÌo rodaban briznas secas. Estaba solo.
- Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; sÑlo Dios cuida
de todos. A mÌ me ha llegado el turno.
RÀpidamente, para no cambiar de idea, puso el envase en la gorra y
envolviÑ la gorra en la chaqueta de cuero. DespuÈs se arrodillÑ,
recostÀndose contra la cabina, que se moviÑ. Aquel paquete voluminoso
entraba bien en el fondo del pozo que habÌa debajo y aÇn quedaba lugar.
VolviÑ a poner la cabina en su sitio, la sacudiÑ para ver si estaba firme y
finalmente se levantÑ, limpiÀndose las manos.
- Listo. Todo arreglado.
EntrÑ a la cabina caldeada, depositÑ una moneda y marcÑ un numero.
- Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
OyÑ el suspiro estremecido y se apresurÑ a agregar:
- Es un delito menor, seis a ocho meses con derecho a visitas. Nos
arreglaremos. Y no te faltarÀ dinero. Ellos te enviarÀn.
Guta seguÌa en silencio.
- Maßana por la maßana te llamarÀn al puesto de comando. AllÌ nos
veremos. Trae a Monita.
- ¿HabrÀ alguna inspecciÑn? - preguntÑ ella.
- Que la hagan. En la casa no hay nada. No te preocupes y mantÈn el
Ànimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido. Te casaste
con un merodeador, asÌ que no te quejes. Maßana nos vemos. Y recuerda, yo no
he llamado. Un beso en la naricita.
ColgÑ abruptamente y permaneciÑ algunos segundos con los ojos cerrados
y los dientes tan apretados que le tintinearon los oÌdos. DespuÈs depositÑ
otra moneda y volviÑ a marcar un nÇmero.
- Escucho - dijo Ronco.
- Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
- ¿Schuhart? ¿QuÈ Schuhart? - preguntÑ Ronco, con naturalidad.
- Te dije que no me interrumpas. Me atraparon y escapÈ, pero voy a
entregarme. Me darÀn entre dos y medio y tres aßos. Mi esposa queda sin un
centavo. TÇ te encargarÀs de ella. Que no le falta nada, ¿entendido?
¿Entendido, dije?
- Sigue - dijo Ronco.
- Cerca del sitio donde nos encontramos la primera vez hay una cabina
telefÑnica. Es la Çnica, no hay forma de confundirse. La porcelana estÀ
debajo de ella. Si la quieres, tÑmala; si no, no. Pero quiero que cuiden de
mi esposa. TodavÌa nos quedan muchos aßos de jugar juntos. Si al volver
descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
- ComprendÌ todo - dijo Ronco -. Gracias. Y despuÈs de una pausa
agregÑ: - ¿Quieres un abogado?
- No - dijo Redrick -. Todo a mi esposa, hasta el Çltimo centavo.
Saludos.
ColgÑ y mirÑ a su alrededor. DespuÈs, con las manos hundidas en los
bolsillos del pantalÑn, subiÑ lentamente por la calle Miner entre las casas
vacÌas y claveteadas.
3. Richard H. Noonan, cincuenta y un aßos, supervisor de compras de
equipos electrÑnicos en la divisiÑn Harmont del instituto internacional de
culturas extraterrestres.
Richard H. Noonan estaba sentado ante el escritorio de su estudio,
garabateando sobre un bloc de tamaßo legal. SonreÌa tambiÈn, simpÀticamente,
asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a su visitante. No hacÌa mÀs
que aguardar una llamada telefÑnica mientras su visitante, el doctor Pilman,
lo sermoneaba perezosamente. O imaginaba que lo estaba sermoneando. O
trataba de convencerse a sÌ mismo de que lo estaba sermoneando.
- Tendremos en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro
grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraßo.
La esbelta mano de Valentine sacudiÑ limpiamente las cenizas de su
cigarrillo en el cenicero.
- ¿Y quÈ es, exactamente, lo que tendrÀn en cuenta? - preguntÑ con
mucha cortesÌa.
- Bueno... todo lo que usted acaba de decir - respondiÑ alegremente
Noonan, recostÀndose en su sillÑn -. Hasta la Çltima palabra.
- ¿Y quÈ es lo que dije?
- Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
Valentine (el doctor Valentine Pilman, ganador de un Premio NÑbel)
estaba sentado frente a Èl, en un mullido sillÑn. Era menudo, delicado y
limpio. No tenÌa una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los
pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata de color liso, muy seria,
zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y pÀlidos;
enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi
al rape.
- En mi opiniÑn, a usted se le paga un sueldo fantÀstico para nada -
dijo -. Y ademÀs, tambiÈn en mi opiniÑn, usted es un saboteador, Dick.
-
- En realidad - agregÑ Valentine -, hace mucho tiempo que lo vengo
observando. Creo que usted no hace nada.
-
es eso de que no hago nada? ¿Acaso he dejado de hacerle entregar un solo
pedido de repuestos?
- No sÈ - respondiÑ Valentine, volviendo a sacudir las cenizas -.
Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con mÀs frecuencia,
pero no sÈ quÈ tiene usted que ver con eso.
- Bueno, si no fuera por mÌ, los materiales buenos serÌan mucho mÀs
escasos. AdemÀs, ustedes los cientÌficos se la pasan rompiendo buenos
equipos y pidiendo repuestos. ¿Y quiÈn les cubre las espaldas? Por
ejemplo...
En ese momento sonÑ el telÈfono. Noonan se interrumpiÑ para tomar el
receptor.
- ¿Seßor Noonan? - preguntÑ la secretaria -. Otra vez el seßor Lemchen.
- ComunÌqueme.
Valentine se levantÑ, se llevÑ dos dedos a la frente en seßal de
despedida y saliÑ del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
- ¿Seßor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
- SÌ, escucho.
- No es fÀcil comunicarse con usted en el trabajo, seßor Noonan.
- Acaba de llegar un nuevo embarque.
- SÌ, ya lo sÈ, seßor Noonan. Estoy aquÌ por poco tiempo. Quisiera que
discutiÈramos personalmente unas cuantas cosas. Me refiero a los Çltimos
contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
- A sus Ñrdenes.
- En ese caso, si no tiene inconvenientes, ¿por quÈ no pasa por
nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
- Perfecto. Dentro de media hora.
Richard Noonan colgÑ y se levantÑ frotÀndose las manos regordetas. Se
paseÑ por la oficina y hasta empezÑ a cantar alguna cancioncita pop, pero se
interrumpiÑ en una nota especialmente agria, riÈndose jovialmente de sÌ
mismo. TomÑ su sombrero, se echÑ el impermeable al hombro y saliÑ a la zona
de recepciÑn.
- Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. QuÈdate
aquÌ y cÇbreme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traerÈ un regalo.
Ella pareciÑ transformarse. Noonan le arrojÑ un beso y saliÑ a los
corredores del instituto. AquÌ y allÀ tuvo que enfrentarse con algunos
intentos de detenerlo, pero logrÑ zafarse de todas las conversaciones
bromeando, pidiendo a los interesados que le cubrieran las espaldas o que
tuvieran paciencia. y finalmente emergiÑ, ileso y sin compromisos, para
agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
Sobre la ciudad pendÌan nubes bajas y pesadas. El dÌa era bochornoso;
las primeras gotas vacilantes empezaban ya a esparcirse por la acera como
pequeßas estrellas negras. Noonan se echÑ el saco sobre la cabeza y los
hombros y corriÑ junto a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metiÑ
de cabeza y arrojÑ la chaqueta al asiento trasero. SacÑ del bolsillo el palo
negro y redondo del asÌ-asÌ, lo puso en la instalaciÑn del tablero y empujÑ
con el pulgar para meterlo hasta la empußadura. Se meneÑ un poco para
acomodarse mejor tras el volante y pisÑ el acelerador. El Peugeot saliÑ
silenciosamente al medio de la calle; un segundo despuÈs corrÌa hacia la
salida de la Pre-Zona.
La lluvia se precipitÑ de repente, como si alguien hubiera volcado un
balde en el cielo. La ruta se tornÑ resbaladiza; el coche derrapaba en las
esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminorÑ la marcha.
"AsÌ que recibieron el informe", pensÑ. Ahora estarÀn elogiÀndome. Bueno, me
lo merezco; me gusta que me elogien. Especialmente el seßor Lemehen en
persona. A pesar de si mismo. Extraßo, ¿verdad? ¿Por quÈ nos gusta que nos
elogien? Eso no da dinero. ¿Gloria? ¿QuÈ clase de gloria tenemos? "Es
famoso: ya lo conocen tres personas" Bueno, digamos cuatro, contando a
Bayliss.
el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan estÇpido...
¿CÑmo puedo ser mejor a mis propios ojos? ¿Como si no me conociera? Ese
gordo bueno de Richard H. Noonan, a propÑsito, ¿quÈ querÌa decir esa H.?
¡QuÈ sÈ yo! Y no tengo a quien preguntarle; no es cosa de preguntarlo al
seßor Lemehen. ¡Ah, ya recuerdo!
estÀ diluviando.
VirÑ hacia la calle Central y de pronto se dio cuenta de lo mucho que
habÌa crecido la ciudad en los Çltimos aßos. Enormes rascacielos. AllÀ estÀn
construyendo otro. ¿QuÈ serÀ? Oh, el Complejo Luna: el mejor jazz
internacional, un espectÀculo de variedades y varias cosas mÀs. Todo para
nuestras gloriosas tropas y nuestros valientes turistas, especialmente los
mÀs ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se
estÀn vaciando.
SÌ, me gustarÌa saber dÑnde va a terminar todo esto. Bueno, hace diez
aßos estaba seguro de saberlo: barreras policiales impenetrables, zonas de
seguridad de treinta kilÑmetros, cientÌficos y soldados, y nada mÀs. Una
horrible lastimadura en la cara del planeta, perfectamente bloqueada. Y no
era yo el Çnico que pensaba asÌ.
ahora uno ni siquiera se acuerda cÑmo fue que la fÈrrea resoluciÑn universal
se fundiÑ en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar
de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo." Creo que todo
empezÑ cuando los merodeadores trajeron los asÌ-asÌ de la Zona. Pequeßas
pilas. SÌ, creo que fue entonces. Sobre todo cuando se descubriÑ que las
pilas se multiplicaban. La herida ya no pareciÑ tal; antes bien, una caja de
tesoros, la tentaciÑn del demonio, la caja de Pandora o el diablo.
Descubrieron el modo de darles uso. Llevaban veinte aßos bufando y
rezongando, malgastando billones, sin haber podido organizar el robo. Cada
uno tenÌa su negocito, mientras los cientÌficos arrugaban significativa y
portentosamente el ceßo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y
por otra no se puede estar en desacuerdo. Puesto que tal y cual objeto,
fotografiado con rayos X en un Àngulo de 18 grados, emite electrones
cuasitermales en un Àngulo de 22 grados...
cualquier modo morirÈ sin ver el final.
El coche pasaba frente a la casa que Cuervo Burbridge tenÌa en el
centro. Debido a la intensa lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick
pudo ver varias parejas que bailaban en las habitaciones del segundo piso,
que correspondÌan a la hermosa Dina. O bien habÌan comenzado muy temprano o
todavÌa la seguÌan con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la
ciudad: dar fiestas que duraban varios dÌas. Sin duda estamos criando
muchachos fuertes, llenos de resistencia y tesoneros en la bÇsqueda de sus
deseos.
Noonan detuvo el coche frente a un edificio feo, cuyo discreto cartel
decÌa: "Oficinas legales de Korsh, Korsh y Simak". SacÑ el asÌ-asÌ y se lo
guardÑ en el bolsillo; volviÑ a ponerse el impermeable, tomÑ el sombrero y
corriÑ hacia la entrada. PasÑ corriendo junto al portero, que estaba
sepultado en un periÑdico, y subiÑ las escaleras cubiertas por una alfombra
gastada. Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor del segundo piso;
aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo
antes. Finalmente abriÑ la Çltima puerta del pasillo y entrÑ. Ante el
escritorio no estaba la secretaria, sino un joven desconocido, muy
bronceado, en mangas de camisa, que escarbaba las tripas de algÇn artefacto
electrÑnico instalado sobre el escritorio, en vez de la mÀquina de escribir.
Richard Noonan colgÑ su sombrero y su chaqueta, alisÑ con ambas manos
el poco pelo que le restaba y mirÑ interrogativamente al joven. èste
asintiÑ. Noonan abriÑ entonces la puerta de la oficina. El seßor Lemehen se
levantÑ pesadamente del gran sillÑn de cuero instalado frente a la ventana,
cubierta por cortinajes. Su angulosa cara de general estaba arrugada, ya
fuera en una sonrisa de bienvenida o en un gesto de disgusto por el mal
tiempo; quizÀs fuera tambiÈn un estornudo contenido.
- Ah, ya llegÑ, pase, pÑngase cÑmodo.
Noonan buscÑ algÇn lugar para ponerse cÑmodo, pero sÑlo encontrÑ una
silla dura, de respaldo recto, arrinconada detrÀs del escritorio. PrefiriÑ
sentarse en el borde del escritorio. Su Ànimo jovial se estaba evaporando
por algÇn motivo, aunque Èl mismo no sabÌa cuÀl. De pronto se dio cuenta de
que ese dÌa no habrÌa elogios. Todo lo contrario. "El dÌa de la ira", pensÑ
filosÑficamente, endureciÈndose para enfrentar lo peor.
- Fume si quiere - dijo el seßor Lemchen, volviendo a descender hasta
su sillÑn.
- No, gracias, no fumo.
El seßor Lemehen asintiÑ, como si aquello confirmara sus peores
sospechas; juntÑ las puntas de los dedos formando una torre y las contemplÑ
por un rato. Al fin dijo:
- Creo que no vamos a discutir los asuntos legales de la Mitsubishi
Denshi Company.
Eso era un chiste. Richard Noonan sonriÑ de inmediato.
-
Estaba endemoniadamente incÑmodo allÌ sentado; ademÀs los pies no le
llegaban al suelo.
- Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresiÑn muy
favorable allÀ arriba.
- Hum - murmurÑ Noonan, mientras pensaba: "AquÌ viene"
- Estaban por recomendarlo para una condecoraciÑn - prosiguiÑ el seßor
Lemehen -. Sin embargo los convencÌ de que esperaran un poco. Y yo tenÌa
razÑn.
AbandonÑ con esfuerzo la contemplaciÑn de sus diez dedos y levantÑ los
ojos hacia Noonan.
- Usted se preguntarÀ por quÈ me comportÈ con tanta cautela.
- Probablemente tenÌa sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente.
- En efecto. ¿CuÀles son los resultados de su informe, Richard? La
banda del Metropole estÀ liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la
Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambiÈn
suyo, Quasimodo, los MÇsicos Vagabundos y todas las otras bandas, no
recuerdo cÑmo se llaman, se desmembraron porque sabÌan que el baile se habÌa
terminado y que cualquier dÌa los iban a atrapar. Todo esto es cierto; lo
hemos verificado por otras fuentes. El campo de batalla estÀ despejado. La
victoria es suya, Richard. El enemigo se retirÑ en desbandada, sufriendo
grandes pÈrdidas. ¿Es correcto lo que digo?
- En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los Çltimos tres meses ha
cesado la pÈrdida de materiales de la Zona a travÈs de Harmont. Al menos,
segÇn las informaciones que tengo.
- El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
- Bueno, si prefiere esa metÀfora, sÌ.
-
dudas. Al apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha
demostrado falta de madurez. Por eso sugerÌ que esperaran antes de darle una
recompensa.
"Vete al diablo, tÇ y tus recompensas", pensÑ Noonan, balanceando el
pie y observando ceßudo el zapato brillante, "
telaraßas del desvÀn! No me falta mÀs que escuchar tus conferencias. SÈ
perfectamente con quiÈn trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a
hablarme del enemigo. Dime, simplemente cuÀndo, dÑnde y cÑmo me equivoquÈ,
quÈ han robado esos hijos de puta, dÑnde y cÑmo fallaron la forma de pasar.
Y sin tantas pavadas, que no soy un novato; tengo mÀs de medio siglo encima
y no estoy aquÌ sentado para oÌrte hablar de Ñrdenes y decoraciones
estÇpidas."
- ¿QuÈ sabe usted de la Bola Dorada? - preguntÑ sÇbitamente el seßor
Lemehen.
"Dios, quÈ tiene que ver la Bola Dorada con todo esto". pensÑ Noonan,
irritado. "Por quÈ no te irÀs al diablo con tus enfoques indirectos."
- La Bola Dorada es una leyenda - informÑ, en tono aburrido -. Un
artefacto mÌtico localizado en la Zona, con la forma de una pelota de oro,
que concede deseos a los hombres.
- ¿Cualquier deseo?
- SegÇn la versiÑn canÑnica de la leyenda, cualquier deseo. Sin
embargo, hay versiones distintas.
- De acuerdo. ¿QuÈ sabe de las lÀmparas de la muerte?
- Hace ocho aßos, un merodeador llamado Stefan Norman, alias
Cuatro-ojos, trajo de la Zona un aparato que, hasta donde se puede juzgar,
era algÇn tipo de emisor de rayos fatales para los organismos terrÌcolas.
Este Cuatro-ojos ofreciÑ el aparato al Instituto, pero no se pusieron de
acuerdo en cuanto al precio. Cuatro-ojos volviÑ a entrar a la Zona y jamÀs
regresÑ. Se ignora el paradero actual del aparato. La gente del Instituto
sigue tirÀndose de los pelos por ese asunto. Hugh (el del Metropole, usted
lo conoce) ofrece por Èl cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
- ¿Es todo? - preguntÑ el seßor Lemehen.
- Es todo.
Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaciÑn. Era aburrida;
no habÌa nada para mirar.
- Muy bien. ¿Y quÈ sabe de los ojos de la langosta?
- ¿QuÈ clase de ojos?
- Ojos de langosta. LangpÀtas, ¿entiende? èsas que tienen pinzas -
explicÑ Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
- Nunca los oÌ nombrar - respondiÑ Noonan, frunciendo el ceßo.
- ¿Y de las servilletas castaßeteantes?
Noonan se bajÑ del escritorio para erguirse frente a Lemehen con las
manos en los bolsillos.
- No sÈ nada de ellas. ¿Y usted?
- Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaßeteantes ni
sobre los ojos de langosta. Pero existen.
- ¿En mi Zona?
- SiÈntese, siÈntese - indicÑ el seßor Lemehen, agitando la mano -,
ReciÈn empezamos la charla. SiÈntese.
Noonan dio la vuelta al escritorio y se sentÑ en la silla dura de
respaldo recto.
"¿AdÑnde quiere ir a parar?", pensÑ, febrilmente. "¿QuÈ es todo ese
material nuevo? Tal vez lo encontraron en otras Zonas y trata de hacerme
pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca me tuvo aprecio; este viejo zorro; no
se puede olvidar de aquella copia."
- Prosigamos con nuestro pequeßo examen - anunciÑ Lemchen, mientras
apartaba una esquina del cortinaje para mirar por la ventana -. EstÀ
diluviando. Me gusta.
SoltÑ la cortina, volviÑ a sentarse en el sillÑn y preguntÑ, mirando
hacia el cielo raso:
- ¿CÑmo anda el viejo Burbridge?
- ¿Burbridge? Cuervo Burbridge estÀ bajo vigilancia. EstÀ invÀlido y en
muy buena posiciÑn. No tiene vinculaciones con la Zona. Es dueßo de cuatro
bares y de una escuela de baile. Organiza picnics para los oficiales del
cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur,
el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
El seßor Lemehen asintiÑ, satisfecho.
- ¿Y quÈ hace Creonte, el maltÈs?
- Es uno de los pocos merodeadores que siguen activos. Anduvo con la
banda de Quasimodo; ahora vende su botÌn al Instituto utilizÀndome como
intermediario. Le doy rienda libre: tarde o temprano alguien lo harÀ
desaparecer. çltimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
- ¿Contactos con Burbridge?
- Anda detrÀs de Dina. Sin resultados.
- Muy bien - dijo el seßor Lemehen -. ¿QuÈ sabe de Red Schuhart?
- SaliÑ de la cÀrcel el mes pasado. No tiene dificultades econÑmicas.
TratÑ de emigrar, pero tiene...
Noonan hizo una pausa. Al fin completÑ:
- Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
- ¿Eso es todo?
- Es todo.
- No parece mucho. ¿QuÈ pasa con Suertudo Carter?
- Hace muchos aßos que dejÑ el merodeo. Vende coches usados y tiene un
taller para adaptar automÑviles al asÌ-asÌ. Cuatro hijos; la mujer muriÑ el
aßo pasado. Tiene suegra.
Lemehen asintiÑ.
- Bueno, ¿a quiÈn he olvidado de los viejos? - preguntÑ amablemente.
- A Jonathan Miles, mÀs conocido como Cacto. EstÀ en el hospital; va a
morir de cÀncer. Y olvidÑ a Gutalin.
- Ah, sÌ, sÌ, ¿quÈ se sabe de Gutalin?
- Sigue en lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la Zona y
pasan allÌ varios dÌas en cada oportunidad, destrozando todo lo que
encuentran. Su antigua organizaciÑn, los àngeles Luchadores, se disolviÑ.
- ¿Por quÈ?
- Bueno, usted recordarÀ que solÌan comprar botÌn; Gutalin lo llevaba
nuevamente a la Zona: las cosas del demonio debÌan estar con el demonio.
Ahora no tienen nada que comprar; ademÀs el nuevo director del Instituto los
ha hecho perseguir por la policÌa.
- Comprendo - dijo el seßor Lemehen -. ¿Y quÈ hay de los jÑvenes?
- Bueno, los jÑvenes van y vienen. Hay cinco o seis con un poco de
experiencia, pero Çltimamente no tienen quiÈn reduzca el botÌn, de modo que
estÀn perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han
cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos estÀn retirados, los
jÑvenes no saben quÈ hacer y el prestigio de la profesiÑn se va perdiendo.
La tecnologÌa ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores robÑticos.
- SÌ, si, eso he oÌdo decir. Pero las mÀquinas necesitan mucha energÌa.
¿O me equivoco?
- Es cuestiÑn de tiempo, no mas. Pronto valdrÀ la pena.
- ¿CuÀndo?
- En cinco o seis aßos.
El seßor Lemehen volviÑ a asentir.
- A propÑsito, tal vez usted no sabe que el enemigo ha empezado a
emplear los merodeadores automÀticos.
- ¿En mi Zona? - preguntÑ Noonan, poniÈndose en guardia.
- TambiÈn en la suya. Tienen la base en RexÑpolis; desde allÌ trasladan
el equipo en helicÑptero, por sobre las montaßas, hasta el CaßÑn Serpiente,
hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
- Pero ese es el perÌmetro de la Zona - dijo Noonan, suspicaz -. Esa
Àrea estÀ vacÌa. ¿QuÈ pueden encontrar allÌ?
- Muy poco, muy poco, pero algo encuentran. De cualquier modo era una
informaciÑn, nada mÀs; eso no le concierne. Recapitulemos. En Harmont no
quedan ya, prÀcticamente, merodeadores profesionales. Los que aÇn siguen
aquÌ ya no tienen relaciÑn con la Zona. Los jÑvenes estÀn perdidos y
cercados.
- El enemigo estÀ diseminado y se ha retirado a algÇn rincÑn a lamerse
las heridas. No hay botÌn, y cuando lo hay no se encuentra a quiÈn
vendÈrselo. Los robos de materiales en la Zona de Harmont cesaron hace tres
meses. ¿Correcto?
Noonan guardÑ silencio. "Ahora, pensÑ. Ahora me la va a dar. Pero
¿dÑnde estuvo el error? Ha de haber sido uno realmente grande.
habla, viejo del diablo!
- No he oÌdo su respuesta - observÑ Lemehen, poniendo la mano como
pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
- Bueno, jefe - dijo Noonan, sombrÌo -. Basta ya. Me tiene frito y
hervido, ahora pÑngame en el plato.
El seßor Lemehen carraspeo vagamente.
- No tiene nada que decir en su defensa - comentÑ, con inesperada
amargura -. Se queda ahÌ, con las orejas bajas ante la autoridad. ¿CÑmo le
parece que me sentÌa anteayer?
Se interrumpiÑ para levantarse y se acercÑ a la caja fuerte.
- Para abreviar: en los dos Çltimos meses, segÇn nuestra informaciÑn,
el enemigo ha recibido mÀs de seis mil artÌculos provenientes de las
diversas Zonas.
Se detuvo ante la caja fuerte, palmeÑ su flanco pintado y se volviÑ
Àsperamente hacia Noonan.
- ¡No se consuele con ilusiones! - gritÑ -.
Burbridge! ¡Las del MaltÈs!
siquiera se dignÑ mencionar!
entrena usted a sus jÑvenes?
encima ese asunto de los ojos de langosta, los cascabeles de perra, las
servilletas repiqueteantes, sean lo que sean!
VolviÑ a interrumpirse, se instalÑ nuevamente en el sillÑn, formÑ otra
torre con los dedos y preguntÑ cortÈsmente:
- ¿QuÈ piensa usted de todo esto, Richard?
Noonan se secÑ la frente con el paßuelo.
- No sÈ nada de todo esto - respondiÑ sinceramente -. perdone, jefe,
estoy un poco... DÈjeme recobrar el aliento,
ya no tiene nada que ver con la Zona.
picnics y cÑcteles a la orilla de los lagos y gana muchÌsimo con eso.
necesita mÀs dinero! Perdone, creo que estoy diciendo tonterÌas, pero le
aseguro que no lo he perdido de vista desde que saliÑ del hospital.
- Bueno, no quiero demorarlo mÀs - dijo el seßor Lemchen -. Le concedo
una semana. A ver si me trae alguna idea sobre cÑmo llega el material de la
Zona a manos de Burbridge... y los otros. AdiÑs.
Noonan se levantÑ, saludÑ al perfil de Lemehen y saliÑ a la recepciÑn,
aÇn enjugÀndose el cuello sudoroso. El joven bronceado estaba fumando y
contemplaba pensativamente las entraßas del mutilado aparato electrÑnico. Su
mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareciÑ tan vacÌa como si estuviera
mirando hacia dentro.
Richard Noonan se encasquetÑ el sombrero, agarrÑ su impermeable y
saliÑ. Nunca le habÌa pasado algo asÌ. Sus pensamientos, confusos, parecÌan
enmaraßarse. Debo... ¡Ben J. Halevy el NarigÑn!
Es sÑlo un pequeßo novato, un mocoso. No, aquÌ pasa algo raro. Ese rengo de
porquerÌa, Cuervo, esta vez me agarrÑ. Me pescÑ en pelotas. ¿CÑmo pudo
ocurrir? Justo como aquella vez, en Singapur; la cara sobre la mesa y de
golpe aplastado contra la pared...
SubiÑ al auto. Por un momento buscÑ en el tablero la llave de contacto,
olvidado de todo. La lluvia le goteaba desde el sombrero sobre los
pantalones. Se lo quitÑ y lo arrojÑ al asiento posterior sin mirar. El agua
corrÌa a chorros por el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresiÑn de que
eso le impedÌa comprender cuÀl era el prÑximo paso a dar. Se dio unos
coscorrones y se sintiÑ mejor. Inmediatamente recordÑ que no habÌa llave ni
podÌa haberla, porque Èl tenÌa el asÌ-asÌ en el bolsillo. La pila eterna;
habÌa que sacarla del bolsillo, maldiciÑn, y meterla en la instalaciÑn. AsÌ
podrÌa a menos conducir el coche hasta alguna parte... alguna parte, lejos
de ese edificio donde estaba el viejo hijo de puta, probablemente mirando
desde una ventana.
En el momento en que tendÌa la mano hacia el asÌ-asÌ quedÑ inmÑvil por
un instante. Ya sÈ por quiÈn empezar. EmpezarÈ con Èl.
empezar con Èl! Nadie habrÀ empezado nunca con nadie como yo con Èl. Y serÀ
un placer.
EncendiÑ los limpiaparabrisas y bajÑ por la avenida, sin ver casi nada
frente a Èl, pero calmÀndose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur.
DespuÈs de todo allÀ las cosas terminaron bien.
contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de
mi cuerpo, o algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos la pista.
¿DÑnde estÀ mi pequeßo negocio? No veo un pito. Ah, allÌ estÀ.
No estaba dentro del horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba
tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudiÈndose como un perro
que saliera del agua, entrÑ a aquella clara habitaciÑn, que olÌa a tabaco,
perfume y champaßa rancio. El viejo Benny, aÇn sin uniforme, estaba sentado
ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el pußo. Madame lo miraba
comer, con los enormes pechos apoyados en el mostrador entre los vasos
vacÌos. AÇn no habÌan limpiado la suciedad de la noche anterior. Cuando
Noonan entrÑ, Madame volviÑ hacia Èl su cara ancha y espesamente maquillada;
su primera expresiÑn de enojo se disolviÑ en una sonrisa profesional.
- ¡Hola! - dijo, con su voz profunda -.
¿Extraßaba a las chicas?
Benny siguiÑ comiendo; era mÀs sordo que una tapia.
-
a mÌ a una mujer de veras?
Benny, finalmente, notÑ su presencia y contorsionÑ en una sonrisa de
bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purpÇreas.
-
Noonan sonriÑ como respuesta y agitÑ la mano. No le gustaba hablar con
Benny; habÌa que gritar constantemente.
- ¿DÑnde estÀ mi gerente, compaßeros? - preguntÑ.
- En su cuarto - respondiÑ Madame -. Tiene que pagar maßana los
impuestos.
-
En seguida vuelvo.
Caminando silenciosamente sobre la gruesa alfombra sintÈtica, cruzÑ el
salÑn y las puertas encortinadas de los cubÌculos; junto a cada una habÌa
una flor pintada en la pared. EntrÑ en el silencioso pasillo sin salida y
abriÑ sin golpear la puerta tapizada en cuero.
Mosul Kitty estaba sentado al escritorio, examinando en el espejo una
dolorosa lastimadura que tenÌa en la nariz. Le importaba un bledo tener que
pagar los impuestos al dÌa siguiente. En el escritorio, completamente
despejado, no habÌa mÀs que una jarra con ungÝento de mercurio y un vaso con
cierto liquido claro. Mosul Kitty alzÑ hacia Noonan los ojos irritados y se
levantÑ de un salto, dejando caer el espejo. Noonan, sin decir palabra, se
sentÑ en el sillÑn, frente a Èl, y lo observÑ en silencio, oyÈndole murmurar
algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. DespuÈs dijo:
- Por quÈ no cierras la puerta, amigo.
Mosul corriÑ hasta la puerta cacheteando el piso con los pies planos;
hizo girar la llave y volviÑ al escritorio. InclinÑ sobre Noonan la cabeza
peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan seguÌa mirÀndolo con los ojos
medio cerrados; recordÑ entonces, por alguna razÑn, que el verdadero nombre
de Mosul Kitty era Rafael. Aquel hombre era famoso por sus grandes pußos
huesudos, purpÇreos y desnudos entre el grueso vello que le cubrÌa los
brazos como una manga. Se habla puesto el apodo de Kitty porque estaba
convencido de que era el nombre tradicional de los grandes reyes mongoles.
Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
- ¿CÑmo andan las cosas? - preguntÑ gentilmente.
- Todo en orden, jefe - replicÑ velozmente Rafael Mosul.
- ¿Arreglaste el problema con la comisarÌa?
- CostÑ ciento cincuenta. Todo el mundo estÀ contento.
- SaldrÀ de tu bolsillo. Fue culpa tuya, amigo. TenÌas que encargarte
de eso.
Mosul puso cara patÈtica y extendiÑ las manos en seßal de sumisiÑn.
- Hay que cambiar el parquet del salÑn - dijo Noonan.
- Lo haremos.
Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
- ¿BotÌn? - preguntÑ, bajando la voz.
- Hay un poco - respondiÑ Mosul, tambiÈn en voz baja.
- Veamos.
Mosul corriÑ a la caja fuerte, sacÑ un paquete y lo abriÑ sobre el
escritorio, frente a Noonan. èste revolviÑ con un dedo el montÑn de gotitas
negras; recogiÑ un brazalete y lo examinÑ por todos lados a antes de volver
a ponerlo allÌ.
- ¿Nada mÀs?
- No traen - explicÑ Mosul, culpable.
- AsÌ que no traen - repitiÑ Noonan.
ApuntÑ con cuidado y clavÑ la punta del pie, con toda su fuerza, en la
espinilla de Mosul. Este, grußendo, se agachÑ para agarrarse el lugar
dolorido, pero inmediatamente volviÑ a erguirse, en posiciÑn de firme.
Noonan saltÑ, aferrÑ a Mosul por el cuello y se acercÑ soltando patadas,
haciendo girar los ojos, susurrando obscenidades. Mosul gemÌa y grußÌa,
echando la cabeza hacia atrÀs como un caballo asustado; retrocediÑ de ese
modo hasta caer en el sofÀ.
- AsÌ que trabajas para los dos bandos, ¿eh? GrandÌsimo hijo de puta -
siseÑ Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados -. Cuervo Burbridge estÀ
nadando en botÑn y tÇ me traes cuentitas envueltas en papel.
Le dio una bofetada en pleno rostro, tratando de golpearle la
magulladura de la nariz.
- Te harÈ meter en la cÀrcel. TendrÀs que dormir sobre estiÈrcol y
comer pan duro.
Otro golpe a la nariz lastimada.
- ¿De dÑnde saca Burbridge el botÌn? ¿Por quÈ se lo llevan a Èl y no a
ti? ¿QuiÈn lo trae? ¿CÑmo es posible que yo no sepa nada? ¿Para quiÈn
trabajas, cerdo asqueroso?
Mosul abriÑ y cerrÑ la boca, mudo. Noonan lo dejÑ ir, volviÑ a la silla
y puso los pies sobre el escritorio.
- ¿Y? - preguntÑ.
Mosul sorbiÑ la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
- De veras, patrÑn, ¿quÈ pasa? ¿QuÈ botÌn puede tener Cuervo? No tiene
nada. Nadie tiene.
-
los pies.
- No, no, patrÑn, de veras - fue la apresurada respuesta -. ¿Yo,
discutir con usted?
- Voy a deshacerme de ti - amenazÑ Noonan -. No sabes trabajar. ¿Para
quÈ diablos te quiero, grandÌsimo tal por cual? Tipos como tÇ hay por
docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
- Espere, patrÑn - replicÑ Mosul razonablemente, untÀndose toda la cara
con sangre -. ¿Por quÈ me ataca asÌ, tan de pronto? Hablemos un poco.
Se tocÑ la nariz cautelosamente y agregÑ:
- Usted dice que Burbridge tiene botÌn a montones. No sÈ, pero alguien
le ha estado mintiendo. En estos dÌas nadie tiene botÌn. DespuÈs de todo,
ahora sÑlo los novatos entran a la Zona y son los Çnicos que salen. No,
patrÑn, alguien le ha mentido.
Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer Mosul, en verdad, nada
sabÌa. De cualquier modo no le habrÌa convenido, mentir; Cuervo Burbridge no
pagaba muy bien.
- Esos picnics, ¿dejan ganancias?
- ¿Los picnics? No creo. No es como para nadar en plata. Pero ya no
queda nada que dÈ ganancias en esta ciudad.
- ¿DÑnde se hacen esos picnics?
- ¿DÑnde? Bueno, en diferentes lugares. Junto a la Montaßa Blanca, en
las Fuentes TermalcÀ, en el lago Arcoiris...
- ¿QuiÈnes son los clientes?
- ¿Los clientes? - Mosul olfateÑ, parpadeÑ y hablÑ en tono confidencial
-. Si piensa dedicarse usted tambiÈn a ese negocio, patrÑn, no se lo
aconsejo. No podrÀ competir mucho contra Cuervo.
- ¿Por quÈ?
- Los clientes de Cuervo son los cascos azules, para empezar -
respondiÑ el grandote, contando los argumentos con los dedos -. DespuÈs,
oficiales del puesto de comando. DespuÈs, los turistas del Metropole, el
Lirio Blanco y el Plaza. AdemÀs hace mucha propaganda. Hasta los de aquÌ van
con Èl. De veras, patrÑn, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco
nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
- ¿AsÌ que los de aquÌ tambiÈn van con Èl?
- La gente joven, en su mayorÌa.
- Bueno, ¿quÈ pasa en esos picnics?
- ¿QuÈ pasa? Vamos en Ñmnibus, ¿entiende? Y cuando llegamos todo estÀ
listo: mesas, carpas, mÇsica... Y todos la disfrutan. Los oficiales suelen
ir con las muchachas. Los turistas van a mirar la Zona; si es en Fuentes
Termales la Zona estÀ a un tiro de piedra, del otro lado del CaßÑn
Sulfuroso. Cuervo ha desparramado unos cuantos huesos de caballo por ahÌ y
se los muestra con binoculares.
- ¿Y los de aquÌ?
- ¿Los de aquÌ? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten
de otro modo.
- ¿Y Burbridge?
- ¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
- ¿Y tÇ?
- ¿Yo? Yo soy como cualquier otro. Vigilo que nadie lastime a las
chicas y... bueno, como cualquier otro, mÀs o menos.
- ¿Y cuÀnto dura todo eso?
- Depende. A veces tres dÌas, a veces una semana entera.
- ¿Y cuÀnto cuesta ese viaje de placer? - preguntÑ Noonan, ya pensando
en algo completamente distinto.
Mosul respondiÑ, pero Èl no le prestÑ atenciÑn. AhÌ estÀ la cosa,
pensaba; varios dÌas, varias noches; en esas condiciones es simplemente
imposible vigilar a Burbridge, por mucho que se quiera. Pero seguÌa sin
entender. Burbridge no tenÌa piernas, y allÌ estaba el barranco. No, habÌa
algo mÀs.
- Entre los de aquÌ, ¿quiÈnes son los clientes habituales?
- ¿Entre los de aquÌ? Ya se lo dije, los jÑvenes, en su mayor parte. Ya
sabe, Halevy, Rajba, el Pollo Tsapfa, ese muchacho, Zmyg... El MaltÈs
tambiÈn va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela dominical.
¿Vamos a la escuela dominical?, dicen. Se dedican a las seßoras grandes y
hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
- La escuela dominical... - repitiÑ Noonan.
Se le habÌa ocurrido un pensamiento extraßo. Escuela. Se levantÑ.
- Muy bien - dijo -. Al diablo con los picnics. Eso no es para
nosotros. Pero entiÈndeme bien: Cuervo tiene botÌn y ese negocio es nuestro,
amigo. Busca, Mosul, busca o te echarÈ a los perros. DÑnde lo consigue,
quiÈn se lo da. DescÇbrelo y daremos un veinte por ciento mÀs. ¿Entiendes?
- Entiendo, patrÑn.
Mosul tambiÈn estaba de pie, en posiciÑn de firme, con la lealtad
pintada en el rostro manchado de sangre.
- ¡MuÈvete!
Ya en el bar tomÑ rÀpidamente su aperitivo, charlÑ un rato con Madame
sobre la decadencia moral, sugiriÑ que planeaba agrandar el negocio y,
bajando la voz para lograr mÀs Ènfasis, le pidiÑ consejo sobre lo que podÌa
hacer con Benny; el pobre estaba viejo, sordo y lento de reacciones; ya no
se movÌa como antes.
Ya eran las seis y tenÌa hambre. Un pensamiento le daba vueltas en el
cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad
ya se habÌan aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura mÌtica que tanto
lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. SÑlo quedaba en Èl la desilusiÑn
de no haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo mÀs importante era eso
que seguÌa flotando en su cabeza sin darle paz.
Se despidiÑ de Madame, estrechÑ la mano a Benny y fue directamente al
Borscht.
El problema es que no nos damos cuenta de cÑmo se van los aßos, pensÑ.
Al diablo con los aßos; no nos damos cuenta de que todo cambia. Sabemos que
todo cambia, nos enseßan desde chicos que todo cambia y vemos cambiar las
cosas con nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente
incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos
donde no estÀ. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernÈtica. El
antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrÌo, que se arrastraba centÌmetro
a centÌmetro por la Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botÌn.
El nuevo merodeador es un pisaverde de corbata fina, un ingeniero que se
sienta a dos kilÑmetros de la Zona con un cigarrillo en la boca y un buen
vaso al lado, sin nada que hacer, salvo vigilar unas pocas pantallas. Un
caballero a sueldo. Muy lÑgico. Tan lÑgico que a nadie se le ocurren las
otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por
ejemplo.
Y de pronto, desde la nada, surgiÑ una oleada de desesperaciÑn que lo
tragÑ por completo. Todo era inÇtil, sin sentido. Dios mÌo, pensÑ,
podremos hacer nada!
trabajemos mal, ni porque ellos sean mÀs inteligentes, sino porque as! es el
mundo; y asÌ estÀ el hombre en el mundo. Si nunca hubiÈramos tenido una
VisitaciÑn habrÌa sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
El Borscht estaba encendido y de Èl brotaba un olor delicioso. TambiÈn
el Borscht habÌa cambiado; ya no habÌa baile ni diversiones; Gutalin no iba
mÀs, lo habÌan hecho a un lado. Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la
nariz, probablemente se habrÌa marchado haciendo una mueca. Ernest seguÌa en
la jaula; era la vieja, su mujer, la que finalmente habÌa vuelto a poner en
marcha el local, con una clientela sÑlida y estable. Todo el personal del
instituto almorzaba allÌ, incluyendo a los funcionarios mÀs importantes. Los
reservados eran bonitos; la comida, buena; los precios, razonables; la
cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
Noonan descubriÑ a Valentine Pilman en uno de los reservados. El
laureado cientÌfico tomaba cafÈ y leÌa una revista doblada en dos. Noonan se
acercÑ, preguntando:
- ¿Puedo sentarme con usted?
Valentine volviÑ hacia Èl sus anteojos oscuros.
- Ah, sÌ, por favor.
- Un segundo. Primero voy a lavarme.
Acababa de recordar lo de la nariz de Mosul. AllÌ lo conocÌan bien.
Cuando volviÑ al reservado de Valentine, le esperaba un plato de embutidos
humeantes y una jarra de cerveza, ni frÌa ni caliente, como a Èl le gustaba.
Valentine dejÑ la revista y tomÑ un sorbo de cafÈ.
- EscÇcheme, Valentine - dijo Noonan, cortando la carne -. ¿CÑmo piensa
que terminarÀ todo esto?
- ¿QuÈ cosa?
- La VisitaciÑn. Las Zonas, los merodeadores, los complejos
militar-industriales... todo. ¿CÑmo puede terminar?
Valentine lo mirÑ por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
- ¿Para quiÈn? Especifique.
- Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
- Eso depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en nuestro
sector del planeta la VisitaciÑn no dejÑ efectos posteriores, en su mayor
parte. Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar todas
esas castaßas del fuego saquemos algo que arruine la vida, no sÑlo la
nuestra sino la de todo el planeta. Eso serÌa mala suerte. Pero admitirÀ
usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
RiÑ entre dientes y prosiguiÑ:
- Le dirÈ: hace tiempo he perdido el hÀbito de hablar sobre la
humanidad en general. La humanidad, como un todo, es un sistema demasiado
fijo; no hay modo de cambiarlo.
- ¿Le parece? Puede ser, quiÈn sabe.
- Sea sincero, Richard - dijo Valentine, obviamente entretenido -. ¿En
quÈ ha cambiado su vida con la VisitaciÑn? Usted es un hombre de negocios.
Ahora sabe que hay al menos otra criatura racional en el universo, ademÀs
del hombre.
- ¿QuÈ puedo decirle?
Noonan hablaba en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversaciÑn;
no habÌa nada de quÈ hablar.
- ¿QuÈ ha cambiado para mÌ? - prosiguiÑ -. Bueno, desde hace varios
aßos me siento intranquilo, inseguro. Bien. Ellos vinieron y se fueron en
seguida. ¿QuÈ pasarÌa si volvieran y decidieran quedarse? Como hombre de
negocios debo tomar esta cuestiÑn en serio: quiÈnes son, cÑmo vinieron y quÈ
necesitan. En el nivel mÀs bÀsico, tengo que pensar en cÑmo cambiar mi
producciÑn. Debo estar preparado. ¿Y si yo resultara ser totalmente
superfluo en el sistema de ellos?
Noonan se iba animando.
- ¿Y si todos somos superfluos? - continuÑ - Escuche, Valentine, ya que
estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿QuiÈnes son,
quÈ quieren, y si regresarÀn?
- Hay respuestas - dijo Valentine, sonriendo -. Montones de respuestas.
Puede elegir.
- Y usted, ¿quÈ piensa?
- A decir verdad nunca me permitÌ el lujo de pensar seriamente en eso.
Para mÌ la VisitaciÑn es, fundamentalmente, un acontecimiento Çnico que nos
permite saltar varios escalones en el proceso del conocimiento. Como un
viaje al futuro de la tecnologÌa. Como si un generador cuÀntico fuera a
parar al laboratorio de Isaac Newton.
- Newton no habrÌa entendido nada.
- Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
- ¿De veras? Bueno, de cualquier modo, quiÈn habla de Newton. ¿QuÈ
piensa de la VisitaciÑn? Puede contestar en broma.
- De acuerdo, le dirÈ. Pero debo advertirle que su pregunta, Richard,
cae bajo el rÑtulo de la xenologÌa. XenologÌa: mezcla artificial de ciencia
ficciÑn y lÑgica formal. Se basa en la premisa falsa de que la psicologÌa
humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
- ¿Falsa por quÈ? - preguntÑ Noonan.
- Porque los biÑlogos ya se han roto el seso tratando de aplicar la
psicologÌa humana a los animales. Y eran animales terrÀqueos.
- PerdÑneme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando de la
psicologÌa de seres racionales.
- Si, y todo estarÌa muy bien si supiÈramos al menos quÈ es la razÑn.
- ¿No lo sabemos? - preguntÑ Noonan, sorprendido.
- CrÈase o no, no lo sabemos. Por lo comÇn se emplea una definiciÑn
trivial: la razÑn es la parte de la actividad humana que diferencia al
hombre de los animales. Es como un intento de distinguir al amo del perro,
que comprende todo pero no puede hablar. En realidad, esta definiciÑn
trivial da origen a otra mÀs ingeniosa, basada en la amarga observaciÑn de
las actividades humanas ya mencionadas. Por ejemplo: la razÑn es la
capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o
antinaturales.
- Si, eso se refiere a nosotros, a mÌ y a los que son como yo -
concordÑ Noonan, amargamente.
- Por desgracia. O quÈ le parece esta definiciÑn hipotÈtica: la razÑn
es una especie de instinto complejo que aÇn no se ha formado del todo. Eso
implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin.
Dentro de un millÑn de aßos nuestro instinto habrÀ madurado y dejaremos de
cometer los errores que probablemente debemos a la razÑn. Y entonces, si
algo cambiara en el universo, todo -; nos extinguirÌamos..., precisamente
porque habrÌamos olvidado cÑmo cometer errores, es decir, cÑmo intentar
varios enfoques que no han sido estipulados por un programa inflexible de
alternativas permitidas
- Usted se las arregla para que suene despectivo.
- De acuerdo, probemos con otra definiciÑn, una muy noble y sublime. La
razÑn es la capacidad de utilizar las fuerzas del medio sin destruir ese
medio.
Noonan hizo una mueca y sacudiÑ la cabeza.
- No, eso no se refiere a nosotros. ¿QuÈ. le parece Èsta? El hombre, a
diferencia del animal, es una criatura dotada de una indefinible necesidad
de conocimiento. Lo leÌ en alguna parte.
- Yo tambiÈn. Pero el problema consiste en que el hombre comÇn (ese en
que usted piensa al hablar de "nosotros" y "los otros") supera con mucha
facilidad esa necesidad de conocimiento. Ni siquiera creo que haya tal
necesidad. La hay, sÌ, pero de comprender, y para eso no hace falta el
conocimiento. La hipÑtesis de Dios, por ejemplo, nos proporciona una
oportunidad incomparablemente absoluta de comprenderlo todo sin conocer
nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus
fenÑmenos sobre la base de ese sistema. Esa clase de enfoques no requiere
conocimiento de ninguna especie. SÑlo unas pocas fÑrmulas aprendidas de
memoria, mÀs lo que la gente llama intuiciÑn y lo que llama sentido comÇn.
- Un momento - dijo Noonan.
TerminÑ su cerveza y depositÑ ruidosamente la jarra sobre la mesa.
DespuÈs contestÑ:
- No se salga del tema. Volvamos al tema de nuestra conversaciÑn. El
hombre se encuentra con una criatura extraterrestre. ¿CÑmo descubren ambos
que los dos son criaturas racionales?
- No tengo la menor idea - dijo Valentine, con gran placer -. Todo lo
que he leÌdo sobre ese tema cae en un cÌrculo vicioso. Si son capaces de
establecer contacto, son racionales. Y viceversa; si son racionales son
capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre
tiene el honor de dominar una psicologÌa humana, es racional. Una cosa asÌ.
- ¿Ah, sÌ?
cosa en su casillero!
- Los monos tambiÈn pueden poner cosas en casilleros - replicÑ
Valentine.
- No, espere - exclamÑ Noonan, sintiÈndose defraudado por algÇn motivo
-. Si no saben cosas tan simples como Èsa... Bueno, al diablo con la razÑn.
Por lo visto es un verdadero pantano. Okey, pero ¿quÈ pasa con la
VisitaciÑn? ¿QuÈ piensa usted de la VisitaciÑn?
- SerÀ un placer. Imagine un picnic.
Noonan se estremeciÑ.
- ¿QuÈ dijo?
- Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y
se de Èl baja un grupo de gente joven, con botellas, cestos de comida,
radios a transistores y mÀquinas fotogrÀficas. Encienden fuego, arman
carpas, ponen mÇsica. Por la maßana se marchan. Los animales, los pÀjaros y
los insectos que los han estado observando horrorizados durante la larga
noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con quÈ se encuentran? Nafta y
aceite derramados en el pasto. VÀlvulas y filtros usados, estropajos,
bombitas quemadas y alguna llave inglesa que alguien olvidÑ. Manchas de
aceite en el estanque. Y tambiÈn, por supuesto, las basuras de costumbre:
corazones de manzana, envolturas de caramelos, restos chamuscados de la
hoguera, latas, botellas, un paßuelo, una navaja, periÑdicos destrozados,
monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
- Ya entiendo; un picnic junto al camino.
- Precisamente. Un picnic junto a algÇn camino del cosmos. Y usted
pregunta si van a volver.
- DÈjeme fumar un cigarrillo.
imaginado todo muy distinto.
- EstÀ en su derecho.
- Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
- ¿Por quÈ?
- Bueno al menos que no nos prestaron atenciÑn.
- En su lugar, yo no me preocuparÌa por eso, ¿sabe?
Noonan aspirÑ el humo, tosiÑ y arrojÑ el cigarrillo.
- No me preocupo - dijo, terco -. No puede ser asÌ.
todos ustedes, los cientÌficos! ¿De dÑnde sacan tanto disgusto con respecto
al hombre? ¿Por quÈ tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
- Un momento - dijo Valentine -. Escuche: - y citÑ:
- "¿Me Pregunta usted en quÈ consiste la grandeza del hombre? ¿En que
recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas cÑsmicas? ¿En que conquistÑ
el planeta en poco tiempo y abriÑ una ventana al universo?
pesar de todo eso, ha sobrevivido y tiene intenciones de seguir
sobreviviendo en el futuro".
Hubo un silencio. Noonan pensaba.
- No se deprima - le dijo Valentine, con amabilidad -, Eso del picnic
es una teorÌa mÌa, nada mÀs. Ni siquiera una teorÌa: imaginaciÑn,
simplemente. Los xenÑlogos serios estÀn trabajando en versiones mucho mÀs
consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por ejemplo, que todavÌa
no se produjo la VisitaciÑn, sino que estÀ por venir. Una cultura altamente
racional arrojÑ envases con artefactos de su civilizaciÑn hacia la Tierra.
Esperan que estudiemos esos artefactos, que demos un gigantesco salto
tecnolÑgico y que enviemos una seßal de respuesta, indicando que estamos
listos para el contacto. ¿Le gusta Èsa?
- Es mucho mejor. Veo que, despuÈs de todo, entre los cientÌficos hay
gente decente.
- AquÌ tiene otra. La VisitaciÑn ha tenido lugar, pero no ha terminado,
ni por asomo. Estamos en contacto incluso mientras hablamos, aunque no
tenemos conciencia de ello. Los visitantes viven en la Zona y nos observan
cuidadosamente, mientras nos preparan para las crueles maravillas del
futuro.
-
hay en las ruinas de la fÀbrica. A propÑsito, su picnic no explica eso.
- ¿CÑmo que no? Alguna de las nißas pudo olvidar su osito a cuerda en
la pradera.
- ¡Vamos! ¡Lindo osito!
parece si tomamos una cerveza? ¡Rosalie!
Es muy agradable charlar con usted, ¿sabe? Me despeja el cerebro, como si
echara sal Inglesa en el crÀneo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar
para quÈ, y lo que pasa, y cÑmo disfrutar de la vida.
Vino la cerveza. Noonan tomÑ un sorbo, mirando a Valentine por sobre la
corona de espuma. èste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
- ¿No le gusta?
- Generalmente no bebo - respondiÑ Valentine, no muy seguro.
- ¿En serio?
-
cerveza -. Ya que estamos, pÌdame un coßac.
-
LlegÑ el coßac.
- Pero, en verdad, ustedes no deberÌan seguir asÌ - dijo Noonan -. No
hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versiÑn de
que esto es un preludio al contacto, sigue sin gustarme. Comprendo eso de
los brazaletes y los vacÌos, pero ¿quÈ sentido tienen la jalea de brujas,
las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
- PerdÑn - dijo Valentine, tomando una rodaja de limÑn -. No comprendo
esa terminologÌa. ¿QuÈ roncha?
Noonan se echÑ a reÌr.
- Son tÈrminos populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa
en el comercio. Las ronchas de mosquitos son las zonas de gravitaciÑn
acentuada.
- Ah, los graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es algo de lo que
me gustarÌa hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una
palabra.
- ¿Por quÈ no? Soy ingeniero, ¿sabe?
- Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la
forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
- Exactamente. ¿OyÑ hablar de esa catÀstrofe en los laboratorios
Currigan?
- Algo me dijeron.
- Esos idiotas pusieron un envase de porcelana con esa jalea en un
cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba
aislado. Y cuando abrieron el envase, mediante manipuladores, la jalea
atravesÑ el metal y el plÀstico y pasÑ afuera, como agua por un colador.
Todo lo que tocÑ se convirtiÑ tambiÈn en jalea. Murieron treinta y cinco
personas, hubo mÀs de cien heridos que quedaron lisiados y todo el edificio
quedÑ destruido. ¿ConocÌa las instalaciones?
ha filtrado hasta el sÑtano y los pisos inferiores. Lindo preludio para un
contacto.
Valentine hizo una mueca.
- SI, estaba enterado de todo eso. Pero estaremos de acuerdo, Richard,
en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No podÌan conocer la
existencia de nuestros complejos de industria militar.
- Debieron saberlo - insistiÑ Noonan,
- Tal vez ellos responderÌan que esos complejos hace tiempo debieron
haber desaparecido.
- Seguro. Y ellos mismos debieron encargarse de eso, ya que son tan
poderosos.
- ¿Sugiere usted una interferencia en los asuntos internos de la raza
humana?
-
DejÈmoslo asÌ. Propongo que volvamos al principio de nuestra discusiÑn.
¿CÑmo terminarÀ todo esto? Usted, por ejemplo; es cientÌfico. ¿Tiene
esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la
ciencia, la tecnologÌa, nuestro modo de vida?
Valentine se encogiÑ de hombros.
- Se equivoca de puerta, Richard. No me gusta fantasear porque sÌ.
Cuando el tema es serio prefiero volverme a un saludable y prudente
escepticismo. BasÀndonos en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro
de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
- Muy bien, probemos otro enfoque. SegÇn su opiniÑn: ¿quÈ hemos
recibido hasta ahora?
- Le parecerÀ divertido, pero es muy poco. Hemos desenterrado muchos
milagros; en unos pocos casos descubrimos cÑmo emplear esos pocos milagros
en provecho propio. Un mono oprime un botÑn rojo y obtiene una banana;
oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe cÑmo obtener bananas y
naranjas sin los botones. Tampoco entiende quÈ relaciÑn tienen los botones
con la fruta. FÌjese en los asÌ-asÌ, por ejemplo. Descubrimos el modo de
emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se
multiplican, por un proceso similar a la divisiÑn celular. Pero todavÌa no
hemos podido hacer un solo asÌ-asÌ. Ni siquiera sabemos cÑmo funcionan, y a
juzgar por las evidencias actuales pasarÀ mucho tiempo antes de que lo
sepamos,
"Lo dirÈ de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad.
Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los
visitantes. Estoy seguro de que en la gran mayorÌa de los casos estamos
martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos utilidad a algunas
cosas: los asÌ-asÌ y los brazaletes, con los que estimularnos los procesos
vitales. Y varios tipos de masas cuasi biolÑgicas, que han provocado una
revoluciÑn en la medicina. Hemos recibido nuevos tranquilizantes nuevos
tipos de fertilizantes minerales, que son una novedad en la agricultura.
Pero para quÈ hacer una lista. Usted lo sabe mejor que yo; veo que usa un
brazalete. Digamos que este grupo de objetos es benÈfico. Se puede decir que
han beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no debemos olvidar
que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
- ¿Aplicaciones indeseables?
- Exactamente. Por ejemplo, el uso de los asÌ-asÌ en la industria
bÈlica. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Ya se ha estudiado y
explicado, mÀs o menos, el efecto de los objetos benÈficos. Nuestra
tecnologÌa avanza. Dentro de cincuenta aßos, o mÀs, sabremos cÑmo
fabricarlos por nuestra cuenta y podremos roer huesos a gusto. Pero con el
otro grupo de objetos las cosas son mÀs complicadas, porque no les hemos
hallado aplicaciÑn; sus cualidades, en el marco de nuestros conceptos
presentes, nos son definitivamente incomprensibles. Las trampas magnÈticas,
por ejemplo. Sabemos que son trampas magnÈticas; Panov lo probÑ con mucha
inteligencia, Pero no conocemos la fuente de ese poderoso campo magnÈtico,
ni quÈ causa su superestabilidad. En lo que a ellos se refiere, no
entendemos nada. SÑlo podemos tejer fantÀsticas teorÌas acerca de
propiedades del espacio que hasta ahora no hablamos sospechado. O el K-23.
¿CÑmo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyerÌa.
- Gotitas negras.
- Eso es, las gotitas negras. El nombre es adecuado. Bueno, usted ya
conoce sus propiedades. Si uno proyecta un rayo de luz en una de esas
cuentas, la transmisiÑn de la luz se demora, y esa demora depende del peso
de la cuenta y de varios parÀmetros mÀs. Y la unidad de luz que sale es
siempre menor que la entrada. ¿QuÈ es esto? ¿Por quÈ se produce? Hay una
descabellada teorÌa, segÇn la cual las gotitas negras son gigantescas
expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se
han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
Valentine suspirÑ profundamente y concluyÑ:
- En pocas palabras, los objetos de este segundo grupo no tienen
aplicaciÑn alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista
puramente cientÌfico son de una importancia fundamental. Son respuestas que
nos han caÌdo del cielo antes de que pudiÈramos plantearnos las preguntas.
Tal vez Sir Isaac no habrÌa podido desentraßar los LÀser, pero al menos
habrÌa comprendido que son posibles y eso habrÌa tenido una gran influencia
en su criterio cientÌfico. No quiero entrar en detalles, pero la existencia
de objetos tales como las trampas magnÈticas, el K-23 y el anillo blanco ha
invalidado muchas de nuestras teorÌas recientes, para aportar ideas
completamente nuevas. Y todavÌa hay un tercer grupo.
- SÌ - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercaderÌas.
- No, no. Esos pueden entrar en la primera o en la segunda categorÌa.
Hablo de objetos de los que no sabemos nada o tenemos sÑlo conocimientos de
oÌdas. Esas cosas que los merodeadores nos sacaron bajo nuestras narices,
para venderlas Dios sabe a quiÈn, o para esconderlas. Cosas de las que nadie
habla. Cosas que se han convertido en leyendas, o casi, La MÀquina de los
deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
-
menos lo imagino, pero...
Valentine se echÑ a reÌr.
- Ya ve que tambiÈn nosotros tenemos nuestro vocabulario comercial.
Dick el Vagabundo... es el hipotÈtico osito a cuerda que hace estragos en la
vieja planta. Y el fantasma alegre es cierta peligrosa turbulencia que se
produce en algunos sectores de la Zona.
- Primera vez que los oigo nombrar.
- ¿Comprende, Richard? Hace veinte aßos que escarbamos en la Zona, pero
todavÌa no sabemos ni la milÈsima parte de lo que contiene. Y si vamos a
hablar de los efectos de la Zona sobre el hombre... A propÑsito, al parecer
vamos a tener que agregar otra categorÌa, un cuarto grupo. No de objetos,
sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo
que a mÌ ataße, hay hechos de sobra para investigar. A veces, Richard, a
veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
- Los zombies - propuso Noonan.
- ¿QuÈ? Oh, no, eso es meramente enigmÀtico. CÑmo le dirÈ... Es algo
que al menos podemos imaginar. Me refiero cosas que comienzan a pasar
sÇbitamente, sin motivos; fenÑmenos ni fÌsicos ni biolÑgicos.
- Ah, se refiere a los emigrantes.
- Exactamente. La estadÌstica es una ciencia muy precisa, como usted
sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. AdemÀs es una ciencia elocuente
y bella.
Valentine parecÌa estar achispado. Hablaba mÀs alto, se le subido el
color a las mejillas y las cejas asomaban por encima de sus anteojos
ahumados, convirtiÈndole la frente en una tabla de lavar.
- Me gustan los abstemios - dijo Noonan.
-
decirle? Es muy extraßo.
AlzÑ la copa, bebiÑ la mitad de un solo trago y prosiguiÑ.
- No sabemos quÈ pasÑ con los pobres Harmonitas en el momento de la
VisitaciÑn, pero ahora uno de ellos decide emigrar, el mÀs tÌpico de los
hombres comunes. Un peluquero, hijo y nieto de peluqueros. Se muda a
Detroit, digamos. Abre una peluquerÌa. Y entonces empieza el baile. El
noventa por ciento de sus clientes muere en el curso de un aßo: en
accidentes de trÀnsito, cayÈndose por cualquier ventana, vÌctimas de mafioso
o asaltantes, ahogÀndose en aguas playas, etcÈtera, etcÈtera. En Detroit y
sus suburbios se produce una cantidad de desastres naturales: de pronto
aparecen en la zona tifones y tornados que no se han visto desde el mil
ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y tales cataclismos ocurren en
cualquier ciudad en que se establece un emigrante venido de cualquiera de
las Zonas. El nÇmero de catÀstrofes es directamente proporcional al nÇmero
de emigrantes que se hayan instalado en la ciudad. AdemÀs hay que hacer
notar que esa reacciÑn se produce sÑlo ante la presencia de emigrantes que
vivÌan aquÌ en el momento de la VisitaciÑn. Quienes nacieron despuÈs de ella
no influyen sobre las estadÌsticas de accidentes y desastres. Usted lleva
diez aßos viviendo aquÌ, pero se mudÑ despuÈs de la VisitaciÑn; no habrÌa
problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿CÑmo se explica esto?
¿QuÈ debemos descartar, las estadÌsticas o el sentido comÇn?
Valentine tomÑ su vaso y terminÑ la bebida de un trago. Richard Noonan
se rascÑ la cabeza.
- Humm, sÌ. Ya habÌa oÌdo hablar de eso, claro, pero... este... pensÈ
que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto
de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
- O, por ejemplo, el efecto de mutaciones que provoca la Zona - le
interrumpiÑ Valentine.
Se quitÑ los anteojos y mirÑ a Noonan con ojos oscuros y miopes.
- Cualquiera que pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona
sufre cambios, fenotÌpicos y genotÌpicos. Ya sabe usted quÈ clase de hijos
pueden tener los merodeadores, y sabe tambiÈn quÈ les pasa a ellos mismos.
¿Por quÈ? ¿DÑnde estÀ el factor de mutaciÑn? En la Zona no hay radiaciÑn.
Aunque el aire y el suelo tienen allÌ una estructura quÌmica particular, no
presentan ningÇn peligro de mutaciÑn. ¿QuÈ debo hacer en esas
circunstancias? ¿Creer en brujerÌas, en el mal de ojo?
- Estoy de acuerdo. Pero, francamente, me preocupan mucho mÀs los
cadÀveres revividos que sus estadÌsticas. Especialmente porque nunca he
visto las estadÌsticas, pero a los zombies sÌ... y los he olido.
Valentine descartÑ aquella afirmaciÑn con un gesto de la mano.
- Zombies, bah. TendrÌa que darle vergÝenza, Richard. DespuÈs de todo,
usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cadÀveres. Son moldeados,
reconstrucciones sobre el esqueleto, maniquÌes. Y le aseguro que, desde el
punto de vista de los principios fundamentales, sus moldeados no son mÀs
sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los asÌ-asÌ violan
la primera ley de la termodinÀmica y los moldeados violan la segunda. Todos
somos hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar
nada mÀs Espantoso que un fantasma. Pero la violaciÑn a la ley de casualidad
es mucho mÀs espantosa que toda una estampida de fantasmas. Y que todos los
monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
- Frankenstein.
- Ah, sÌ, Frankenstein. La seßora Shalley. La esposa del poeta. O la
hija,
De pronto se echÑ a reÌr, y agregÑ:
- Nuestros moldeados poseen una extraßa propiedad: posibilidad de vida
autÑnoma. Por ejemplo, si usted les corta una parte del cuerpo, esa parte
sigue viviendo. Por su cuenta. Sin necesidad de nutrirla con soluciones
fisiolÑgicas. Hace poco trajeron uno de esos al Instituto. Me lo contÑ un
ayudante de laboratorio de Boyd.
Valentine soltÑ una estruendoso carcajada.
- ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - preguntÑ Noonan, echando
una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
- Vamos.
Valentine intentÑ meter la cara en los anteojos; al fin tuvo que
tomarlos con las dos manos para ponÈrselos sobre la cara.
- ¿Tiene coche? - preguntÑ.
- SI; lo llevo.
Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta. Valentine no dejaba
de hacer venias burlonas a algunos empleados de laboratorio que observaban
con curiosidad a aquel fÌsico de fama internacional. Ya en la puerta se le
cayeron los anteojos por saludar al sonriente portero; los tres lanzaron
sendos manotazos para atajarlos.
- Maßana tengo que hacer un experimento. Es muy interesante, sabe,
murmurÑ Valentine mientras subÌa al automÑvil.
PasÑ a describir el experimento. Noonan lo llevÑ hacia el complejo de
ciencias.
Ellos tambiÈn tienen miedo, pensaba al volver al coche. TambiÈn los
tragalibros estÀn asustados, Y asÌ debe ser. Ellos tendrÌan que estar mÀs
asustados que todos nosotros untos, la gente comÇn. Nosotros no entendemos
nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de
un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben descender a Èl. Se les
estruja el corazÑn, pero tienen que bajar, y lo importante es: ¿podrÀn
volver a subir? Mientras tanto nosotros, los meros mortales, apartamos la
vista, por decirlo asÌ. Bueno, tal vez asÌ debe ser. Que todo siga su curso,
que nosotros seguiremos el nuestro. èl tenÌa razÑn: el acto mÀs heroico de
la humanidad ha sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun asÌ
Èl mandarÌa a los visitantes al demonio, si pudiera. Por quÈ no hicieron el
picnic en otra parte. En la Luna, o en Marte. InÇtiles sin corazÑn, como
todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. AsÌ que hicieron
un picnic. Un picnic.
¿CuÀl es la mejor manera de tratar con mis organizadores de picnics?,
pensÑ, mientras conducÌa lentamente por las calles mojadas y llenas de luz.
¿CuÀl es el modo mÀs inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo, como en
mecÀnica. ¿Para quÈ diablos sirve ese estÇpido diploma de ingeniero si ni
siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
EstacionÑ el coche frente a la casa donde vivÌa Redrick Schuhart y se
quedÑ sentado, planeando el modo de abrir la conversaciÑn. DespuÈs retirÑ el
asÌ-asÌ y bajÑ del auto. ReciÈn entonces notÑ que la casa parecÌa
deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no habÌa nadie en el
parque y hasta las luces exteriores estaban apagadas. Eso le recordÑ lo que
estaba a punto de ver, haciendo que se estremeciera. Hasta pensÑ en la
posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con Èl en el coche o en algÇn
bar tranquilo, pero rechazÑ la idea por muchos motivos. AdemÀs, se dijo, no
es cosa de comportarse como todos esos personajes que huyen como las ratas
del barco que se hunde.
EntrÑ por la puerta principal y subiÑ lentamente las escaleras
polvorientas. Todo estaba silencioso; muchas de las puertas instaladas en
los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas; los departamentos
olÌan a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisÑ el
pelo, aspirÑ profundamente y tocÑ el timbre. Por un rato no hubo ruido
alguno del otro lado; al cabo crujiÑ el piso, girÑ la cerradura y la puerta
se abriÑ silenciosamente. Noonan no habÌa oÌdo los pasos.
En el vano apareciÑ Monita, la hija de Schuhart. Una luz brillante
emergÌa del vestÌbulo, y al principio Noonan sÑlo pudo ver la silueta oscura
de la nißa. NotÑ lo mucho que habÌa crecido en los Çltimos meses, pero en
seguida ella dio un paso atrÀs, hacia el vestÌbulo, con lo cual la cara le
quedÑ a la vista. Noonan sintiÑ la garganta seca por un segundo.
- Hola, MarÌa - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -.
¿CÑmo estÀs, Monita?
Ella no respondiÑ. RetrocediÑ silenciosamente hacia el living,
mirÀndolo por debajo de las cejas, como si no lo reconociera. A decir
verdad, tampoco Èl podÌa reconocerla. Es la Zona, pensÑ. MaldiciÑn.
- ¿QuiÈn es? - preguntÑ Guta, asomÀndose desde la cocina -.
es Dick! ¿DÑnde te habÌas metido? ¿Sabes?
CorriÑ hacia Èl secÀndose las manos con el repasador que le colgaba del
hombro. TodavÌa era hermosa, enÈrgica, fuerte, pero se la notaba fatigada;
la cara le habÌa adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? èl le
dio un beso en la mejilla y le entregÑ el sombrero y el impermeable.
- Disculpa, disculpa, pero no tenÌa tiempo para venir. ¿EstÀ aquÌ?
- EstÀ - replicÑ Guta -. EstÀ con alguien, pero supongo que se irÀ
pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
èl dio varios pasos por el vestÌbulo y se detuvo en la puerta del
living. Ante la mesa habla un hombre sentado. Un moldeado. InmÑvil,
ligeramente inclinado. La luz rosada de la lÀmpara le caÌa sobre la cara
ancha y oscura, iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos,
sin brillo. Noonan percibiÑ inmediatamente el olor. SabÌa que era sÑlo
imaginaciÑn, que el olor duraba sÑlo unos pocos dÌas antes de desaparecer
por completo, pero Richard Noonan lo percibiÑ con la memoria: el olor fÈtido
y denso de la tierra removida.
- Podemos ir a la cocina - se apresurÑ a decir Guta -. Estoy preparando
la comida. AsÌ podremos charlar.
-
que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
Pasaron a la cocina. Guta abriÑ la heladera mientras Noonan se sentaba
a la mesa y miraba a su alrededor. Como de costumbre, todo estaba limpio y
brillante; en las hornallas habÌa cacerolas humeantes. La cocina era nueva,
semiautomÀtica; eso querÌa decir que en la casa habÌa dinero.
- Bueno, dime cÑmo estÀ - preguntÑ.
- Igual. PerdiÑ peso en la cÀrcel, pero ya lo estoy engordando.
- ¿Sigue pelirrojo?
-
- ¿Y de pocas pulgas?
-
un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecÌa flotar en la capa
de jugo de tomate. - ¿Demasiado?
- No, estÀ justo.
Noonan bajÑ el contenido del vaso. Era el primer trago fuerte que
tomaba en todo el dÌa.
- Ahora me siento mejor - dijo.
- Y tÇ, ¿andas bien? - preguntÑ Guta -. ¿Por quÈ pasaste tanto tiempo
sin venir?
- Esos malditos negocios. Todas las semanas querÌa llegarme hasta aquÌ
o por lo menos llamar por telÈfono, pero primero tuve que ir a RexÑpolis;
despuÈs hubo mucho trabajo, y finalmente me dijeron que Redrick habÌa
vuelto; pensÈ que serÌa mejor dejarlos solos por unos dÌas. Realmente, estoy
enloquecido, Guta, A veces me pregunto para quÈ diablos corro tanto. Para
hacer dinero, pero para quÈ quiero dinero si no hago mÀs que correr
haciÈndolo.
Guta tapÑ las ollas con gran estruendo, sacÑ un atado de cigarrillos
del estante y se sentÑ a la mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos.
Noonan buscÑ su encendedor y le dio fuego. Y una vez mÀs, por segunda vez en
su vida, vio que a Guta le temblaban las manos; como aquella vez, cuando
acababan de sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle algÇn dinero. Ella
tuvo muchos problemas al principio; no disponÌa de un centavo, ni tenÌa en
el vecindario quien le prestara. De pronto empezÑ a disponer de dinero, y en
grandes sumas, a juzgar por las evidencias; Noonan tenÌa una idea bastante
aproximada con respecto al origen, pero siguiÑ visitÀndola. Llevaba dulces y
juguetes a Monita, pasaba tardes enteras tomando cafÈ con Guta, planeando
una vida nueva y feliz para Redrick. DespuÈs de haberla escuchado iba a la
casa de los vecinos y trataba de hacerlos entrar en razÑn; explicaba,
sobornaba o, ya acabada su paciencia, irrumpÌa en amenazas: "Saben que Red
va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no servÌa de nada.
- ¿CÑmo estÀ tu novia? - preguntÑ Guta.
- ¿QuÈ novia?
- La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
-
- TendrÌas que casarte, Dick. ¿No quieres que te presente a alguna
muchacha?
Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a
que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca mÀs.
- Lo que necesito no es una esposa, sino una secretaria - protestÑ -.
¿Por quÈ no abandonas a ese infernal pelirrojo y vienes a hacerme de
secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavÌa se acuerda de ti.
- No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
- ¡No me digas! - exclamÑ Noonan, fingiendo sorpresa -.
-
enterara.
Monita entrÑ silenciosamente y se demorÑ junto a la puerta. MirÑ las
cacerolas, mirÑ a Richard y finalmente se arrimÑ a su madre para recostarse
contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
- ¿QuÈ tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate?
SacÑ del bolsillo superior una barra de chocolate envuelta en plÀstico
y la tendiÑ a la nißa. Ella no se moviÑ. Guta tomÑ la barra y la dejÑ sobre
la mesa. TenÌa los labios pÀlidos.
- Bueno, Guta, ¿sabe que he decidido mudarme? ProsiguiÑ Èl, siempre
animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
- Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya.
èl se interrumpiÑ, levantÑ el vaso con ambas manos y lo hizo girar
distraÌdamente.
- No has preguntado cÑmo nos va - continuÑ ella -. Y tienes razÑn. Pero
eres un viejo amigo, Dick, y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo
no hay forma de guardar ese secreto.
- ¿La han llevado a un mÈdico? - preguntÑ Èl, sin levantar la vista.
- SÌ. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
Guta se interrumpiÑ. TambiÈn Èl guardÑ silencio. No habÌa nada que
decir y tampoco querÌa pensar en eso. De pronto se le ocurriÑ una idea
horrible: era una invasiÑn. No se trataba de un picnic junto al camino ni de
un preludio al Contacto, sino de una invasiÑn. Como no pueden cambiarnos a
nosotros, pensÑ, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a
su imagen y semejanza. SintiÑ un escalofrÌo, pero entonces recordÑ que habÌa
leÌdo algo por el estilo en un libro barato de cubierta chillona, y se
sintiÑ mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier cosa. Y la vida real no es
nunca como uno imagina.
- Uno de ellos dijo que ya no es humana.
- TonterÌas - replicÑ Noonan con voz hueca -. TendrÌan que ver a un
buen especialista. ¿Por quÈ no van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo
puedo hablarle y combinar una cita.
- ¿Te refieres al Matasanos? - PreguntÑ ella, riendo nerviosamente -.
Gracias, no te molestes. èl fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
Cuando Noonan se atreviÑ a levantar la vista, Monita se habÌa ido y
Guta permanecÌa inmÑvil, con la boca entreabierta y los ojos vacÌos; en la
punta de su cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. èl empujÑ el vaso
hacia ella.
- PrepÀrame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco.
CayÑ la ceniza. Guta buscÑ el cenicero para dejar la colilla; acabÑ por
arrojarla en el tacho de la basura.
- Por quÈ, eso es lo que no puedo entender, en la ciudad hay mucha
gente mÀs mala que nosotros.
Noonan creyÑ que estaba por llorar, pero no fue asÌ. Ella abriÑ la
heladera, sacÑ el vodka y el jugo y tomÑ otro vaso del armario.
- No pierdas la esperanza. Todo se arregla en esta vida. Y yo tengo
conexiones muy importantes, Guta, crÈeme. HarÈ todo lo que pueda.
Lo decÌa sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de
los conocidos que tenÌa en diversas ciudades; le parecÌa haber oÌdo hablar
de casos similares que habÌan terminado bien. SÑlo hacÌa falta recordar
dÑnde era y de quÈ mÈdico se trataba. Pero entonces recordÑ al seßor
Lemehen, y recordÑ tambiÈn por quÈ se habÌa hecho amigo de Guta, y no quiso
pensar mÀs en todo eso. BorrÑ todos sus pensamientos sobre conexiones, se
acomodÈ en la silla y se relajÑ para esperar su copa.
Hubo un ruido de pasos que se arrastraban y un golpe sordo en el
vestÌbulo. DespuÈs, la voz mÀs que repulsiva de Cuervo Burbridge.
-
Yo que tÇ no los dejarÌa solos.
Y la voz de Red:
- Ten cuidado con tu pierna ortopÈdica, Cuervo. Y cierra la boca. AllÌ
tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
-
- Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
ChasqueÑ la cerradura y las voces se oyeron mÀs apagadas. Al parecer
habÌan salido al vestÌbulo. Burbridge dijo algo en voz baja y Redrick
replicÑ:
-
MÀs grußidos de Burbridge y la Àspera respuesta de Red:
-
Un portazo y pasos en el vestÌbulo, rÀpidos y firmes. Redrick Schuhart
apareciÑ en la puerta de la cocina. Noonan se levantÑ para saludarlo con un
cÀlido apretÑn de manos.
- Estaba seguro de que eras tÇ - dijo Redrick, mientras sus ojos
verdosos inspeccionaban sin demora a Noonan -.
Sigues sin ocuparte de eso, ¿eh? Veo que te das la gran vida. Guta, vieja,
prepara uno para mÌ tambiÈn. Tengo que alcanzarlos.
- TodavÌa no hemos comenzado. ¿QuiÈn se te puede adelantar?
Redrick riÑ Àsperamente y palmeÑ a su amigo en el hombro.
-
haciendo aquÌ, en la cocina? Guta, trae la cena.
AbriÑ la heladera y volviÑ con una botella de etiqueta brillante.
-
nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no abandona a sus compaßeros cuando
lo necesitan. Aunque nunca sirviÑ de nada. Es una lÀstima que Gutalin no
estÈ aquÌ.
- ¿Por quÈ no lo llamas? - sugiriÑ Noonan.
Redrick meneÑ la roja cabeza.
- Las lÌneas de telÈfono todavÌa no llegan adonde Èl estÀ esta noche.
Vamos.
Fue al living y plantÑ la botella sobre la mesa.
- ¡Vamos a celebrar, papÀ! - dijo al anciano inmÑvil -.
Richard Noonan, nuestro buen amigo! Dick, te presento a mi papÀ, Schuhart
padre.
Richard Noonan, con la mente reducida a una bola impenetrable, sonriÑ
de oreja a oreja, agitÑ la mano y dijo, mirando al moldeado:
- Encantado de conocerlo, seßor Schuhart. ¿CÑmo le va?
En seguida se dirigiÑ a Schuhart hijo, que maniobraba por el bar,
diciendo:
- Sabes, creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos una vez, pero muy
brevemente, claro.
- SiÈntate - le dijo Redrick, seßalando la silla opuesta al viejo -. Si
quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
SacÑ vasos, abriÑ rÀpidamente la botella y se volviÑ hacia Noonan.
- Sirve tÇ. Para papÀ un poquito apenas; cÇbrele el fondo. Noonan se
tomÑ su tiempo para servir. El viejo seguÌa en la misma posiciÑn, mirando
fijamente la pared. Tampoco reaccionÑ cuando Noonan le arrimÑ el vaso. èste
ya se habla adaptado a la nueva situaciÑn. Era como un juego, terrible y
patÈtico. Red era quien lo jugaba y Èl lo siguiÑ, como habÌa seguido el
juego a tanta gente durante toda su vida; juegos terribles, patÈticos,
vergonzosos y en algunos casos, mucho mÀs peligrosos que aquÈl. Redrick
levantÑ el vaso y dijo:
- Bueno, ¿empezamos?
Noonan asintiÑ con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con
los ojos brillantes, siguiÑ hablando en aquel tono excitado y ligeramente
artificioso.
- ¡AsÌ es, hermano! La cÀrcel puede olvidarse de mi.
bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata y he elegido un pequeßo chalet
para mÌ, nuevo, con jardÌn... Tan lindo como el de Cuervo. SabrÀs que querÌa
emigrar; lo habÌa decidido cuando estaba en la cÀrcel. QuÈ estaba haciendo
en este pueblucho de mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mÌ. Pero
cuando volvÌ me esperaba una sorpresa:
que en los Çltimos dos aßos nos ha atacado la peste?
Hablaba y hablaba. Noonan se limitaba a asentir, sorbÌa su whisky e
intercalaba alguna exclamaciÑn de simpatÌa o cualquier pregunta retÑrica.
DespuÈs empezÑ a preguntarle sobre su chalet: de quÈ clase era, dÑnde
estaba, cuÀnto costaba. Y discutieron. Noonan insistÌa en que era caro y en
que no estaba bien ubicado. SacÑ la libreta de direcciones, la hojeÑ y le
dio direcciones de chalets abandonados que se vendÌan por chauchas y
palitos. Y las reparaciones le saldrÌan casi gratuitas, pues podÌa solicitar
el permiso de emigraciÑn para que se lo negaran y le dieran la
indemnizaciÑn. Con eso pagarÌa los arreglos.
- Veo que tÇ tambiÈn estÀs en el asunto de la no emigraciÑn.
- Estoy un poco en todo - replicÑ Noonan, guißado el ojo.
- Lo sÈ, lo sÈ, nos hemos enterado de tus asuntos.
El amigo dilatÑ los ojos en ademÀn de sorpresa y se llevÑ un dedo a los
labios, seßalando hacia la cocina con la cabeza.
- No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no
tiene nombre, eso ya lo aprendÌ. ¡Pero poner a Mosul de gerente!
caigo de la risa cuando me enterÈ! Es como meter un elefante en un bazar. Es
un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
Se quedÑ callado, mirando al viejo. Un estremecimiento le cruzÑ la
cara. Noonan notÑ, sorprendido, la expresiÑn de ternura, de autÈntico y
sincero amor en aquella mÀscara encallecida. Mientras lo observaba recordÑ
lo que habÌa pasado cuando los empleados del laboratorio Boyd fueron a la
casa en busca del moldeado. Eran dos ayudantes de laboratorio, ambos
jÑvenes, atlÈticos y todo, y un mÈdico del hospital municipal con dos
enfermeros forzudos y corpulentos, de Èsos a quienes se encarga llevar las
camillas pesadas y dominar a los pacientes histÈricos. Uno de los ayudantes
dijo mÀs tarde que "ese pelirrojo", al principio, parecÌa no comprender de
quÈ se trataba, ya que los dejÑ entrar al departamento para revisar al
padre. Tal vez habrÌa permitido que se lo llevaran, porque al parecer
Redrick creÌa que lo iban a hospitalizar en observaciÑn. Pero esos idiotas
de los enfermeros (que hasta entonces no habÌan hecho sino mirar a Guta,
quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si fuera un
tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueciÑ. Entonces el bobo del
mÈdico tuvo la mala idea de explicar de quÈ se trataba. Redrick lo escuchÑ
por uno o dos minutos; sÇbitamente explotÑ sin previo aviso, corno una bomba
de hidrÑgeno. El ayudante que contÑ el caso no recordaba cÑmo fue a parar a
la calle. Aquel diablo rojo los bajÑ a los cinco por la escalera, sin que
ninguno pusiera nada de su parte. Salieron del vestÌbulo como balas de
caßÑn. Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguÌa a
los otros tres a lo largo de cuatro cuadras. DespuÈs, al volver, rompiÑ
todas las ventanillas del coche del Instituto; el conductor habÌa salido a
la carrera al ver lo que estaba pasando.
- AprendÌ a preparar un cÑctel nuevo - decÌa Redrick, mientras servÌa
mÀs whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". DespuÈs de comer te prepararÈ uno.
No es algo que se pueda tomar con el estÑmago vacÌo, hermano; es peligroso
para la salud. Basta un trago para que se te adormezcan las piernas y los
brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso tratarte como a un rey.
Recordaremos los viejos tiempos, el Borscht. El viejo Ernie todavÌa estÀ a
la sombra, ¿sabÌas?
BebiÑ, se enjugÑ la boca con el dorso de la mano y preguntÑ en tono
indiferente:
- ¿QuÈ hay de nuevo en el Instituto? ¿TodavÌa no han dominado la jalea
de brujas? Me he quedado un poco atrÀs con la ciencia.
Noonan comprendiÑ por quÈ sacaba el tema y alzÑ las manos con
desesperaciÑn.
- ¿EstÀs bromeando? ¿Sabes lo que pasÑ con esa jalea? ¿No has oÌdo
hablar de los Laboratorios Currigan? Hay cierto pequeßo proveedor
particular... Y consiguieron un poco de jalea.
Le hablÑ de la catÀstrofe. Le contÑ el misterioso hecho de que jamÀs
hubieran podido atar cabos; no se sabÌa de dÑnde la habÌa conseguido el
laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraÌdo, haciendo chasquear la
lengua y meneando la cabeza. DespuÈs sacudiÑ decididamente la botella sobre
los vasos.
- Es lo que se merecen, esos chupasangres. OjalÀ se les atraganto.
Bebieron. Redrick contemplÑ a su padre y la cara volviÑ a
estremecÈrsele.
-
a Noonan: - Se estÀ rompiendo toda para atenderte. Quiere preparar tu
ensalada favorita, con langosta. HabÌa comprado un poco por las dudas
vinieras.
- Bueno. CÑmo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo
nuevo? Dicen que han puesto robots a trabajar con todo en la Zona, pero que
no consiguen mucho con ellos.
Noonan se dedicÑ al tema del Instituto; mientras hablaba apareciÑ
Monita silenciosamente y se instalÑ ante la mesa, junto al anciano. AllÌ se
quedÑ, con las zarpas peludas sobre la mesa. DespuÈs, como cualquier
criatura, se recostÑ contra el moldeado y apoyÑ la cabeza sobre su hombro.
Noonan siguiÑ charlando, pero pensaba, sin poder apartar la vista de
aquellos dos espantos originados en la Zona: Dios mÌo, ¿quÈ mÀs? ¿QuÈ mÀs
tienen que hacernos para que comprendamos? ¿No basta con esto?. Pero sabÌa
que no bastaba. SabÌa que millones y millones de personas no sabÌan nada ni
querÌan saberlo, y aunque lo descubrieran no harÌan mÀs que decir "
"
DecidiÑ bruscamente que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge, al
diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
- ¿Por quÈ los miras tanto? - preguntÑ Redrick suavemente -. No tengas
miedo, Èl no le harÀ daßo. Dicen incluso que generan buena salud.
- SÌ, lo sÈ - dijo Noonan.
Y vaciÑ su copa. En ese momento entrÑ Guta, ordenÑ a Redrick que
pusiera la mesa y dejÑ sobre ella una gran fuente de plata con la ensalada
favorita de Noonan.
- Bueno, amigos - anunciÑ Redrick -, ahora nos daremos un festÌn.
4. Redrick Schuhart, treinta y un aßos.
El valle se habÌa refrescado durante la noche; al amanecer hacÌa frÌo.
Caminaban a lo largo del terraplÈn, pisando los durmientes podridos entre
las vÌas herrumbradas. Redrick contemplaba las gotas de niebla que, al
condensarse, brillaban sobre la chaqueta de cuero de Arthur Burbridge. El
muchacho caminaba Àgilmente, con alegrÌa, como si nada supiera de la noche
agotadora, de la tensiÑn nerviosa que todavÌa le hacÌa doler las venas del
cuerpo, ni de las dos horas terribles que habÌan pasado en la cima de la
colina, apretados espalda contra espalda para darse calor, mientras
esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y
desapareciera en la garganta.
La niebla se espesaba a ambos lados del terraplÈn. De vez en cuando
trepaba hasta los rieles con pesados pies grises; en esos lugares habÌa que
caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores arremolinados. El aire olÌa
a herrumbre; el basural, a la derecha del terraplÈn, a putrefacciÑn y moho.
La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabÌa que estaban en una planicie
ondulada, con cÇmulos de desperdicios, y que habÌa montaßas ocultas en la
penumbra, mÀs allÀ. TambiÈn sabÌa que al salir el sol, cuando la niebla se
asentara en rocÌo, verÌa hacia la izquierda el helicÑptero caÌdo y hacia
adelante, los vagones-plataformas para el transporte de metal en bruto.
Entonces comenzarÌa el verdadero trabajo.
Redrick deslizÑ una mano bajo la mochila y la levantÑ un poco, para que
el borde del tanque de helio no se le clavara en la columna. "Es pesada,
pensÑ; ¿cÑmo voy a arrastrarme con ella? Un kilÑmetro y medio en cuatro
patas. Bueno, merodeador, a quÈ protestar ahora. Ya sabÌas en quÈ te estabas
metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale la pena aguantar un
esfuerzo. Quinientos mil, no estÀ nada mal. Que me maten si la doy por
menos. O si le doy a Cuervo mÀs de treinta. ¿Y el novato? El novato no
recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe
nada."
VolviÑ a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los ojos, que
el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de espaldas anchas y
cadera angosta. El pelo renegrido, como el de la hermana, saltaba
rÌtmicamente. "èl se lo buscÑ", pensÑ Redrick, ceßudo. èl mismo. ¿Por quÈ
insistiÑ tanto en venir? ¿Con tanta desesperaciÑn? Temblaba, tenÌa los ojos
llenos de lÀgrimas. "
llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre...
Redrick se obligÑ a descartar ese recuerdo, que le repugnaba; tal vez por
eso empezÑ a pensar en la hermana de Arthur. ParecÌa increÌble que esa mujer
tan hermosa pudiera ser hechura plÀstica, un maniquÌ. Era como los botones
que tenÌa su madre en la blusa, cuando era chico; ambarinos,
semitransparentes y dorados; le daban ganas de metÈrselos en la boca para
chuparlos, y en cada oportunidad sufrÌa una terrible desilusiÑn, pero
siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que
su memoria le decÌa.
Volviendo a Arthur, pensÑ: Tal vez fue el padre el que me lo enviÑ;
mira lo que lleva en el bolsillo trasero. No, no creo. Cuervo me conoce.
Cuervo sabe que no bromeo y conoce mi manera de actuar dentro de la Zona.
No, todo esto es una estupidez. èste no es el primero que me suplica lleno
de lÀgrimas; otros han llegado a echarse de rodillas. En cuanto a ese
artefacto, todos traen revÑlveres la primera vez que entran a la Zona. La
primera y la Çltima. ¿SerÀ realmente la Çltima? Para ti, muchachito, lo es.
AsÌ son las cosas, Cuervo: la Çltima para Èl. SÌ, si hubieras sabido lo que
pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho purÈ con las muletas.
De pronto sintiÑ que habÌa algo hacia adelante; no muy lejos, a unos
treinta o cuarenta metros.
- Alto - dijo a Arthur.
El muchacho, obediente, quedÑ hecho una estatua. TenÌa buenos reflejos;
se habÌa detenido con un pie en el aire, y lo bajÑ lenta, cuidadosamente.
Redrick se detuvo junto a Èl. AllÌ la huella descendÌa visiblemente y
desaparecÌa por completo en la neblina. Y en la neblina habla algo. Algo
grande e inmÑvil. Inocuo. Redrick olfateÑ el aire con cautela. SÌ, inocuo.
- Adelante - dijo en voz baja.
AguardÑ a que Arthur diera el primer paso y lo siguiÑ. Por el rabillo
del ojo podÌa observar su cara: el perfil cincelado, la piel clara de la
mejilla y la lÌnea decidida de los labios bajo el bigote fino.
La niebla los cubrÌa hasta la cintura. Un momento despuÈs les llegÑ al
cuello. A los pocos minutos pudieron ver el gran bulto de los vagones
erguidos hacia adelante.
- AllÌ estÀn - dijo Redrick, quitÀndose la mochila -. SiÈntate allÌ,
donde estÀs. Pausa para un cigarrillo.
Arthur le ayudÑ a bajar la mochila y se sentÑ junto a Èl, en los rieles
herrumbrados. Redrick desabotonÑ uno de los bolsillos y sacÑ un paquete de
sandwiches y un termo con cafÈ. Mientras el muchacho acomodaba los
sandwiches sobre la mochila, Èl sacÑ su petaca, la abriÑ y tomÑ varios
tragos lentos con los ojos cerrados.
- ¿Quieres? - ofreciÑ, limpiando el cuello de la petaca -. Para darte
coraje.
Arthur, herido, sacudiÑ la cabeza.
- Para darme coraje no necesito eso, seßor Schuhart. PreferirÌa cafÈ,
sÌ puedo. AquÌ hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
- Hay humedad.
ApartÑ la petaca y escogiÑ un sandwich.
- Cuando se levante la niebla - dijo, masticando - verÀs que estamos
rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
CerrÑ el pico y se sirviÑ un poco de cafÈ. Estaba caliente, fuerte y
dulce; era mejor que el alcohol. TenÌa olor a hogar. A Guta. Y no solamente
a Guta, sino a Guta en salto de cama, reciÈn levantada, con las arrugas de
la almohada todavÌa marcadas en la mejilla.
¿Por quÈ me meto en estas cosas?, pensÈ. Quinientos mil. ¿Para quÈ los
necesito? ¿Para comprar un bar, o algo por el estilo? Uno necesita plata
para no pensar en la plata, Èsa es la verdad. Dick tenÌa razÑn. Tengo casa,
tengo terreno, en Harmont no me faltarÌa trabajo. Cuervo me atrapÑ, me
sedujo como a un inocente.
- Seßor Schuhart - dijo sÇbitamente Arthur, apartando la vista -,
¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
-
con la taza cerca de la boca -. ¿CÑmo sabes quÈ es lo que vamos a buscar?
Arthur sonriÑ, azorado; antes de responder se peinÑ con los dedos,
tirÀndose del pelo.
-
sobre la pista. Para empezar, papÀ se la pasaba hablando de la Bola Dorada,
pero Çltimamente no la menciona. En cambio ha estado hablando de usted. Y
conozco muy bien a papÀ como para creer que ustedes son amigos. AdemÀs, en
los Çltimos tiempos ha estado muy extraßo.
Arthur echÑ a reÌr y sacudiÑ la cabeza, como si recordara algo.
- Y en tercer lugar - agregÑ -, lo adivinÈ cuando probÑ con usted aquel
pequeßo dirigible, en el baldÌo.
Dio una palmada sobre la mochila que contenÌa el globo, bien enrollado,
y prosiguiÑ:
- Los seguÌ. Cuando vi que levantaban aquella bolsa de piedras y la
conducÌan por sobre el suelo me di cuenta de todo. Por lo que sÈ, la Bola
dorada es el Çnico objeto pesado que queda en la Zona.
MordiÑ el sandwich y concluyÑ soßador, con la boca llena:
- Lo que no entiendo es cÑmo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
Redrick lo observÑ por sobre el borde de su taza, pensando en lo poco
que se parecÌan padre e hijo. No tenÌan nada, absolutamente nada en comÇn;
ni la cara, ni la voz, ni el alma. La voz de Cuervo era Àspera, quejosa,
furtiva; pero cuando hablaba de ese tema lo hacÌa con un entusiasmo tal que
era imposible ignorarlo.
- Red - le habÌa dicho entonces, inclinÀndose sobre la mesa -, sÑlo
quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿QuiÈn
otro puede ir?
corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas?
¿Eh? Yo la encontrÈ, ¡yo! ¿CuÀntos de los nuestros cayeron allÀ?
encontrÈ! QuerÌa guardarla para mÌ; no se la darÌa a nadie, pero ya ves que
ahora no puedo... No queda nadie mÀs que tÇ. LlevÈ a montones de muchachitos
allÀ, toda una escuela. Eso es lo que abrÌ: una escuela para enseßarles.
Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sÈ si les faltan agallas o quÈ. Bueno, si
no me crees no me importa. Quieres la plata. La tendrÀs. Me darÀs lo que te
parezca; sÈ que no me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las
piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitÑ; quizÀ me las devuelva.
- ¿QuÈ? - preguntÑ Redrick, saliendo de su ensueßo.
- Le preguntaba si le molesta que fume, seßor Schuhart.
- No, por supuesto. Fuma. Yo tambiÈn voy a fumar uno.
TragÑ de golpe el resto del cafÈ y sacÑ un cigarrillo. Mientras lo
encendÌa contemplÑ la niebla, que se iba levantando. EstÀ chiflado, pensÑ.
Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
Pero toda aquella charla habÌa dejado un residuo, aunque no estaba
seguro de que clase. Y no se evaporaba con el tiempo; por el contrario, se
iba acumulando. Y si bien no comprendÌa de quÈ se trataba, aquello le estaba
preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad
desagradable, sino, por el contrario... ¿Su fuerza, tal vez? No, no era
fuerza. ¿QuÈ, entonces? Bueno, se dijo, mirÈmoslo desde este punto de vista;
supongamos que yo no hubiera llegado hasta aquÌ. Estaba listo para Irme,
hasta habÌa empacado, pero pasÑ algo; digamos que me arrestaron, ¿SerÌa malo
eso? Por supuesto. ¿Por quÈ? ¿Por la pÈrdida de plata? No, no tiene nada que
ver con la plata. ¿Porque ese tesoro caerÌa en las manos de Ronco y Huesos?
Por allÌ estamos mÀs cerca. Eso me dolerÌa. Pero quÈ me importa, si al final
son ellos los que se quedan con todo.
-
los huesos. Seßor Schuhart, ¿me darÌa un trago ahora?
Redrick le alcanzÑ la petaca en silencio, mientras pensaba: No aceptÈ
en seguida. Veinte veces le dije a Cuervo que se mandara mudar, pero a las
veintiuna aceptÈ. No podÌa resistir mÀs. Nuestra Çltima conversaciÑn resultÑ
breve y comercial. "Hola, Red. Traje el mapa. ¿No querrÌas echarle un
vistazo, a pesar de todo?". Y lo mirÈ a los ojos, que eran como
lastimaduras; amarillos, con motas negras; y le dije: "DÈjamelo". Listo.
Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo;
y me sentÌa realmente deprimido. Ah, al diablo. ¿QuÈ importa? Fui. Por eso
estoy acÀ. ¿Para quÈ me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
Se estremeciÑ. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se
levantÑ de un salto y Arthur hizo otro tanto. Pero todo estaba nuevamente
silencioso; el Çnico ruido era el de la grava que caÌa por la pendiente,
bajo los pies.
- Ha de ser el metal que se estÀ asentando - murmurÑ Arthur, vacilante,
como si apenas pudiera pronunciar las palabras -. Estos vagones tienen una
verdadera historia; hace mucho tiempo que estÀn aquÌ.
Redrick mirÑ hacia adelante sin ver nada. Entonces recordÑ. HabÌa sido
por la noche; lo despertÑ el mismo ruido, largo y triste, deteniÈndole el
corazÑn como en un sueßo. Pero no habÌa sido un sueßo. Era Monita que
gritaba desde su cama, junto a la ventana. TambiÈn Guta despertÑ y se aferrÑ
a la mano de Redrick. El sintiÑ su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron
inmÑviles, escuchando; cuando Monita dejÑ de llorar y volviÑ a dormirse Èl
aguardÑ todavÌa un rato. DespuÈs se levantÑ y fue a la cocina, para bajar
Àvidamente media botella de coßac. Fue aquella noche cuando empezÑ a beber.
- Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La
humedad, la erosiÑn, todo eso.
Redrick observÑ su cara pÀlida y volviÑ a sentarse. El cigarrillo se le
habÌa evaporado entre los dedos; encendiÑ otro. Arthur se demorÑ un poco
mÀs, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sentÑ tambiÈn.
- Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No visitantes, sino gente. Al
parecer la VisitaciÑn los atrapÑ aquÌ y mutaron..., se aclimataron a las
nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, seßor Schuhart?
- SÌ. Pero no es aquÌ. En las montaßas del noroeste. Algunos pastores.
Eso es lo que me contagiÑ, pensÑ Redrick. Su locura. Por eso he venido.
Eso es lo que busco.
Lo invadiÑ un sentimiento extraßo, completamente nuevo. SabÌa que en
realidad no era nuevo, que lo llevaba escondido en sÌ desde hacÌa mucho
tiempo, pero sÑlo ahora cobraba conciencia de Èl; todo se ubicaba en su
sitio. Y todo aquello que hasta entonces pareciera tonterÌa, delirantes
divagaciones de un viejo loco, se convertÌa en su Çnica esperanza, en el
Çnico significado de su vida. Porque al fin comprendÌa; sÑlo eso le quedaba
en el mundo, sÑlo para eso vivÌa desde hacÌa meses: por la esperanza de un
milagro. Por tonto que fuera seguÌa haciendo a un lado la esperanza,
pisoteÀndola, burlÀndose de ella, tratando de eliminarla, porque asÌ estaba
habituado a vivir. Desde la infancia no habÌa confiado sino en sÌ mismo.
Y desde la infancia, la seguridad en sÌ mismo se medÌa por la cantidad
de dinero que podÌa arrebatar, asir o arrancar a mordiscos del caos
indiferente que lo rodeaba. Siempre habÌa sido asÌ, y asÌ habrÌa continuado,
si no hubiera caÌdo al pozo del que ninguna suma de dinero podÌa sacarlo, y
en el cual resultaba completamente inÇtil confiar en sÌ. Y ahora esa
esperanza..., que ya no era una esperanza, sino la fe en un milagro..., lo
llenaba hasta los bordes; se sorprendiÑ de haber podido vivir tanto tiempo
en aquella sombra impenetrable y sin salida. RiÑ y dio a Arthur una palmada
en el hombro.
- Bueno, merodeador, parece que saldremos de Èsta, ¿eh?
Arthur lo mirÑ sorprendido y sonriÑ, vacilante. Redrick arrugÑ el papel
encerado de los sandwiches, lo arrojÑ bajo el vagÑn de metal y se recostÑ,
apoyando el codo en la mochila.
- Bueno - dijo -. Supongamos que en verdad la Bola Dorada... ¿QuÈ
pedirÌas?
- ¿Entonces usted lo cree? - se apresurÑ a preguntar el muchacho.
- No importa lo que yo crea o no. ContÈstame.
Le interesaba sinceramente lo que podrÌa pedir un muchacho tan joven,
apenas salido de la escuela. Se divirtiÑ viÈndolo arrugar el ceßo,
tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
- Bueno, las piernas de papÀ, por supuesto. Y que todo anduviera bien
en casa.
- Eso es mentira - dijo Redrick, con simpatÌa -. No te olvides de esto,
hermanito: la Bola Dorada sÑlo puede concederte los deseos mÀs Ìntimos y
profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
Arthur Burbridge se ruborizÑ, mirÈ a Redrick una vez mÀs y enrojeciÑ
mÀs todavÌa. Los ojos se le llenaron de lÀgrimas. Redrick sonriÑ.
- Comprendo - dijo, casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto mÌo.
GuÀrdate los secretos.
De pronto se acordÑ del revÑlver y se dijo que habÌa llegado el momento
de atender ciertas cosas que necesitaban atenciÑn.
- ¿QuÈ es eso que llevas en el bolsillo trasero? - preguntÑ,
indiferente.
- Un revÑlver.
- ¿Para quÈ lo quieres?
-
- Nada de eso - respondiÑ Redrick con firmeza, incorporÀndose. DÀmelo.
AquÌ en la Zona no hay nadie a quien matar. DÀmelo.
Arthur quiso decir algo, pero guardÑ silencio; tomÑ el Colt del
ejÈrcito y se lo tendiÑ a Redrick teniÈndolo por el caßo. Redrick recibiÑ el
revÑlver, tomÀndolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire
y volviÑ a atraparlo.
- ¿Tienes un paßuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
TomÑ el paßuelo de Arthur, que estaba muy limpio y olÌa a colonia,
envolviÑ con Èl la pistola y la dejÑ sobre el durmiente.
- Por ahora la dejaremos aquÌ. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A
lo mejor tenemos que tiroteamos con la patrulla, pero tirotearse con
ellos...
Arthur meneÑ decididamente la cabeza.
- No era para eso que la querÌa - dijo, con tristeza -. Hay sÑlo una
bala. Era por si tenÌa algÇn accidente como el de papÀ.
- ¿Ah, si? - Redrick lo mirÑ fijamente -. Bueno, no te preocupes por
eso. Si te pasa algo asÌ yo te sacarÈ a la rastra. Te lo prometo.
estÀ aclarando!
La neblina desaparece ante ellos. El terraplÈn estaba ya completamente
despejado, y a la distancia los vapores se esparcÌan, descubriendo al
abrirse los picos redondeados y Àsperos de las colinas. AquÌ y allÀ, entre
las ondulaciones, se veÌa la superficie manchada de los pantanos, cubiertos
por la espesura de los sauces dispersos; mÀs allÀ de las colinas, el
horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos
altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur mirÑ hacia atrÀs
soltÑ una exclamaciÑn de asombro.
Redrick tambiÈn volviÑ la cabeza. Hacia el Este, las montaßas parecÌan
negras; sobre ellas refulgÌa iridiscente, el habitual borrÑn de color, la
aurora verde de la Zona.
Redrick se levantÑ y se sentÑ en el terraplÈn, tras el vagÑn de metal,
para contemplar aquel manchÑn verde que se convertÌa rÀpidamente en rosado.
El borde anaranjado del sol asomÑ sobre el risco; las colinas tendieron sus
sombras purpÇreas. Todo adquiriÑ un claro y agudo relieve, permitiÈndole ver
cada detalle con tanta nitidez como si lo tuviera en la palma de la mano.
Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helicÑptero. Al
parecer habÌa caÌdo en medio de una roncha de mosquito; su fuselaje estaba
convertido en un panqueque metÀlico. La cola permanecÌa intacta, aunque
ligeramente doblada, y sobresalÌa en el claro como un gancho negro. TambiÈn
el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar a impulsos de
la brisa. La roncha debiÑ ser muy poderosa, pues ni siquiera se habla
producido incendio; la insignia de la Real Fuerza AÈrea aÇn era bien visible
en el metal abollado. Redrick hacÌa aßos que no veÌa ninguna; habÌa llegado
a olvidarlas.
VolviÑ hasta el sitio donde habÌa dejado su mochila en busca del mapa y
lo extendiÑ en el montÌculo de metal caliente que contenÌa el vagÑn. Desde
allÌ no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina, la que tenÌa un
Àrbol quemado en la ladera. TenÌa que rodear la colina por la derecha, a lo
largo de la depresiÑn que se abrÌa entre ella y la colina siguiente, que
tambiÈn estaba a la vista, completamente desnuda, cubierta su ladera por
rocas pardas.
Todos los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sintiÑ la
menor satisfacciÑn. Su instinto, desarrollado en muchos aßos de merodeos,
rechazaba la mera idea, irracional y nada natural, de pasar entre dos
elevaciones prÑximas.
"Bueno", pensÑ, "ya veremos cuando lleguemos allÌ". Para llegar hasta
aquella depresiÑn debÌan pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa
que desde allÌ parecÌa poco peligrosa. Pero al mirar desde mÀs cerca Redrick
reparÑ en una mancha de color gris oscuro entre las dos colinas secas. La
buscÑ en el mapa. Estaba marcada con una X junto a la cual decÌa, en letras
torpes: LÀtigo. La lÌnea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
El nombre le resultaba familiar, pero no lograba recordar quiÈn era
LÀtigo, cÑmo era ni quÈ hacia. Por alguna razÑn lo asociaba con el salÑn del
Borscht, lleno de humo, con grandes manazas rojizas que levantaban los
vasos, carcajadas estruendosas y bocas abiertas, mostrando dientes
amarillentos: una fantÀstica horda de titanes y gigantes reunidos junto al
abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos mÀs vivos
de su infancia. ¿QuÈ habla llevado yo aquella vez? Un vacÌo, creo. Fui
directamente desde la Zona, mojado, hambriento, enloquecido, con una bolsa
al hombro; entrÈ al bar pisando fuerte y plantÈ la bolsa sobre el mostrador;
echÈ una mirada a mi alrededor, escuchando los chistes que se hacÌan,
mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo)
contara la debida cantidad de papeles verdes. No, un momento, en esa Època
no eran papeles verdes, sino aquellos billetes reales, cuadrados, con una
damisela medio desnuda, de gorra y corona de laureles. EsperÈ, guardÈ el
dinero, e inesperadamente, sin que yo mismo imaginara hacerlo, tomÈ un
pesado jarro que estaba sobre el mostrador y lo estrellÈ contra la cara
riente del que estaba mÀs cerca. Tal vez Èse era LÀtigo, se dijo Redrick,
con una sonrisa satisfecha.
- ¿No hay problemas en pasar entre las dos colinas, seßor Schuhart? -
preguntÑ Arthur en voz baja, junto a su oÌdo, mientras miraba tambiÈn el
mapa.
- Ya veremos cuando lleguemos allÌ.
Redrick siguiÑ estudiando el diagrama. HabÌa otras dos X, una en cuesta
de la colina del Àrbol y otra sobre las rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La
ruta marcada pasaba por debajo de ellos. LevantÑ la vista hacia Arthur.
- Ya veremos - repitiÑ, doblando el mapa para guardÀrselo en el
bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
Se inclinÑ bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas
de modo mÀs cÑmodo.
- Ve delante - indicÑ -, asÌ podrÈ tenerte a la vista en todo momento.
No mires hacia atrÀs y estate atento. Mis Ñrdenes son sagradas. Y no olvides
que tendremos que arrastrarnos un buen trecho.
tenerle miedo a la tierra! Si yo te ordeno te tiras de cara al barro sin
decir ni mÇ. AbotÑnate la chaqueta. ¿EstÀs listo?
- Listo.
Arthur estaba muy nervioso; el rosado de sus mejillas se habla borrado
por completo.
- Primero iremos por aquÌ - dijo Redrick, seßalando enÈrgicamente hacia
la colina mÀs cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos.
Arthur dejÑ escapar un suspiro, subiÑ a los rieles y comenzÑ a bajar el
terraplÈn. El pedregullo caÌa silenciosamente a su paso.
- Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro.
EchÑ a andar tras Èl, sin prisa, ajustando automÀticamente los mÇsculos
de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de
observar a Arthur por el rabillo del ojo. EstÀ asustado, pensÑ. Tal vez lo
siente. Si tiene los sentidos del padre, asÌ ha de ser. Si supieras cÑmo son
las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo, que esta vez seguÌ tu consejo. "A
ese lugar, Red, no se puede ir solo. Te guste o no te guste tendrÀs que
llevar a alguien. Puedo darte alguno de los mÌos, alguno que no me sea
imprescindible." TÇ me convenciste. Es la primera vez en la vida que acepto
algo asÌ. Bueno, tal vez salga bien, despuÈs de todo; tal vez funcione, de
algÇn modo. DespuÈs de todo, yo no soy Cuervo Burbridge; tal vez se me
ocurra alguna idea.
-
El muchacho se detuvo, hundido hasta el tobillo en agua herrumbrosa.
Cuando Redrick llegÑ hasta allÌ el pantano lo habÌa tragado hasta las
rodillas.
- ¿Ves esa roca? - preguntÑ Redrick -. AllÌ, bajo la colina. Ve hacia
allÀ.
Arthur reanudÑ la marcha. Redrick lo dejÑ adelantarse diez pasos antes
de seguirlo. El barro chapoteaba bajo los pies. Era un pantano muerto: ni
insectos, ni ranas; hasta los sauces estaban secos y podridos. Redrick mirÑ
a su alrededor, pero por el momento todo parecÌa en orden. La colina se
acercaba lentamente, cubriendo el sol, que aÇn estaba bajo en el cielo; al
fin acabÑ por cubrir todo el cielo hacia el Este. Al llegar a la roca el
pelirrojo volviÑ a mirar hacia el terraplÈn. El sol lo iluminaba con fuerza.
Sobre Èl habÌa un convoy de diez vagones de metal. Algunos de los vagones
hablan descarrilado, cayendo de costado; el terraplÈn, por sobre ellos,
estaba cubierto por montones rojos y herrumbrados del metal en bruto. MÀs
allÀ, hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y ondulaba
sobre la huella, estallando en diminutos arco iris que desaparecÌan de
inmediato. Redrick observÑ aquella reverberaciÑn, escupiÑ en el suelo y se
volviÑ.
- Vamos - dijo, y Arthur volviÑ hacia Èl la cara tensa -. ¿Ves aquellos
harapos, allÀ?
- SÌ - dijo Arthur.
- Bueno, era un tipo que se llamaba LÀtigo. Hace mucho tiempo. No
escuchÑ a los mayores; allÌ quedÑ, para indicar el camino a los mÀs vivos.
Ahora mira hacia la derecha de LÀtigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? AllÀ, donde los
sauces son mÀs espesos. èsa es la direcciÑn que tomaremos.
Avanzaron en direcciÑn paralela al terraplÈn. Cada paso los metÌa en
aguas mÀs playas; pronto pisaron tierra seca y esponjosa. SegÇn el mapa aÇn
estaban en pantanos sÑlidos. El mapa es viejo, pensÑ Redrick; hace mucho
tiempo que Burbridge no viene por aquÌ y el mapa ha envejecido. Eso no me
gusta. Claro que es mÀs fÀcil caminar sobre tierra seca, pero yo habrÌa
preferido que siguiera el pantano. Pero mira cÑmo marcha Arthur. Camina como
si estuviera paseando por Central Avenue.
Arthur parecÌa haber recuperado el Ànimo y andaba a toda velocidad, con
una mano en el bolsillo y balanceando la otra con toda soltura. Redrick
revolviÑ en su bolsillo y sacÑ un tornillo que pesarÌa unos treinta gramos.
ApuntÑ y tirÑ.
El tornillo golpeÑ a Arthur en la nuca; Èste soltÑ un grito ahogado, se
tomÑ la cabeza, se doblÑ en dos y cayÑ sobre el pasto seco. Redrick se
acercÑ a Èl.
- AsÌ suceden aquÌ las cosas, Artie - pontificÑ -. Esto no es una
avenida ni un paseo, ¿sabes?
Arthur se levantÑ lentamente; estaba muy pÀlido.
- ¿Todo bien? - PreguntÑ Redrick.
El muchacho tragÑ saliva y asintiÑ.
- Me alegro. La prÑxima vez te la darÈ en la trompa. Si es que te
encuentro vivo.
El muchacho habrÌa sido buen merodeador, despuÈs de todo. Tal vez le
habrÌan llamado Artie "el Lindo". En otros tiempos tenÌamos un Lindo, Dixon
de apellido; ahora le dicen Cobayo: el Çnico ser humano que cayÑ en la pica
carne y saliÑ vivo. El idiota sigue creyendo que fue Burbridge quien lo
sacÑ.
Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de
hacer algo asÌ, tan heroico.
sus trampas y los muchachos le habÌan dicho: "Si vas a volver solo, mejor no
vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo; antes le decÌan
Triunfador.
En ese momento Redrick sintiÑ una corriente de aire apenas perceptible
en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, gritÑ:
-
TendiÑ la mano hacia la izquierda. La corriente era mÀs fuerte. En
algÇn punto, entre ellos y el terraplÈn, habÌa una roncha de mosquitos; tal
vez se extendÌa a lo largo del mismo terraplÈn; por alguna razÑn se habÌan
tumbado los vagones. Arthur habÌa quedado inmÑvil, como plantado en el
suelo; ni siquiera habÌa vuelto la cabeza.
- A la derecha. Vamos.
SÌ, hubiera podido ser un buen merodeador. QuÈ diablos, ¿ahora le voy a
tener lÀstima?
sintiÑ lÀstima por mÌ? Creo que sÌ; Kirill me tenÌa lÀstima. Dick Noonan
tambiÈn me la tiene. Claro que quizÀ lo que siente es interÈs por Guta y no
lÀstima por mÌ, pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca
puedo sentir lÀstima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro".
Acababa de comprender, finalmente, cuÀl era su alternativa al presente:
o ese muchacho o su Monita. En realidad, la alternativa no existÌa, eso
estaba claro. Una voz interior le decÌa: "
posibles!". La acallÑ, espantado.
Pasaron cerca del montÑn de harapos grises. Nada quedaba de LÀtigo. A
cierta distancia, sobre el pasto seco, habÌa una vara larga, completamente
herrumbrada: un dragaminas. En aquellos dÌas muchos merodeadores, usaban
dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependÌan
de ellos como del mismo Dios. Pero dos de ellos murieron en el curso de
pocos dÌas, a consecuencia de explosiones subterrÀneas. Y eso acabÑ con el
asunto. ¿QuiÈn habrÌa sido ese LÀtigo? ¿HabrÌa venido con Cuervo o por su
propia cuenta? ¿Por quÈ iban todos a esa cantera? ¿Por quÈ no sabÌa Èl nada
sobre ese lugar? MaldiciÑn, pensÑ; hace calor. Y eso que es muy temprano; no
quiero imaginar lo que va a ser mÀs tarde.
Arthur, que iba cinco pasos mÀs adelante, se secÑ el sudor de la
frente. Redrick entrecerrÑ los ojos para mirar el sol; estaba aÇn bajo. Y de
pronto notÑ que el pasto seco no crujÌa bajo los pies, sino que chirriaba
como corcho quemado; ademÀs ya no era rÌgido y frÀgil, sino tierno y
grumoso; caÌa bajo las suelas como hojuelas de hollÌn. Vio tambiÈn las
claras huellas de Arthur y se arrojÑ al suelo, gritando:
-
CayÑ de cara contra el pasto, que se hizo polvo bajo su mejilla. Hizo
rechinar los dientes, furioso por su mala suerte. AllÌ permaneciÑ, tratando
de no moverse, todavÌa con la esperanza de que pasara por encima, aunque
sabÌa bien que estaban atrapados. El calor aumentaba; lo aplastÑ, le
envolviÑ el cuerpo como si fuera una sÀbana empapada en agua hirviendo. Con
el sudor chorreÀndole hasta los ojos, recordÑ tardÌamente advertir a Arthur:
- ¡No te muevas!
Y se dedicÑ a aguantar tambiÈn,
Pudo haberÌo soportado; todo habrÌa pasado tranquilamente, sin
problemas, sin mÀs que mucho sudor, pero Arthur no pudo resistirlo. O bien
no oyÑ el grito de Redrick o el miedo le hizo perder la cabeza; o tal vez
sus quemaduras eran mÀs intensas que las de Redrick. El caso es que perdiÑ
el dominio de sÌ y echÑ a correr, con un grito salvaje, hacia donde su
instinto le indicaba: hacia atrÀs. Precisamente donde no debÌa. Redrick
logrÑ levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cayÑ al suelo
con todo su peso, levantando una nube de cenizas; soltÑ un chillido extraßo,
pateÑ a Redrick en la cara con el otro pie y se debatiÑ corno enloquecido.
Redrick, con el cerebro cargado por el dolor, se arrastrÑ hasta
aplastarlo con el cuerpo, tocando con la mejilla quemada la chaqueta de
cuero, tratando de apretarlo contra el suelo; mientras tanto pateaba
desesperadamente, con pies y rodillas, las piernas y la retaguardia del
muchacho. OÌa apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos
Àsperos "
caÌan toneladas enteras de carbÑn encendido; tenÌa las ropas en llamas, el
cuero de sus zapatos y de su chaqueta se ampollaba y crujÌa. La cabeza
aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por mantenerse contra el
suelo, el crÀneo de aquel maldito muchacho. No podÌa soportarlo mÀs. GritÑ
con toda la fuerza de sus pulmones.
No supo cuÀndo terminÑ todo. SÑlo supo que podÌa respirar otra vez, que
el aire habÌa vuelto a ser aire y no vapor ardiente. ComprendiÑ que era
necesario apresurarse a salir de allÌ, de aquel calor demonÌaco, antes de
que se estrellara nuevamente contra ellos. DejÑ a Arthur, que se habÌa
quedado perfectamente inmÑvil. Lo tomÑ de las piernas con un brazo y usÑ el
otro para avanzar a la rastra, sin quitar los ojos de la lÌnea donde el
pasto volvÌa a crecer. Estaba seco, muerto, espinoso, pero era autÈntico y
daba la impresiÑn de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
Las cenizas le crujÌan entre los dientes, el rostro quemado despedÌa
calor y el sudor le caÌa directamente en los ojos, tal vez porque ya no
tenÌa cejas ni pestaßas. Arthur, estirado hacia atrÀs, parecÌa engancharse
la chaqueta en todos los sitios posibles. A Redrick le ardÌan las manos
chamuscadas y la mochila no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor,
la falta de aire, le hicieron pensar que estaba demasiado quemado, que no
llegarÌa. El temor le obligÑ a redoblar el impulso de codos y rodillas. Hay
que llegar, un poquito mÀs; vamos, Red, vamos, puedes. AsÌ, un poquito
mÀs...
AllÌ se quedÑ por largo rato, con las manos y la cara en el agua frÌa y
herrumbrosa, regodeÀndose con la frescura maloliente y podrida. HabrÌa
podido quedarse toda la vida, pero se obligÑ a levantarse sobre las rodillas
para dejar la mochila y arrastrarse hasta Arthur, que permanecÌa inmÑvil a
unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
Bueno, habÌa sido un lindo muchacho. Ahora estaba convertido en una
mÀscara de color gris oscuro, hecha de sangre cocida y cenizas. Redrick
contemplÑ con cansado interÈs los surcos y los senderos abiertos en la
mÀscara por piedras y palos. En seguida se levantÑ, tomÑ al muchacho por lo
sobacos y lo arrastrÑ hasta el agua.
Arthur respiraba pesadamente, gimiendo de tanto en tanto. Redrick lo
arrojÑ de cara en el charco mÀs profundo y se dejÑ caer junto a Èl,
reviviendo el placer de aquella caricia gÈlida y mojada. El muchacho
gorgoteÑ, se apoyÑ sobre las manos y alzÑ la cabeza. TenÌa los ojos
desorbitados y no entendÌa nada, pero aspiraba Àvidamente el aire, tosiendo
y escupiendo. Finalmente recobrÑ el sentido y buscÑ a Redrick con la vista.
-
sucia -. ¿QuÈ era eso, seßor Schuhart?
- Era la muerte - murmurÑ Redrick.
TosiÑ. Se palpÑ el rostro. Le dolÌa. TenÌa la nariz hinchada, pero las
pestaßas y las cejas (cosa extraßa) estaban en su lugar. TambiÈn seguÌa
intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
Arthur tambiÈn estaba tocÀndose ansiosamente la cara. Una vez lavada la
horrible mÀscara, y tambiÈn contra lo que cabÌa esperar, resultÑ estar
perfectamente. TenÌa unos cuantos araßazos y un chichÑn en la frente, ademÀs
del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
- Nunca oÌ hablar de nada parecido - observÑ Arthur, mirando hacia
atrÀs.
Redrick hizo lo mismo. Habla muchas huellas sobre el pasto gris y
ceniciento; le sorprendiÑ notar lo corto que habla sido aquel trayecto
horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse, junto con su
compaßero, de la fatalidad. HabÌa sÑlo veinte o treinta metros de uno a otro
borde, pero Èl, cegado por el miedo, habÌa avanzado en loco zigzag, como una
cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios lo habÌa hecho en la
direcciÑn correcta. De lo contrario habrÌa llegado a la roncha de mosquito
de la izquierda; tambiÈn pudo dar la vuelta completa. No, no tanto; Èl no
era novato. Y de no haber sido por ese tonto nada habrÌa pasado; cuanto mÀs
tendrÌa unas cuantas ampollas en los pies.
Arthur se estaba lavando y gemÌa al tocarse los puntos doloridos.
Redrick se levantÑ tambiÈn; con una mueca de dolor, sintiÑ el roce de las
ropas sobre la piel quemada, en tanto caminaba hasta un sitio seco para
examinar la mochila. La pobre las habÌa pasado mal; las hebillas superiores
estaban fundidas; las ampollas del botiquÌn de primeros auxilios habÌan
estallado y habÌa una mancha hÇmeda que olÌa a antisÈptico. Redrick abriÑ la
bolsa y empezÑ a recoger astillas de vidrio y plÀstico. En ese momento oyÑ
la voz de Arthur.
- ¡Gracias, seßor Schuhart!
Redrick no respondiÑ.
- Fue culpa mÌa. OÌ que me ordenaba quedarme allÌ, pero estaba asustado
de veras, cuando el calor se volviÑ tan fuerte... perdÌ la cabeza. Tengo
mucho miedo al dolor, seßor Schuhart.
- ¿Por quÈ no te levantas? - dijo Redrick sin volverse -. Eso fue sÑlo
una muestra.
VolviÑ a pasar los brazos por las correas, haciendo muecas dolor al
sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era como si se le
hubiera arrugado la piel en los puntos afectados. Conque el chico tenÌa
miedo al dolor, ¿eh?
Todo estaba en orden; no se habÌan apartado del camino. Ahora, hacia las
colinas, donde estaban los cadÀveres. Esas malditas colinas, allÌ erguidas,
las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita
depresiÑn en medio. OlfateÑ el aire. La maldita depresiÑn, Èsa es
precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
- ¿Ves esa depresiÑn entre las colinas? - preguntÑ.
- La veo.
- Derecho hacia allÀ.
Arthur se secÑ la cara con el dorso de la mano y echÑ a andar,
chapaleando entre los charcos. Iba rengueando; ya no parecÌa tan erguido y
bien proporcionado como antes. Caminaba encorvado, con mucha cautela. Uno
mÀs que he sacado, pensÑ Redrick; ¿y cuÀntos van? ¿Cinco, seis? Lo que me
pregunto ahora es por quÈ. No es pariente mÌo. No soy responsable de lo que
le pase. A ver, Red, ¿por quÈ lo salvaste? Estuviste a punto de sonar por
culpa suya. Ahora que tengo la cabeza mÀs despejada sÈ por quÈ. Hice bien en
salvarlo; no puedo arreglÀrmelas sin Èl: es mÌ rehÈn por Monita. No salvÈ a
un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
AllÀ, en el calor, no lo pensÈ dos veces: lo saquÈ como si fuera de mi
propia sangre y ni siquiera se me ocurriÑ abandonarlo allÌ, a pesar de que
me habÌa olvidado de todo: de la llave maestra y de Monita. ¿QuÈ significa
eso? Significa que en el fondo, despuÈs de todo, soy un buen tipo. Eso es lo
que Guta sostiene, lo que Kirill solÌa decir, lo que Richard no se cansa de
repetir.
primero y despuÈs usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El seßor Buen
Tipo. Tengo que salvarlo para que lo agarre la pica carne (lo pensÑ frÌa,
claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
-
Ante ellos estaba la depresiÑn; Arthur, parado, esperaba Ñrdenes con la
vista clavada en Redrick. El suelo estaba allÌ cubierto por un limo verde,
podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De Èl se desprendÌa un ligero
vapor, que se espesaba entre las colinas; diez metros mÀs allÀ no se veÌa
nada. Y el hedor era terrible.
- Esto apesta, pero no te acobardes.
Arthur hizo un ruido gutural y retrocediÑ, mientras Redrick entraba
decididamente en acciÑn; sacÑ del bolsillo un copo de algodÑn empapado en
desodorante, se rellenÑ con Èl las losas nasales y ofreciÑ un poco a Arthur.
- Gracias, seßor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - preguntÑ
el, muchacho con voz dÈbil, Redrick lo tomÑ silenciosamente por el pelo y le
hizo girar la cabeza en direcciÑn al montÑn de harapos que se veÌa sobre la
rocosa ladera de la montaßa.
- èse era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de la izquierda, aunque
desde aquÌ no se ve, estÀ Caniche. En las mismas condiciones. ¿Entiendes?
Adelante.
El limo estaba caliente y pegajoso. Al principio caminaron erguidos,
hundiÈndose hasta la cintura. Por suerte el fondo era rocoso y bastante
parejo. Sin embargo Redrick no tardÑ en percibir un conocido tronar hacia
ambos lados. En la colina izquierda no habÌa nada, salvo la intensa luz
solar, pero en la ladera derecha, a la sombra, parpadeaban luces de color
pÇrpura claro.
- ¡AgÀchate! - susurrÑ, dando el ejemplo. -
Arthur se agachÑ, asustado; un batir de truenos quebrÑ el aire. Un rayo
bailaba furiosamente una intrincada danza precisamente encima de ellos,
apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sentÑ, hundiÈndose hasta los
hombros en el limo. Redrick, con los oÌdos taponados por el estruendo, se
volviÑ: una mancha de color rojo brillante se fundÌa rÀpidamente en la
sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
- ¡Adelante!
Avanzaron en fila india, agachados, asomando tan sÑlo la cabeza. Con
cada trueno Redrick veÌa ponerse de punta los largos cabellos de Arthur y
sentÌa, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
- ¡Adelante! - seguÌa repitiendo -.
Ya no oÌa nada. En una oportunidad vio a Arthur de perfil y notÑ que
tenÌa los ojos desorbitados por el terror, la boca pÀlida y fuerte, la
mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida los relÀmpagos empezaron a
estallar a tan poca altura que se vieron obligados a bajar la cabeza. El
limo verde les llenÑ la boca, dificultÀndoles la respiraciÑn. Redrick,
tratando de tomar aire, se arrancÑ el algodÑn de la nariz y descubriÑ que el
hedor habÌa desaparecido; sÑlo se percibÌa el aroma fresco y penetrante del
ozono; el vapor estaba espesÀndose. O quizÀs era Èl, que se desvanece, pues
ya no podÌa ver ninguna de las dos colinas; sÑlo vela la cabeza de Arthur,
pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
PasarÈ, pasarÈ, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es
asÌ: estoy varado en la mugre, con relÀmpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido
de otro modo. ¿De dÑnde sale toda esta basura?
lugar, es como para enloquecer a cualquiera, Cuervo Burbridge lo hizo: Èl
pasÑ por aquÌ y siguiÑ andando; Cuatro-ojos quedÑ a la derecha y Caniche a
la izquierda, todo para que Cuervo pudiera pasar entre ellos y dejar toda
esta porquerÌa detrÀs. Y te lo mereces; quien camine detrÀs de Cuervo se
hundirÀ hasta el cuello en la porquerÌa. ¿No lo sabÌas, acaso? Hay
demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un solo rincÑn
limpio.
Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes
el orden, eres infeliz, Red, bajo cualquier orden y cualquier sistema. No
eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como tÇ
no podemos tener el Reino de los Cielos sobre la Tierra". ¿QuÈ sabes tÇ,
gordo? ¿DÑnde has visto un sistema bueno? ¿CuÀndo me viste a mÌ en un
sistema bueno?
En ese momento resbalÑ en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y
cayÑ en el limo, Al resurgir vio ante Èl la cara aterrorizada de Arthur. Por
un segundo lo recorriÑ un escalofrÌo: creyÑ que habÌa perdido el rumbo. Pero
no era asÌ: de inmediato comprendiÑ que debÌan ir hacia allÀ, hacia donde la
cima negra de la roca asomaba por el limo; lo comprendiÑ a pesar de que no
habÌa otra cosa visible en la niebla amarilla.
- ¡Alto! - gritÑ - ¡A la derecha!
Ni siquiera podÌa oÌr su propia voz. AlcanzÑ a Arthur, lo aferrÑ por el
hombro y le seßalÑ: mantente a la derecha de la roca y no levantes la
cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagarÀs por esto. Arthur hundiÑ la cabeza
precisamente en el momento en que un rayo reducÌa la roca a astillas. Ya
pagarÀs por esto, repitiÑ Redrick, mientras volvÌa a sumergirse y agitaba
furiosamente brazos y piernas. Hubo otro trueno.
por todo esto! Por un momento pensÑ: ¿a quiÈn me refiero? No lo sÈ, pero
alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagarÀ. Espera, espera que ponga
las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo;
les sacarÈ lo que quiera.
Cuando al fin lograron salir a tierra seca, cubierta de pedregullo
caliente por el sol, estaban medios sordos, hechos pedazos y tambaleantes;
caminaban apoyÀndose uno en el otro. Redrick vio la pick up descascarada,
hundida hasta el eje, y recordÑ que podÌan descansar a la sombra del
vehÌculo. Se arrastraron hasta allÌ. Arthur se tendiÑ de espaldas y empezÑ a
desabotonarse la chaqueta con dedos exhaustos; Redrick apoyÑ la mochila
contra el costado del camiÑn, se limpiÑ las manos contra los guijarros y
hurgÑ dentro de su chaqueta.
- Yo tambiÈn - dijo Arthur -. Yo tambiÈn.
Redrick se sorprendiÑ al oÌrlo hablar con voz tan potente. TomÑ un
sorbo, cerrÑ los ojos y entregÑ la petaca a Arthur. Listo, pensÑ dÈbilmente.
Pasamos. Hasta esto pasamos. Y ahora, cuentas a cobrar a la vista. ¿Creen
que me olvidÈ? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las
gracias por haberme dejado vivir, por no ahogarme? VÀyanse al diablo. Se
acabÑ, ¿entienden? Se acabÑ todo esto. Desde ahora en adelante serÈ yo quien
tome las decisiones. Yo, Redrick Schuhart, en completa posesiÑn de mis
facultades fÌsicas y mentales, tomarÈ las decisiones para todo el mundo. Y
en cuanto a todos ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, seßores Huesos,
seßores Quarterblads, chupasangres, platudos, Roncos, gente de saco y
corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas
acciones y oportunidades de empleo; a sus pilas eternas y a sus motores
eternos y a sus ronchas de mosquito y a sus falsas promesas. Ya tengo
bastante; hace rato que me llevan de las narices. Me he pasado la vida
llevado de las narices, y siempre pensÈ que Èsa era la vida que yo querÌa, y
me llenaba la boca diciÈndolo, pedazo de tonto, mientras ustedes me
alentaban y se guißaban el ojo, arrastrÀndome, metiÈndome entre cÀrceles y
rejas.
SoltÑ las hebillas de la mochila y quitÑ a Arthur la petaca.
- Nunca pensÈ... - decÌa en ese momento Arthur, con mansa sorpresa en
la voz -. Ni siquiera lo hubiera imaginado. SabÌa lo de la muerte, el fuego
y todo eso, por supuesto, pero algo asÌ... ¿CÑmo vamos a volver?
Redrick no lo escuchaba. Lo que Èl dijera ya no tenÌa significado.
Tampoco antes lo tenÌa, pero antes ese muchacho era al menos una persona.
Ahora era una clave parlante, una llave que le abrirÌa las puertas de la
Bola Dorada. Que hablara, nomÀs.
- Si tuviÈramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara,
por lo menos.
Redrick lo mirÑ, contemplÑ aquel pelo despeinado y sucio, la cara
manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el
cuerpo la costra de barro lÌquido. No sentÌa lÀstima, ni irritaciÑn, ni
nada. Una clave parlante. Se volviÑ. Ante Èl bostezaba una temible
extensiÑn, como una construcciÑn abandonada, cubierta de ladrillos partidos,
salpicada de polvo blanco e iluminada fuertemente por el sol cegador,
insoportablemente blanco, ardoroso, enojado y muerto. Desde allÌ se veÌa
tambiÈn el otro extremo de la cantera, igualmente blanco y deslumbrante;
desde esa distancia parecÌa perfectamente liso y perpendicular. El extremo
mÀs cercano estaba marcado por grandes grietas y cantos rodados; un sendero
bajaba hasta el fondo, donde se erguÌa la cabina del excavador, como una
mancha roja contra la roca blanca. Era el Çnico punto de referencia. TenÌan
que dirigirse hacia allÌ, guiÀndose sÑlo por la suerte.
Arthur se levantÑ con trabajo, metiÑ el brazo bajo el camiÑn y sacÑ una
lata oxidada.
- Mire, seßor Schuhart - dijo, animÀndose -. Esto lo debe haber dejado
papÀ. AquÌ abajo hay mÀs.
Redrick no respondiÑ. Eso es un error, pensÑ frÌamente; es mejor no
pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
Por el contrario, no importa.
Se levantÑ con una mueca: las ropas se le habÌan pegado al cuerpo, a la
piel ardida; sintiÑ un tirÑn, como si le arrancaran el vendaje seco de una
herida. Arthur tambiÈn grußÑ al levantarse y dirigiÑ a Redrick una mirada de
mÀrtir. Estaba a la vista que deseaba quejarse, pero no se atreviÑ. Se
limitÑ a decir, con voz ahogada:
- ¿Me harÀ mal tomar otro trago, seßor Schuhart?
Redrick sacÑ la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
- ¿Ves aquello rojo entre las rocas?
- SÌ - respondiÑ Arthur, estremeciÈndose.
- Derecho hacia allÀ. Vamos.
El muchacho estirÑ los brazos, enderezÑ los hombros con un gesto de
dolor y mirÑ en su torno.
- OjalÀ pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
Redrick aguardÑ en silencio. Arthur lo mirÑ desoladamente y asintiÑ.
Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo sÇbitamente.
- La mochila. Se olvida la mochila, seßor Schuhart.
-
No querÌa explicar nada, no querÌa mentir. Tampoco hacÌa falta. IrÌa,
de cualquier modo. No tenÌa adÑnde ir, si no. IrÌa. Y Arthur fue. Caminaba
encorvado, arrastrando los pies, tratando de quitarse el barro seco de la
cara; parecÌa menudo, escuÀlido y desamparado, como un gatito mojado y
perdido. Redrick lo siguiÑ. En cuanto saliÑ de la sombra el sol cayÑ sobre
Èl, cegÀndole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lamentÀndose
de no haber llevado los anteojos ahumados.
Cada paso levantaba una nube de polvo blanco; la nube, al asentarse
sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien
hedÌa; resultaba imposible caminar tras Èl; Redrick demorÑ un rato en
comprender que Èl mismo llevaba el olor encima. Era desagradable, pero
familiar, en cierto modo: el mismo que invadÌa la ciudad cuando el viento
norte traÌa el humo de la planta. TambiÈn su padre olÌa asÌ cuando llegaba a
casa, hambriento, sombrÌo, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces
Redrick corrÌa a esconderse en algÇn rincÑn apartado y lo observaba,
asustado, mientras Èl se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba
en el fondo del ropero, mientras se arrancaba las ropas de trabajo para
arrojÀrselas a la madre; despuÈs iba a la ducha en medias, dejando huellas
pegajosas. AllÀ se quedaba, bajo la ducha, grußendo y palmeÀndose el cuerpo
durante largo rato, entre chapaleos y murmullos incomprensibles, hasta que
finalmente gritaba, estremeciendo toda la casa: "
Redrick tenÌa que esperar hasta que el padre estuviera lavado e instalado
ante la mesa, con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco de
ketchup. Cuando terminaba de sorber la sopa y atacaba el cerdo con
habichuelas, reciÈn entonces podÌa dejarse ver, trepar a sus rodillas y
preguntarle a cuÀntos ingenieros y a cuÀntos sindicalistas habÌa ahogado en
vitriolo durante la jornada.
Todo, a su alrededor, parecÌa estar al rojo blanco: se sentÌa mareado
de tanto calor seco, de cansancio, del insoportable dolor en las
articulaciones, donde la piel estaba ampollada. Era como si, a travÈs de la
niebla caliente que le envolvÌa la conciencia, la piel le estuviera pidiendo
a gritos paz, agua, frescura. Los recuerdos, gastados hasta el punto de
resultar irreconocibles, se le amontonaban en el cerebro hinchado,
golpeÀndose entre sÌ, mezclados, tropezando, confundiÈndose con aquel mundo
al rojo blanco que llameaba ante sus ojos entrecerrados. Y todos eran
amargos, y todos evocaban odio o piedad por si mismo. TratÑ de combatir el
caos, de convocar algÇn espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de
ternura o de alegrÌa. Se exprimiÑ la memoria hasta sacar de ella la cara
fresca y riente de Guta cuando era aÇn una muchacha deseada e intacta; pero
su rostro, en cuanto apareciÑ, quedÑ inmediatamente velado por la herrumbre;
despuÈs se deformÑ, se retorciÑ hasta convertirse en la cara sombrÌa de
Monita, cubierta de piel castaßa, Àspera. Se esforzÑ por recordar a Kirill,
aquel hombre santo: sus movimientos rÀpidos y seguros, su risa, su voz, que
prometÌa tiempos y lugares nunca vistos. Y Kirill apareciÑ; pero en seguida
explotÑ contra el sol una telaraßa plateada y Kirill desapareciÑ. En cambio
aparecieron los ojos angelicales y fijos de Ronco, con un envase de
porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos que medraban en su
subconsciente quebraron la barrera que Èl intentaba crear a fuerza de
voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenÌa entre los recuerdos, como
si nunca hubiese visto mÀs que caras feas y crueles.
Y durante todo ese tiempo no dejaba de ser un merodeador. Sin darse
cuenta de ello, alguna parte de su sistema nervioso recogÌa la informaciÑn
esencial: a la izquierda, a bastante distancia habÌa un fantasma alegre
sobre un montÑn de planchas; estaba quieto, agotado, asÌ que al diablo con
Èl; hacia la derecha habÌa una ligera brisa, y pocos pasos mÀs adelante vio
una roncha de mosquito, lisa como un espejo, de varios brazos. ParecÌa una
estrella de mar (estaba lejos, no habÌa peligro); bien en el centro, un
pÀjaro aplastado; cosa extraßa, puesto que los pÀjaros no solÌan sobrevolar
la Zona. AllÌ, junto al sendero, habÌa dos vacÌos abandonados; tal vez
Cuervo los habÌa dejado al volver; el temor es mÀs fuerte que la codicia. Lo
vio todo y tomÑ debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartÑ veinte
centÌmetros del camino, Redrick abriÑ la boca y lanzÑ una Àspera
advertencia, automÀticamente. Una mÀquina, pensÑ. Me han convertido en una
mÀquina. Las rocas partidas que marcaban el borde de la cantera se estaban
acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre
el techo rojo de la cabina.
QuÈ tonto fuiste, Cuervo, quÈ tonto, pensÑ Redrick. Eres inteligente,
pero tonto. ¿CÑmo se te ocurriÑ confiar en mÌ? Nos tratamos desde hace tanto
tiempo que deberÌas conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor es que
te estÀs poniendo viejo. MÀs torpe. Pero quÈ digo, si me he pasado la vida
tratando con tontos. Y entonces imaginÑ la cara de Cuervo cuando descubriera
que Arthur, su dulce Artie, sir Çnico hijo varÑn, su orgullo y su alegrÌa,
habÌa ido a la Zona con Red para buscar las piernas de Cuervo, en lugar de
algÇn novato prescindible. ImaginÑ aquella cara y se echÑ a reÌr. Cuando
Arthur volviÑ el rostro asustado para mirarlo, siguiÑ riendo y le indicÑ por
seßas que siguiera caminando. Y entonces la caras le cruzaron por la
conciencia otra vez, como imÀgenes en una pantalla. HabÌa que cambiarlo
todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos: habÌa que cambiar
cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendÌa a la cantera
y se quedÑ inmÑvil, forzando la vista para mirar hacia abajo, lejos,
estirando el largo cuello. Redrick se reuniÑ con Èl. Pero no miraba en la
misma direcciÑn que Arthur.
Precisamente bajo sus pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta
muchos aßos antes por las ruedas de los vehÌculos pesados. Hacia la derecha
habÌa una pendiente blanca, escarpada, rajada por el calor; la cuesta
siguiente estaba medio excavada; entre las rocas y el escombro habÌa una
aplanadora; la pala caÌda golpeaba impotente contra el costado de la ruta.
Era de esperar: no habÌa nada mÀs sobre la ruta, con excepciÑn de las
estalactitas negras y retorcidas, que parecÌan velas gruesas colgadas de los
bordes dentados de la cuesta, y un montÑn de manchas oscuras en el polvo,
como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
Era todo lo que quedaba de ellos; resultaba imposible siquiera contar
cuÀntos hablan sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de
los deseos de Cuervo. AquÈl de allÀ era Cuervo, volviendo sano y salvo del
sÑtano del Complejo Nº 7. AquÈlla, la mÀs grande, era Cuervo sacando de la
Zona el imÀn contorsionante sin que nadie lo detuviera. Y aquel carÀmbano
era la lujuriosa Dina Burbridge,
padre!. Aquella mancha era Arthur Burbridge, tambiÈn distinto de la madre y
del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegrÌa.
-
Schuhart, despuÈs de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
SoltÑ una carcajada de felicidad, se agachÑ y golpeÑ la tierra con los
pußos, con toda su fuerza. El pelo enredado se le sacudiÑ ridÌculamente,
arrojando terrones de barro seco en todas direcciones. Y sÑlo entonces mirÑ
Redrick hacia la bola. Con cautela, con cuidado, con el oculto temor de que
no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo
expulsara de aquella nube en donde habÌa logrado refugiarse, abandonÀndolo
nuevamente en la mugre.
No era dorada; su color, antes bien, era el del cobre rojizo. La
superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado
opuesto de la cantera, cÑmodamente instalada entre los montones de rocas.
Aun desde allÌ se veÌa lo voluminosa y pesada que era, lo sÑlidamente
plantada que estaba en su lugar.
Nada en ella podÌa llevar a la desilusiÑn o a las dudas, pero tampoco
inspiraba muchas esperanzas. Por algÇn motivo, el primer pensamiento de
Redrick fue que quizÀs fuera hueca y que debÌa estar caliente por su
situaciÑn, a pleno sol. Obviamente no brillaba con luz propia ni podÌa
elevarse ni bailar en el aire, tal como afirmaban muchas leyendas.
PermanecÌa en el mismo sitio donde habÌa caÌdo. Tal vez habÌa rodado desde
algÇn bolsillo monstruosamente gigantesco; tal vez se habÌa perdido durante
algÇn juego entre titanes. El caso es que no parecÌa cuidadosamente
instalada allÌ, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban la Zona:
los vacÌos, los brazaletes, las pilas y la otra basura amontonada tras la
VisitaciÑn.
Pero al mismo tiempo tenÌa algo especial. Cuanto mÀs la miraba mÀs
claramente comprendÌa que era agradable de mirar, que le gustarÌa acercarse
a ella, palparla... Y sÇbitamente se le ocurriÑ que serÌa lindo, tal vez,
sentarse junto a ella, o mejor aÇn, recostarse en la bola, cerrar los ojos y
pensar, recordar, tal vez perderse en ensoßaciones, amodorrÀndose,
descansando...
Arthur se levantÑ de un salto, abriÑ a tirones todas las cremalleras de
su chaqueta, se la quitÑ y la arrojÑ a los pies, levantando una nube de
polvo blanco. Gritaba algo, hacÌa gestos y agitaba los brazos. Al fin puso
las manos detrÀs de la espalda y se lanzÑ cuesta abajo, bailando una jiga.
Ya no miraba a Redrick. Se habÌa olvidado de Èl, se habÌa olvidado de todo.
Bajaba para convertir sus sueßos en realidad, los pequeßos deseos secretos
de un estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veÌa un centavo fuera
de su asignaciÑn; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si le
sorprendÌan un dejo de alcohol en el aliento al volver a casa; de un
muchacho predestinado a ser un abogado famoso y, en el futuro, ministro de
gabinete y, en un futuro mÀs distante, presidente de la naciÑn. Redrick,
entrecerrando los ojos hinchados ante la luz cegadora, lo observÑ en
silencio. PermaneciÑ calmo y frÌo. SabÌa lo que iba a ocurrir y sabÌa que no
serÌa capaz de mirar, pero que tenÌa todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo,
sin sentir nada en especial, salvo que, muy dentro de si, un gusanito
comenzaba a girar y a retorcerse, hundiÈndole la aguda cabeza en el vientre.
Y el muchacho seguÌa caminando hacia abajo, bailando una jiga,
arrastrando los pies segÇn su propio ritmo. Y el polvo se alzaba, blanco,
bajo sus talones. Y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, con ganas,
con alegrÌa, festivamente, algo que podÌa ser una canciÑn o una fÑrmula
mÀgica. Y Redrick pensÑ que, quizÀ por primera vez en la historia de la
cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
Al principio no escuchÑ lo que chillaba su clave parlante; al cabo
alguna pieza, en su interior, echÑ a andar. Entonces oyÑ:
- ¡Felicidad para todos! ¡Gratuita! ¡Toda la que uno quiera!
vengan todos! ¡Hay para todos! ¡Nadie quedarÀ Insatisfecho!
gratuita!
Y de pronto quedÑ en silencio, como si un enorme pußo le hubiera pegado
en el medio de la boca. Y Redrick vio que la vacuidad transparente, el
acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los
aires y lenta, muy lentamente, lo retorcÌa, tal como una lavandera retuerce
su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caÌa de su
espasmÑdica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
Entonces le volviÑ la espalda y se sentÑ. Su cabeza estaba vacÌa de
todo pensamiento; de algÇn modo habÌa dejado de tener sensaciones. El
silencio se espesaba en el aire, especialmente detrÀs de Èl, allÀ, en la
ruta. Se acordÑ de su petaca, sin mayor alegrÌa; era tan sÑlo una medicina y
habÌa llegado la hora de tomarla. DesenroscÑ la tapa y bebiÑ a tragos muy
medidos. Por primera vez habrÌa deseado que esa petaca tuviera agua fresca y
no licor.
PasÑ el tiempo. EmpezÑ a tener pensamientos mÀs o menos coherentes.
Bueno, ya estÀ, pensÑ, sin querer. La ruta estÀ abierta.
Ahora podÌa bajar. Pero siempre era mejor, por supuesto aguardar un
poco. Las pica carnes suelen ser traicioneras. De cualquier modo tenÌa
algunas cosas en quÈ pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado
a hacerlo. ¿Y quÈ era "pensar", despuÈs de todo? Pensar querÌa decir
encontrar una salida, aclarar un engaßo, quitar la venda de los ojos de
alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
Bien. Monita, su padre... Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo
a esos malnacidos, que esos hijos de puta coman lo que yo he comido... No,
Red, no es asÌ... Quiero decir, si, lo es, pero ¿quÈ significa eso? ¿QuÈ
necesito? Eso es maldecir, no pensar.
Un presentimiento terrible lo dejÑ helado. SalteÑ apresuradamente los
muchos argumentos que aÇn tenÌa por delante y se dijo, enojado: AsÌ son las
cosas, Red, no podrÀs salir de aquÌ mientras no lo hayas comprendido; caerÀs
muerto aquÌ, junto a la bola, para pudrirte en este sitio, pero no saldrÀs
de aquÌ.
Dios, ¿dÑnde estÀn las palabras, dÑnde estÀn mis pensamientos? (Se dio
una palmada en la cabeza)
momento, Kirill solÌa decir algo asÌ.
¡Kirill! EscarbÑ febrilmente entre sus recuerdos y las palabras
subieron a la superficie, palabras conocidas o desconocidas. Pero nada
servÌa porque Kirill no habÌa dejado palabras tras de sÌ. HabÌa dejado
imÀgenes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
Perversidad y traiciÑn. TambiÈn esta vez me abandonan, me dejan mudo.
Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me
oyen?
hombre nace para pensar (
que no lo creo. No lo creÌa antes y tampoco lo creo ahora. Y no sÈ para quÈ
nace el hombre. Yo nacÌ. Por eso estoy aquÌ. La gente come lo que puede. Que
todos nosotros tengamos buena salud y que todos ellos se vayan al diablo.
¿QuiÈnes somos nosotros y quiÈnes son ellos? No entiendo nada. Si yo soy
feliz, Burbridge no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si
Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a Èl le van mal las cosas es
el Çnico lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglarÀ.
todo es una larga pelea! Me pasÈ la vida peleando con el capitÀn
Quarterblad, y Èl se pasa la vida peleando con Ronco, y lo Çnico que quiere
de mi es que deje de merodear. Pero ¿cÑmo voy a dejar de merodear si tengo
que alimentar una familia? ¿Que me consiga un trabajo? No quiero trabajar
para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mÌ las cosas son mÀs
o menos asÌ: cuando un hombre trabaja con ustedes estÀ siempre trabajando
para uno de ustedes y no es mÀs que un esclavo. Y yo siempre quise depender
de mÌ mismo, para poder escupirles a todos en la cara, para reÌrme de su
aburrimiento y de su desesperaciÑn.
AcabÑ hasta las heces del coßac y arrojÑ la petaca vacÌa contra el
suelo, con todas sus fuerzas. La petaca rebotÑ, centelleando bajo el sol, y
saliÑ rodando. En seguida se olvidÑ de ella. Se quedÑ allÌ sentado,
cubriÈndose los ojos con las dos manos, mientras intentaba, ya que no
comprender, ver al menos siquiera en parte cÑmo deberÌan ser las cosas. Pero
no veÌa mÀs que las caras; caras, caras y mÀs caras. Y billetes, botellas,
montones de harapos que en otros tiempos fueron seres humanos, columnas de
cifras. SabÌa que era necesario destruir todo eso, y querÌa destruirlo, pero
adivinaba que cuando todo eso desapareciera no quedarÌa sino la tierra
desnuda y seca. En su frustraciÑn, en su desesperanza, sintiÑ deseos de
recostarse contra la bola.
Se levantÑ, se sacudiÑ automÀticamente los pantalones e iniciÑ el
descenso hacia el fondo de la cantera.
El sol ardÌa. Ante los ojos le bailaban manchas rojas y el aire
temblaba en el fondo de la cantera. En aquella reverberaciÑn, la bola
parecÌa danzar en su sitio, como una boya entre las olas. PasÑ junto a la
pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies, con cuidado de no
pisar las manchas. Y en seguida, hundiÈndose entre el pedregullo, se
arrastrÑ a travÈs de la cantera hacia la bola danzarina, guißadora.
Estaba cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrÌo
le recorrÌa el cuerpo. Temblaba como si reciÈn saliera de una fuerte
borrachera, con el dulce polvo de tiza chirriÀndole entre los dientes. HabÌa
abandonado todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una y otra vez su
letanÌa:
Soy un animal, ustedes lo saben. No tengo palabras, no me las
enseßaron. No sÈ cÑmo se hace para pensar, porque los hijos de puta no me
enseßaron a pensar. Pero si ustedes son en verdad... todopoderosos...
omnisapientes... ¡bueno, adivÌnenlo!
allÌ encontrarÀn cuanto necesitan. Tiene que ser.
nadie! AverigÝen ustedes quÈ es lo que deseo...
malo! MaldiciÑn, no se me ocurre nada, nada, salvo esas palabras que Èl
dijo...
Last-modified: Sat, 27 Jan 2007 10:26:34 GMT