Arkadi y Boris Strugatsky. Picnic extraterrestre
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T¼tulo original: Piknik na obochone
TraducciÁn: Edith Zilli
© 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky
© 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I.
Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina
ISBN 145026-78
EdiciÁn electrÁnica de Sadrac Julio de 2000
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Es preciso sacar bueno de lo malo,
Pues es todo cuanto se puede hacer.
Robert Penn Warren
De la entrevista realizada por el enviado especial de radio Harmont al
doctor Valentine Pilman, premio NÁbel de f¼sica 19..
- Tengo entendido, doctor Pilman, que su primer descubrimiento de
importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
- No lo creo. El Foco Irradiador de Pilman no fue el primero, ni fue
importante; ni siquiera fue un descubrimiento. Por otra parte tampoco fue
del todo m¼o.
- Debe estar bromeando, doctor. El Foco Irradiador de Pilman es un
concepto corriente hasta para los escolares.
- Eso no me sorprende. Seg·n algunas fuentes, el Foco Irradiador de
Pilman fue descubierto por un escolar. Por desgracia no recuerdo cÁmo se
llamaba. B·squelo en la Historia de la VisitaciÁn, de Stetson; all¼ est°
descrito con lujo de detalles. Øl sostiene que el foco irradiador fue
descubierto por un escolar, que fue un estudiante universitario quien
publicÁ las coordenadas, pero que por alguna razÁn desconocida, se le dio mi
nombre.
- S¼, con cualquier descubrimiento pasan cosas sorprendentes. ¿Le
molestar¼a explicar a nuestros oyentes de qu¸ se trata, doctor?
- El Foco Irradiador de Pilman es la cosa m°s simple del mundo.
Supongamos que hacemos girar un globo enorme y disparamos balas contra ¸l.
Los agujeros de esas balas quedar°n marcados en la superficie en una suave
curva. La base de lo que para usted es mi primer descubrimiento de
importancia consiste en el simple hecho de que las seis Zonas de VisitaciÁn
est°n dispuestas sobre la superficie del planeta como si alguien hubiera
disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada en alg·n punto
de la l¼nea Tierra-Deneb. Deneb es la estrella Alfa en la constelaciÁn de
Cygnus. El punto espacial del que provienen los disparos, por as¼ decirlo,
se llama Foco Irradiador de Pilman.
- Gracias, doctor ¡CompaÏeros harmonitas!
clara explicaciÁn de lo que es el Foco Irradiador de Pilman! A propÁsito:
anteayer se cumplieron treinta aÏos de la VisitaciÁn. Doctor Pilman, ¿quiere
decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
- ¿Hay algo que le interese en especial? Recuerde que yo no estaba en
Harmont por entonces.
- Por eso mismo ser° a·n m°s interesante saber qu¸ sintiÁ usted al
enterarse de que su ciudad natal era el centro de una invasiÁn de seres
ultracivilizados provenientes del espacio.
- Para serle sincero, al principio pens¸ que eran mentiras. Me costaba
creer que pudiera pasar algo as¼ en nuestra pequeÏa Harmont. Habr¼a sido m°s
plausible en Gobi o en Terranova.
- Pero al fin tuvo que creerlo.
- Ah s¼, al fin...
- ¿Y entonces?
- De repente se me ocurriÁ que Harmont y las otras cinco zonas de
VisitaciÁn... PerdÁn, me equivoco: por entonces hab¼a sÁlo otras cuatro
zonas conocidas. Se me ocurriÁ que todas entraban en una leve curva. Calcul¸
las coordenadas y las envi¸ a Naturaleza.
- ¿Y no se preocupÁ en ning·n momento por la suerte de su ciudad natal?
- La verdad es que no. Vea, aunque yo hab¼a llegado a creer en la
VisitaciÁn, no pod¼a convencerme de que hab¼a algo de cierto en esos
informes hist¸ricos sobre barrios incendiados, monstruos que devoraban
selectivamente sÁlo a los viejos y a los niÏos, batallas sangrientas entre
los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy
vulnerables, pero valientes y decididos.
- Ten¼a razÁn. Si mal no recuerdo, nuestros periodistas arruinaron
bastante la informaciÁn. Pero volvamos a la ciencia. El descubrimiento del
Foco Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el ·ltimo, probablemente,
de sus aportes al estudio de la VisitaciÁn.
- El primero y el ·ltimo.
- Pero sin duda usted se mantendr° muy al tanto de la investigaciÁn
internacional que se lleva a cabo en las Zonas de VisitaciÁn.
- S¼. De vez en cuando leo los Informes.
- ¿Se refiere a los Informes del Instituto Internacional de Culturas
Extraterrestres?
- S¼.
- En su opiniÁn, ¿cu°l ha sido el descubrimiento m°s importante en
estos ·ltimos treinta aÏos?
- La VisitaciÁn en s¼.
- PerdÁn, no comprendo.
- La VisitaciÁn, en s¼, es el descubrimiento m°s importante, no sÁlo de
los ·ltimos treinta aÏos, sino de toda la historia de la Humanidad. No
importa tanto saber qui¸nes fueron esos visitantes. No importa saber de
dÁnde ven¼an, por qu¸ vinieron, por qu¸ se quedaron tan poco tiempo ni dÁnde
est°n desde que se fueron de aqu¼; lo que importa es que la humanidad ahora
puede estar segura de algo: no estamos solos en el universo. Temo que el
Instituto de Culturas Extraterrestres jam°s tendr° la buena suerte de hacer
un descubrimiento m°s fundamental que ¸se.
- Lo que usted dice es fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo
me refer¼a a descubrimientos y progresos de ¼ndole t¸cnica. A
descubrimientos y progresos que nuestros cient¼ficos y nuestros ingenieros
pudieran utilizar con provecho. Despu¸s de todo, muchos cient¼ficos famosos
han sugerido que los descubrimientos hechos en las Zonas de VisitaciÁn
podr¼an cambiar todo el curso de nuestra historia.
- Bueno, yo no estoy de acuerdo con esa opiniÁn. En cuanto a
descubrimientos, espec¼ficamente hablando, no caen dentro de mi
especialidad.
- Sin embargo usted, desde hace dos aÏos, es asesor por el Canad° de la
comisiÁn de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la VisitaciÁn.
- S¼, pero no tengo nada que ver con el estudio de las culturas
extraterrestres. En la ComisiÁn, mis colegas y yo representamos a la
comunidad cient¼fica internacional cuando surgen dilemas al poner en
pr°ctica las decisiones de las Naciones Unidas con respecto a la
internacionalizaciÁn de las Zonas. Dicho en otros t¸rminos: nuestra funciÁn
es ver que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan
a manos del Instituto Internacional.
- ¿Hay alguien m°s que se interese por esos tesoros?
- S¼.
-
- No s¸ qu¸ es eso.
- As¼ llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando
a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al alcance. Se ha convertido
en una verdadera profesiÁn.
- Comprendo. Pero no, eso no est° dentro de nuestra jurisdicciÁn.
- Por supuesto, es cosa de la polic¼a. Pero me gustar¼a saber qu¸ es lo
que cae dentro de su jurisdicciÁn, doctor Pilman.
- Hay una constante p¸rdida de materiales provenientes de las Zonas de
VisitaciÁn que caen en manos de personas u organizaciones irresponsables.
Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas p¸rdidas.
- ¿Podr¼a explicarse mejor, doctor?
- ¿Por qu¸ no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a los oyentes les
interesar¼a conocer mi opiniÁn sobre el incomparable Godi MÍller?
-
cient¼fica. Como cient¼fico, ¿no le gustar¼a tener un contacto directo con
los tesoros extraterrestres?
- ¿CÁmo le dir¸? Supongo que s¼.
- En ese caso, ¿podemos esperar que un buen d¼a los harmonitas podamos
ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
- Puede ser.
1. Redrick Schuhart, veintitr¸s aÏos, soltero, ayudante de laboratorio
en la divisiÁn Harmont del instituto internacional de culturas
extraterrestres.
La noche anterior, ¸l y yo estuvimos en el depÁsito. Ya estaba
anocheciendo; yo pod¼a tirar el guardapolvo e ir a Borscht, a echar una o
dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero segu¼a all¼, sosteniendo la
pared, con el trabajo terminado y un cigarrillo en la mano. Me mor¼a de
ganas de fumar; hac¼a dos horas que no echaba una pitada. Y ¸l no dejaba de
dar vueltas con todo aquello. Ya hab¼a llenado, cerrado y sellado una caja
fuerte y estaba empezando con la otra; sacaba los vac¼os del transportador,
los examinaba uno por uno desde todos lados (y eran bien pesados, los
malditos; como siete kilos cada uno) y despu¸s volv¼a a ponerlos
cuidadosamente en el estante.
Se hab¼a pasado la vida peleando con esos vac¼os; a mi modo de ver, sin
beneficio alguno, ni para la humanidad ni para s¼. En su lugar yo habr¼a
mandado todo al diablo desde hac¼a rato para dedicarme a trabajar en otra
cosa ganando lo mismo. Claro que si uno lo piensa bien, un vac¼o es algo
misterioso, hasta incomprensible, se podr¼a decir. Yo he tenido muchos entre
las manos, pero no dejo de sorprenderme cada vez que veo uno. Son sÁlo dos
discos de cobre, del tamaÏo de un platito y de medio cent¼metro de grosor,
m°s o menos, separados por una distancia de cuarenta y cinco cent¼metros.
Nada m°s. Nada, absolutamente, sÁlo espacio vac¼o. Uno puede pasar la mano
por el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo deja tan fuera de combate;
no hay m°s que vac¼o y vac¼o; aire puro. Claro, tiene que haber alguna
fuerza entre los dos, seg·n creo, porque no se los puede juntar ni
separarlos m°s de lo que est°n.
La verdad, compaÏeros, es dif¼cil describ¼rselos a alguien que no los
haya visto. Son demasiado simples; sobre todo cuando uno los mira bien de
cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio:
uno termina retorci¸ndose los dedos y diciendo malas palabras por la
frustraciÁn. Okey, supongamos que lo han entendido; para los que no tengan
una copia de los Informes del Instituto, en cualquier n·mero hay un art¼culo
sobre los vac¼os, con fotos y todo.
Kirill llevaba casi un aÏo rompi¸ndose los sesos con los vac¼os, yo
hab¼a trabajado con ¸l desde el principio, pero todav¼a no estaba muy seguro
de lo que quer¼a averiguar: para serles sincero, no me esforzaba mucho por
descubrirlo. Que primero lo descubriera ¸l solo; despu¸s, a lo mejor, yo
har¼a la prueba. Por el momento sÁlo entend¼a una cosa: Kirill quer¼a
averiguar, a toda costa, cÁmo funcionaban esos vac¼os; los perforaba con
°cidos, los estrujaba en la prensa, los pon¼a a fundir en el horno. As¼
comprender¼a todo y lo llenar¼an de v¼tores y de honores: el mundo de la
ciencia se estremecer¼a de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso.
Todav¼a no hab¼a llegado a nada y ya estaba agotado. Andaba como gris y
callado, con ojos de perro enfermo, hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado
de otro, yo lo habr¼a emborrachado de lo lindo y lo habr¼a puesto en manos
de alguna chica experta para que lo desenredara. Y a la maÏana lo habr¼a
vuelto a emborrachar y a mandarlo con otra fulana. En un semana,
nuevo!: los ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios
no serv¼an. Ni siquiera val¼a la pena sugerirlo: no era de esos.
As¼ que est°bamos en el depÁsito. Yo lo observaba, viendo qu¸ mal
andaba, cÁmo se le hab¼an hundido los ojos, y sent¼ m°s l°stima por ¸l de la
que hab¼a sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decid¼... No, no
es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera
hablar.
- Oye - dije -, Kirill...
All¼ estaba, con el ·ltimo vac¼o en la balanza, como si estuviera
dispuesto a trepar sobre ¸l.
- Esc·chame - dije -.
eh?
- ¿Un vac¼o lleno? - replicÁ, con cara de no entender.
- S¼, Tu trampa hidromagn¸tica, cÁmo se llama..., el objeto 77 b. Tiene
una especie de cosa azul adentro.
Vi que empezaba a entender. Me mirÁ, parpadeÁ, y un destello de razÁn,
como a ¸l le gustaba decir, surgiÁ tras las l°grimas de perro.
- Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como ¸ste, pero lleno?
- S¼, eso es lo que digo.
- ¿DÁnde?
Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
- Vamos a fumar un cigarrillo.
MetiÁ el vac¼o en la caja fuerte, golpeÁ la puerta con fuerza y la
cerrÁ con tres vueltas y media de llave; despu¸s volvimos al laboratorio.
Ernest paga cuatrocientos al contado por un vac¼o vac¼o; podr¼a haberle
sacado hasta la ·ltima gota de jugo por uno lleno, grand¼simo hijo de puta;
pero cr¸ase o no, ni siquiera me pasÁ por la cabeza, porque Kirill volv¼a a
la vida ante mis ojos. BajÁ los escalones de a cuatro por vez, sin dejarme
siquiera terminar el cigarrillo. Le cont¸ todo: cÁmo era, dÁnde estaba y
cu°l era la mejor manera de llegar hasta all¼. Øl sacÁ un mapa, buscÁ la
ubicaciÁn del garaje y me lo indicÁ con el dedo, Inmediatamente se imaginÁ
que era yo, por supuesto; ¿cÁmo no iba a entender?
- Qu¸ perro eres - dijo, sonriendo -. Bueno, vamos a buscarlo. Lo
primero que haremos a la maÏana. Pedir¸ los pases y el equipo para las nueve
y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
- De acuerdo - dije -. ¿Qui¸n ser° el tercero?
- ¿Para qu¸ queremos un tercero?
- Oh, no - exclam¸ -. Øste no es un picnic con seÏoritas. ¿Y si te pasa
algo? Est° en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
Øl soltÁ una risa breve y se encogiÁ de hombros.
- Como quieras. Sabes m°s que yo de esto.
¡S¼, seguro! Claro que sÁlo estaba tratando de seguirme la corriente.
Por lo que a ¸l concern¼a, el tercero no har¼a m°s que estorbar. Si ¼bamos
los dos solos todo saldr¼a bien. nadie sospechar¼a nada sobre m¼. Pero hab¼a
un inconveniente: los del Instituto no entraban de a dos en la Zona. Las
reglas indican que dos trabajen mientras un tercero mira, para que pueda
hablar cuando le pregunten, m°s tarde.
- Por mi parte llevar¼a a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo mejor a ti
no te gusta. ¿O te parece bien?
- No - dije -. Cualquiera menos Austin. Puedes llevar a Austin otra
vez, ¿eh?
Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobard¼a, pero
creo que est° condenado. Era algo que no pod¼a explicar a Kirill, pero lo
sent¼a. El hombre cree que conoce y entiende la Zona perfectamente. Esto
significa que pronto va a estirar la pata. Que vaya, pero no conmigo,
gracias.
- Bueno, est° bien. ¿Qu¸ te parece Tender?
Tender era su segundo ayudante. Uno de esos tipos callados. que no se
meten con nadie.
- Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.
- Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
- Bueno. Llevemos a Tender.
Mientras ¸l se abocaba al estudio del mapa, yo fui directamente al
Borscht; estaba muerto de hambre y ten¼a la garganta seca.
A la maÏana llegu¸ al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve,
y mostr¸ el pase. El guardia de turno era ese polaco larguirucho al que le
romp¼ el alma el aÏo pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
-
Lo par¸ en seco, muy cort¸smente.
- ¿Qu¸ es eso de "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco
imb¸cil.
-
Yo estaba muy nervioso por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio
como un pescado. Lo levant¸ por la correa del pecho y le dije claramente qu¸
opinaba de ¸l y de qui¸n descend¼a por la rama materna. EscupiÁ en el suelo,
me devolviÁ el pase y dijo, sin m°s amabilidades:
- Redrick Schuhart, tiene Árdenes de presentarse inmediatamente al jefe
de Seguridad, capit°n Herzog.
- As¼ me gusta m°s - dije -. Por ah¼ andamos. Siga es forz°ndose,
sargento; a·n puede llegar a teniente.
Pero mientras tanto pensaba qu¸ novedad era aqu¸lla. ¿Para qu¸ me
querr¼a el capit°n Herzog durante el horario de trabajo? Bueno, fui y me
present¸.
Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en
las ventanas, justo como una comisar¼a. Willy estaba sentado a su
escritorio, fumando su pipa y escribiendo a m°quina no s¸ qu¸ jerigonza. Un
sargentito revolv¼a el interior del archivo met°lico, en el rincÁn; era
nuevo; yo no lo conoc¼a. En el Instituto hay m°s sargentos que en el cuartel
de polic¼a; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la
Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
- Hola - dije -. ¿Me llamaba?
Willy me mirÁ sin verme, se apartÁ de la m°quina de escribir, dejÁ un
pesado archivo sobre el escritorio y empezÁ a revisar el contenido.
- ¿Redrick Schuhart?
- El mismo - respond¼.
Por dentro me sub¼a una risa nerviosa todo era muy extraÏo. No pod¼a
evitarlo:
- ¿Cu°nto hace que est° en el Instituto?
- Dos aÏos y pico.
- ¿Tiene familia?
- Soy solo - respond¼ -. Hu¸rfano.
En seguida se volviÁ hacia el sargento y ordenÁ, en tono severo:
- Sargento Lummer, vaya a los archivos y traiga la carpeta n·mero
ciento cincuenta.
El sargento hizo la venia y desapareciÁ. Mientras tanto Willy cerrÁ el
archivo con un golpe y preguntÁ, ceÏudo:
- ¿Ha vuelto a las andadas?
- ¿Qu¸ andadas?
- Ya sabe a qu¸ andadas me refiero. Aqu¼ hay informaciÁn nueva sobre
usted.
"Aj°", pens¸.
- ¿De dÁnde?
Øl frunciÁ el ceÏo y golpeÁ la pipa contra el cenicero, irritado.
- Eso no le importa - dijo -. Se lo advierto como si fuera un viejo
amigo: deje eso, d¸jelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no
va a salir a los seis meses. Y lo expulsar°n del Instituto definitivamente,
enti¸ndalo.
- Entiendo - dije -. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es qui¸n fue
el malnacido que pasÁ el dato.
Pero ya hab¼a dejado de mirarme; segu¼a chupando la pipa vac¼a y
hojeando las fichas del archivo. Con eso estoy diciendo que el sargento
Lummer hab¼a vuelto trayendo la carpeta n·mero ciento cincuenta.
- Gracias Schuhart - dijo el capit°n Willy Herzog, tambi¸n conocido
como "El chancho" - Eso es todo lo que quer¼a aclarar. Puede irse.
Volv¼ al vestuario, me puse el guardapolvo y me anim¸. No pod¼a dejar
de pensar en qui¸n habr¼a pasado los rumores. Si proven¼an del mismo
instituto eran todas mentiras, por fuerza, porque all¼ nadie sab¼a nada de
m¼ ni hab¼a forma de que lo supieran. Si era un informe de la polic¼a,
tambi¸n: ¿qu¸ pod¼an saber, salvo mis viejos pecados? Tal vez hab¼an
atrapado a Cuervo. Ese hijo de perra habr¼a vendido hasta la madre por
salvar el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sab¼a nada de m¼. Pens¸ y pens¸,
sin llegar a nada grato. Al final entrado por ·ltima vez en la Zona, de
noche; ya me hab¼a decidido a mandar todo al diablo. Hac¼a ya tres meses que
hab¼a desprendido de casi todo el bot¼n y el dinero se me estaba acabando.
Si no me hab¼an pescado con la mercader¼a en las manos, menos lo har¼an
ahora, siendo yo tan escurridizo.
Pero en ese momento, justo cuando me dirig¼a hacia las escaleras, se me
iluminÁ repentinamente la cabeza, y tan claramente que volv¼ al vestuario,
me sent¸ y encend¼ otro cigarrillo. Eso significaba que no pod¼a ir a la
Zona ese d¼a. Ni al siguiente, ni dos d¼as despu¸s. Significaba que esos
escuerzos me ten¼an otra vez entre ojos, que no me hab¼an olvidado; o, si me
hab¼an olvidado, alguien se encargaba de hacerles acordar. Ning·n
merodeador, a menos que estuviera completamente chiflado, se arrimar¼a a la
Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revÁlver a la espalda. Lo que me
hubiera convenido en ese momento habr¼a sido esconderme en el rincÁn m°s
oscuro. ¿Zona? ¿Qu¸ Zona?
qu¸ tienen que ninguna Zona, ni molestar a un honrado ayudante de
laboratorio?
Lo pens¸ bien y decid¼, casi con alivio, que ese d¼a no ir¼a a la Zona.
Pero ¿cu°l era la mejor manera de dec¼rselo a Kirill?
Se lo dije directamente.
- No voy a la Zona. ¿Qu¸ instrucciones tienes para darme?
Al principio me mirÁ con ojos de huevo duro, por supuesto. Despu¸s
pareciÁ entender. Me agarrÁ por el codo para llevarme a su pequeÏa oficina,
me hizo sentar ante el escritorio y ¸l se instalÁ en el antepecho de la
ventana, frente a m¼. Encendimos los cigarrillos. Silencio. Al fin me
preguntÁ, como con cautela:
- ¿PasÁ algo, Red?
¿Qu¸ iba a decirle?
- No. No pasÁ nada. Ayer perd¼ veinte al pÁker; ese Noonan es muy buen
jugador, el desgraciado.
- Un momento - interrumpiÁ -. ¿Has cambiado de idea?
La tensiÁn me hizo soltar un ruido ahogado.
- No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo
llamar a su oficina.
Se quedÁ tieso. Puso otra vez aquella cara pat¸tica, con ojos de
caniche enfermo, Se estremeciÁ, encendiÁ otro cigarrillo con la colilla del
viejo y hablo con suavidad.
- Puedes confiar en m¼, Red. No le dije una palabra a nadie.
- Por supuesto, nadie habla de ti.
- Ni siquiera habl¸ todav¼a con Tender. Hice extender un pase a nombre
de ¸l, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
No dije nada y segu¼ fumando. Era extraÏo y triste. Ese hombre no
entend¼a nada.
- ¿Qu¸ te dijo Herzog?
- Nada en especial. Alguien pasÁ el dato, eso es todo.
Øl me echÁ una mirada extraÏa, se bajÁ del antepecho y empezÁ a
pasearse, mientras yo hac¼a anillos de humo en silencio. Lo sent¼a por ¸l,
naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor.
la que hab¼a encontrado para la melancol¼a de Kirill! ¿Y de qui¸n era la
culpa? M¼a; hab¼a ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba
escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De pronto ¸l dejÁ de
pasearse y se acercÁ a m¼. MirÁ de soslayo hacia cualquier parte y murmurÁ:
- Escucha, Red, ¿cu°nto costar° un vac¼o lleno?
Al principio no entend¼; pens¸ que ten¼a esperanzas de comprar alguno.
¿DÁnde lo iba a conseguir? Tal vez ¸se fuera el ·nico del mundo; adem°s ¸l
no deb¼a tener tanta plata como para comprarlo. ¿De dÁnde pensaba sacarla?
Era un cient¼fico extranjero, ruso, para colmo. De pronto comprend¼. ¿As¼
que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
"Grand¼simo tal por cual", pens¸, "¿por qu¸ me tomas?" Abr¼ la boca
para dec¼rselo, pero la volv¼ a cerrar. Porque en realidad, ¿por qu¸ iba a
tomarme? Un merodeador es un merodeador. Cuanta m°s plata, mejor. Se juega
la vida por plata. Ten¼a derecho a pensar que el d¼a anterior yo hab¼a
tirado la l¼nea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
La idea me dejaba mudo. Y ¸l segu¼a mir°ndome intensamente, sin
parpadear. No hab¼a disgusto en sus ojos, sino una especie de comprensiÁn,
me parece. Al fin se lo expliqu¸, con calma.
- De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todav¼a.
No hay caminos. T· lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va
a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que
quer¼amos y volvimos en seguida. Como si fu¸ramos al depÁsito. Entonces todo
el mundo se dar° cuenta de que sab¼amos de antemano lo que busc°bamos y
dÁnde estaba. Eso quiere decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres,
¿qui¸n puede haber estado all¼? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me
espera?
Termin¸ mi discursito. Nos miramos fijamente a los ojos, sin decir
nada. De pronto ¸l juntÁ las manos, con ruido se las frotÁ y anunciÁ
cordialmente:
- Bueno, t· no podr°s ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. Ir¸ solo.
Tal vez me vaya bien. No ser° la primera vez.
TendiÁ el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyÁ en las manos
para inclinarse sobre ¸l. Toda su cordialidad pareciÁ evaporarse ante mis
ojos. Le o¼ musitar:
- Cuarenta metros, cuarenta y uno, podr¼a ser, y tres hasta llegar al
garaje. No, no llevar¸ a Tender. ¿Qu¸ te parece, Red? ¿Dejo a Tender?
Despu¸s de todo tiene dos hijos.
- No te dejar°n ir solo.
- Me dejar°n - murmurÁ -. Conozco a todos los sargentos y a los
tenientes.
elementos y parecen nuevos. A cinco metros de all¼ hay un envase de gasolina
y est° completamente herrumbrado, pero los camiones parecen reci¸n salidos
de la f°brica.
ApartÁ la vista del mapa y mirÁ por la ventana. Yo tambi¸n lo hice. Los
vidrios de nuestras ventanas son gruesos y emplomados. Y m°s all°... la
Zona. All¼ est°, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el
piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
A simple vista parece una extensiÁn de tierra como cualquier otra. El
sol brilla sobre ella como en cualquier rincÁn del planeta. Dar¼a la
impresiÁn de que nada ha cambiado mucho en ella; todo est° como hace treinta
aÏos. Mi padre, que en paz descanse, no encontraba nada fuera de lugar
cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por qu¸ no hab¼a humo en la
chimenea de la planta. ¿Hab¼a una huelga o algo as¼? El metal amarillo se
amontonaba en forma de conos, los altos hornos brillaban bajo el sol; hab¼a
rieles, rieles y m°s rieles, y una locomotora con vagonetas sobre los
rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni
muerta. All¼ estaba tambi¸n el garaje: un largo intestino gris con las
puertas abiertas de par en par. Los camiones estaban estacionados en un
sitio pavimentado, junto a ¸l.
Kirill ten¼a razÁn con respecto a aquellos veh¼culos: la cabeza le
funcionaba bien.
dar la vuelta por alrededor. Hay una grieta en el asfalto, si es que las
zarzas no la han cubierto a·n.
Cuarenta metros. ¿Desde dÁnde contaba? Oh, probablemente desde el
·ltimo poste. Ten¼a razÁn, la distancia no era mayor; esos cient¼ficos
tragalibros iban progresando. Hab¼an trazado toda la ruta hasta el vaciadero
de basuras, y bien trazada. All¼ estaba la fosa donde hab¼a ca¼do Zalamero,
a dos metros de. la ruta. Nudillos hab¼a avisado a Zalamero: "Mantente tan
lejos de las fosas como puedas, o no quedar° de ti ni siquiera un resto que
podamos enterrar". Cuando mir¸ en el agua no hab¼a nada. As¼ son las cosas
de la Zona: si uno vuelve con bot¼n, es un milagro; si vuelve vivo, es un
triunfo; si la patrulla no le acierta ning·n disparo, es un golpe de suerte.
En cuanto a todo lo dem°s, es el destino.
Al mirar a Kirill not¸ que me observaba secretamente. Fue la expresiÁn
de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pens¸; "al
fin y al cabo, ¿qu¸ me pueden hacer estos esfuerzos?" No hac¼a falta que me
dijera nada, pero lo hizo.
- Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -. Fuentes oficiales (y lo
repito: oficiales) me han inducido a creer que convendr¼a realizar una
inspecciÁn del garaje, que podr¼a ser de gran valor cient¼fico. Sugiero que
lo hagamos. Garantizo una bonificaciÁn.
Y sonriÁ, luminoso como el sol del verano.
- ¿Qu¸ fuentes oficiales? - pregunt¸, sonriendo a mi vez como un tonto.
- Son confidenciales, pero a ti puedo revel°rtelas - dijo, frunciendo
el ceÏo -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
- Oh, el doctor Douglas. ¿Qu¸ doctor Douglas?
- Sam Douglas - respondiÁ ¸l, secamente -. MuriÁ el aÏo pasado.
Se me erizÁ la piel. ¿Qui¸n se atreve a hablar de esas cosas antes de
ponerse en marcha?
mazo y no entienden. Aplast¸ la colilla en el cenicero y dije:
- Est° bien. ¿DÁnde est° ese Tender? ¿Hasta cu°ndo tenemos que
esperarlo?
En otras palabras, no volvimos a tocar el tema. Kirill telefoneÁ a
Transportes y pidiÁ una cabina voladora. Mientras tanto yo estudiaba el
mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotogr°fico, una vista a¸rea muy
ampliada. Se ve¼an hasta los picos de la cubierta que estaba junto a los
portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa as¼...
Pero no servir¼a de mucho por la noche, cuando ni siquiera las estrellas
iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
En ese momento entrÁ Tender. Estaba rojo y sin aliento; ten¼a la hija
enferma y hab¼a ido a buscar un m¸dico. Se disculpÁ por haber llegado tarde.
Bueno, le entregamos el regalito: los tres ¼bamos a entrar en la Zona. En el
primer momento hasta dejÁ de jadear y de bufar, de puro miedo.
- ¿CÁmo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por qu¸ yo?
Sin embargo recuperÁ la respiraciÁn en cuanto le dijimos que hab¼a
doble bonificaciÁn y que Red Schuhart ir¼a tambi¸n.
Al fin bajamos al "boudoir" y Kirill fue a buscar los pases. Se los
mostramos a otro sargento, que nos entregÁ trajes especiales. En realidad
son cosas muy pr°cticas; si uno los tiÏera de cualquier color, menos el rojo
que tienen, cualquier merodeador pagar¼a gustosamente unos quinientos por
uno de ellos, sin parpadear siquiera. Yo jur¸ hace tiempo que un d¼a
cualquiera encontrar¼a el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen
nada extraordinario; algo as¼ como un traje de buceo con un casco en forma
de burbuja, provisto de visor. En realidad no es exactamente un traje de
buceo; m°s bien se parece al de los pilotos de estatorreactores o al de los
astronautas. Era liviano, cÁmodo, sin ninguna costura, y no hac¼a sudar. Con
un trajecito como ¸se uno pod¼a caminar entre el fuego y el gas, Dicen que
ni siquiera las balas lo perforan. Claro que el fuego, las armas y el gas
mostaza son todas cosas humanas y terr°queas; en la zona no hay nada de eso.
Y de cualquier modo, para decir la verdad, la gente cae como moscas con
traje o sin ¸l. Eso s¼, tal vez sin trajes morir¼an muchos m°s. Esos equipos
ofrecen un cien por ciento de protecciÁn contra la pelusa ardiente, por
ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
Nos pusimos los trajes especiales. Yo volqu¸ en el bolsillo de la
cadera las tuercas y los tornillos que llevaba en una bolsa, y todos
cruzamos el patio del Instituto hacia la entrada de la Zona. As¼ lo
establec¼a la rutina, para que todos vieran a los h¸roes de la ciencia que
depositaban la vida en el altar de la humanidad, del conocimiento y del
Esp¼ritu Santo, am¸n. Y sin duda alguna, desde el piso quince hasta la
planta baja hab¼a caras solidarias que nos observaban. No nos faltaba m°s
que un agitar de paÏuelos y una orquesta.
- ¡Arriba! - dije a Tender -. ¡Saca pecho, gordinflÁn!
estar° eternamente agradecida!
Cuando se dio vuelta a mirarme comprend¼ que no estaba de humor para
bromas. Y ten¼a razÁn, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va
a entrar en la Zona puede llorar o bromear... y yo nunca llor¸, ni siquiera
de niÏo. Mir¸ a Kirill; ¸l soportaba bien la tensiÁn, pero mov¼a los labios
corno si estuviera rezando.
- ¿Rezas? - pregunt¸ -. Reza, reza. Cuanto m°s se entra en la Zona m°s
cerca se est° del Para¼so.
- ¿Qu¸?
-
el Para¼so.
Con una s·bita sonrisa, me palmeÁ la espalda como diciendo: "No tengas
miedo, nada pasar° mientras est¸s conmigo, y si pasa... Bueno, sÁlo se muere
una vez", Qu¸ tipo simp°tico es, de veras.
Mostramos nuestros pases al ·ltimo de los sargentos, sÁlo que en esa
oportunidad, para cambiar, era un teniente. Lo conozco; el padre vende
losetas para tumbas en RexÁpolis, all¼ nos esperaba la cabina voladora; los
muchachos de Transporte la hab¼an dejado en el pasillo. Tambi¸n esperaban
all¼ todos los dem°s: el equipo de primeros auxilios, los bomberos y
nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un puÏado de
tontos sobrealimentados dentro de un helicÁptero.
visto nunca!
En cuanto subimos a la cabina, Kirill se hizo cargo de los mandos,
diciendo:
- Okey, Red, t· gu¼as.
Baj¸ tranquilamente la cremallera del pecho y saqu¸ una petaca; tom¸ un
trago largo antes de volver a guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas
veces en la Zona, pero sin eso... no, no puedo. Los dos me miraban,
esperando.
- Bueno - dije -, no les ofrezco porque es la primera vez que salimos
juntos y no s¸ qu¸ efecto les causa. Trabajaremos de este modo: lo que yo
diga, ustedes lo har°n inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a
dar vueltas o a hacer preguntas le tirar¸ con lo primero que encuentre a
mano. Quiero pedirles disculpas desde ahora. Por ejemplo: seÏor Tender, si
te ordeno caminar en cuatro patas levantar°s inmediatamente ese culo gordo y
har°s lo que te digo. Y si no lo haces, qui¸n sabe si volver°s a ver a tu
enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargar¸ de que vuelvas a verla.
- No te olvides de darme las Árdenes - bufÁ Tender, enrojecido,
sudoroso, mordisque°ndose los labios -. Caminar¸ de panza, no en cuatro
patas, si es preciso. No soy novato.
- En lo que a m¼ respecta los dos son novatos - dije -. Y no me
olvidar¸ de dar las Árdenes, no se preocupen. A propÁsito, ¿sabe manejar
cabinas?
- Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.
- Bueno, de acuerdo. Aqu¼ vamos. Buen viaje. Bajen las viseras. Poca
velocidad, en l¼nea recta a lo largo de los postes, altura tres metros. En
el poste veintisiete, alto.
Kirill elevÁ la cabina a tres metros y avanzamos a marcha lenta. Me
volv¼ sin que nadie se diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo.
Vi que la patrulla de rescate hab¼a trepado al helicÁptero; los bomberos
estaban en posiciÁn de firme, por puro respeto y el teniente de la puerta
nos hac¼a la venia, el imb¸cil; sobre todo aquello flameaba el enorme y
desteÏido estandarte: "Bienvenidos, Visitantes" Tender parec¼a a punto de
responder a los saludos, pero le di tal codazo en las costillas que
inmediatamente descartÁ cualquier ceremonia.
¡Ya te tocar° decir adiÁs!
Y partimos.
El Instituto estaba a nuestra derecha; el Cuartel de la Peste, a
nuestra izquierda. Avanz°bamos de poste en poste bien por el medio de la
calle. Hab¼an pasado siglos desde la ·ltima vez que alguien caminara o
manejara por esa calle. El asfalto estaba todo resquebrajado y hab¼a pastos
en las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la
acera izquierda crec¼an zarzas negras; los l¼mites de la Zona eran bien
visibles: los pastos negros terminaban en el cordÁn como si los hubiesen
podado. S¼, aquellos visitantes eran educados; revolvieron un montÁn de
cosas, pero al menos se marcaron l¼mites bien establecidos. Ni siquiera la
pelusa incendiada llegaba a nuestro sector de la Zona, aunque cualquiera
dir¼a que con un viento fuerte pod¼a llegar.
Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas;
las ventanas, sin embargo, no estaban rotas, pero s¼ tan sucias que no se
ve¼a nada. A la noche, cuando uno pasaba furtivamente por ah¼, se ve¼a un
resplandor all¼ dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la
jalea de brujas que se filtra por los sÁtanos. Si uno mira al descuido se
lleva la impresiÁn de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas
son como todas, aunque necesiten alg·n arreglo, pero eso no es nada extraÏo.
Lo ·nico extraÏo es que no hay gente por all¼.
En aquella casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, viv¼a nuestro
profesor de matem°ticas; le llam°bamos La Coma. Era aburrido, un fracasado;
la segunda esposa lo abandonÁ justo antes de la VisitaciÁn; la hija ten¼a
cataratas en un ojo y nosotros nos burl°bamos de ella hasta hacerla llorar,
me acuerdo. Cuando comenzÁ el p°nico, ¸l y los otros vecinos corrieron al
puente en ropa interior, tres millas, sin parar. El pasÁ mucho tiempo
enfermo con la peste; perdiÁ toda la piel y las uÏas. Se enfermaron casi
todos los que viv¼an en ese barrio; por eso lo llamamos el Cuartel de la
Peste. Algunos murieron; los viejos, en su mayor¼a, y no fueron muchos. Por
mi parte, creo que no los matÁ la peste, sino el miedo. Era terror¼fico.
Todos los que viv¼an all¼ cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios quedÁ
ciega. Ahora esas Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel
de Ciegos, etc¸tera. No es que hayan quedado ciegos por completo, pero s¼
con una especie de ceguera nocturna. A propÁsito, dicen que eso no fue
consecuencia de ninguna explosiÁn, aunque explosiones hubo muchas; dicen que
fue un ruido fuerte. Dicen que de tan fuerte perdieron inmediatamente la
vista. Los m¸dicos les dijeron que era imposible, que trataran de recordar,
pero ellos insist¼an en que fue un trueno lo que los cegÁ. Lo raro es que
nadie m°s oyÁ ese trueno.
S¼, era como si all¼ no hubiera pasado nada. Hab¼a un kiosco de
vidrios, intacto. Un cochecito de beb¸ en la entrada de una casa; hasta las
s°banas parec¼an limpias. Pero las antenas estropeaban el efecto: todas
estaban cubiertas por una cosa peluda que parec¼a algodÁn. Hac¼a rato que
los tragalibros ven¼an rompi¸ndose los sesos con ese asunto del algodÁn.
Quer¼an examinarlo, ¿entienden? No hab¼a nada parecido en otros lugares,
sÁlo en el Cuartel de la Peste y sÁlo en las antenas. M°s a·n: lo ten¼an
precisamente all¼, bajo las ventanas. Al fin tuvieron una idea luminosa:
desde un helicÁptero bajaron un ancla sujeta por un cable de acero y
engancharon un trozo de algodÁn. En cuanto el helicÁptero tirÁ, se oyÁ un
"psst", y vimos salir humo de la antena, del ancla y del cable. Pero el
cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoÏosamente, como una serpiente de
cascabel. Bueno, el piloto no era ning·n tonto (por algo hab¼a llegado a
teniente); en seguida se imaginÁ lo que pasaba, soltÁ el cable y saliÁ a
toda velocidad. All¼ estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto
de algodÁn.
As¼ llegamos al final de la calle, donde deb¼amos girar, f°cilmente y
sin problema. Kirill me mirÁ: ¿doblaba? Le indiqu¸ por seÏas que lo hiciera
bien despacio. Nuestra cabina doblÁ, avanzando lentamente por sobre los
·ltimos cent¼metros de tierra humana. La acera se estaba aproximando y la
sombra de la cabina ca¼a sobre las zarzas. Listo.
Sent¼ un escalofr¼o. Siempre siento el mismo escalofr¼o. Y nunca s¸ si es la
Zona que me saluda a mis nervios de merodeador que se ponen en
funcionamiento. Siempre digo que cuando vuelva preguntar¸ a los otros si
ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
Bueno, as¼ que ¼bamos avanzando silenciosamente sobre los antiguos
jardines. El motor canturreaba parejo bajo nuestros pies, tranquilo; a ¸l
nada lo preocupaba, nada pod¼a hacerle mal all¼. Y entonces el viejo Tender
se nos vino abajo.
Todav¼a no hab¼amos llegado al primer poste cuando comenzÁ a parlotear.
Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la
Zona. Le castaÏeteaban los dientes, le palpitaba el corazÁn, le fallaba la
memoria; se sent¼a avergonzado, pero de cualquier modo no pod¼a dominarse.
Creo que es como cuando nos chorrea la nariz: no depende de nosotros:
chorrea y chorrea.
puntos de vista sobre los Visitantes o hablan de cosas que no tienen nada
que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje
sin poder parar. Cu°nto le hab¼a costado, qu¸ buena era la tela, y los
botones nuevos que le hab¼a puesto el sastre...
- C°llate.
Me mirÁ pat¸ticamente, hizo un puchero y siguiÁ: cu°nta seda hab¼a
hecho falta para el forro.
Los jardines ya hab¼an terminado; por debajo de nosotros estaba el
bald¼o que antes se usaba como basurero municipal. Sent¼ una ligera brisa.
Pero no hab¼a viento, nada de viento. De pronto sent¼ un soplo fuerte; los
pastos sueltos rodaron y me pareciÁ o¼r algo.
-
No, no pod¼a callarse. Ya andaba por los bolsillos. No me quedaba m°s
remedio.
-
Øl frenÁ inmediatamente. Buenos reflejos; me sent¼ orgulloso de ¸l.
Tom¸ a Tender por el hombro, lo hice girar hacia m¼ y le lanc¸ una trompada
hacia el visor. Se le estrellÁ la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerr¸
los ojos y quedÁ mudo.
En cuanto callÁ volv¼ a o¼rlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mirÁ con
los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seÏa para que se estuviera
quieto. Dios, por favor, qu¸date quieto, no muevas un m·sculo. Pero ¸l
tambi¸n o¼a el ruido y, como todos los novatos, sent¼a la necesidad de hacer
inmediatamente algo, cualquier cosa.
- ¿Retrocedo? - susurrÁ.
Sacud¼ desesperadamente la cabeza y agit¸ el puÏo bajo su visera:
¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para dÁnde mirar: si al
terreno o a ellos. Pero en ese momento me olvid¸ de todo. Sobre la montaÏa
de viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un
temblor, como si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata,
a mediod¼a. CruzÁ por sobre el mont¼culo y avanzÁ, m°s y m°s, hacia
nosotros, justo al lado del poste; quedÁ suspendido por un momento sobre la
ruta (¿o era sÁlo imaginaciÁn m¼a?), para deslizarse finalmente hacia el
suelo, entre matas y cercas podridas, hacia el cementerio de los
automÁviles,
¡Malditos tragalibros! ¿A qui¸n se le ocurre trazar la ruta sobre el
vaciadero de basuras? Y yo tambi¸n,
pensando cuando me entusiasm¸ con ese mapa est·pido?
- Despacio, adelante - indiqu¸ a Kirill.
- ¿Qu¸ era eso?
- Sabr° el diablo. Era algo y ya no est°. Gracias a Dios. Y ahora
c°llate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes? Eres una m°quina,
mi volante, nada m°s.
De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
- Suficiente. Ni una palabra m°s.
Necesitaba otro trago. D¸jenme que les diga algo: esos trajes de buceo
eran una tonter¼a. He sobrevivido a muchas cosas sin ese maldito equipo y
sobrevivir¸ a muchas m°s, pero sin un buen trago en el momento justo...
¡Bueno, ya basta!
La brisa parec¼a haberse calmado. No o¼a nada amenazador. El ·nico
ruido era el ronroneo tranquilo y soÏoliento del motor. El sol estaba fuerte
y hac¼a mucho calor. Sobre el garaje pend¼a una neblina. Todo parec¼a andar
bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba
callado. Los novatos se iban puliendo. No se preocupen, compaÏeros, en la
Zona se puede respirar tambi¸n, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste
27; el cartel de metal ten¼a un c¼rculo rojo con el n·mero 27 dentro. Kirill
me mirÁ, yo asent¼ y nuestra cabina se detuvo.
Ya hab¼an ca¼do los capullos y era el tiempo de las cerezas. Ahora lo
importante era mantener una calma absoluta. No hab¼a apuro. El viento hab¼a
cesado y la visibilidad era buena. Todo iba como la seda. Vi la fosa en
donde Zalamero hab¼a estirado la pata; dentro hab¼a algo de color, tal vez
sus ropas. Era una porquer¼a, que en paz descanse: avaricioso, est·pido y
sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los
ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general, la Zona no
pregunta qui¸n es bueno y qui¸n es malo. As¼ que gracias, Zalamero; eres un
idiota y nadie se acuerda de tu verdadero nombre, pero al menos serviste
para que los vivos supieran por dÁnde no ten¼an que pasar.
Claro, nuestra mejor salida consist¼a en llegar, al asfalto. El asfalto
es liso y se puede ver todo lo que hay en ¸l; adem°s esa grieta la conozco
bien.
corr¼a una l¼nea recta hacia el asfalto. All¼ estaban, muy pagados de s¼,
esperando. No, por all¼ no pasar¼amos. Una de las reglas de todo merodeador
aconseja mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha
o a la izquierda. Pasar¼amos por sobre el mont¼culo izquierdo. Claro que yo
no sab¼a lo que hab¼a del otro lado. Seg·n el mapa, nada, pero ¿qui¸n conf¼a
en los mapas?
- Escucha, Red - susurrÁ Kirill -, ¿Por qu¸ no saltamos por encima?
Veinte metros hacia arriba, despu¸s bajamos, y estaremos junto al garaje,
¿eh?
- C°llate, abriboca - dije -, no me molestes.
Quer¼a subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedar¼an
siquiera nuestros huesos. O tal vez apareciera la roncha de mosquitos por
cualquier parte y no dejar¼a ni un pedacito h·medo de nosotros. Ya estaba
hasta la coronilla de los arriesgados. Øl no puede esperar; saltemos, dice.
Pero yo sab¼a ya perfectamente cÁmo llegar hasta el mont¼culo. Despu¸s nos
detendr¼amos all¼ por un ratito a pensar el movimiento siguiente. Tom¸ un
puÏado de las tuercas y tornillos que ten¼a en el bolsillo y se los mostr¸ a
Kirill sobre la palma.
- ¿Recuerdas el cuento de Hansel y Gretel que te enseÏaban en la
escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al rev¸s.
Arroj¸ la primera tuerca; no muy lejos, a unos diez metros, como yo
quer¼a. LlegÁ sin problemas.
- ¿Viste eso?
- ¿Y qu¸? - preguntÁ ¸l.
- Nada de "y qu¸". Te pregunt¸ si lo viste.
- Lo vi.
- Ahora lleva la cabina, bien despacio, hasta donde est° la tuerca;
detente a medio metro. ¿Entendido?
- Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
- Busco lo que debo buscar. Espera, arrojar¸ otra. Mira bien dÁnde cae
y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
La segunda tuerca tambi¸n cayÁ sin inconvenientes junto a la primera.
- Vamos.
Hizo arrancar la cabina. Su cara estaba tranquila y despejada.
Comprend¼a bien, por lo visto. Todos son iguales, estos tragalibros; para
ellos lo m°s importante es encontrar un nombre para cada cosa. Mientras no
encontrÁ el nombre ten¼a un aspecto lamentable, era un verdadero idiota.
Pero ahora ten¼a una etiqueta, graviconcentrados; entonces entend¼a todo y
la vida era unas pascuas.
Pasamos sobre la primera tuerca, sobre la segunda, sobre una tercera.
Tender suspiraba, cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, bostezaba
de puros nervios; se sent¼a encerrado, pobre tipo. Pero le har¼a bien.
Bajar¼a como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arroj¸ la
cuarta tuerca su trayectoria no me gustÁ del todo. No habr¼a podido explicar
qu¸ andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y sujet¸ a Kirill
por la mano.
- Quieto - dije -. No te muevas ni un cent¼metro.
Tom¸ otra y la lanc¸ m°s alto y m°s lejos.
mosquitos! La tuerca volÁ normalmente; parec¼a caer sin problemas, pero a
mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza
que cuando aterrizÁ quedÁ hundida en la arcilla.
- ¿Viste eso? - susurr¸.
- SÁlo en las pel¼culas - observÁ, estir°ndose tanto para ver que tuve
miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres?
Era triste y divertido. ¡Una!
Arroj¸ otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de
mosquito. Para ser sincero habr¼a alcanzado con siete, pero lanc¸ uno m°s,
bien hacia el medio, para que ¸l pudiera disfrutar con su concentrado. Se
estrellÁ en la arcilla como si fuera una pesa de cinco kilos y no un
tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruÏÁ de gusto.
- Okey - dije -, ya nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien,
te estoy marcando el camino, as¼ que no lo pierdas de vista.
As¼ dejamos a un lado la roncha de mosquitos y llegamos al mont¼culo.
Era tan pequeÏo que parec¼a un sorete de gato. Hasta entonces yo no hab¼a
reparado en ¸l. Quedamos suspendidos en el aire por sobre el mont¼culo. El
asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se ve¼a
cada brizna de pasto, cada grieta, como en una instant°nea. Bueno, con
arrojar una tuerca podr¼amos seguir.
No pude arrojar esa tuerca.
No entend¼a lo que me pasaba, pero no pod¼a decidirme a arrojarla.
- ¿Qu¸ pasa? - preguntÁ Kirill -. ¿Por qu¸ no seguimos?
- Espera - dije -. C°llate.
Hab¼a pensado arrojar la tuerca para que avanz°ramos tranquilamente,
como sobre manteca derretida, sin mover siquiera las briznas de pasto. En
treinta segundos pod¼amos llegar al asfalto.
sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no pod¼a arrojar la tuerca hacia
all¼. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era m°s larga y
hab¼a un montÁn de guijarros poco simp°tico. Hacia all¼ s¼, pero no hacia
adelante; por nada del mundo.
Arroj¸ la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar
la cabina y avanzÁ hacia ella. Despu¸s me mirÁ. Debo haber tenido bastante
mala cara, porque en seguida apartÁ la vista.
- Est° bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
Y lanc¸ la ·ltima tuerca hacia el asfalto.
A partir de ese momento fue mucho m°s f°cil. Encontr¸ la grieta; estaba
limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me limit¸ a observarla, con
silencioso regocijo. Nos levÁ hasta las puertas del garaje mejor que
cualquier poste, cualquier seÏal.
Orden¸ a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me ech¸ de panza
al suelo y mir¸ hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del
sol no me dejÁ ver nada. SÁlo negrura. Despu¸s mis ojos se fueron
acostumbrando. Vi entonces que nada hab¼a cambiado en el garaje desde la
·ltima vez. El camiÁn de la basura segu¼a a·n estacionado sobre la fosa, en
perfecto estado, sin agujeros ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el
piso de cemento, tal vez porque en la fosa no hab¼a demasiada jalea de
brujas y no hab¼a salpicado hacia afuera desde la ·ltima vez.
SÁlo una cosa no me gustaba. En la parte trasera del garaje, cerca de
las latas, se ve¼a algo plateado. Eso no estaba all¼ antes. Bueno, hab¼a
algo plateado, y qu¸.
brillo especial; reluc¼a un poquito, suave, tranquilamente. Me levant¸, me
cepill¸ la ropa y ech¸ una mirada a mi alrededor. All¼ estaban los camiones,
en el bald¼o, siempre como nuevos. Hasta parec¼an m°s nuevos que la ·ltima
vez, Y el camiÁn de gasolina, pobrecito, estaba completamente herrumbrado,
listo para caerse a pedazos. All¼ estaba tambi¸n la cubierta, como ellos lo
ten¼an indicado en el mapa.
No me gustaba el aspecto de esa cubierta. La sombra no estaba bien;
ten¼amos el sol a la espalda, pero la sombra de la cubierta ven¼a hacia
nosotros. Bueno, no importaba, estaba bastante lejos. Todo parec¼a bien;
pod¼amos empezar el trabajo.
Pero esa cosa plateada que brillaba all° atr°s, ¿qu¸ era? ¿ImaginaciÁn
m¼a, no m°s? Ser¼a lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por
qu¸ ese resplandor por sobre las latas, por qu¸ no estaba entre ellas, por
qu¸ la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me hab¼a dicho algo sobre las
sombras: que eran extraÏas, pero no peligrosas; algo pasa aqu¼ con las
sombras.
Pero ¿qu¸ era ese brillo plateado? Parec¼a una telaraÏa de las que
suele haber en los °rboles de los bosques. ¿Qu¸ clase de araÏa podr¼a haber
tejido su tela all¼? Nunca hab¼a visto bichos en la Zona.
Lo peor era que mi vac¼o estaba precisamente all¼, a dos pasos de las
latas. Tendr¼a que haberlo robado la ·ltima vez, y entonces ahora no estar¼a
pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. Despu¸s de todo
el degenerado estaba lleno; lo levant¸ sin dificultad, pero eso de llevarlo
sobre la espalda, en cuatro patas, en la oscuridad... Si ustedes nunca
anduvieron con un vac¼o a cuestas, hagan la prueba: es como llevar diez
litros de agua sin balde.
Ya era hora de ponerse en marcha. Ten¼a ganas de un trago. Me volv¼
hacia Tender.
- Kirill y yo vamos a entrar al garaje. Qu¸date aqu¼ y no toques los
mandos si yo no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en
llamas aqu¼ mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
AsintiÁ seriamente, como quien dice: "No me voy a acobardar". Ten¼a la
nariz como una ciruela; mi trompada hab¼a sido fuerte de veras. Baj¸
cuidadosamente las sogas de emergencia, observ¸ una vez m°s aquel resplandor
plateado, hice seÏas a Kirill y comenc¸ a bajar. Una vez en el asfalto
esper¸ a que ¸l descendiera por la otra soga.
- No te apures - le dije -. No nos corre nadie.
Nos detuvimos sobre el asfalto, con la cabina flotando al lado y las
cuerdas culebre°ndonos bajo los pies. Tender asomÁ la cabeza por encima del
riel y nos mirÁ con ojos llenos de desesperaciÁn. Era hora de ponerse en
marcha.
- S¼gueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de
mi espalda y mantente alerta.
Avanc¸. Me detuve en el vano de la puerta para mirar a mi alrededor.
¡Es much¼simo m°s f°cil trabajar a la luz del d¼a que de noche! Recuerdo que
una vez estuve tendido en ese mismo vano. Aquello estaba negro como boca de
lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste,
como el alcohol encendido. Pero no iluminaban nada. Al contrario, todo
parec¼a m°s oscuro, malditas sean.
Ya hab¼a acostumbrado los ojos a aquella luz lÁbrega y pod¼a ver hasta
el polvo en los rincones m°s oscuros. En verdad hab¼a algo plateado por
all¼; eran hilos plateados que iban desde las latas hasta el techo. S¼,
parec¼an una tela de araÏa; tal vez no fueran m°s que eso, pero era mejor no
acercarse.
Fue entonces cuando comet¼ mi error. Tendr¼a que haberme detenido, con
Kirill bien al lado, esperar a que ¸l tambi¸n acostumbrara los ojos a la
penumbra y entonces seÏalarle la telaraÏa. SeÏal°rsela. Pero estaba
habituado a trabajar solo. Vi lo que deb¼a ver y me olvid¸ de Kirill.
Di un paso hacia el interior y me dirig¼ en l¼nea recta hacia las
latas. Me inclin¸ sobre el vac¼o. En ¸l parec¼a no haber ninguna telaraÏa.
Levant¸ un extremo y dije a Kirill:
- Agarra de ah¼ y no lo dejes caer; es pesado.
Levant¸ la vista y sent¼ que algo me apretaba la garganta. No pude
abrir la boca. Quer¼a gritar: "¡Quieto!
vez de cualquier modo no habr¼a tenido tiempo, pues todo ocurriÁ demasiado
r°pido. Kirill se acercÁ al vac¼o, de espaldas a las latas, y apoyÁ toda la
espalda en la telaraÏa plateada. Cerr¸ los ojos; qued¸ aturdido; no o¼ m°s
que el ruido de la telaraÏa al desgarrarse. Era un sonido coruscante y
d¸bil.
As¼ estaba todav¼a, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las
piernas, cuando Kirill hablÁ:
- Bueno, ¿lo llevamos?
- Vamos.
Levantamos el vac¼o y nos dirigimos hacia la puerta, caminando de
costado. Era terriblemente pesado, el maldito; aun entre dos resultaba
dif¼cil llevarlo. Salimos al sol y nos detuvimos junto a la cabina. Tender
se estirÁ para tomarlo.
- Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos...
- No - interrump¼ -. Esperemos un segundo. Primero d¸jalo en el suelo.
Lo dejamos.
- Date vuelta. Quiero verte la espalda.
Se volviÁ sin decir palabra. Mir¸; no ten¼a nada all¼. Lo hice girar
para aqu¼ y para all°, pero no ten¼a nada. Volv¼ los ojos hacia las latas;
all¼ tampoco hab¼a nada.
- Oye - dije a Kirill, sin sacar los ojos de las latas -. ¿no viste la
telaraÏa?
- ¿Qu¸ telaraÏa? ¿DÁnde?
- Bueno, tuvimos suerte.
Sin embargo pensaba: "En realidad todav¼a no se puede saber".
- De acuerdo. Levantemos esto.
Metimos el vac¼o en la cabina y lo ubicamos de modo tal que no se
moviera. All¼ estaba, el minino, brillante y limpito; el cobre relumbraba a
la luz del sol. Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes de nubes
entre los dos discos. Comprendimos que no era un vac¼o, sino algo as¼ como
un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos
un rato m°s antes de trepar a la cabina e iniciar el viaje de regreso sin
m°s vueltas.
¡Qu¸ f°cil era todo para los cient¼ficos! Para empezar trabajaban a la
luz del d¼a. Adem°s, lo ·nico bravo era entrar a la Zona, porque para
regresar, la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo,
un cursÁgrafo, creo que se llama, que lleva a la cabina exactamente por
donde vino.
Mientras flot°bamos en el aire, en el trayecto de regreso, repitiÁ
todas las maniobras, deteni¸ndose por un momento para proseguir en cada
cambio de direcciÁn. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y las tuercas;
podr¼a haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
Mis novatos estaban eufÁricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados,
pr°cticamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos
y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar la ruta hasta
el garaje. Kirill me tironeÁ de la manga y comenzÁ a explicarme el fenÁmeno
de la graviconcentraciÁn, es decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse
en l¼nea, pero no a la fuerza. Les cont¸, tranquilamente, de todos los
idiotas que reventaban en el camino de regreso.
- Cierren el pico - les dije - y mantengan los ojos abiertos si no
quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
Eso dio resultado. Ni siquiera preguntaron qu¸ habla pasado con el
petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sÁlo pensaba en una cosa: cÁmo iba
a sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero
esa telaraÏa me segu¼a brillando ante los ojos.
Al fin salimos de la Zona y nos enviaron al despiojador (los
cient¼ficos lo llaman hangar m¸dico) junto con la cabina. Nos baÏaron en
tres tinas diferentes donde herv¼an tres soluciones alcalinas; nos
embadurnaron con cierta pasta, nos rociaron con no s¸ qu¸ polvo y nos
volvieron a lavar. Despu¸s nos secaron y dijeron:
-
Tender y Kirill llevaban el vac¼o. Eran tantos los que hab¼an venido a
mirar que no se pod¼a caminar.
frases de bienvenida, pero ninguno ten¼a el valor de tender una mano a los
cansados h¸roes. Bueno, eso no era cosa m¼a. Ahora ya nada era de mi
incumbencia.
Me quit¸ el traje especial y lo tir¸ al suelo (que los malditos
sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque
estaba empapado en sudor de la cabeza a los pies. Me encerr¸ en uno de los
cub¼culos, busqu¸ mi petaca, desenrosqu¸ la tapa y me prend¼ a ella como una
lamprea.
Despu¸s me sent¸ en el banco, con las rodillas vac¼as, la cabeza vac¼a,
el alma vac¼a. Tragaba ese l¼quido fuerte como si fuera agua. Viv¼a. La Zona
me hab¼a dejado salir. Me hab¼a dejado salir, la puta. Esa maldita y
traicionera puta. Estaba vivo. Los novatos nunca sab¼an apreciarlo, sÁlo un
merodeador sab¼a lo que era eso. Las l°grimas me corr¼an por las mejillas,
no s¸ si por los tragos o por qu¸. Mam¸ de la petaca hasta dejarla seca. Yo
estaba mojado; la petaca, seca. Por supuesto, no alcanzÁ para ese ·ltimo
sorbo que necesitaba. Pero eso se pod¼a arreglar. Todo se pod¼a arreglar
ahora. Vivo.
Encend¼ un cigarrillo, y mientras fumaba, all¼ sentado, sent¼ que todo
andaba bien. Entonces me acord¸ de la bonificaciÁn. Øsa era una de las
grandes ventajas que ten¼amos en el Instituto; pod¼a ir ya mismo a retirar
el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta all¼, a las duchas.
Empec¸ a desvestirme lentamente. Me quit¸ el reloj y comprob¸ que
hab¼amos pasado cinco horas en la Zona.
estremec¼. Cinco horas, Dios... Realmente, en la Zona no pasa el tiempo.
Pero pens°ndolo bien, ¿qu¸ son cinco horas para un merodeador? Un abrir y
cerrar de ojos. ¿Y si hablamos de doce, de dos d¼as? Cuando uno no logra
salir en una noche tiene que pasarse todo el d¼a de cara contra el suelo. Ni
siquiera reza; murmura, nom°s, delirando; no sabe si est° muerto o vivo. Al
llegar la segunda noche termina con lo suyo y se arrima al puesto de la
patrulla con el bot¼n. All¼ est°n los guardias, con las ametralladoras. Y
esos malnacidos, esos esfuerzos, lo odian a uno con toda el alma. Pero
arrestar a un merodeador no les hace ninguna gracia, porque les aterroriza
la idea de que uno est¸ contaminado. Lo ·nico que quieren es liquidarlo,
directamente, y para eso llevan todas las de ganar:
probar que lo mataron ilegalmente! As¼ que uno vuelve a enterrar la cara en
el suelo y reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y
all¼ est° el bot¼n, al lado, y no sabemos si est° all¼, nom°s, o si nos est°
matando lentamente. Tambi¸n se puede terminar como Nudillos Itzak, que se
empantanÁ al alba entre dos fosas. No pod¼a avanzar ni hacia la derecha ni
hacia la izquierda. Dispararon contra ¸l durante dos horas, pero no pudieron
acertarle. Durante dos horas ¸l se fingiÁ muerto. Gracias a Dios, al fin le
creyeron y lo dejaron en paz. Yo lo vi despu¸s de eso; ni siquiera lo
reconoc¼. Era un hombre destrozado; ni siquiera segu¼a siendo humano.
Me sequ¸ las l°grimas y abr¼ la canilla; para ducharme por largo rato.
Primero con agua caliente, despu¸s con fr¼a, despu¸s otra vez con caliente.
Us¸ una barra entera de jabÁn. Al final me aburr¼ y cerr¸ la ducha. Alguien
estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
- ¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez!
Plata. Eso nunca viene mal. Abr¼ la puerta. All¼ estaba ¸l, medio
desnudo, en calzoncillos. Parec¼a en ¸xtasis; toda su melancol¼a hab¼a
desaparecido.
- Toma - dijo, entreg°ndome el sobre -. De parte de la humanidad
agradecida.
- Me cago en tu humanidad. ¿Cu°nto hay?
- Teniendo en cuenta tu coraje m°s all° del deber y como excepciÁn,
¡dos meses de sueldo!
- S¼, ganando dinero as¼ yo pod¼a vivir tranquilamente. Si pudiera
cobrar dos meses de sueldo por cada vac¼o habr¼a mandado al diablo a Ernest
hace mucho tiempo.
- Bueno, ¿est°s contento? - preguntÁ Kirill. Por su parte, estaba
radiante, feliz; sonre¼a de oreja a oreja.
- No est° mal. ¿Y t·?
Øl no respondiÁ. Se prendiÁ a mi cuello, me apretÁ contra su pecho
sudoroso y en seguida me apartÁ de un empujÁn. DesapareciÁ en la ducha de al
lado.
-
calzoncillos, supongo.
- Nada de eso. Tender est° rodeado de periodistas. Tendr¼as que verlo.
Se ha convertido en un personaje important¼simo. Est° explic°ndoles
autenticadamente...
- ¿CÁmo es que les est° explicando?
- Autenticadamente.
- Est° bien, seÏor. La prÁxima vez vendr¸ con el diccionario, seÏor.
Y en ese momento sent¼ como un shock el¸ctrico.
- Espera, Kirill. Ven aqu¼.
- Estoy desnudo.
- Vamos, ven. No soy una damisela.
SaliÁ. Lo tom¸ por los hombros y lo puse de espaldas a m¼. Nada. Ya
pod¼a haberlo imaginado. Ten¼a la espalda limpia; las gotitas de sudor se
estaban secando.
- ¿Qu¸ tienes con mi espalda?
Le di una patada en el traste desnudo, volv¼ a mi cub¼culo y cerr¸ la
puerta.
ahora las ve¼a aqu¼.
que me hubiera gustado era ganarle a Richard, eso era lo que me hubiera
gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni
aunque vuelva a barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de la
mesa.
- Kirill - grit¸ -, ¿ir°s al Borscht esta noche?
- No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". Cu°ntas veces tengo que
repet¼rtelo.
- Qu¸ importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres.
¿Vas o no? Me encantar¼a ganarle a Richard.
- Oh, no s¸, Red. T·, alma simple, ni siquiera imaginas lo que hemos
tra¼do.
- Y t· s¼, supongo.
- Bueno, yo tampoco, eso es verdad. Pero ahora, por primera vez,
sabemos para qu¸ sirven los vac¼os; si mi brillante idea funciona, voy a
escribir una monograf¼a y te la dedicar¸ personalmente: "A Redrick Schuhart,
honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud".
- S¼, y me mandar°n a la sombra por dos aÏos.
- Pero quedar°s en los anales de la ciencia. Le llamar°n "la jarra de
Schuhart". ¿Qu¸ te parece cÁmo suena?
Mientras brome°bamos me vest¼ y puse la petaca vac¼a en el bolsillo;
despu¸s cont¸ mi dinero y me retir¸.
- Buena suerte, alma complicada.
No respondiÁ. El agua hac¼a much¼simo ruido.
En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e inflado como un
pavo, rodeado de compaÏeros de trabajo, periodistas y un par de sargentos,
que reci¸n acababan de comer y de escarbarse los dientes. Parloteaba sin
parar.
- La tecnolog¼a de que gozamos - dec¼a el muy charlat°n - permite
contar con una garant¼a casi absoluta de seguridad y de ¸xito.
En ese momento, al verme, se sofrenÁ un poquito. SonriÁ y me saludÁ con
pequeÏas sacudidas de mano. "Bueno, ser° mejor que desaparezcamos", pens¸.
Segu¼ en l¼nea recta hacia la puerta, pero ya me hab¼an pescado. En seguida
o¼ pasos tras de m¼.
- ¡SeÏor Schuhart, seÏor Schuhart!
- No habr° declaraciones.
Ech¸ a correr, pero no hab¼a forma de escaparse. Ten¼a un tipo con un
micrÁfono a la derecha y otro con una c°mara a la izquierda.
- ¿Hab¼a algo extraÏo en el garaje?
- No habr° declaraciones - repet¼, tratando de poner la nuca hacia la
c°mara -. Es un garaje, nada m°s.
- Gracias. ¿Qu¸ le parecen las turboplataformas?
- Maravillosas.
Empec¸ a correrme hacia el baÏo de caballeros.
- ¿Qu¸ Piensa de la VisitaciÁn?
- Pregunte a los cient¼ficos - respond¼, desliz°ndome tras la puerta
del baÏo.
O¼ que rascaban la puerta y grit¸:
- Les recomiendo efusivamente que pregunten al seÏor Tender por qu¸
razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para
sacar el tema, pero fue nuestra aventura m°s interesante.
Salieron a la disparada por el corredor, m°s veloces que caballos de
carrera. Aguard¸ un minuto. Silencio, Saqu¸ la cabeza. Nadie. Entonces
prosegu¼ tranquilamente mi camino, silbando una melod¼a. Baj¸ el vest¼bulo,
mostr¸ el pase al sargento polaco y vi que me hac¼a la venia. Al parecer, yo
era el h¸roe de la jornada.
- Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido.
ExhibiÁ tantos dientes como si le hubieran dicho el mejor de los
elogios.
- Bueno, Red, usted es un h¸roe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo
- dijo.
- As¼ que ahora tendr° algo que contar a las chicas cuando vuelva a
Suecia.
- ¡Qu¸ le parece!
Supongo que tiene razÁn, A decir verdad no me gustan los tipos altos y
de mejillas rosadas. Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya a saber por
qu¸. La estatura no es lo m°s importante.
Pensando en estas cosas iba caminando por las calles, bajo el sol; no
hab¼a nadie por ah¼. De pronto sent¼ ganas de encontrarme con Guta en ese
mismo instante, en ese mismo lugar. As¼ nom°s, mirarla y tenerla de la mano
por un rato. Despu¸s de estar en la Zona no se puede hacer otra cosa:
tenerse de las manos y basta. Especialmente si uno piensa en lo que se
comenta sobre cÁmo salen los hijos de merodeadores. ¿Pero a qui¸n le hac¼a
falta estar con Guta?
una botella de algo fuerte!
Pas¸ junto a la playa de estacionamiento. All¼ hab¼a un puesto de
control, con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos, dotados
de reflectores y ametralladoras, los esfuerzos. Y por supuesto llenos de
polic¼as con cascos azules. Bloqueaban toda la calle y no hab¼a forma de
pasar. Segu¼ caminando con los ojos bajos, porque no me conven¼a verlos en
ese momento, a la luz del d¼a. Entre ellos hab¼a dos o tres personajes que
ten¼a miedo de reconocer, pues en cuanto lo hiciera
una suerte para ellos que Kirill me hubiera convencido de trabajar para el
Instituto; de lo contrario, por Dios, habr¼a descubierto a esas v¼boras para
liquidarlas definitivamente.
Me abr¼ paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado cuando
o¼ que alguien gritaba:
-
Bueno, eso no ten¼a nada que ver conmigo, as¼ que no me detuve; segu¼
caminando mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos. Alguien me
alcanzÁ y me tomÁ por la manga. Me sacud¼ aquella mano; volvi¸ndome a medias
hacia el hombre, dije cort¸smente:
- ¿Qu¸ diablos est° haciendo, seÏor?
- Un momento, merodeador - dijo ¸l -. Dos preguntas, no m°s.
Lo mir¸ fijamente. Era el capit°n Quarterblad, un viejo amigo. Estaba
deshidratado y medio amarillento.
-
- No trates de zafarte charlando, merodeador - replicÁ, enojado, sin
quitarme los ojos de encima -. Ser° mejor que me digas por qu¸ no te
detuviste en seguida cuando te llam¸.
Detr°s de ¸l hab¼a dos cascos azules con las manos en las pistoleras.
No se les ve¼an los ojos; sÁlo las mand¼bulas movi¸ndose bajo los cascos.
¿De qu¸ parte del Canad° traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar all°? Por
lo general, los patrulleros no me dan miedo a la luz del d¼a, pero aquellos
escuerzos pod¼an tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
- ¿Me llamaba a m¼, capit°n? - exclam¸ -. Me pareciÁ que llamaba a
alg·n merodeador.
- ¿Y vas a decirme que t· no lo eres?
- Cuando termin¸ el tiempo que me dieron gracias a usted, capit°n, me
enderec¸. Abandon¸ el merodeo. Gracias a usted abr¼ los ojos, si no hubiera
sido por usted...
- ¿Qu¸ estabas haciendo en el °rea de Prezona?
- ¿CÁmo qu¸ estaba haciendo? Trabajo all¼. Desde hace dos aÏos.
Para terminar de una vez con aquella desagradable conversaciÁn mostr¸
mis papeles al capit°n Quarterblad. TomÁ mi libreta y la revisÁ p°gina por
p°gina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolviÁ lo hizo con
gran placer. Ten¼a color en las mejillas y brillo en los ojos.
- PerdÁname, Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver
que no echaste en saco roto mis consejos.
si me creer°s, pero hasta en aquel momento yo sab¼a que terminar¼as
enderez°ndote. No pod¼a creer que un tipo como t·...
SiguiÁ y siguiÁ, como si fuera un disco. Al parecer me hab¼a echado
encima otro melancÁlico curado. Lo escuch¸, por supuesto, con los ojos bajos
en seÏal de modestia, entre gestos de asentimiento, abriendo los brazos con
inocencia; si mal no recuerdo tambi¸n restregu¸ t¼midamente los pies contra
la acera. Los gorilas que custodiaban al capit°n escucharon un poco, pero en
seguida se aburrieron y buscaron un lugar m°s interesante. Mientras tanto,
el capit°n segu¼a pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaciÁn era
luz; la ignorancia, oscuridad; el SeÏor ama y aprecia a los trabajadores
honestos, etc¸tera, etc¸tera. Las mismas idioteces que nos encajaba el cura
en la prisiÁn, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no pod¼a
esperar.
"Bueno, me dije, tendr°s que pasar tambi¸n por esto. No hay m°s
remedio, as¼ que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira,
ya est° perdiendo el aliento. Qu¸ suerte, se detiene" Uno de los patrulleros
empezÁ a hacer seÏales. El capit°n mirÁ hacia all° con un suspiro de
fastidio y me tendiÁ la mano.
- Bueno, me alegro de haberte visto, mi honrado seÏor Schuhart. Me
habr¼a gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo
prohibiÁ el m¸dico, pero me habr¼a gustado tomar una cerveza contigo. Pero
el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
Dios no lo permita. Pero le estrech¸ la mano, me ruboric¸ y volv¼ a
restregar el pie, todo como ¸l quer¼a. Al fin me dejÁ ir. Sal¼ como bala
hacia el Borscht.
A esa hora del d¼a el Borscht est° siempre vac¼o. Detr°s del mostrador
estaba Ernest, secando vasos y mir°ndolos a trasluz. A propÁsito, es extraÏo
que cuando uno entra los barman est¸n siempre secando vasos como si de ello
dependiera su salvaciÁn. Øl se pasa el d¼a as¼: levantar un vaso, mirarlo de
reojo, sostenerlo a la luz, empaÏarlo con el aliento y frotar. Frota y
frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
-
Me mirÁ a trav¸s del vidrio, murmurÁ algo incomprensible y sin decir
una palabra me sirviÁ cuatro dedos de vodka. Yo trep¸ a un taburete, tom¸ un
trago, hice una mueca, sacud¼ la cabeza y tom¸ otro trago. La heladera
ronroneaba, la vitrola autom°tica tocaba algo suave y lento y Ernest
trabajaba con otro vaso. Todo era paz. Termin¸ mi copa y la dej¸ sobre el
mostrador. Ernest me sirviÁ en seguida otros cuatro dedos.
- ¿Mejor? - murmurÁ -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
- Sigue frotando, ¿quieres? Sabr°s que un tipo frotÁ hasta que apareciÁ
un genio. TerminÁ forrado en plata.
- ¿Qui¸n era? - PreguntÁ Ernest, suspicaz.
- Otro barman de aqu¼. Antes de que vinieras.
- ¿Y qu¸ pasÁ?
- Nada. Por qu¸ crees que ocurriÁ esto de la VisitaciÁn, fue de tanto
que frotÁ. ¿Qui¸nes crees que eran los visitantes?
- Eres un vago - replicÁ Ernie, aprobando.
Fue a la cocina y volviÁ con un plato de salchichas asadas. Me puso el
plato delante, me arrimÁ el ketchup y volviÁ a sus vasos. Ernest conoce su
oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la
Zona con bot¼n; sabe tambi¸n qu¸ es lo que un merodeador necesita despu¸s de
estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
Termin¸ las salchichas, encend¼ un cigarrillo y empec¸ a calcular
cu°nto pod¼a sacar Ernie con nosotros. No s¸ muy bien a cu°nto se vender° el
bot¼n en Europa, pero dicen que un vac¼o puede llegar casi a los dos mil
quinientos; Ernie no nos da m°s que cuatrocientos. Las pilas, all°, cuestan
al menos cien, y a nosotros, con suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar
eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aqu¼ y otra
por all°... y el jefe de estaciÁn tambi¸n debe estar en la lista de pagos.
Pens°ndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto
m°s. Y si lo pescan son diez aÏos de trabajos forzados.
En este punto un tipo muy cort¸s interrumpiÁ mis honorables
meditaciones. Yo ni siquiera lo hab¼a visto entrar. Se anunciÁ bien al lado
m¼o, pidiendo permiso para sentarse.
- Por favor, no tiene por qu¸.
Era un tipo flaquito de nariz afilada, con corbata de moÏo. Su cara me
parec¼a conocida, pero no pod¼a ubicarlo. SubiÁ al lado y dijo a Ernest:
-
En seguida se volviÁ hacia m¼.
- Disculpe - dijo -, ¿no nos conocemos? Usted trabaja en el Instituto
Internacional, ¿no?
- S¼. ¿Y usted?
SacÁ r°pidamente su tarjeta de presentaciÁn y me la puso enfrente:
"Aloysius Maenaught, Agente Plenipotenciario de la Oficina de
EmigraciÁn" Claro que lo conoc¼a. Es de los que joden a la gente para que
salga de la ciudad. Si tal como son las cosas apenas queda la mitad de la
poblaciÁn inicial de Harmont, qu¸ pretender° este tipo, limpiar la ciudad
por completo. Apart¸ la tarjeta con la uÏa.
- No, gracias. No tengo inter¸s. Mi sueÏo es morir en mi ciudad natal.
- Pero ¿por qu¸? - GritÁ ¸l en seguida -. Perdone mi indiscreciÁn, pero
¿qu¸ lo retiene aqu¼?
- ¿CÁmo? Lindos recuerdos de la infancia. El primer beso en la plaza
municipal. Mamita y papito. Mi primera borrachera, en este mismo bar. La
comisar¼a, tan querida para m¼.
Saqu¸ un paÏuelo muy usado y me sequ¸ los ojos.
-
Øl se echÁ a re¼r, tomÁ un sorbito del whisky canadiense y respondiÁ
pensativo.
- No entiendo cÁmo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad la
vida es dura. Hay control militar, pocas diversiones. La Zona est° a un
paso, como si uno estuviera sentado sobre un volc°n. Podr¼a estallar una
epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran
quedarse, pero usted, ¿qu¸ edad tiene usted? ¿VeintidÁs, veintitr¸s? ¿No se
da cuenta de que la Oficina es una organizaciÁn de caridad? No ganamos nada
con esto. Lo ·nico que deseamos es que la gente se vaya de este agujero
infernal y vuelva a la corriente de la vida. Nosotros salimos de garant¼a
para la mudanza, le buscamos trabajo. En el caso de la gente joven, como
usted, le pagamos estudios. No, no entiendo,
- ¿Es decir que nadie quiere irse?
- No tanto como nadie. Algunos se est°n yendo, sobre todo los que
tienen familia. Pero los jÁvenes y los ancianos... ¿Qu¸ buscan aqu¼? Esto es
un agujero, un pueblo de provincia.
Entonces le contest¸ como merec¼a.
-
Nuestra pequeÏa ciudad es un agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese
agujero a su podrido mundo que lo cambiaremos por completo. Y cuando
obtengamos los conocimientos haremos ricos a todos, y volaremos a las
estrellas, y viajaremos adonde nos plazca. Esa es la clase de agujero que
tenemos aqu¼.
Me interrump¼ en ese punto porque vi que Ernest me miraba atÁnito. Me
sent¼ incÁmodo; por lo com·n no me gusta usar palabras ajenas, ni siquiera
cuando estoy de acuerdo con ellas. Adem°s todo eso me sal¼a medio raro.
Cuando lo dice Kirill uno escucha y se olvida de cerrar la boca. Pero por
m°s que yo dijera lo mismo no me sal¼a igual. Tal vez porque Kirill nunca le
pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
Ernie reaccionÁ velozmente y se apresurÁ a servirme seis dedos de
combustible, como para que recuperara la cordura. El narigudo seÏor
Maenaught volviÁ a sorber su whisky.
- Claro, por supuesto. Las pilas inagotables, la panacea azul. Pero
seÏor, ¿de veras cree que todo ser° como usted dice?
- Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En
cuanto a m¼: ¿qu¸ tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren,
lo s¸ bien. Se rompen el lomo todo el d¼a y miran televisiÁn toda la noche.
- No es obligatorio que vaya a Europa.
- Todo es igual, salvo que en la Ant°rtida hace fr¼o.
Lo m°s asombroso es que yo cre¼a hasta con la panza todo lo que le
estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces m°s
querida que todas las Europas y las Ðfricas. Y todav¼a no estaba borracho.
Por un instante hab¼a imaginado cÁmo tendr¼a que volver a casa,
arrastr°ndome, con una manga de cretinos como yo; cÁmo me empujar¼an y me
estrujar¼an en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
- ¿Y usted? - preguntÁ el hombre a Ernest.
- Yo tengo mi negocio - respondiÁ ¸ste, d°ndose importancia -. No soy
ning·n pobretÁn. He invertido todo mi dinero en este negocio. Hasta el
comandante de la base viene aqu¼ de vez en cuando; un general, ¿qu¸ le
parece? ¿CÁmo me voy a ir?
El seÏor Aloysius Maenaught tratÁ de ganar algunos puntos citando
muchas cifras. Pero yo no escuchaba. Tom¸ un buen trago, bien largo saqu¸ un
montÁn de cambio del bolsillo, me baj¸ del taburete y cargu¸ la vitrola
autom°tica. Hay una canciÁn all¼ que se llama "No vuelvas si no est°s
seguro". Me causa un buen efecto despu¸s de haber estado en la Zona.
La vitrola aullaba y arrullaba. Me llev¸ el vaso a un rincÁn, donde
esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un solo brazo, y el tiempo
pasÁ volando, como un p°jaro. Cuando echaba el ·ltimo centavo en el
artefacto entraron Richard Noonan y Gutalin, para echarse en los brazos
hospitalarios del bar. Gutalin estaba mamado; los ojos se le daban vuelta
para todos lados y buscaba dÁnde poner el puÏo. Richard Noonan lo ten¼a
tiernamente por el codo y lo distra¼a con chistes.
un mono negro y enorme; las manos le llegan hasta las rodillas; Dick, en
cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
- ¡Eh! - gritÁ Dick -. ¡All° est° Red! ¡Ven con nosotros!
rugiÁ Gutalin -. En esta ciudad hay sÁlo dos hombres de verdad:
Los dem°s son todos cerdos o hijos de Satan°s. T· tambi¸n sirves al demonio,
Red, pero todav¼a eres humano.
Me acerqu¸ con mi copa. Gutalin me quitÁ la chaqueta y me hizo sentar a
la mesa.
-
por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
- Lloremos - dije -. Bebamos las l°grimas del pecado.
- Porque el d¼a est° cerca - anunciÁ Gutalin -. Porque el corcel blanco
est° ensillado y su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias
de los que se hayan vendido a Satan°s ser°n en vano. SÁlo los que han
resistido a ¸l se salvar°n. Ustedes, hijos del hombre, que fueron seducidos
por el diablo, que juegan con los juguetes del diablo, que desentierran los
tesoros de Satan°s, a ustedes les digo: ¡Est°n ciegos!
despierten antes de que sea demasiado tarde!
diablo!
Se interrumpiÁ como si hubiera olvidado lo que segu¼a. De pronto
preguntÁ, en tono distinto.
- ¿Puedo tomar un trago aqu¼? Sabes, Red, me emborrach¸ de nuevo. Me
acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, est°n cayendo al abismo
y arrastran a otros tambi¸n". Pero ellos se r¼en, nada m°s. Por eso le
aplast¸ la nariz al dueÏo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por qu¸?
Dick se acercÁ y puso la botella sobre la mesa.
- Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest.
Dick me echÁ una mirada de soslayo.
- Est° dentro de la ley - dije -. Nos estamos tomando el cheque de la
bonificaciÁn.
- ¿Fuiste a la Zona? - preguntÁ Dick -. ¿Trajiste algo?
- Un vac¼o lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
- ¡Un vac¼o! - repitiÁ Gutalin, lleno de pena -.
por vaya a saber qu¸ vac¼o! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto
del demonio al mundo. ¿CÁmo sabes, Red, cu°nto de pena y de pecado...?
- Calla, Gutalin - dije severamente -. Bebe y festeja que yo haya
vuelto con vida. Por el ¸xito, amigos m¼os.
Dio buen resultado aquel brindis por el ¸xito. Gutalin se vino abajo
por completo. Sollozaba, las l°grimas le brotaban como agua de una canilla.
Lo conozco bien; es nada m°s que una etapa. Solloza y predica que la Zona es
una tentaciÁn del diablo. Que no deber¼amos sacar nada de all¼ y que
deber¼amos poner de nuevo en ella todo lo que hemos sacado. Y seguir
viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo.
Me gusta; me refiero a Gutalin. Siempre me gustan los tipos raros. Cuando
tiene dinero compra el bot¼n sin regateo, por el precio que los merodeadores
le pidan, y de noche lo lleva a la Zona y lo entierra. Estaba esperando,
pero pronto parar¼a.
- ¿Qu¸ es un vac¼o lleno? - preguntÁ Dick -. S¸ qu¸ son los vac¼os, a
secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
Se lo expliqu¸. Øl asintiÁ y se lamiÁ los labios.
- S¼, es muy interesante. Una cosa nueva. ¿Con qui¸n fuiste, con el
ruso?
- S¼, con Kirill y Tender. Lo conoces, ¿no? Es nuestro asistente de
laboratorio.
- Te habr°n vuelto loco.
- Nada de eso, se portaron muy bien. Especialmente Kirill. Es un
merodeador nato. Necesita un poco m°s de experiencia que le lime el apuro.
Con ¸l ir¼a a la Zona todos los d¼as.
- ¿Y todas las noches? - preguntÁ, con una mueca de borracho.
- Term¼nala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
- Un chiste es un chiste, ya lo s¸, pero me puede meter en un montÁn de
problemas. Te debo uno.
- ¿Qui¸n tiene uno? - preguntÁ Gutalin, excitado -. ¿Cu°l es?
Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su silla. Dick le
puso un cigarrillo en la boca y se lo encendiÁ. Al fin lo calmamos. Mientras
tanto iba entrando m°s y m°s gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas
se hab¼an ocupado. Ernest llamÁ a las muchachas, que empezaron a servir
bebidas a los clientes: cerveza, cÁcteles, vodka. Not¸ que hab¼a muchas
caras nuevas en la ciudad, ·ltimamente; en su mayor¼a, jÁvenes novatos con
bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencion¸
a Dick y ¸l asintiÁ.
- ¿Qu¸ quieres?
- Est°n empezando un montÁn de construcciones. El Instituto va a
levantar tres edificios nuevos. Adem°s piensan cerrar tras un muro toda la
Zona, desde el cementerio hasta el rancho viejo. Ya se acabaron los buenos
tiempos para los merodeadores.
- ¿Cu°ndo fueron buenos los tiempos para los merodeadores? - observ¸
yo.
Y pens¸: "Caramba, ¿qu¸ novedades son ¸stas? Parece que ya no voy a
poder hacer un poco de plata extra por ese lado. Tal vez sea para mejor.
Menos tentaciones. Ir¸ a la Zona de d¼a, como un ciudadano decente. No se
gana lo mismo, por supuesto, pero es mucho m°s seguro. La cabina, el traje
especial y todo eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del
sueldo y emborracharme con las bonificaciones". Pero entonces me sent¼
verdaderamente deprimido. Otra vez a juntar centavitos: Esto lo puedo
comprar, esto no. Tendr¼a que ahorrar para comprar a Guta los trapos m°s
baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era
nada prometedor. Los d¼as eran grises, y tambi¸n las tardes, y tambi¸n las
noches.
Y mientras yo pensaba as¼ Dick me chillaba en la oreja:
- Anoche, en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme.
Hab¼a unos tipos nuevos. No me gustÁ nada el aspecto que ten¼an. Uno se
acercÁ a m¼ e iniciÁ una conversaciÁn con muchas vueltas, sugiriendo que me
conoc¼a, que sabe lo que hago, dÁnde trabajo, e insinuando que ¸l me pagar¼a
muy bien por varios servicios.
- Un pasador de datos - dije.
Eso no me interesaba mucho. Estaba harto de pasadores de datos y de
charlas sobre trabajitos.
- No, compaÏero, no era eso. Escucha. Le segu¼ la corriente por un
rato, con mucho cuidado, por supuesto. Tiene inter¸s en ciertos objetos que
hay en la Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas, las gotitas
negras y esas tonter¼as no le atraen en absoluto. Se limitÁ a sugerir
indirectamente lo que quiere.
- ¿Qu¸ es?
- Jalea de brujas, por lo que entend¼ - respondiÁ Dick, mir°ndome con
expresiÁn extraÏa.
- Oh, as¼ que quiere jalea de brujas, ¿eh? Y ya que estamos, ¿no le
gustar¼an algunas l°mparas de la muerte?
- Eso mismo le pregunt¸ yo.
- ¿Y?
- ¿Me creer°s si te digo que tambi¸n quiere?
- ¿Ah, s¼? - dije -. Bueno, que vaya a buscarlas, Es una pavada. Los
sÁtanos est°n llenos de jalea de brujas. Que agarre un balde y vaya a
recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
Dick no respondiÁ; me mirÁ sin sonre¼r siquiera. ¿Qu¸ diablos estaba
pensando? ¿No tendr¼a intenciones de contratarme a m¼? Y en ese momento se
me ocurriÁ.
- Un momento - dije -. ¿Qui¸n era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto
dejan estudiar la jalea.
- Est° bien - replicÁ Dick, hablando con lentitud y sin dejar de
observarme -. Es en la investigaciÁn donde est° el verdadero peligro para la
humanidad. ¿Ahora comprendes qui¸n era ¸se?
No, no entend¼a nada.
- ¿Te refieres a los Visitantes?
Øl riÁ, me palmeÁ la mano y dijo:
- ¿Por qu¸ no tomas un trago?
- Por mi parte, de acuerdo.
Pero me sent¼a enojado. As¼ que los hijos de puta me tienen por idiota,
¿eh?
- Eh, Gutalin - dije -. ¡Gutalin! ¡Despierta!
Gutalin estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yac¼a sobre la
negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa
sin su compaϼa.
- Ahora bien - exclam¸ despu¸s -. No s¸ si soy un alma simple o un alma
complicada, pero te dir¸ lo que puedes hacer con ese tipo. Ya sabes cÁmo
quiero a la polic¼a, pero lo denunciar¼a.
- Seguro. Y entonces la polic¼a te preguntar¼a por qu¸ ese tipo fue a
hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
- No importa - repuse, sacudiendo la cabeza -. T·, pedazo de idiota
gordinflÁn, hace sÁlo tres aÏos que est°s en esta ciudad y nunca fuiste a la
Zona. No has visto la jalea de brujas m°s que en el cine. Tendr¼as que verla
en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso;
no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos
de agallas, que no piden m°s que plata y m°s plata, pero ni siquiera el
finado Zalamero se habr¼a metido en un asunto de esos. Cuervo Burbridge
tampoco aceptar¼a. No quiero ni pensar qu¸ clase de tipo puede querer esa
jalea de brujas y para qu¸.
- Bueno, tienes razÁn - dijo Dick -. Pero te dir¸: no me gustar¼a que
cualquier d¼a me encontraran en la cama, habiendo cometido suicidio. No soy
merodeador, pero si una persona pr°ctica, y me gusta vivir. Hace mucho que
lo hago y ya me acostumbr¸.
- ¡SeÏor Noonan! - gritÁ Ernest desde el mostrador -.
-
de Env¼os. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
Se levantÁ para atender el tel¸fono, mientras yo me quedaba con Gutalin
y la botella; puesto que Gutalin no ayudaba en nada, ataqu¸ la botella por
mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde vaya,
hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es f°cil hablar
de la paz eterna y de la armon¼a que vendr° de la Zona. Kirill es un buen
tipo, nada tonto (por el contrario, es inteligente de veras), pero no sabe
un bledo de la vida. Ni siquiera imagina qu¸ clase de malhechores y
criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa
jalea de brujas. Gutalin ser° un borrach¼n y un chiflado por la religiÁn,
pero a lo mejor no est° tan desacertado. Tal vez deber¼amos dejar al diablo
las cosas del diablo y no tocar.
Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupÁ la silla de Dick.
- ¿El seÏor Schuhart?
- S¼. ¿Qu¸ hay?
- Me llamo Creonte. Soy de Malta.
- ¿CÁmo andan las cosas por Malta?
- Las cosas andan muy bien por Malta, pero no es de eso que quer¼a
hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
"Aj°", pens¸. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad
en ¸l. Aqu¼ est° este muchacho: bronceado, limpio, lindo. Todav¼a no sabe lo
que es afeitarse o besar a una mujer. Pero a Ernest no le importa nada. Lo
·nico que quiere es mandar m°s gente a la Zona. SÁlo uno de cada tres sale
con bot¼n, pero eso para ¸l es dinero."
- ¿CÁmo anda el viejo Ernest? - pregunt¸. Øl mirÁ hacia el mostrador.
- Tiene buen aspecto. Me gustar¼a estar en lugar de ¸l.
- A m¼ no. ¿Quiere una copa?
- Gracias, no bebo.
- ¿Un cigarrillo?
- Perdone, pero tampoco fumo.
- Maldito seas. ¿Para qu¸ diablos quieres la plata, entonces? Øl se
ruborizÁ y dejÁ de sonre¼r.
- Tal vez eso sea cosa m¼a solamente - dijo en voz baja -. ¿No le
parece, seÏor Schuhart?
- Tienes toda la razÁn del mundo.
Me serv¼ otros cuatro dedos, Ya me estaba zumbando la cabeza y sent¼a
una agradable pesadez en los miembros. La Zona me hab¼a liberado por
completo.
- En este momento estoy completamente borracho - aclar¸ -. Estoy
celebrando, como puedes ver. Entr¸ en la Zona, sal¼ vivo y adem°s con
dinero. Eso no ocurre con frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero
menos todav¼a. As¼ que preferir¼a dejar cualquier asunto serio para m°s
tarde.
Øl se levantÁ de un salto, pidiendo disculpas. Entonces vi que Dick
hab¼a regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que tra¼a me di
cuenta de que pasaba algo feo.
- A que tus tanques pierden otra vez el vac¼o.
- S¼ - dijo -. Otra vez.
Se sentÁ, se sirviÁ un trago y volviÁ a llenar mi vaso. Comprend¼ que
el problema no tenla ninguna relaciÁn con mercader¼as en mal estado. En
realidad le importaba un cuerno lo de los env¼os:
- Bebamos, Red - dijo, y sin esperarme bajÁ su vaso de un trago y se
sirviÁ otro -. ¿Sabes que muriÁ Kirill Panov?
Estaba tan aturdido que no entend¼ bien. Alguien hab¼a muerto, y qu¸.
- Bueno, bebamos por el difunto.
Me mirÁ abriendo mucho los ojos. SÁlo entonces sent¼ como si se me
hubiera roto un resorte dentro del cuerpo. Recuerdo que me levant¸ y me
apoy¸ contra la mesa para mirarlo.
- ¿Kirill?
Ten¼a la telaraÏa ante los ojos, la o¼a crujir al romperse. Y a trav¸s
del misterioso ruido de ese crujir o¼ la voz de Dick, como si viniera de
otra habitaciÁn.
- Ataque al corazÁn. Lo encontraron en la ducha, desnudo. Nadie
entiende qu¸ le pasÁ. Preguntaron por ti. Les dije que estabas
perfectamente.
- ¿Qu¸ quieren entender? Es la Zona.
- Si¸ntate. Si¸ntate y toma algo.
- La Zona - repet¼, sin poder dejar de pronunciar esa palabra -. La
Zona, la Zona...
No ve¼a nada a mi alrededor, salvo la telaraÏa. Todo el bar estaba
preso en la telaraÏa, y cuando la gente se mov¼a la telaraÏa cruj¼a
suavemente. El muchacho malt¸s estaba de pie en el medio, con cara de
sorprendido. No comprend¼a una palabra.
- Muchachito - le dije con suavidad -, ¿cu°nto necesitas? ¿Te
alcanzar¼a con mil? Toma, aqu¼ tienes.
Le arroj¸ el dinero a puÏados y empec¸ a gritar:
- ¡Ve a decirle a Ernest que es un hijo de puta, una porquer¼a!
tengas miedo, d¼selo! Porque adem°s es cobarde. D¼selo, y despu¸s te vas
directamente a la estaciÁn y sacas pasaje para Malta.
ninguna parte! - No s¸ que otra cosa grit¸. Pero s¼ recuerdo que termin¸
ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
- Parece que hoy tienes dinero - dijo.
- S¼, tengo un poco.
- ¿Por qu¸ no me haces un pr¸stamo? MaÏana tengo que pagar los
impuestos.
En ese momento me di cuenta de que ten¼a un manojo de billetes en la
mano.
- As¼ que no acepto - dije, mirando el montÁn -. Creonte de Malta es un
joven orgulloso, por lo que veo. Bueno, yo no tengo nada que ver con eso.
Todo est° en manos del destino.
- ¿Qu¸ te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado?
- No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones.
Listo para las duchas.
- ¿Por qu¸ no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
- MuriÁ Kirill - le dije.
- ¿Qu¸ Kirill? ¿El manco?
M°s manco ser°s t·, hijo de puta. Ni con mil como t· se podr¼a hacer un
solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y
vendes muerte, eso es. Nos tienes a todos comprados con tu plata. ¿Te
gustar¼a que te hiciera pedazos el local?
Justo cuando retrocedo para asestarle uno de los buenos alguien me
sujetÁ y me llevÁ a otro lado. Yo no entend¼a nada ni quer¼a entender.
Grit¸, luch¸, lanc¸ puntapi¸s. Cuando recobr¸ el sentido estaba en el baÏo,
todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconoc¼ al mirarme en
el espejo. Se me contra¼a la mejilla, cosa que nunca me hab¼a pasado. Desde
fuera me llegÁ ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos
de Gutalin, m°s potentes que los de un oso pardo:
-
simientes del diablo?
Y el ulular de las sirenas de polic¼a.
En cuanto las o¼, mi cerebro se aclarÁ como un cristal. Record¸ todo,
supe todo, comprend¼ todo. En el alma no me quedaba m°s que un odio helado.
"¡Muy bien!, pens¸,
merodeador, grand¼simo chupasangre!".
Saqu¸ un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apret¸
un par de veces para ponerlo en funcionamiento, abr¼ la puerta que daba al
bar y lo dej¸ caer silenciosamente en la escupidera. Despu¸s abr¼ la ventana
y sal¼ a la calle. Me habr¼a gustado quedarme por all¼ para ver qu¸ pasaba,
pero ten¼a que irme cuanto antes. Los picapicas me provocan hemorragias
nasales.
Mientras corr¼a por el patio trasero o¼ que mi picapica funcionaba a
toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a
ladrar; los perros sienten los picapicas antes que los humanos. En seguida
alguno de los que estaban en el bar chillÁ con tantas ganas que se me
taparon los o¼dos, aun a esa distancia. No me costÁ imaginar a esa multitud
que se enloquec¼a all¼ dentro: algunos caer¼an en una profunda depresiÁn,
otras saldr¼an volando y algunos se dejar¼an ganar por el p°nico. El
picapica es algo terrible. Pasar° mucho tiempo antes de que Ernest vuelva a
llenar el local. No le costar° mucho adivinar que fue obra m¼a, por
supuesto, pero me importa un r°bano. Se acabÁ. Red, el merodeador, ya no
existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseÏar a otros tontos a
arriesgar la de ellos. Kirill, compaÏero, viejo amigo, estabas equivocado.
Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razÁn. Øse no es
sitio para seres humanos. La Zona est° maldita.
Salt¸ por el cerco y tom¸ rumbo a casa. Me mord¼a los labios; ten¼a
ganas de llorar, pero no pod¼a. No ve¼a m°s que vacuidad, tristeza. Kirill,
compaÏerito, mi ·nico amigo, ¿cÁmo pudo ocurrir esto? ¿CÁmo me las arreglar¸
sin ti? T· me pintabas im°genes maravillosas de un mundo nuevo y distinto.
¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorar° por ti, pero yo no puedo. Y
todo fue culpa m¼a. M¼a, m¼a solamente, porque soy un in·til. ¿CÁmo se me
ocurriÁ meterte en ese garaje sin dejar que acostumbraras los ojos a la
oscuridad?
Hab¼a vivido toda mi existencia como un lobo, sin preocuparme m°s que
por m¼ mismo. Y de pronto hab¼a decidido convertirme en un benefactor,
hacerle un pequeÏo regalo. ¿Para qu¸ demonios le mencion¸ ese vac¼o? Cada
vez que lo pensaba sent¼a un dolor en la garganta, ganas de aullar. Tal vez
lo hice, porque la gente me evitaba por la calle. Y de pronto las cosas
mejoraron: Guta ven¼a hacia m¼. Ven¼a hacia m¼, m¼ preciosa, mi querida,
caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balance°ndose sobre las
rodillas. En cada puerta hab¼a un par de ojos que la segu¼an, pero ella
caminaba en l¼nea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta entonces de que me
estaba buscando.
- Hola - dije -. Guta, ¿adÁnde vas?
ApreciÁ con una sola mirada mi cara aporreada, mi chaqueta empapada,
mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
- Hola, Red. Iba a verte.
- Ya lo s¸. Vamos a mi casa.
Se volviÁ sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello largo,
como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
- No s¸, Red. Tal vez no quieras verme m°s.
Se me estrujÁ el corazÁn. ¿Y eso? Pero habl¸ tranquilamente:
- No entiendo adÁnde quieres llegar, Guta. Perdona, hoy estoy un poco
borracho y no razono bien. ¿Por qu¸ crees que no voy a querer verte m°s?
La tom¸ de la mano y los dos echamos a andar lentamente hacia mi casa.
Todos los que la hab¼an estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo en
esa calle desde que nac¼ y todos conocen muy bien a Red. Y el que no me
conoce no tardar° en hacerlo; es algo que se siente.
- Mam° quiere que me haga un aborto - dijo, de pronto -. Y yo no
quiero.
Di varios pasos m°s antes de comprender lo que estaba diciendo.
- No quiero abortar. Quiero tener un hijo tuyo. Puedes hacer lo que
quieras, irte al ·ltimo rincÁn del mundo. No te voy a retener.
La escuch¸, vi que se iba alterando m°s y m°s, mientras yo me sent¼a
cada vez m°s aturdido. Eso no ten¼a pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba
un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre m°s.
- Ella me dice que si tengo un hijo de un merodeador ser° un monstruo,
que eres un vagabundo, que la criatura y yo no tendremos familia. Que hoy
est°s libre y maÏana en la c°rcel. Pero todo eso no me importa, estoy
dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme sola y criarlo hasta que sea
hombre: sola. Lo tendr¸ sola, lo criar¸ sola y lo educar¸ sola. Me las puedo
arreglar sin ti, tambi¸n, pero no vuelvas a buscarme. No te dejar¸ pasar de
la puerta.
- Guta, querida m¼a - dije -, espera un minuto...
No pude seguir hablando. Una risa nerviosa, idiota, me crec¼a dentro,
surg¼a ya.
- Pichoncita m¼a, entonces ¿para qu¸ me buscas?
Estaba riendo como un campesino est·pido mientras ella lloraba contra
mi pecho,
- ¿Qu¸ ser° de nosotros, Red? - preguntÁ entre sus l°grimas -. ¿Qu¸
ser° de nosotros?
2. Redrick Schuhart, veintiocho aÏos, casado, sin ocupaciÁn permanente.
Redrick Schuhart, echado tras una l°pida, observaba al patrullero por
entre las ramas del fresno, los reflectores del coche se paseaban por el
cementerio; de vez en cuando le daban en los ojos, haci¸ndole parpadear y
contener el aliento.
Hab¼an pasado dos horas, pero nada cambiaba en la ruta. El patrullero
segu¼a estacionado en el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con
sus tres reflectores las tumbas en decadencia, las cruces torcidas y
herrumbradas, los fresnos demasiado crecidos y sin podar, y la parte alta
del muro de tres metros de ancho, que terminaba all¼, a la izquierda.
La patrulla de la costa ten¼a miedo a la Zona. Ni siquiera bajaban del
coche. Cerca del cementerio el miedo era tan grande que no se atrev¼an a
disparar. Redrick los o¼a hablar en voz baja de tanto en tanto; a veces,
alguna colilla volaba desde los vidrios del coche para rodar por la ruta,
resbalando, esparciendo d¸biles chispas rojas. Todo estaba muy h·medo; hab¼a
llovido poco antes, y aquel fr¼o malsano se le filtraba por el mameluco
impermeable.
Redrick soltÁ la rama con cuidado, volviÁ la cabeza y prestÁ atenciÁn.
Hacia la izquierda (en alg·n sitio no demasiado alejado, pero tampoco
demasiado cerca) hab¼a otra persona. OyÁ crujir las hojas una vez m°s, y la
tierra que ced¼a; al fin se oyÁ el golpe seco de algo duro y pesado al caer.
Redrick empezÁ a arrastrarse hacia atr°s, con mucha prudencia y sin volver
la cabeza, aferrado al pasto h·medo. El rayo luminoso le pasÁ por sobre la
cabeza. Øl permaneciÁ un instante quieto como una estatua, sigui¸ndolo en su
silencioso paseo. Entre las cruces le pareciÁ ver a un hombre de negro,
sentado sin moverse en una de las tumbas. Estaba apoyado sin disimular
contra un obelisco de m°rmol y volv¼a hacia Redrick la cara blanca, las
cuencas negras y hundidas. No lo hab¼a visto con claridad, pues apenas fue
un segundo, pero ten¼a todos los detalles archivados en la imaginaciÁn.
Se arrastrÁ unos pasos m°s y buscÁ la petaca que ten¼a en la chaqueta.
La sacÁ; apoyÁ el metal caliente contra la mejilla durante un rato. Despu¸s,
a·n aferrado a la petaca, siguiÁ reptando. DejÁ de escuchar y mirÁ a su
alrededor.
En la pared hab¼a una abertura. All¼ estaba Burbridge, con un agujero
de bala en el impermeable a rayas de color gris plomo. Todav¼a segu¼a de
espaldas, tironeando del cuello de su tricota con las dos manos y gimiendo
de dolor. Redrick se sentÁ junto a ¸l y desenroscÁ la tapa de la petaca.
LevantÁ con cuidado la cabeza a su compaÏero, sintiendo en la palma la calva
caliente, sudorosa, pegajosa, y le llevÁ el pico a los labios. Estaba
oscuro, pero los d¸biles rayos de los reflectores le permitieron ver los
ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la oscura barba de pocos d¼as que
le cubr¼a las mejillas. Burbridge bebiÁ °vidamente varios tragos; en seguida
tendiÁ una mano nerviosa para palpar el saco donde ten¼a el bot¼n.
- Volviste... Red... Buen compaÏero. No eres capaz de abandonar a un
viejo para que muera.
Redrick echÁ la cabeza atr°s y tomÁ un trago largo.
- Todav¼a est° all¼, como si estuviera clavado a la ruta.
- No es casualidad. Alguien pasÁ el dato. Nos estaba esperando.
Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
- Puede ser - respondiÁ Redrick -. ¿Quieres otro trago?
- No. Por ahora basta. No me abandones. Si no me abandonas no morir¸.
No tendr°s que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonar°s, Red?
Redrick no respondiÁ. Estaba mirando hacia la carretera, hacia los
destellos de luz. Desde all¼ ve¼a el obelisco de m°rmol, pero no si ¸l
estaba sentado all¼ o no.
- Oye, Red, no estoy diciendo tonter¼as. No te arrepentir°s. ¿Sabes por
qu¸ vive todav¼a el viejo Burbridge? ¿Lo sabes? Bob el Gorila reventÁ.
FaraÁn el Banquero estirÁ la pata, y qu¸ merodeador era, pero muriÁ.
Zalamero tambi¸n. Y Norman el Cuatro-Ojos, y Culligan, y Pedro el RoÏa.
Todos. Soy el ·nico que sigue vivo. ¿Y por qu¸? ¿Lo sabes?
- Siempre fuiste una rata - dijo Red, sin quitar los ojos de la
carretera -. Un hijo de puta.
- Una rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo
eran. FaraÁn, Zalamero... Sin embargo soy el ·nico que queda. ¿Sabes por
qu¸?
- S¼, lo s¸ - dijo Red, para acabar con la charla.
- Mientes. No lo sabes. ¿Has o¼do hablar de la Bola Dorada?
- S¼.
- ¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
- Ser° mejor que calles. Ahorra fuerzas.
- Estoy bien. T· me sacar°s de aqu¼. Hemos ido a la Zona tantas
veces... ¿Ser¼as capaz de abandonarme? Te conoc¼ cuando... Eras tan
chiquito... Tu padre...
Redrick no respondiÁ. Hubiera dado cualquier cosa por fumar un
cigarrillo. SacÁ uno, rompiÁ el tabaco entre las manos y lo olfateÁ. No
sirviÁ de nada.
- Tienes que sacarme de aqu¼. Me quem¸ por causa tuya. Fuiste t· el que
no quiso traer al malt¸s.
El malt¸s ard¼a por ir con ellos. Los hab¼a tentado toda la tarde,
ofreci¸ndoles un buen porcentaje, jurando que conseguir¼a un traje especial.
Burbridge, que estaba sentado junto a ¸l, segu¼a guiÏando el ojo a Red bajo
su mano curtida: "Llev¸moslo, no nos ir° mal". Tal vez fue por eso que Red
se negÁ.
- Te pasÁ eso por ambicioso - dijo fr¼amente Red -, Yo no tengo nada
que ver. Ser° mejor que te quedes quieto.
Por un rato Burbridge se limitÁ a gemir. VolviÁ a meterse los dedos por
el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atr°s.
- Puedes quedarte con todo el bot¼n - jadeÁ -. Pero no me abandones.
Redrick mirÁ su reloj. No faltaba mucho para el alba, y el patrullero
no se iba. Los reflectores segu¼an buscando entre los arbustos, y ellos
hab¼an dejado el jeep camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo
encontrar¼an en cualquier momento.
- La Bola Dorada - dijo Burbridge -. La hall¸. Se contaban tantas
leyendas sobre ella. Yo mismo invent¸ unas cuantas. Que te conced¼a
cualquier deseo...
aqu¼. Estar¼a d°ndome la gran vida en Europa, nadando en plata.
Redrick bajÁ la vista hacia ¸l. Ante aquella luz azulada y parpadeante,
la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parec¼a la de un muerto, pero sus
ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
- Juventud eterna, qu¸ diablos la iba a conseguir. Plata, eso menos,
qu¸ diablos. Pero consegu¼ salud. Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera
imaginas en qu¸ lugares he estado, pero todav¼a estoy vivo.
Se lamiÁ los labios y prosiguiÁ:
- SÁlo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
- ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin -. Pareces una mujer. Si
puedo te sacar¸ de aqu¼. Lo siento por tu Dina. Tendr° que hacer la calle.
- Dina - susurrÁ °speramente el viejo -. Mi pequeÏa. Mi preciosa. Est°n
malcriados, Red. Nunca les negu¸ nada. Se ver°n perdidos. Arthur, mi Artie.
T· lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como ¸l?
- Ya te lo dije: si puedo te salvar¸.
- No - replicÁ Burbridge, tercamente -. Me sacar°s de aqu¼ sea como
sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dÁnde est°?
- Dale.
Burbridge gimiÁ y moviÁ el cuerpo.
- Mis piernas... F¼jate cÁmo est°n.
Redrick alargÁ una mano y la deslizÁ por la pierna, por debajo de la
rodilla.
- Los huesos... - gimiÁ el herido -. ¿Todav¼a hay huesos all¼?
- Hay huesos. Deja de meter bulla.
- Est°s mintiendo. ¿Para qu¸ mentir? ¿Crees que no lo s¸, que nunca he
visto nada de esto?
En realidad no tocaba m°s que la rÁtula. Por debajo, hasta el tobillo,
la pierna era como un palo de goma. Se pod¼an haber hecho nudos con ella.
- Las rodillas est°n enteras - dijo Red.
- Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge.
- Bueno, est° bien. T· s°came de aqu¼, nada m°s. Te dar¸ todo. La Bola
Dorada. Te dibujar¸ un mapa. Con todas las trampas. Te contar¸ todo.
PrometiÁ muchas otras cosas, pero Redrick no le prestaba atenciÁn.
Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores hab¼an dejado de recorrer
las matas. Estaban paralizados. Todos converg¼an sobre aquel obelisco. En la
neblina azul brillante, Redrick vio que la silueta negra y encorvada se
paseaba por entre las cruces; parec¼a moverse a ciegas, directamente hacia
los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver
a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de ella para continuar
la marcha, con los brazos extendidos hacia adelante y los dedos estirados,
abiertos. De pronto desapareciÁ como si lo hubiera tragado la tierra; pocos
instantes despu¸s reapareciÁ hacia la derecha, algo m°s lejos; caminaba con
una terquedad inhumana y estrafalaria, como un juguete al que le hubieran
dado cuerda.
De pronto las luces se apagaron. ChirriÁ la transmisiÁn, rugiÁ el
motor; entre las matas aparecieron las luces de seÏales, azules y rojas. El
patrullero saliÁ disparado, acelerando salvajemente rumbo a la ciudad, y
desapareciÁ tras el muro.
Redrick tragÁ saliva y bajÁ la cremallera de su mameluco.
- Se han ido - murmurÁ Burbridge, febril -. Red, v°monos, pronto.
GirÁ sobre s¼, buscando a tientas su bolsa, y tratÁ de levantarse.
- Vamos, ¿qu¸ esperas?
Redrick segu¼a mirando hacia la ruta. Estaba a oscuras y ya no se ve¼a
nada, pero ¸l merodeaba todav¼a por ah¼, seguramente, como un autÁmata,
tropezando, cayendo, golpe°ndose contra las cruces o enred°ndose en los
matorrales.
- Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos.
LevantÁ a Burbridge, que se le colgÁ del cuello con la mano izquierda.
Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastrÁ en cuatro patas, llev°ndolo
sobre la espalda; as¼ pasÁ por la grieta de la pared, agarr°ndose del pasto
mojado.
- Vamos, vamos - susurrÁ °speramente Burbridge -. No te preocupes: yo
tengo el bot¼n y no lo soltar¸.
El sendero le era conocido, pero el pasto mojado lo hac¼a resbaloso y
las ramas de los fresnos le azotaban la cara; aquel viejo robusto era
insoportablemente pesado, como un cad°ver; la bolsa del bot¼n hac¼a ruido y
se enganchaba en todas partes; adem°s Red ten¼a miedo de encontrarse con ¸l,
que pod¼a estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
Cuando salieron a la carretera todav¼a estaba oscuro, pero ya se
present¼a el alba. En los bosquecillos, del otro lado de la ruta, los
p°jaros comenzaban a piar, inseguros y soÏolientos, la penumbra nocturna
estaba tomando un tono azul sobre las casas negras de los suburbios
distantes. Desde all¼ ven¼a una brisa h·meda y fr¼a. Redrick dejÁ a
Burbridge en el recodo de la ruta y cruzÁ el pavimento como una gran araÏa
negra. No tardÁ en hallar el jeep; apartÁ las ramas que cubr¼an los
paragolpes y la capota, y condujo hacia el asfalto sin encender las luces.
All¼ estaba Burbridge, con la bolsa en una mano, toc°ndose las piernas con
la otra.
- ¡Ap·rate! Ap·rate, las rodillas, todav¼a tengo rodillas.
pudiera salvar las rodillas!
Redrick lo levantÁ y lo arrojÁ por sobre su costado, hacia el asiento
trasero. Burbridge aterrizÁ all¼ con un gruÏido, pero sin soltar la bolsa.
Redrick recogiÁ el impermeable de rayas grises y lo cubriÁ con ¸l. Burbridge
logrÁ incluso quitarse el saco.
Red sacÁ una linterna y revisÁ el recodo en busca de huellas. No hab¼a
muchas. El jeep hab¼a aplastado algunos pastos altos al salir a la
carretera, pero la hierba se volver¼a a erguir en un par de horas. Hab¼a una
enorme cantidad de colillas en torno al sitio que ocupara un rato antes el
patrullero. Al verlas, Redrick recordÁ que ten¼a ganas de fumar. EncendiÁ un
cigarrillo, aunque m°s aun deseaba salir de all¼ lo antes posible. Pero
todav¼a no podr¼a hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
- ¿Qu¸ pasa? - gimiÁ Burbridge desde el auto -. Todav¼a no volcaste el
agua y los aparejos de pesca est°n secos. ¿Qu¸ espera?
bot¼n!
- ¡C°llate!
- ¿Qu¸ suburbios? ¿Est°s loco?
puta!
Redrick dio una ·ltima chupada y guardÁ la colilla en la caja de
fÁsforos.
- No seas idiota, Cuervo. No podemos pasar directamente por la ciudad.
Hay tres calles bloqueadas. Nos detendr°n por lo menos una vez.
- ¿Y qu¸?
- En cuanto te vean los pies se acabÁ la juerga.
- ¿Qu¸ hay con mis pies? Estuvimos pescando. Me lastim¸ las piernas,
eso es todo.
- ¿Y si te las palpan?
- Que las palpen. Gritar¸ tanto que no volver°n a palpar, una pierna en
su vida.
Pero Redrick ya estaba decidido. LevantÁ el asiento del conductor, con
la linterna encendida; abriÁ un compartimiento secreto y dijo:
- A ver, dame eso.
El tanque de nafta que ten¼an bajo el asiento era falso. Redrick tomÁ
la bolsa y la puso dentro, prestando atenciÁn a los tintineos que se o¼an en
ella.
- No quiero correr ning·n riesgo - murmurÁ -. No tengo derecho.
VolviÁ a poner la tapa, la cubriÁ con basuras y trapos y colocÁ
nuevamente el asiento. Burbridge gem¼a, gruϼa, le suplicaba que se apurara
y le promet¼a la Bola Dorada. Agit°ndose en el asiento, miraba ansiosamente
los rayos de luz, cada vez m°s intensos. Redrick no le prestÁ atenciÁn;
abriÁ la bolsa pl°stica llena de agua, que conten¼a un pez, y volcÁ el agua
sobre los aparejos de pesca; en cuanto al agitado pez, lo echÁ en el
canasto. Despu¸s doblÁ la bolsa de pl°stico y se la guardÁ en el bolsillo.
Ya estaba todo en orden: dos pescadores que volv¼an de una salida no muy
provechosa. Se instalÁ al volante y puso el motor en marcha.
No encendiÁ las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se
extend¼a aquel muro de tres metros de ancho, bordeando la Zona; hacia la
derecha, de vez en cuando, alguna cabaÏa abandonada, con las ventanas
claveteadas y la pintura saltada. Redrick ve¼a bien en la oscuridad; adem°s,
de cualquier modo, ya no estaba tan oscuro, y por otra parte ¸l sab¼a que
vendr¼a. As¼ que cuando vio aquella silueta encorvada delante del auto,
caminando a paso r¼tmico, ni siquiera aminorÁ la marcha. Se encorvÁ sobre el
volante. Øl caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie,
se dirig¼a hacia la ciudad. Redrick lo dejÁ a la izquierda y acelerÁ.
-
¿viste eso?
- S¼.
- ¡Dios!
Y de pronto Burbridge empezÁ a rezar en voz alta.
-
La curva ten¼a que estar all¼, muy cerca. Redrick aminorÁ la marcha,
buscando entre la hilera de casas decadentes y entre los cercos de la
derecha. La vieja cabaÏa del transformador, la p¸rtiga con los soportes, el
puente podrido sobre la alcantarilla. Redrick hizo girar el volante. El
coche virÁ con una sacudida.
- ¿AdÁnde vas? - gimiÁ Burbridge -.
hijo de puta!
Redrick se volviÁ por un segundo y le asestÁ una bofetada en la cara
barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optÁ por guardar silencio. El coche se
sacud¼a mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia
de esa noche.
Redrick encendiÁ las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron
viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos, cercos podridos e
inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorb¼a. Ya no promet¼a nada m°s.
Se quejaba y amenazaba, pero en voz muy baja y nada clara; Redrick no
comprend¼a m°s que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas
y su querido Artie. Al fin callÁ.
La aldea se extend¼a a lo largo del borde occidental de la ciudad. En
otros tiempos hab¼a all¼ casas de verano, jardines, huertas y las mansiones
de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de
la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeÏos lagos y limpias playas
de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor y
la contaminaciÁn de la planta nunca llegaban a ese verde claro... y tampoco
el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo
abandonado. SÁlo una de las casas ante las cuales pasaron estaba habitada;
en la ventana se ve¼a una luz amarilla a trav¸s de las cortinas corridas, en
la soga hab¼a ropa mojada por la lluvia y un perro enorme se precipitÁ
furiosamente contra el veh¼culo, para perseguirlo a trav¸s del barro que
lanzaban las ruedas.
Redrick condujo con cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando
tuvo a la vista la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagÁ
el motor. Despu¸s se bajÁ para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge,
con las manos metidas en los bolsillos h·medos del mameluco. Ya estaba
claro. Todo, a su alrededor, segu¼a h·medo, silencioso y soÏoliento. ObservÁ
la ruta por entre los arbustos del costado. Desde ese punto se ve¼a
claramente el puesto de polic¼a: una pequeÏa casa rodante con tres ventanas
iluminadas. El patrullero estaba estacionado junto a ella, vac¼o. Redrick
siguiÁ observando por un rato. No se ve¼a actividad en el puesto de polic¼a;
los vigilantes quiz°s hab¼an sentido fr¼o y cansancio durante la noche y se
estaban calentando en la casa rodante, soÏando sobre los cigarrillos que les
colgaban del labio inferior. "Qu¸ esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. BuscÁ
la manopla de bronce que ten¼a en el bolsillo y deslizÁ los dedos en los
anillos, apretando el metal fr¼o en el puÏo; acurrucado a·n para protegerse
del aire helado, con las manos en los bolsillos, retrocediÁ. El jeep,
ligeramente desviado hacia un lado, hab¼a quedado entre los arbustos; era un
sitio silencioso y oculto. Tal vez nadie hab¼a estado por all¼ en los
·ltimos diez aÏos.
Cuando Redrick llegÁ hasta el veh¼culo, Burbridge se incorporÁ para
mirarlo, boquiabierto. Parec¼a m°s viejo. a·n, arrugado, calvo, sin afeitar
y con los dientes carcomidos. Se miraron mutuamente en silencio; al cabo
Burbridge dijo claramente:
- El mapa... todas las trampas, todas... La hallar°s: no tendr°s por
qu¸ arrepentirte.
Redrick lo escuchÁ sin moverse. Al fin aflojÁ los dedos y dejÁ que la
manopla de bronce cayera en su bolsillo.
- Bueno. Te limitar°s a quedarte all¼ acostado, como si estuvieras sin
conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
Se instalÁ tras el volante y puso el jeep en marcha.
Todo saliÁ bien. Nadie saliÁ de la casa rodante para detenerlos;
pasaron lentamente, obedeciendo todas las indicaciones de tr°nsito y
haciendo las seÏales debidas. Despu¸s Redrick acelerÁ y puso rumbo al centro
por la parte sur. Eran las seis de la maÏana. Las calles estaban vac¼as; el
pavimento, mojado y brillante, negro; los sem°foros parpadeaban solitarios e
in·tiles en las intersecciones. Pasaron junto a la panader¼a, de ventanas
altas y bien iluminadas; Redrick se sintiÁ envuelto en una ola de olor a pan
reci¸n horneado, c°lido, incre¼blemente delicioso.
- Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los m·sculos
entumecidos, - apretando las manos contra el volante.
- ¿Qu¸? - preguntÁ Burbridge, asustado.
- Dije que estoy muerto de hambre. ¿AdÁnde vamos? ¿A casa o
directamente al Matasanos?
- Al Matasanos, y pronto - vociferÁ Burbridge, inclin°ndose hacia
adelante y lanzando su aliento caliente contra el cuello de Redrick -.
Derecho a la casa de ¸l.
m°s r°pido o no? Pareces una tortuga.
Impotente, enojado, se lanzÁ en una serie de insultos, jadeos y
protestas, para acabar con un ataque de tos. Redrick no contestÁ; no ten¼a
tiempo ni fuerzas para tranquilizar a Cuervo, pues iba a toda velocidad.
Quer¼a terminar lo antes posible y dormir por lo menos una hora antes de
acudir a la cita en el Metropole. VirÁ en la calle 17, siguiÁ dos cuadras y
estacionÁ frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
Fue el mismo Matasanos quien abriÁ la puerta. Acababa de levantarse e
iba camino al baÏo, vestido con una lujosa bata de flecos dorados; llevaba
en un vaso los dientes postizos; ten¼a el pelo despeinado y grandes c¼rculos
oscuros bajo los ojos.
-
- Ponte los dientes y vamos.
- Aj°.
Le seÏalÁ la sala de espera con un gesto de la cabeza y saliÁ corriendo
hacia el baÏo, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde all¼ preguntÁ:
- ¿Qui¸n fue?
- Burbridge.
- ¿Qu¸ tiene?
- Las... piernas.
Redrick oyÁ correr el agua; hubo resoplidos, chapoteos; algo cayÁ y
rodÁ por el piso de mosaicos del baÏo. Se dejÁ caer en un sillÁn, exhausto,
y encendiÁ un cigarrillo. La sala de espera parec¼a muy agradable. El
Matasanos no escatimaba en gastos; era un cirujano muy competente y
promocionado, con mucha influencia en los c¼rculos m¸dicos, tanto de la
ciudad como del Estado. Si se habla mezclado con los merodeadores, no era
por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos robados
en la Zona que utilizaba en sus investigaciones. Obten¼a nuevos
conocimientos en el estudio de los merodeadores accidentales y de las
diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos
hasta entonces. Adem°s ganaba gloria y fama como ·nico m¸dico del planeta
especializado en afecciones no humanas. Por otra parte no le hac¼a asco al
dinero, y en grandes cantidades menos todav¼a.
- ¿Qu¸ es lo que le pasa en las piernas, espec¼ficamente? - preguntÁ,
saliendo del bajo con un toallÁn al cuello, con una esquina del cual se
secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
- CayÁ en la jalea.
El Matasanos soltÁ un silbido.
- Bueno, se acabÁ Burbridge. Qu¸ pena; era un merodeador famoso.
- No importa - observÁ Redrick, recost°ndose en el sillÁn -, le har°s
piernas artificiales y con ellas podr° volver a la Zona.
- De acuerdo.
El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregÁ:
- Un momento, voy a vestirme.
Mientras se vest¼a hizo un llamado, probablemente a su cl¼nica para que
prepararan todo a fin de operar. Entre tanto, Redrick segu¼a inmÁvil en la
silla, fumando. SÁlo se moviÁ una vez, para sacar su petaca. BebiÁ pequeÏos
sorbos, porque sÁlo quedaba un poquito en el fondo. TratÁ de no pensar en
nada, de esperar, simplemente.
Despu¸s fueron hasta el coche; Redrick ocupÁ el asiento del conductor y
el Matasanos se sentÁ junto a ¸l. Inmediatamente se inclinÁ hacia el asiento
trasero para palpar las piernas de Burbridge. Øste, sumiso e intimidado,
murmurÁ pat¸ticamente, prometiendo cubrirlo de oro, hablando una y otra vez
de su difunta esposa y de sus hijos, rog°ndole que le salvara por lo menos
las rodillas.
Cuando llegaron a la cl¼nica el Matasanos estallÁ en maldiciones al ver
que no hab¼a enfermeros esper°ndolos a la entrada; saltÁ del coche antes de
que ¸ste se detuviera y corriÁ hacia el interior. Redrick encendiÁ otro
cigarrillo. Burbridge hablÁ s·bitamente, con claridad y calma, en completa
calma, al fin, seg·n parec¼a:
- Quisiste matarme. No lo olvidar¸.
- Pero no te mat¸ - replicÁ Redrick.
- No, no me mataste.
Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregÁ:
- Eso tambi¸n lo recordar¸.
- Aj°. Claro, t· no habr¼as tratado de matarme - observÁ Red,
volvi¸ndose para mirarlo -. Me habr¼as abandonado all¼, sin m°s. Me habr¼as
dejado en la Zona. Me habr¼as tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
El viejo mov¼a nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombr¼o:
- Cuatro-Ojos se matÁ solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
- Hijo de puta - repuso Redrick tranquilamente, d°ndole la espalda -.
Grand¼simo hijo de puta.
Los enfermeros, soÏolientos y arrugados, corrieron hacia la entrada,
desplegando la camilla por el trayecto. Redrick se desperezÁ y bostezÁ,
mientras ellos extra¼an trabajosamente a Burbridge del asiento trasero y lo
tend¼an en la camilla.
El viejo se mantuvo inmÁvil, con las manos unidas sobre el pecho,
mirando al cielo con resignaciÁn. Sus enormes pies, cruelmente carcomidos
por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraÏo. Era el ·ltimo
de los viejos merodeadores que hab¼an comenzado a buscar tesoros
inmediatamente despu¸s de la VisitaciÁn, cuando la Zona no se llamaba
todav¼a Zona, cuando no hab¼a institutos, ni muros, ni fuerzas de las
Naciones Unidas, cuando la ciudad estaba petrificada por el terror y el
mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periÁdicos.
En aquella ¸poca Redrick ten¼a sÁlo diez aÏos; Burbridge era a·n fuerte y
°gil; le gustaba beber cuando pagaba otro, alborotar, arrinconar a las
muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos;
aun entonces era un lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a
su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y
siguiÁ peg°ndole hasta que ella muriÁ.
Redrick dio la vuelta con el coche y volÁ hacia su casa, sin prestar
atenciÁn a los sem°foros, virando en las esquinas en °ngulos cerrados y
alertando con la bocina a los pocos peatones que encontraba. EstacionÁ
frente al garaje. Al salir vio que el encargado se acercaba a ¸l desde el
parquecito; el tipo estaba medio indispuesto como de costumbre, y su cara
fruncida, sus ojos hinchados, expresaban un profundo disgusto, como si no
caminara sobre el suelo, sino sobre esti¸rcol l¼quido.
- Buenos d¼as - dijo cort¸smente Redrick.
El encargado se detuvo a medio metro de ¸l, apuntando el pulgar hacia
atr°s por sobre el hombro.
- ¿Eso es obra suya? - PreguntÁ.
Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el d¼a.
- ¿De qu¸ me habla?
- De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgÁ?
- S¼.
- ¿Para qu¸?
Redrick, sin responder, fue a abrir la puerta del garaje. El encargado
lo siguiÁ.
- Le pregunt¸ por qu¸ colgÁ esas hamacas. ¿Qui¸n se lo pidiÁ?
- Mi hija - respondiÁ ¸l, tranquilamente, mientras hacia correr la
puerta hacia atr°s.
- No le estoy preguntando por su hija - exclamÁ el otro, alzando la voz
-. Øsa es otra cuestiÁn. Le pregunto qui¸n le dio permiso. Qui¸n le dejÁ
adueÏarse del parque.
Redrick se volviÁ hacia ¸l y le mirÁ fijamente el puente de la nariz,
p°lido y surcado de venas ramificadas. El encargado dio un paso atr°s y
dijo, m°s aplacado:
- Adem°s no ha pintado la terraza, Cu°ntas veces tengo que decirle
que...
- No me moleste. No pienso mudarme.
VolviÁ a subir al jeep y puso el motor en marcha. Al tomar el volante
vio que ten¼a los nudillos muy blancos. Entonces se asomÁ por la ventanilla
y dijo, ya sin poder dominarse:
- Pero si me obligan a mudarme ser° mejor que rece, miserable.
MetiÁ el coche en el garaje, encendiÁ la luz y cerrÁ la puerta. Despu¸s
sacÁ el bot¼n del tanque falso, acomodÁ el veh¼culo, puso la bolsa en un
viejo cesto de mimbre, puso arriba de todo el aparejo de pesca, todav¼a
h·medo y cubierto de pasto y hojas, y finalmente agregÁ el pescado que
Burbridge hab¼a comprado por la noche en un negocio de los suburbios.
Finalmente volviÁ a revisar el auto. Por pura costumbre. Una colilla
aplastada se hab¼a pegado al paragolpes trasero, hacia la derecha. Redrick
la quitÁ; era de cigarrillos suecos. Despu¸s de pensarlo un momento la
guardÁ en la caja de fÁsforos. Ya ten¼a tres colillas all¼.
No encontrÁ a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta,
pero ¸sta se abriÁ de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves. EntrÁ
de costado, sujetando el pesado cesto bajo el brazo, y se sumergiÁ en la
calidez, en los olores familiares del hogar. Guta le echÁ los brazos al
cuello y se quedÁ inmÁvil, con la cara apoyada contra su pecho. Redrick
sintiÁ que el corazÁn de su mujer palpitaba locamente, aun a trav¸s del
mameluco y de la camisa gruesa. No la apresurÁ; esperÁ, pacientemente, a que
ella se calmara, aunque por primera vez se daba cuenta de lo cansado que
estaba.
- Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
Lo soltÁ y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
- En un minuto te preparar¸ el caf¸ - dijo desde adentro.
- Traje un poco de pescado - replicÁ ¸l, fingiendo un tono liviano y
alegre -. ¿Por qu¸ no lo fr¼es? Estoy muerto de hambre.
Ella volviÁ, con la cara oculta tras el pelo suelto. Redrick dejÁ el
canasto en el suelo, la ayudÁ a sacar la red con el pescado y llevarla hasta
la cocina, para echar el pescado en la pileta.
- Ve a lavarte - dijo Guta -. Cuando termines el pescado ya estar°
listo.
- ¿CÁmo est° Monita? - pregunta ¸l, quit°ndose las botas.
- Se pasÁ la tarde parloteando. Apenas consegu¼ acostarla. No deja de
preguntar dÁnde est° pap°, dÁnde est° pap°. No puede vivir sin su pap°.
Se mov¼a con celeridad y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa.
Herv¼a el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el
cuchillo; la manteca chirriaba ya en la cacerola grande; el aire estaba
impregnado con el regocijante aroma del caf¸ reci¸n preparado.
Redrick caminÁ descalzo hasta el vest¼bulo y recogiÁ el canasto para
llevarlo a la despensa. Despu¸s mirÁ hacia el dormitorio. Monita dorm¼a
pac¼ficamente, con la s°bana arrugada colgando hasta el suelo y el camisÁn
enroscado. Era tibia y suave como un animalito que respiraba profundamente.
Redrick no pudo resistir la tentaciÁn de acariciarle la espalda cubierta de
c°lido pelaje dorado; por mil¸sima vez se maravillÁ ante el espesor y la
suavidad de aquella piel. Habr¼a querido levantarla, pero ten¼a miedo de
despertarla; adem°s estaba asquerosamente sucio, empapado de muerte, de
Zona. VolviÁ a la cocina y se sentÁ a la mesa.
- S¼rveme una taza de caf¸. Me lavar¸ despu¸s.
Sobre la mesa estaba la correspondencia de la tarde: "La Gaceta de
Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas hab¼a una verdadera pila), y el
grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de
Culturas Extraterrestres", n·mero 56. Redrick tomÁ la jarrita de caf¸
humeante que le tend¼a Guta y tomÁ los Informes. Marcas y s¼mbolos, una
especie de cianotipos y fotograf¼as de objetos conocidos, tomadas desde
°ngulos raros. Otro art¼culo pÁstumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de
la Trampa Magn¸tica Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro;
debajo, en letras muy pequeÏas, dec¼a: Doctor Kirill A. Panov, URSS,
tr°gicamente fallecido durante un experimento, en abril de 19.. Redrick
arrojÁ el diario a un lado, sorbiÁ un poco de caf¸, quem°ndose la boca, y
preguntÁ:
- ¿Vino alguien?
Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
- Estuvo Gutalin - respondiÁ finalmente -. Vino borracho como una cuba;
lo despert¸ un poco.
- ¿Y Monita?
- No quer¼a dejarlo ir, por supuesto. EmpezÁ a gritar. Pero le dije que
el t¼o Gutalin no se sent¼a muy bien, entonces me dijo: "Gutalin est° otra
vez todo roto".
Redrick se echÁ a re¼r y tomÁ otro sorbo. Despu¸s preguntÁ otra cosa.
- ¿Y los vecinos?
Guta volviÁ a vacilar antes de responder.
- Como siempre - dijo.
- Bueno, no me cuentes.
-
mujer de abajo me golpeÁ la puerta, anoche. Tenia los ojos desorbitados;
tartamudeaba del enojo, qu¸ por que serruchamos en el baÏo en medio de la
noche.
- Esa vieja puta peligrosa - dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no
ser¼a mejor que nos mud°ramos? ¿Que compr°ramos una casa en el campo, donde
no haya nadie, alguna cabaÏa vieja, abandonada?
- ¿Y Monita?
- Dios m¼o, ¿no crees que nosotros dos nos bastar¼amos para hacerla
feliz?
Guta meneÁ la cabeza.
- A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de
ellos que...
- No, no es culpa de ellos.
- No vale la pena hablar de eso. Alguien te llamÁ. No dejÁ mensaje. Le
dije que hab¼as salido a pescar. - Redrick dejÁ la jarrita y se levantÁ.
- Okey. Me voy a baÏar. Tengo un montÁn de cosas que hacer.
Se encerrÁ en el baÏo, arrojÁ las ropas al balde y colocÁ en el estante
las manoplas de bronce, el resto de las tuercas y los tornillos y los
cigarrillos. PasÁ largo rato girando bajo el agua hirviente, frot°ndose el
cuerpo con una esponja °spera hasta que le quedÁ rojo brillante. Despu¸s
cerrÁ la ducha y se sentÁ en el borde de la baÏera, fumando. Las caÏer¼as
borboteaban; Guta hac¼a ruido de platos en la cocina. En seguida se sintiÁ
olor a pescado frito. Guta llamÁ a la puerta; le tra¼a ropa interior limpia.
- Ap·rate - indicÁ -. El pescado se est° enfriando.
Ya hab¼a vuelto a su estado normal... y a sus modales autoritarios.
Redrick riÁ entre dientes mientras se vest¼a, es decir, mientras se pon¼a
los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
- Ahora puedo comer - dijo, sent°ndose a la mesa. - ¿Pusiste la ropa
interior en el balde?
- Aj° - respondiÁ ¸l, con la boca llena -. Qu¸ pescado rico.
- ¿Le pusiste agua?
- Nooo, lo siento, seÏor; no lo har¸ m°s, seÏor. ¿Quieres sentarte y
quedarte quieta?
La tomÁ por la mano y tratÁ de atraerla hasta sus rodillas, pero ella
se apartÁ y tomÁ asiento frente a ¸l.
- Est°s descuidando a tu marido - observÁ ¸l, otra vez con la boca
llena - ¿Te sientes demasiado remilgada?
- Lindo marido tengo en este momento. Eres una bolsa vac¼a, no un
marido. Primero hay que llenarte.
- ¿Y si pudiera? - preguntÁ Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes?
- Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
Redrick, indeciso, jugueteÁ con el tenedor.
- No, gracias.
En seguida mirÁ el reloj y se levantÁ.
- Me voy. Prep°rame el traje bueno. Tengo que estar bien presentable.
Camisa y corbata.
Fue a la despensa, disfrutando la sensaciÁn del piso fresco bajo los
pies descalzos y limpios, y cerrÁ la puerta; en seguida empezÁ a poner sobre
la mesa el bot¼n que hab¼a tra¼do. Dos vac¼os. Una caja de alfileres. Nueve
pilas. Tres brazaletes. Una especie de argolla parecida a los brazaletes,
pero m°s liviana y dos cent¼metros m°s ancha, de metal blanco. Diecis¸is
gotitas negras en envase de polietileno. Dos esponjas maravillosas
conservadas, del tamaÏo de un puÏo. Tres picapicas. Una jarra de arcilla
carbonatada. Todav¼a quedaba en la bolsa un recipiente de porcelana gruesa,
cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo tocÁ. SiguiÁ
fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
Despu¸s abriÁ un cajÁn y sacÁ una hoja de papel, un cabo de l°piz y una
calculadora. CorriÁ el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribiÁ
n·mero tras n·mero, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas.
SumÁ las dos primeras; las cifras eran impresionantes. DejÁ la colilla en un
cenicero y abriÁ cuidadosamente la caja, para esparcir los alfileres en la
hoja de papel. Østos, bajo la luz el¸ctrica, eran ligeramente azulados, a
veces salpicados con otros colores: amarillo, verde y rojo. TomÁ uno y lo
apretÁ cuidadosamente entre el pulgar y el ¼ndice, con prudencia, para no
pincharse. ApagÁ la luz y aguardÁ un momento, mientras se acostumbraba a la
oscuridad. Pero el alfiler permaneciÁ en silencio. Lo dejÁ y tomÁ otro, para
apretarlo tambi¸n. Nada. ApretÁ. un poco m°s, arriesg°ndose al pinchazo, y
el alfiler hablÁ: d¸biles relampagueos rojos corrieron por ¸l; s·bitamente
fueron reemplazados por pulsaciones verdes m°s lentas. Redrick disfrutÁ por
un rato de ese extraÏo juego de luces. Los Informes dec¼an que tal vez esas
luces significaran algo, quiz° muy importante. Lo dejÁ aparte y tomÁ otro.
As¼ probÁ setenta y tres alfileres, de los cuales doce hablaban. El
resto guardaba silencio. En realidad tambi¸n ¸sos pod¼an hablar, pero hacia
falta una m°quina especial, del tamaÏo de una mesa; con los dedos no
bastaba. Redrick encendiÁ la luz y agregÁ dos n·meros m°s a su lista. Y sÁlo
entonces decidiÁ hacerlo.
MetiÁ las dos manos en la bolsa y, conteniendo el aliento, sacÁ un
paquete suave que dejÁ sobre la mesa. Lo contemplÁ largo rato, frot°ndose
pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogiÁ el l°piz,
jugueteÁ con ¸l entre los dedos torpes, enfundados en goma, y volviÁ a
dejarlos. TomÁ otro cigarrillo y lo fumÁ hasta el final sin quitar los ojos
del paquete.
-
el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya est°. Basta.
JuntÁ r°pidamente todos los alfileres para guardarlos en la caja y
volviÁ a levantarse. Era hora de salir. Con media hora de sueÏo tal vez se
le despejara la mente, pero por otra parte era tal vez mucho mejor llegar
all° temprano y ver cÁmo estaba la situaciÁn. Se quitÁ los guantes, colgÁ el
delantal y saliÁ de la despensa sin apagar la luz.
Su traje ya estaba listo, extendido sobre la cama. Redrick se vistiÁ.
Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujiÁ tras ¸l; oyÁ
una respiraciÁn pesada e hizo un gesto para no echarse a re¼r.
-
Algo le agarrÁ la pierna.
-
Monita, riendo y chillando, trepÁ inmediatamente sobre ¸l. Lo pisoteÁ, le
tirÁ del pelo y lo anegÁ con un interminable chorro de noticias. Willy, el
hijo del vecino, le hab¼a arrancado una pierna a su muÏequita. Hab¼a un
gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco y de ojos colorados; tal vez no
hab¼a hecho caso a la mam° y se hab¼a metido en la Zona. Hab¼a cenado gachas
de avena y jalea. T¼o Gutalin estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta
lloraba. ¿Y por qu¸ no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por qu¸ no
hab¼a dormido mam° en toda la noche? ¿Por qu¸ tenemos cinco dedos y sÁlo dos
manos y nada m°s que una nariz? Redrick abrazÁ cautelosamente a aquella
criatura c°lida que trepaba por ¸l; mirÁ aquellos ojos enormes y oscuros,
sin parte blanca, y frotÁ la mejilla contra la otra mejilla regordete,
cubierta de sedoso pelaje dorado.
- Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeÏa Monita, t·.
El tel¸fono sonÁ junto a su o¼do. LevantÁ el tubo.
- Escucho.
Silencio.
- ¡Hola!
No hubo respuesta. Se oyÁ un chasquido y despu¸s tonos cortos y
repetidos. Redrick se levantÁ, dejÁ a Monita en el suelo y se puso la
chaqueta y los pantalones, sin prestarle m°s atenciÁn. Monita charlaba sin
cesar, pero ¸l se limitÁ a sonre¼r mec°nicamente, con gesto distra¼do. Al
fin ella anunciÁ que pap° se hab¼a tragado la lengua y lo dejÁ en paz.
Redrick volviÁ a la despensa, puso en un portafolios todo lo que hab¼a
sobre la mesa y fue al baÏo a buscar sus manoplas de bronce; volviÁ a la
despensa, tomÁ el portafolios en una mano y el cesto con la bolsa en la
otra; saliÁ, cerrÁ con llave y llamÁ a Guta.
- Me voy.
- ¿Cu°ndo vuelves? - preguntÁ Guta, saliendo de la cocina.
Se hab¼a arreglado el pelo y estaba maquillada. Tambi¸n hab¼a cambiado
la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo,
de color azul brillante.
- Te llamar¸ - respondiÁ ¸l, observ°ndola.
Se le acercÁ y la besÁ en el escote.
- Ser° mejor que te vayas - dijo ella, suavemente.
- ¿Y yo? ¿Un beso? - gimiÁ Monita, meti¸ndose entre los dos.
Øl tuvo que inclinarse m°s a·n. Guta lo miraba fijamente.
- Tonter¼as - dijo Red -. No te preocupes. Te llamar¸.
En el rellano, un piso m°s abajo, vio que un gordo en pijama a rayas
luchaba con la cerradura de su puerta. De las profundidades de su
departamento llegaba un olor c°lido y agrio. Redrick se detuvo.
- Buen d¼a.
El gordo lo mirÁ cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando
algo.
- Anoche vino su esposa - dijo Redrick -. No s¸ qu¸ dijo de que
serruch°bamos. Debe haber un malentendido.
- ¿Y a m¼ qu¸? - dijo el del pijama.
- Anoche mi esposa estaba lavando la ropa - prosiguiÁ Red -. Si los
molestamos, le pido disculpas.
- Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
- Bueno, me alegro.
Redrick saliÁ, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincÁn
y lo cubriÁ con un asiento viejo. Despu¸s observÁ su obra y saliÁ a la
calle.
No tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza, cruzar despu¸s
el parque y caminar otra cuadra hasta el Boulevard Central. Frente al
Metropole, como de costumbre, hab¼a una brillante hilera de coches con
brillo de lava y cromados. Los porteros, de uniformes morados, entraban
maletas al hotel; hab¼a tambi¸n gente de aspecto extranjero, en grupos de a
dos o tres, fumando y conversando sobre los escalones de m°rmol. Redrick
decidiÁ no entrar todav¼a. Se puso cÁmodo bajo el toldo del pequeÏo bar de
enfrente; pidiÁ caf¸ y encendiÁ un cigarrillo. A medio metro de su mesa
hab¼a dos agentes secretos de la fuerza de polic¼a internacional; com¼an a
toda prisa salchichas asadas al estilo Harmont y beb¼an cerveza en grandes
vasos de vidrio. Del otro lado, a unos tres metros, un sargento sombr¼o
devoraba papas fritas, con el tenedor apretado en el puÏo; hab¼a dejado el
casco azul junto a la silla, invertido, y la pistolera colgada en el
respaldo del asiento. No hab¼a m°s clientes que ¸sos. La camarera, una mujer
de cierta edad a quien Redrick no conoc¼a, bostezaba tras el mostrador,
cubri¸ndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
Redrick vio que Richard Noonan sal¼a del hotel masticando algo y
acomod°ndose el sombrero suave. Bajaba en¸rgicamente los escalones, rosado,
bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, reci¸n baÏado y seguro
de que el d¼a no le acarrear¼a disgustos. Se despidiÁ de alguien con un
adem°n, se echÁ el impermeable sobre el hombro izquierdo y avanzÁ hacia su
Peugeot. El Peugeot de Dick tambi¸n era regordete, bajito, reci¸n lavado y
seguro, al parecer, de que el d¼a no le acarrear¼a disgustos.
Redrick se cubriÁ a cara con la mano para observar a Noonan, que subiÁ
apresuradamente, se acomodÁ en el asiento delantero y pas¸ algo al de atr°s;
en seguida lo vio inclinarse para recoger algo y ajustar el espejo
retrovisor. El Peugeot expeliÁ una nube de humo azul, tocÁ la bocina para
alertar a un africano que vest¼a su traje t¼pico y bajÁ garbosamente hacia
la calle. Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendr¼a que virar
alrededor de la fuente y pasar por el caf¸. Ya era demasiado tarde para
marcharse, de modo que Redrick se cubriÁ completamente la cara y se inclinÁ
sobre la taza. No sirviÁ de nada. El Peugeot hizo sonar la bocina en su
mismo o¼do, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamÁ:
- ¡Eh, Schuhart!
Redrick lanzÁ un juramento en voz baja y levantÁ los ojos. Noonan ven¼a
hacia ¸l con la mano extendida, sonriente.
- ¿Qu¸ est°s haciendo aqu¼ a estas horas de la madrugada? - le dijo al
acercarse.
Y agregÁ, volvi¸ndose a la camarera:
- Gracias, seÏora, no voy a pedir nada. Hace mil aÏos que no te veo,
hombre. ¿DÁnde estabas? ¿En qu¸ andas?
- En nada especial - respondiÁ Redrick, a desgano -. Cosas sin
importancia.
Noonan se instalÁ en la silla opuesta, apartÁ hacia un lado el vaso con
las servilletas y hacia otro el plato de s°ndwiches, y se lanzÁ en su
ch°chara.
- Te veo un poco p°lido. ¿No duermes bien? Te dir¸ que ·ltimamente
estoy muy ocupado con estos nuevos equipos autom°ticos, pero no dejo de
dormir lo necesario, eso s¼ que no. Los autom°ticos se pueden ir al cuerno.
De pronto echÁ una mirada a su alrededor y agregÁ:
- Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
- No, no - dijo mansamente Redrick -. Ten¼a un poco de tiempo libre y
se me ocurriÁ tomar un caf¸, eso es todo.
- Bueno, no voy a demorarte mucho - dijo Dick, mirando la hora -. Oye,
Red, ¿por qu¸ no dejas esas cosas sin importancia y vuelves al Instituto?
Sabes que te aceptar¼an cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro ruso?
Hay uno nuevo.
Red meneÁ la cabeza.
- No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. Adem°s no tengo nada que
hacer en tu Instituto. Ahora es todo autom°tico; tienen robots que van a la
Zona y son esos robots los que cobran todas las bonificaciones, a los
ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos. No me alcanzar¼a ni
para cigarrillos.
- Todo eso se puede arreglar.
- No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la
vida y pienso seguir as¼.
- Te has vuelto muy orgulloso - observÁ Noonan, con tono de acusaciÁn.
- No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
- Creo que tienes razÁn - dijo el otro distra¼do. MirÁ el portafolios
de Redrick, que estaba en la silla de al lado, y frotÁ la plaquita de plata
con letras cir¼licas impresas.
- Tienes razÁn - reconociÁ -, hace faltar tener plata para no estar
preocup°ndose siempre por ella. ¿Øste es regalo de Kirill?
- Lo recib¼ en herencia. ¿CÁmo es que ya no te veo por el Borscht?
- Eres t· el que no va - contraatacÁ Noonan -. Yo almuerzo all¼ casi
todos los d¼as. En el Metropole cobran un ojo de la cara por una simple
hamburguesa.
De pronto agregÁ:
- Oye, ¿cÁmo andas de dinero?
- ¿Quieres un pr¸stamo?
- No, precisamente lo contrario.
- ¿Quieres prestarme dinero?
- Tengo trabajo.
- ¡Oh, Dios! - exclamÁ Redrick -.
- ¿Qui¸n m°s? - preguntÁ Noonan.
- Hay montones de... contratistas.
Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echÁ a re¼r.
- No, no se trata de tu especialidad.
- ¿De qu¸, entonces?
Noonan volviÁ a mirar el reloj.
- Hagamos una cosa - dijo, levant°ndose -. Ven a almorzar al Borscht, a
eso de las dos, y hablaremos.
- Tal vez no haya terminado a esa hora.
- Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
- Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludÁ con la mano y volviÁ a su
Peugeot. Redrick lo siguiÁ con la vista, llamÁ a la camarera, pagÁ la cuenta
y comprÁ un atado de Lucky Strike; despu¸s se dirigiÁ lentamente hacia el
hotel, con su portafolios.
El sol ya quemaba; la calle se hab¼a puesto r°pidamente sofocante.
SintiÁ una sensaciÁn de quemadura bajo los p°rpados. ParpadeÁ con fuerza;
era una l°stima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
Y en ese momento ocurriÁ.
Nunca hab¼a experimentado algo as¼ fuera de la Zona. Y en la Zona
misma, sÁlo dos o tres veces. Ten¼a la impresiÁn de estar en un mundo
distinto. Un millÁn de olores se precipitÁ bruscamente sobre ¸l: °speros,
dulces, met°licos, suaves, peligrosos, rudos como adoquines, delicados y
complejos como mecanismos de relojer¼a, enormes como casas y diminutos como
part¼culas de polvo. El aire se tornÁ duro, echÁ filos, esquinas y
superficie, mientras el espacio se llenaba de enormes globos r¼gidos,
pir°mides resbalosas, gigantescos cristales espinosos. Y ¸l tenla que
avanzar a trav¸s de todo aquello, abri¸ndose camino en sueÏos, como por un
negocio de compraventa lleno de muebles viejos y feos. DurÁ sÁlo un
instante.
AbriÁ los ojos y todo hab¼a desaparecido. No era un mundo distinto: era
este mismo mundo que le mostraba una faz desconocida. Esa faz le era
revelada por un segundo antes de desaparecer, sin que tuviera tiempo para
comprenderla.
Se oyÁ un bocinazo col¸rico; Redrick caminÁ m°s y m°s r°pido, hasta
echar a correr en direcciÁn al muro del Metropole. El corazÁn le palpitaba
enloquecido. DejÁ el portafolios en la acera y abriÁ, impaciente, el atado
de cigarrillos. EncendiÁ uno, aspirÁ profundamente y descansÁ, como si
acabara de librar una pelea. Un polic¼a se detuvo junto a ¸l, preguntando:
- ¿Necesita ayuda, don?
- N... no - logrÁ pronunciar Redrick, y tosiÁ -. Es que hace un calor
sofocante.
- ¿Puedo llevarlo a alguna parte?
Redrick recogiÁ el portafolios.
- Todo est° bien, muy bien, amigo. Gracias.
Se dirigiÁ r°pidamente hacia la entrada, subiÁ los peldaÏos y entrÁ al
vest¼bulo; era fresco, oscuro y resonante. Le habr¼a gustado sentarse un
rato en una de esas voluminosas sillas de cuero hasta recobrar el aliento,
pero ya era tarde. Se permitiÁ acabar el cigarrillo mientras observaba a la
multitud con los ojos entornados. Ah¼ estaba Huesos, hojeando irritado las
revistas del puesto. Redrick arrojÁ la colilla al cenicero y se acercÁ al
ascensor.
No logrÁ cerrar la puerta a tiempo; subieron otros amonton°ndose en el
interior: un hombre gordo que respiraba como si fuera asm°tico; una seÏora
muy perfumada con un muchachito gruÏÁn que com¼a chocolate; una anciana
corpulenta, de barbilla mal afeitada. Redrick quedÁ apretado en un rincÁn.
CerrÁ los ojos, tratando de olvidar al niÏo, su cara era fresca y limpia,
sin un solo vello. Y tratÁ tambi¸n de olvidar a la madre, que chorreaba
saliva con chocolate por la barbilla; cuyo seno huesudo estaba embellecido
por un collar hecho de grandes gotitas negras engarzadas en plata. Y el
abultado, esclerÁtica blanco de los ojos del gordo, y las desagradables
verrugas de la cara hinchada de la vieja. El gordo tratÁ de encender un
cigarrillo, pero la vieja iniciÁ un ataque contra ¸l que siguiÁ hasta el
piso quinto, donde se bajÁ. En cuanto ella hubo desaparecido, el gordo
encendiÁ un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero
echÁ a toser y a sacudiese en cuanto aspirÁ el humo, estirando los labios
como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
Øste se bajÁ en el octavo y recorriÁ el pasillo, de gruesa alfombra,
coquetamente iluminado por l°mparas ocultas. Ol¼a a tabaco caro, perfume
franc¸s, suave cuero legitimo de billeteras abultadas, damiselas caras y
cigarreras de oro macizo. Hed¼a a todo eso, al hongo asqueroso que crec¼a en
la Zona, beb¼a en la Zona, com¼a, explotaba y engordaba en la Zona sin
importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasar¼a despu¸s, cuando
estuviera harto y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en
la Zona hubiera ido a parar afuera. Redrick abriÁ la puerta del 874 sin
llamar.
Ronco, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba llevando a cabo
cierto rito con un cigarro. A·n segu¼a en pijama; el pelo ralo, todav¼a
h·medo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla
sido bien afeitada.
- Aj° - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortes¼a de
los reyes.
TerminÁ de despuntar el cigarro, lo tomÁ con ambas manos y se lo pasÁ
por debajo de la nariz.
- ¿DÁnde est° el bueno de Burbridge? - preguntÁ, levantando al fin la
vista.
Ten¼a ojos claros, azules, angelicales.
Redrick dejÁ el portafolios sobre el sof°, se sentÁ y sacÁ sus
cigarrillos.
- Burbridge no vendr°.
- El bueno de Burbridge - repitiÁ Ronco, tomando el cigarro entre dos
dedos para llev°rselo cuidadosamente a la boca -. Los nervios le est°n
jugando feo.
Segu¼a mirando a Redrick con aquellos ojos de color celeste, sin
parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abriÁ ligeramente y entrÁ Huesos.
- ¿Con qui¸n hablabas? - preguntÁ desde el vano.
- Ah, hola - dijo Redrick, alegremente, sacudiendo las cenizas en el
suelo.
Huesos hundiÁ las manos en los bolsillos y se aproximÁ un poco m°s,
marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de p°jaro.
- Te lo hemos dicho cien veces - reprochÁ a Redrick, deteni¸ndose ante
¸l -: nada de contactos antes de una reuniÁn. ¿Y qu¸ haces?
- Digo hola. ¿Y t·?
Ronco riÁ. Huesos estaba irritable.
- Hola, hola, hola.
ApartÁ la mirada incriminatoria de Redrick y se dejÁ caer en el sof°, a
su lado.
- No puedes comportarte as¼ - prosiguiÁ -. ¿Me entiendes?
- En ese caso encontr¸monos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
- El muchacho tiene razÁn - intervino Ronco -. El error es nuestro.
¿Qui¸n era ese hombre?
- Richard Noonan. Representa a algunas compaϼas proveedoras del
Instituto. Vive aqu¼, en el hotel.
- Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos.
TomÁ un encendedor colosal, con la forma de la Estatua de la Libertad,
lo mirÁ dubitativamente y volviÁ a ponerlo en la mesa.
- ¿DÁnde est° Burbridge? - preguntÁ Ronco en tono amistoso.
- Burbridge sonÁ.
Los dos hombres intercambiaron una r°pida mirada.
- Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron?
Redrick no respondiÁ de inmediato; primero aspirÁ larga y lentamente el
humo de su cigarrillo; despu¸s arrojÁ la colilla al suelo.
- No se preocupen, no hay peligro. Est° en el hospital.
-
Se levantÁ de un salto y fue hacia la ventana.
- ¿En qu¸ hospital? - preguntÁ.
- No te preocupes, todo est° en orden. Vamos al grano.
Tengo sueÏo.
- ¿En qu¸ hospital, concretamente? - volviÁ a preguntar Huesos,
irritado.
- Ya te lo he dicho - replicÁ Redrick, levantando su portafolios -.
¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
- Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente.
BajÁ de un brinco, sorprendentemente °gil, barriÁ todas las revistas y
los periÁdicos que habla en la mesa ratona y se sentÁ frente a ella,
apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
- Muestra lo que traes.
Redrick abriÁ el portafolios, sacÁ la lista de precios y la puso sobre
la mesa, ante Ronco. Øste le echÁ una mirada y la apartÁ de un papirotazo.
Huesos, de pie tras ¸l, empezÁ a leerla por sobre su hombro.
- Øsa es la cuenta - explicÁ Redrick.
- Ya veo. Quiero ver la mercader¼a - dijo Ronco.
- La plata.
- ¿Qu¸ es esto de argolla? - preguntÁ Huesos, suspicaz, seÏalando un
art¼culo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
Redrick no respondiÁ. Sosten¼a el portafolios abierto sobre las
rodillas, con la mirada fija en aquellos ojos azules y angelicales. Al fin
Ronco riÁ entre dientes.
- Por qu¸ ser° que te quiero tanto, hijo m¼o - murmurÁ -. Despu¸s dicen
que el amor a primera vista no existe.
SuspirÁ dram°ticamente y agregÁ:
- Phil, compaÏero, ¿cÁmo dicen los de aqu¼? Saca el rollo y p°sale unos
cuantos billetes... Y dame un fÁsforo. Ya ves.
Y agitÁ el cigarro ante ¸l.
Phil, el Huesos, murmurÁ algo en voz baja, le arrojÁ una cajetilla de
fÁsforos y pasÁ al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyÁ
hablar con alguien, con voz irritada y confusa; dec¼a algo de moscas y bocas
cerradas. Ronco, encendido finalmente su cigarro, segu¼a mirando a Redrick
con una sonrisa helada en los labios delgados y p°lidos. El merodeador, con
la barbilla apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin
parpadear, aunque le ard¼an los p°rpados y le lagrimeaban los ojos. Huesos
volviÁ con tres fajos; los arrojÁ sobr¸ la mesa y se sentÁ, ofendido.
Redrick alargÁ perezosamente la mano hacia el dinero, pero Ronco le indicÁ,
con un gesto, que esperara; arrancÁ las fajas de los billetes y las guardÁ
en el bolsillo del pijama.
- Veamos ahora. Redrick tomÁ el dinero y se lo metiÁ en el bolsillo
interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentÁ su mercader¼a.
Lo hizo lentamente, dejando que los dos examinaran el bot¼n y
verificaran cada art¼culo con la lista. La habitaciÁn estaba silenciosa no
se o¼a m°s que la pesada respiraciÁn de Ronco y un repiqueteo proveniente
del cuarto contiguo, como el de una cuchara que golpeara la pared de un
vaso.
Cuando Redrick cerrÁ el portafolios, haciendo chasquear el cierre,
Ronco levantÁ los ojos.
- ¿Y lo m°s importante?
- No es posible.
MeditÁ un instante y agregÁ:
- Por ahora.
- Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -. ¿Qu¸ dices t·,
Phil?
- Nos est°s echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz
-. Por qu¸ tanto misterio, es lo que quiero saber.
- Eso es inevitable: negocios secretos - respondiÁ Redrick -. La
nuestra es una profesiÁn arriesgada.
- Bueno, bueno - exclamÁ Ronco -. ¿DÁnde est° la c°mara?
-
le sub¼a el color a la cara -. Lo siento, la olvid¸.
- ¿All°? - preguntÁ Ronco, haciendo un vago adem°n con el cigarro.
- No recuerdo. Probablemente all°.
Redrick cerrÁ los ojos y se recostÁ en el sof°. En seguida agregÁ:
- No. La olvid¸ por completo,
- Qu¸ desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso?
- No, ni siquiera - respondiÁ Redrick, tristemente -. Øse es el asunto.
No llegamos hasta los altos hornos. Burbridge cayÁ en la jalea y tuve que
volver atr°s en seguida. Puedes estar seguro de que me habr¼a acordado si la
hubiera visto.
-
ExtendiÁ el ¼ndice derecho. La argolla de metal blanco giraba
velozmente en torno a ¸l. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
-
clavarla en Ronco.
- ¿CÁmo que no para? - preguntÁ ¸ste cautelosamente, apart°ndose.
- Me la puse en el dedo y le di impulso, porque si nom°s, y lleva un
minuto girando sin parar.
Huesos se levantÁ de un salto, con el dedo extendido hacia adelante, y
se precipitÁ detr°s de la cortina. La argolla plateada giraba f°cilmente
frente a ¸l, como un trompo.
- ¿Qu¸ diablos has tra¼do? - preguntÁ Ronco.
-
Ronco lo mirÁ fijamente. Despu¸s se levantÁ y pasÁ tambi¸n del otro
lado de la cortina. Inmediatamente se oyÁ un parloteo. Redrick tomÁ una de
las revistas ca¼das y la hojeÁ. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero
en ese momento le daban asco. RecorriÁ la habitaciÁn con la mirada, buscando
algo para beber. Despu¸s sacÁ el fajo del bolsillo interior y contÁ los
billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contÁ el otro.
Justo cuando lo estaba guardando otra vez volviÁ Ronco.
- Tienes suerte, hijo - anunciÁ, sent°ndose una vez m°s frente a
Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
- No, nunca estudi¸ eso.
- Ni falta te hace - replicÁ Ronco, mientras sacaba otro fajo -. Ah¼
tienes el precio de este primer ejemplar. Por cada uno que me traigas te
dar¸ dos fajos como ¸se. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno. Pero con una
condiciÁn: que nadie sepa de esto, salvo t· y yo. ¿De acuerdo?
Redrick se guardÁ silenciosamente el dinero en el bolsillo.
- Me voy - dijo, levant°ndose - ¿Cu°ndo y dÁnde la prÁxima vez?
Ronco tambi¸n se levantÁ.
- Te llamaremos. Espera nuestra llamada todos los viernes entre las
nueve y las nueve y media de la maÏana. Te dar°n saludos de Phil y de Hugh y
concertar°n una cita contigo.
Redrick asintiÁ y se encaminÁ hacia la puerta. Ronco lo siguiÁ y le
puso una mano en el hombro.
- Quiero que me entiendas - agregÁ -. Todo esto est° muy lindo,
encantador y lo que quieras, y la argolla es una maravilla, pero sobre todo
necesitamos dos cosas: las fotos y el envase lleno. Devu¸lvenos la c°mara,
pero con la pel¼cula expuesta, y el envase, pero no vac¼o: lleno. Y no
necesitar°s volver a la Zona nunca m°s.
Redrick se sacÁ del hombro aquella mano, abriÁ la puerta y saliÁ.
CaminÁ sin volverse por el corredor alfombrado, consciente de que aquella
mirada angelical segu¼a fija en su nuca. Ni siquiera esperÁ el ascensor:
bajÁ por la escalera desde el octavo piso.
Al salir del Metropole llamÁ un taxi y fue hasta la otra punta de la
ciudad. El conductor era nuevo; Redrick no lo conoc¼a; era un fulano de
nariz ganchuda, lleno de granos,
Uno de los cientos que aflu¼an a Harmont en los ·ltimos aÏos, buscando
aventuras excitantes, riquezas desconocidas, fama internacional o alguna
religiÁn especial. Ven¼an a montones y acababan como conductores, obreros de
construcciÁn o delincuentes; arruinados, sedientos, torturados por vagos
deseos, profundamente desilusionados y seguros de haber sido engaÏados una
vez m°s. La mitad de ellos, despu¸s de un mes o dos, volv¼an a su patria,
maldiciendo, para extender la desilusiÁn a todos los pa¼ses del mundo. Unos
pocos, muy pocos, se convert¼an en merodeadores y perec¼an r°pidamente,
antes de aprender las triquiÏuelas del oficio. Algunos consegu¼an trabajo en
el Instituto, pero sÁlo los m°s instruidos e inteligentes, que al menos
pod¼an trabajar como ayudantes de laboratorio. En cuanto al resto,
malgastaban las noches en los bares, armaban trifulcas por pequeÏas
diferencias de opiniÁn, por mujeres o simplemente porque estaban borrachos,
enloqueciendo a la polic¼a del municipio, al ej¸rcito y a los guardianes.
El conductor granujiento apestaba a alcohol a m°s de un kilÁmetro y
ten¼a los ojos m°s colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. ContÁ
a Redrick que esa maÏana, en su cuadra, hab¼a aparecido un fiambre reci¸n
llegado del cementerio.
- VolviÁ a su casa, pero la casa estaba cerrada desde hacia aÏos y
todos se hab¼an mudado: la viuda, que ya es una seÏora anciana, la hija con
el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el tipo hab¼a muerto hace
como treinta aÏos, es decir, antes de la VisitaciÁn. Y all¼ est°. Caminaba
alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentÁ en el cerco a
esperar. Vino gente de todo el vecindario; lo miraban y lo miraban, pero
ten¼an miedo de acercarse, claro. Al final no s¸ qui¸n tuvo una gran idea:
hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera entrar. ¿Y qu¸ cree
que hizo? Se levantÁ, entrÁ y cerrÁ la puerta. A mi se me hac¼a tarde para
el trabajo, as¼ que no s¸ cÁmo terminaron las cosas, pero cuando me fui
estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llev°rselo.
- Pare - dijo Redrick -. Es aqu¼ mismo.
HurgÁ en los bolsillos, pero no ten¼a dinero menudo y tuvo que cambiar
uno de los billetes nuevos. Despu¸s se detuvo ante la puerta y esperÁ a que
el taxi se alejara.
La casita de Cuervo no estaba tan mal: dos plantas, una galer¼a de
vidrios con una mesa de billar, un jard¼n bien cuidado, un invernadero y una
glorieta blanca bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro
forjado, pintada de verde p°lido. Redrick apretÁ varias veces el timbre; el
portÁn se abriÁ de par en par con un crujido. AvanzÁ lentamente por el
sendero sombreado, a cuya vera crec¼an rosales. Cobayo apareciÁ en el
porche; era un negro encorvado que temblaba siempre con el deseo de ser
·til. Se volviÁ, impaciente; bajÁ una pierna insegura en busca de
equilibrio, recuperÁ la estabilidad y arrastrÁ el otro pie en busca del
compaÏero. El brazo derecho se le agitaba convulsivamente en direcciÁn a
Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto".
-
Redrick volviÁ la cabeza; hombros desnudos y tostados, boca roja,
brillante, una mano que lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco
de la glorieta. Hizo a Cobayo un adem°n con la cabeza y abandonÁ el sendero;
pasÁ por entre los rosales para dirigirse hacia la glorieta, cruzando el
c¸sped verde y suave. Hab¼a una gran estera roja extendida sobre el prado;
all¼ estaba Dina Burbridge, regiamente sentada, con un vaso en la mano y un
min·sculo traje de baÏo en el cuerpo. Sobre la estera hab¼a tambi¸n un libro
de tapas brillantes; un baldecillo de hielo, por cuyo borde asomaba el
cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
-
vaso -. ¿DÁnde est° el viejo?
Redrick se detuvo junto a ella con el portafolios a la espalda. SI,
Cuervo hab¼a logrado imaginar unos hijos maravillosos al expresar su deseo,
all° en la Zona. Østa era toda seda y sat¸n, de firmes curvas, impecable,
sin una sola arruguita indispensable: sesenta kilos de carne acaramelado,
ojos de esmeralda con fulgor propio, boca grande y h·meda, dientes blancos,
parejos, y pelo negro como ala de cuervo, que brillaba en el sol,
descuidadamente ca¼do sobre un hombro. El sol, acarici°ndola, se volcaba
sobre ella, desde los hombros hasta el vientre, hasta la cadera, dejando
profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado,
la mirÁ abiertamente. Ella lo mirÁ a su vez y riÁ, comprendiendo; despu¸s se
llevÁ el vaso a los labios y tomÁ varios sorbos.
- ¿Quieres? - preguntÁ, pas°ndose la lengua por los labios.
EsperÁ el tiempo justo para que ¸l captara la doble intenciÁn y le
tendiÁ el vaso. Øl buscÁ a su alrededor hasta encontrar una reposera a la
sombra; all¼ se sentÁ y tendiÁ las piernas.
- Burbridge est° en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas.
Ella lo mirÁ con un solo ojo, sin dejar de sonre¼r. El otro quedÁ
cubierto por la espesa cabellera que le ca¼a sobre el hombro. Pero su
sonrisa se hab¼a petrificado; era una mueca de az·car sobre la cara tostada.
Despu¸s hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
- ¿Las dos?
- Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
Ella dejÁ el vaso y se apartÁ el pelo hacia atr°s. Ya no sonre¼a.
- Qu¸ pena - dijo -. Y eso significa que t·...
SÁlo a Dina Burbridge habr¼a podido contarle en detalle cÁmo hab¼a
pasado todo. Hasta habr¼a podido contarle que se hab¼a acercado a ¸l con las
manoplas listas y que Burbridge le hab¼a rogado, no por ¸l, sino por sus
hijos, por ella y por Artie, prometi¸ndole la Bola Dorada. Pero no se lo
contÁ.
SacÁ un fajo de dinero del bolsillo superior y lo arrojÁ sobre la
estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
Los billetes se abrieron en un arco iris. Dina recogiÁ algunos,
distra¼damente, y los examinÁ como si no los conociera; sin embargo no ten¼a
mucho inter¸s.
- Østas son las ·ltimas ganancias, entonces - dijo.
Redrick se estirÁ desde la reposera para tomar la botella del baldecito
y mirÁ la etiqueta. El agua goteaba desde el vidrio oscuro; tuvo que
apartarla para que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky
caro, pero en un momento como ¸se pod¼a hacer el sacrificio de tomar un
trago.
Iba a llevarse la botella a la boca cuando lo interrumpiÁ un balbuceo
de protesta a sus espaldas. All¼ estaba Cobayo, arrastrando penosamente los
pies por el prado, sujetando con las dos manos un vaso lleno de l¼quido
claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los
ojos de las Árbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendiÁ el vaso en un gesto
desesperado, mugiÁ y aullÁ, abriendo in·tilmente la boca desdentada.
- Espero, espero - dijo Redrick, y volviÁ a dejar la botella en el
balde.
Cobayo llegÁ al fin, entregÁ el vaso a Redrick y le palmeÁ t¼midamente
el hombro con una mano artr¼tica.
- Gracias, Dixon - dijo Redrick, seriamente -. Es precisamente lo que
necesitaba en este momento. Como de costumbre est°s en todo.
Y mientras Cobayo sacud¼a la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la
cadera con el brazo sano, ¸l levantÁ el vaso, lo saludÁ con un gesto de la
cabeza y tragÁ la mitad de una sola vez. En seguida se volviÁ a Dina.
- ¿Quieres? - preguntÁ, refiri¸ndose al vaso.
Ella no respondiÁ, Estaba doblando un billete por la mitad; lo doblÁ
otra vez, y otra m°s.
- Term¼nala - dijo ¸l -. No quedar°s en la calle. Tu viejo...
Ella lo interrumpiÁ:
- As¼ que lo sacaste a la rastra - dijo, sin preguntar como quien
establece un hecho -. Lo sacaste, idiota, cruzando toda la Zona. Sacaste a
ese hijo de puta llev°ndolo sobre la espalda, barro, pelirrojo cretino,
Echaste a perder una oportunidad como ¸sa.
Øl la mirÁ, olvidado del vaso. Dina se levantÁ para acercarse a ¸l,
pisando el dinero esparcido. Se detuvo ante ¸l con los puÏos clavados en la
suave curva de las caderas, ocult°ndole todo el mundo con ese cuerpo
maravilloso, que ol¼a a perfume y a sudor dulce.
- El viejo tiene en el puÏo a todos los idiotas como t·. Te va a pisar
los huesos. Ya ver°s, caminar° sobre tu cr°neo con sus muletas.
enseÏar° qu¸ es el amor fraternal y la piedad!
A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
- Te prometiÁ la Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no
es cierto? ¡Idiota!
mapa te da. Que Dios tenga piedad del alma de Redrick Schuhart, este
pelirrojo est·pido.
Redrick se levantÁ sin apuro y le dio una fuerte bofetada. Ella cerrÁ
el pico, se dejÁ caer en el pasto y hundiÁ la cara entre las manos.
- Qu¸ tonto... Red - murmurÁ -. Dejar pasar una oportunidad como ¸sa.
Redrick la mirÁ sin hablar mientras terminaba el vodka. ArrojÁ el vaso
a Cobayo sin mirarlo siquiera. No hab¼a nada que decir. Qu¸ lindos hijos
hab¼a evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
SaliÁ a la calle y llamÁ un taxi. IndicÁ al conductor que lo llevara al
Borscht. Ten¼a que terminar con sus asuntos, aunque se mor¼a de sueÏo. Todo
le daba vueltas; al final se quedÁ dormido en el taxi, con todo el cuerpo
doblado sobre el portafolios; despertÁ sÁlo cuando el conductor,
sacudi¸ndolo, le dijo:
- Ya llegamos, seÏor.
- ¿AdÁnde llegamos? - preguntÁ, mirando a su alrededor -. Al Banco, le
dije.
- Nada de eso, compaÏero. Al Borscht, me dijo. Øste es el Borscht.
- Okey - gruÏÁ Redrick -. Debo haber soÏado.
PagÁ y descendiÁ del coche; apenas pod¼a mover las piernas pesadas, El
asfalto humeaba en el sol; hacia much¼simo calor. Redrick se dio cuenta de
que estaba empapado, que ten¼a mal gusto en la boca y que le lloraban los
ojos. MirÁ a su alrededor antes de entrar. La calle estaba desierta, como
era habitual a esa hora del d¼a. Los negocios no hab¼an abierto a·n y el
Borscht deb¼a estar cerrado tambi¸n, pero Ernest ya estaba en su puesto,
secando vasos y echando miradas sucias al tr¼o que chupaba cerveza en la
mesa del rincÁn. Todav¼a no hab¼an retirado las sillas de las otras mesas.
Un peÁn desconocido, vestido con chaqueta blanca, limpiaba los pisos; otro
luchaba detr°s de Ernest con un cajÁn de cerveza. Redrick se acercÁ al
mostrador, dejÁ all¼ su portafolios y dijo hola. Ernest murmurÁ algo que no
era exactamente una bienvenida.
- Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
Ernest plantÁ una jarrita vac¼a en el mostrador, sacÁ una botella de la
heladera, la abriÁ y la suspendiÁ sobre la jarra. Redrick, cubri¸ndose la
boca, mirÁ fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeÁ varias
veces al borde de la jarrita. Redrick le mirÁ entonces la cara. Ten¼a bajos
los p°rpados pesados, torcida la boca gordinflona y las mejillas ca¼das. El
peÁn pasÁ el trapo precisamente bajo los pies de Redrick; los del rincÁn
discut¼an en voz alta sobre las carreras; el otro peÁn retrocediÁ con los
cajones, tropezando con Ernest en forma tan ruda que ¸ste se tambaleÁ. El
hombre murmurÁ una disculpa.
- ¿Lo trajiste? - preguntÁ Ernest, con voz ahogada.
- ¿Que si traje qu¸?
Redrick mirÁ por sobre el hombro. Uno de los tipos se levantÁ
perezosamente y fue hasta la puerta. All¼ se detuvo para encender un
cigarrillo.
- Ven, hablemos - dijo Ernest.
El peÁn que pasaba el trapo tambi¸n estaba en ese momento entre Redrick
y la salida. Era un negro grandote, del tipo de Gutalin, pero doblemente
corpulento.
- Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
Ya no tenla sueÏo, ni en un ojo ni en el otro. PasÁ por detr°s del
mostrador, esquivando al peÁn que llevaba los cajones de cerveza; al parecer
el hombre se hab¼a pellizcado el dedo, pues se chupaba la yema, mirando a
Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest
pasÁ a la trastienda y Redrick fue tras ¸l, porque los tres fulanos del
rincÁn ya estaban bloqueando la puerta y el peÁn de limpieza se hab¼a
detenido junto a las cortinas que daban al depÁsito.
Ya en la trastienda, Ernest dio un paso a un lado y se sentÁ en una
silla, junto a la pared. Ante la mesa estaba el capit°n Quarterblad
amarillento y furioso. A la izquierda, qui¸n sabe de dÁnde apareciÁ un
enorme soldado de las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos, que lo
cacheÁ r°pidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y
sacÁ las manoplas de bronce. En seguida empujÁ a Redrick en direcciÁn al
capit°n. El pelirrojo se acercÁ a la mesa y puso el portafolios frente al
capit°n Quarterblad.
- Chupasangre - dijo a Ernest.
Øste levantÁ las cejas y encogiÁ un solo hombro. Todo estaba a la
vista: los dos peones, junto a la puerta, sonre¼an muy satisfechos. No hab¼a
otra salida y la ventana ten¼a barrotes por fuera.
El capit°n Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolv¼a
el portafolios con las dos manos, sacando el bot¼n para ponerlo sobre. la
mesa: dos pequeÏos vac¼os; nueve pilas; gotitas negras de diversos tamaÏos,
diecis¸is piezas en una bolsa de polietileno; dos esponjas perfectamente
conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
- ¿Tienes algo en los bolsillos? - preguntÁ el capit°n, suavemente -.
Vac¼alos.
- V¼boras - murmurÁ Redrick -, canallas.
SacÁ un fajo d¸ billetes y lo arrojÁ sobre la mesa; all¼ quedaron,
esparcidos.
-
-
fajo -. Ah¼ tienen. Ojal° se les atraganto.
- Muy interesante - dijo el capit°n, con calma -. Ahora recÁgelo.
-
-. Que lo recojan sus esclavos. Por m¼ puede recogerlo usted mismo.
- Recoge ese dinero, merodeador - repitiÁ el capit°n Quarterblad sin
alzar la voz, apoyando el puÏo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
Se miraron mutuamente por algunos segundos. Al fin el merodeador,
murmurando maldiciones, se agachÁ para recoger desganadamente los billetes.
Los peones se burlaban a sus espaldas y el soldado de las Naciones Unidas
resoplÁ con alegr¼a.
-
Mientras se arrastraba de rodillas por el suelo, recogiendo los
billetes uno por uno, se iba acercando m°s y m°s al anillo de oscuro bronce
que descansaba pac¼ficamente en el polvoriento piso de parquet. Se volviÁ
para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que
sab¼a y algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegÁ el momento
adecuado cerrÁ el pico, tensÁ; agarrÁ el anillo y tirÁ de ¸l con todas sus
fuerzas; antes de que la trampa abierta hubiera llegado al suelo se hab¼a
lanzado ya, de cabeza, hacia la prisiÁn fr¼a y gris de la bodega.
CayÁ sobre las manos, dio un salto mortal y se levantÁ de un salto.
EchÁ a correr encorvado, sin ver nada, confiado en su memoria y en su
suerte, por el angosto pasillo abierto entre los cajones de botellas,
volte°ndolos a su paso; los oyÁ caer y estrellarse tras ¸l. ResbalÁ. SubiÁ a
la carrera algunos escalones invisibles y lanzÁ todo el peso de su cuerpo
contra la puerta, de goznes herrumbrados. As¼ saliÁ al garaje de Ernest.
Estaba estremecido y jadeante; ante los ojos le bailaban manchas de
sangre y el corazÁn le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a
la garganta. Pero no se detuvo ni por un instante. CorriÁ hasta el rincÁn
m°s alejado y all¼, despellej°ndose las manos, revolviÁ en la montaÏa de
basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizÁ de
panza por ese agujero. Se le desgarrÁ la chaqueta, pero pronto estuvo en el
angosto patio. All¼ se agachÁ entre las latas de basura, se quitÁ la
chaqueta y la corbata, se revisÁ apresuradamente, se cepillÁ los pantalones
y, finalmente, se irguiÁ y corriÁ hacia el patio.
Se zambullÁ en un t·nel bajo y maloliente que llevaba al fondo
siguiente. All¼ prestÁ atenciÁn, esperando o¼r las sirenas de la polic¼a,
pero no fue as¼; corriÁ a mayor velocidad, asustando a los chicos que
jugaban, esquivando la ropa tendida a secar, arrastr°ndose por los agujeros
de los cercos podridos. Ten¼a que salir de ese vecindario de inmediato,
antes de que el capit°n Quarterblad lo hiciera rodear. Conoc¼a bien la zona,
pues hab¼a jugado en todos aquellos patios y sÁtanos, en aquellos tendederos
abandonados y en las carboneras. Ten¼a all¼ muchos conocidos y hasta algunos
amigos; en otras circunstancias no le habr¼a costado ocultarse en ese
barrio, incluso por una semana. Pero no era para eso que hab¼a escapado tan
audazmente, bajo las mismas narices del capit°n Quarterblad, aÏadiendo
f°cilmente doce meses a su sentencia.
Tuvo mucha suerte. En la calle Siete alg·n tipo de hermandad avanzaba
ruidosamente por la calzada, en manifestaciÁn; eran unos doscientos, tan
desarrapados y mugrientos como ¸l. Algunos ten¼an peor aspecto, como si
hubieran pasado toda la tarde arrastr°ndose por los agujeros de los cercos y
ech°ndose latas de basura encima; tal vez hab¼an pasado la noche alborotando
en alguna carbonera. Redrick saliÁ de un portal, agachado, para mezclarse
entre la multitud; la atravesÁ a fuerza de empujones y tirones; pisoteÁ pies
ajenos, recibiÁ alg·n puÏetazo ocasional y lo devolviÁ, y finalmente saliÁ
al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
Fue precisamente entonces cuando se oyÁ el gemido familiar y
desagradable de los coches patrulleros; la manifestaciÁn se detuvo,
ruidosamente, pleg°ndose como un acordeÁn. Pero Redrick ya estaba en otro
vecindario y el capit°n Quarterblad no ten¼a modo de saber en cu°l.
Se acercÁ a su propio garaje desde el costado del negocio de radio y
electrÁnica; tuvo que esperar en tanto los obreros cargaban un camiÁn con
televisores. Se puso cÁmodo entre las magulladas matas de lilas de las casas
vecinas, donde no hab¼a ventanas, para recobrar el aliento y fumar un
cigarrillo. FumÁ °vidamente, agachado contra la °spera pared a prueba de
incendios, toc°ndose de tanto en tanto la mejilla para calmar el tic
nervioso. PensÁ, pensÁ, pensÁ. Cuando el camiÁn y los obreros se alejaron a
bocinazos por la calle se echÁ a re¼r, diciendo suavemente:
- Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
Entonces empezÁ a caminar con rapidez, pero sin demasiada prisa,
inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
EntrÁ al garaje por el pasillo oculto; levantÁ silenciosamente el viejo
asiento, sacÁ el rollo de papel que hab¼a en la bolsa guardada dentro del
canasto, con mucho cuidado, y se lo deslizÁ dentro de la camisa. Despu¸s
tornÁ de una percha una chaqueta de cuero, vieja y gastada; encontrÁ en el
rincÁn una gorra grasienta y se la encasquetÁ hasta los ojos. Las hendijas
de la puerta dejaban pasar finos rayos de luz que iluminaban el polvo
danzar¼n del sombr¼o garaje. Afuera, los chicos jugaban y chillaban. Al
marcharse oyÁ la voz de su hija; acercÁ un ojo a la m°s ancha de las ranuras
y contemplÁ a Monita, que corr¼a entre las hamacas agitando dos globos, tres
ancianas, sentadas en un banco cercano con el tejido sobre el regazo, la
observaban con labios fruncidos; las viejas cerdas estar¼an intercambiando
sucias opiniones. Los chicos se portaban bien; jugaban con ella como si
fuera una m°s. Val¼a la pena el soborno empleado: les hab¼a hecho un
tobog°n, una casa de muÏecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las
viejas. "Bueno", se dijo. Se apartÁ de la grieta, volviÁ a inspeccionar el
garaje y entrÁ arrastr°ndose al agujero.
En la parte sudoeste de la ciudad, cerca del surtidor de nafta
abandonado al final de la calle Miner, hab¼a una cabina telefÁnica. SÁlo
Dios sabe qui¸n la usaba por entonces, pues todas las casas de alrededor
estaban cerradas con tablas; m°s all° se ve¼a tan sÁlo aquel bald¼o
interminable que fuera el basurero de la ciudad. Redrick se sentÁ a la
sombra de aquella cabina y metiÁ la mano en una hendija que hab¼a all¼
debajo. PalpÁ un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta
en ¸l; tambi¸n estaba la caja de plomo con balas y la bolsa con los
brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba
en orden. Se quitÁ la chaqueta y la gorra; palpÁ dentro de su camisa. All¼
permaneciÁ por un minuto, o m°s, sopesando en la mano el envase de
porcelana, la muerte invencible e inevitable que conten¼a. Y el tic nervioso
recomenzÁ.
- Schuhart - murmurÁ, sin o¼r su propia voz -, ¿qu¸ est°s haciendo,
gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirviÁ para calmarla.
- Hijos de perra - dijo, pensando en los obreros que cargaban los
aparatos de televisiÁn -. Se me pusieron en el camino. Yo habr¼a tirado esto
otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
MirÁ a su alrededor, con tristeza. El aire caliente reverberaba sobre
el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombr¼amente;
por el bald¼o rodaban briznas secas. Estaba solo.
- Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; sÁlo Dios cuida
de todos. A m¼ me ha llegado el turno.
R°pidamente, para no cambiar de idea, puso el envase en la gorra y
envolviÁ la gorra en la chaqueta de cuero. Despu¸s se arrodillÁ,
recost°ndose contra la cabina, que se moviÁ. Aquel paquete voluminoso
entraba bien en el fondo del pozo que hab¼a debajo y a·n quedaba lugar.
VolviÁ a poner la cabina en su sitio, la sacudiÁ para ver si estaba firme y
finalmente se levantÁ, limpi°ndose las manos.
- Listo. Todo arreglado.
EntrÁ a la cabina caldeada, depositÁ una moneda y marcÁ un numero.
- Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
OyÁ el suspiro estremecido y se apresurÁ a agregar:
- Es un delito menor, seis a ocho meses con derecho a visitas. Nos
arreglaremos. Y no te faltar° dinero. Ellos te enviar°n.
Guta segu¼a en silencio.
- MaÏana por la maÏana te llamar°n al puesto de comando. All¼ nos
veremos. Trae a Monita.
- ¿Habr° alguna inspecciÁn? - preguntÁ ella.
- Que la hagan. En la casa no hay nada. No te preocupes y mant¸n el
°nimo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido. Te casaste
con un merodeador, as¼ que no te quejes. MaÏana nos vemos. Y recuerda, yo no
he llamado. Un beso en la naricita.
ColgÁ abruptamente y permaneciÁ algunos segundos con los ojos cerrados
y los dientes tan apretados que le tintinearon los o¼dos. Despu¸s depositÁ
otra moneda y volviÁ a marcar un n·mero.
- Escucho - dijo Ronco.
- Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
- ¿Schuhart? ¿Qu¸ Schuhart? - preguntÁ Ronco, con naturalidad.
- Te dije que no me interrumpas. Me atraparon y escap¸, pero voy a
entregarme. Me dar°n entre dos y medio y tres aÏos. Mi esposa queda sin un
centavo. T· te encargar°s de ella. Que no le falta nada, ¿entendido?
¿Entendido, dije?
- Sigue - dijo Ronco.
- Cerca del sitio donde nos encontramos la primera vez hay una cabina
telefÁnica. Es la ·nica, no hay forma de confundirse. La porcelana est°
debajo de ella. Si la quieres, tÁmala; si no, no. Pero quiero que cuiden de
mi esposa. Todav¼a nos quedan muchos aÏos de jugar juntos. Si al volver
descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
- Comprend¼ todo - dijo Ronco -. Gracias. Y despu¸s de una pausa
agregÁ: - ¿Quieres un abogado?
- No - dijo Redrick -. Todo a mi esposa, hasta el ·ltimo centavo.
Saludos.
ColgÁ y mirÁ a su alrededor. Despu¸s, con las manos hundidas en los
bolsillos del pantalÁn, subiÁ lentamente por la calle Miner entre las casas
vac¼as y claveteadas.
3. Richard H. Noonan, cincuenta y un aÏos, supervisor de compras de
equipos electrÁnicos en la divisiÁn Harmont del instituto internacional de
culturas extraterrestres.
Richard H. Noonan estaba sentado ante el escritorio de su estudio,
garabateando sobre un bloc de tamaÏo legal. Sonre¼a tambi¸n, simp°ticamente,
asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a su visitante. No hac¼a m°s
que aguardar una llamada telefÁnica mientras su visitante, el doctor Pilman,
lo sermoneaba perezosamente. O imaginaba que lo estaba sermoneando. O
trataba de convencerse a s¼ mismo de que lo estaba sermoneando.
- Tendremos en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro
grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraÏo.
La esbelta mano de Valentine sacudiÁ limpiamente las cenizas de su
cigarrillo en el cenicero.
- ¿Y qu¸ es, exactamente, lo que tendr°n en cuenta? - preguntÁ con
mucha cortes¼a.
- Bueno... todo lo que usted acaba de decir - respondiÁ alegremente
Noonan, recost°ndose en su sillÁn -. Hasta la ·ltima palabra.
- ¿Y qu¸ es lo que dije?
- Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
Valentine (el doctor Valentine Pilman, ganador de un Premio NÁbel)
estaba sentado frente a ¸l, en un mullido sillÁn. Era menudo, delicado y
limpio. No ten¼a una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los
pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata de color liso, muy seria,
zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y p°lidos;
enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi
al rape.
- En mi opiniÁn, a usted se le paga un sueldo fant°stico para nada -
dijo -. Y adem°s, tambi¸n en mi opiniÁn, usted es un saboteador, Dick.
-
- En realidad - agregÁ Valentine -, hace mucho tiempo que lo vengo
observando. Creo que usted no hace nada.
-
es eso de que no hago nada? ¿Acaso he dejado de hacerle entregar un solo
pedido de repuestos?
- No s¸ - respondiÁ Valentine, volviendo a sacudir las cenizas -.
Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con m°s frecuencia,
pero no s¸ qu¸ tiene usted que ver con eso.
- Bueno, si no fuera por m¼, los materiales buenos ser¼an mucho m°s
escasos. Adem°s, ustedes los cient¼ficos se la pasan rompiendo buenos
equipos y pidiendo repuestos. ¿Y qui¸n les cubre las espaldas? Por
ejemplo...
En ese momento sonÁ el tel¸fono. Noonan se interrumpiÁ para tomar el
receptor.
- ¿SeÏor Noonan? - preguntÁ la secretaria -. Otra vez el seÏor Lemchen.
- Comun¼queme.
Valentine se levantÁ, se llevÁ dos dedos a la frente en seÏal de
despedida y saliÁ del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
- ¿SeÏor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
- S¼, escucho.
- No es f°cil comunicarse con usted en el trabajo, seÏor Noonan.
- Acaba de llegar un nuevo embarque.
- S¼, ya lo s¸, seÏor Noonan. Estoy aqu¼ por poco tiempo. Quisiera que
discuti¸ramos personalmente unas cuantas cosas. Me refiero a los ·ltimos
contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
- A sus Árdenes.
- En ese caso, si no tiene inconvenientes, ¿por qu¸ no pasa por
nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
- Perfecto. Dentro de media hora.
Richard Noonan colgÁ y se levantÁ frot°ndose las manos regordetas. Se
paseÁ por la oficina y hasta empezÁ a cantar alguna cancioncita pop, pero se
interrumpiÁ en una nota especialmente agria, ri¸ndose jovialmente de s¼
mismo. TomÁ su sombrero, se echÁ el impermeable al hombro y saliÁ a la zona
de recepciÁn.
- Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. Qu¸date
aqu¼ y c·breme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traer¸ un regalo.
Ella pareciÁ transformarse. Noonan le arrojÁ un beso y saliÁ a los
corredores del instituto. Aqu¼ y all° tuvo que enfrentarse con algunos
intentos de detenerlo, pero logrÁ zafarse de todas las conversaciones
bromeando, pidiendo a los interesados que le cubrieran las espaldas o que
tuvieran paciencia. y finalmente emergiÁ, ileso y sin compromisos, para
agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
Sobre la ciudad pend¼an nubes bajas y pesadas. El d¼a era bochornoso;
las primeras gotas vacilantes empezaban ya a esparcirse por la acera como
pequeÏas estrellas negras. Noonan se echÁ el saco sobre la cabeza y los
hombros y corriÁ junto a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metiÁ
de cabeza y arrojÁ la chaqueta al asiento trasero. SacÁ del bolsillo el palo
negro y redondo del as¼-as¼, lo puso en la instalaciÁn del tablero y empujÁ
con el pulgar para meterlo hasta la empuÏadura. Se meneÁ un poco para
acomodarse mejor tras el volante y pisÁ el acelerador. El Peugeot saliÁ
silenciosamente al medio de la calle; un segundo despu¸s corr¼a hacia la
salida de la Pre-Zona.
La lluvia se precipitÁ de repente, como si alguien hubiera volcado un
balde en el cielo. La ruta se tornÁ resbaladiza; el coche derrapaba en las
esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminorÁ la marcha.
"As¼ que recibieron el informe", pensÁ. Ahora estar°n elogi°ndome. Bueno, me
lo merezco; me gusta que me elogien. Especialmente el seÏor Lemehen en
persona. A pesar de si mismo. ExtraÏo, ¿verdad? ¿Por qu¸ nos gusta que nos
elogien? Eso no da dinero. ¿Gloria? ¿Qu¸ clase de gloria tenemos? "Es
famoso: ya lo conocen tres personas" Bueno, digamos cuatro, contando a
Bayliss.
el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan est·pido...
¿CÁmo puedo ser mejor a mis propios ojos? ¿Como si no me conociera? Ese
gordo bueno de Richard H. Noonan, a propÁsito, ¿qu¸ quer¼a decir esa H.?
¡Qu¸ s¸ yo! Y no tengo a quien preguntarle; no es cosa de preguntarlo al
seÏor Lemehen. ¡Ah, ya recuerdo!
est° diluviando.
VirÁ hacia la calle Central y de pronto se dio cuenta de lo mucho que
hab¼a crecido la ciudad en los ·ltimos aÏos. Enormes rascacielos. All° est°n
construyendo otro. ¿Qu¸ ser°? Oh, el Complejo Luna: el mejor jazz
internacional, un espect°culo de variedades y varias cosas m°s. Todo para
nuestras gloriosas tropas y nuestros valientes turistas, especialmente los
m°s ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se
est°n vaciando.
S¼, me gustar¼a saber dÁnde va a terminar todo esto. Bueno, hace diez
aÏos estaba seguro de saberlo: barreras policiales impenetrables, zonas de
seguridad de treinta kilÁmetros, cient¼ficos y soldados, y nada m°s. Una
horrible lastimadura en la cara del planeta, perfectamente bloqueada. Y no
era yo el ·nico que pensaba as¼.
ahora uno ni siquiera se acuerda cÁmo fue que la f¸rrea resoluciÁn universal
se fundiÁ en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar
de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo." Creo que todo
empezÁ cuando los merodeadores trajeron los as¼-as¼ de la Zona. PequeÏas
pilas. S¼, creo que fue entonces. Sobre todo cuando se descubriÁ que las
pilas se multiplicaban. La herida ya no pareciÁ tal; antes bien, una caja de
tesoros, la tentaciÁn del demonio, la caja de Pandora o el diablo.
Descubrieron el modo de darles uso. Llevaban veinte aÏos bufando y
rezongando, malgastando billones, sin haber podido organizar el robo. Cada
uno ten¼a su negocito, mientras los cient¼ficos arrugaban significativa y
portentosamente el ceÏo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y
por otra no se puede estar en desacuerdo. Puesto que tal y cual objeto,
fotografiado con rayos X en un °ngulo de 18 grados, emite electrones
cuasitermales en un °ngulo de 22 grados...
cualquier modo morir¸ sin ver el final.
El coche pasaba frente a la casa que Cuervo Burbridge ten¼a en el
centro. Debido a la intensa lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick
pudo ver varias parejas que bailaban en las habitaciones del segundo piso,
que correspond¼an a la hermosa Dina. O bien hab¼an comenzado muy temprano o
todav¼a la segu¼an con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la
ciudad: dar fiestas que duraban varios d¼as. Sin duda estamos criando
muchachos fuertes, llenos de resistencia y tesoneros en la b·squeda de sus
deseos.
Noonan detuvo el coche frente a un edificio feo, cuyo discreto cartel
dec¼a: "Oficinas legales de Korsh, Korsh y Simak". SacÁ el as¼-as¼ y se lo
guardÁ en el bolsillo; volviÁ a ponerse el impermeable, tomÁ el sombrero y
corriÁ hacia la entrada. PasÁ corriendo junto al portero, que estaba
sepultado en un periÁdico, y subiÁ las escaleras cubiertas por una alfombra
gastada. Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor del segundo piso;
aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo
antes. Finalmente abriÁ la ·ltima puerta del pasillo y entrÁ. Ante el
escritorio no estaba la secretaria, sino un joven desconocido, muy
bronceado, en mangas de camisa, que escarbaba las tripas de alg·n artefacto
electrÁnico instalado sobre el escritorio, en vez de la m°quina de escribir.
Richard Noonan colgÁ su sombrero y su chaqueta, alisÁ con ambas manos
el poco pelo que le restaba y mirÁ interrogativamente al joven. Øste
asintiÁ. Noonan abriÁ entonces la puerta de la oficina. El seÏor Lemehen se
levantÁ pesadamente del gran sillÁn de cuero instalado frente a la ventana,
cubierta por cortinajes. Su angulosa cara de general estaba arrugada, ya
fuera en una sonrisa de bienvenida o en un gesto de disgusto por el mal
tiempo; quiz°s fuera tambi¸n un estornudo contenido.
- Ah, ya llegÁ, pase, pÁngase cÁmodo.
Noonan buscÁ alg·n lugar para ponerse cÁmodo, pero sÁlo encontrÁ una
silla dura, de respaldo recto, arrinconada detr°s del escritorio. PrefiriÁ
sentarse en el borde del escritorio. Su °nimo jovial se estaba evaporando
por alg·n motivo, aunque ¸l mismo no sab¼a cu°l. De pronto se dio cuenta de
que ese d¼a no habr¼a elogios. Todo lo contrario. "El d¼a de la ira", pensÁ
filosÁficamente, endureci¸ndose para enfrentar lo peor.
- Fume si quiere - dijo el seÏor Lemchen, volviendo a descender hasta
su sillÁn.
- No, gracias, no fumo.
El seÏor Lemehen asintiÁ, como si aquello confirmara sus peores
sospechas; juntÁ las puntas de los dedos formando una torre y las contemplÁ
por un rato. Al fin dijo:
- Creo que no vamos a discutir los asuntos legales de la Mitsubishi
Denshi Company.
Eso era un chiste. Richard Noonan sonriÁ de inmediato.
-
Estaba endemoniadamente incÁmodo all¼ sentado; adem°s los pies no le
llegaban al suelo.
- Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresiÁn muy
favorable all° arriba.
- Hum - murmurÁ Noonan, mientras pensaba: "Aqu¼ viene"
- Estaban por recomendarlo para una condecoraciÁn - prosiguiÁ el seÏor
Lemehen -. Sin embargo los convenc¼ de que esperaran un poco. Y yo ten¼a
razÁn.
AbandonÁ con esfuerzo la contemplaciÁn de sus diez dedos y levantÁ los
ojos hacia Noonan.
- Usted se preguntar° por qu¸ me comport¸ con tanta cautela.
- Probablemente ten¼a sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente.
- En efecto. ¿Cu°les son los resultados de su informe, Richard? La
banda del Metropole est° liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la
Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambi¸n
suyo, Quasimodo, los M·sicos Vagabundos y todas las otras bandas, no
recuerdo cÁmo se llaman, se desmembraron porque sab¼an que el baile se hab¼a
terminado y que cualquier d¼a los iban a atrapar. Todo esto es cierto; lo
hemos verificado por otras fuentes. El campo de batalla est° despejado. La
victoria es suya, Richard. El enemigo se retirÁ en desbandada, sufriendo
grandes p¸rdidas. ¿Es correcto lo que digo?
- En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los ·ltimos tres meses ha
cesado la p¸rdida de materiales de la Zona a trav¸s de Harmont. Al menos,
seg·n las informaciones que tengo.
- El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
- Bueno, si prefiere esa met°fora, s¼.
-
dudas. Al apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha
demostrado falta de madurez. Por eso suger¼ que esperaran antes de darle una
recompensa.
"Vete al diablo, t· y tus recompensas", pensÁ Noonan, balanceando el
pie y observando ceÏudo el zapato brillante, "
telaraÏas del desv°n! No me falta m°s que escuchar tus conferencias. S¸
perfectamente con qui¸n trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a
hablarme del enemigo. Dime, simplemente cu°ndo, dÁnde y cÁmo me equivoqu¸,
qu¸ han robado esos hijos de puta, dÁnde y cÁmo fallaron la forma de pasar.
Y sin tantas pavadas, que no soy un novato; tengo m°s de medio siglo encima
y no estoy aqu¼ sentado para o¼rte hablar de Árdenes y decoraciones
est·pidas."
- ¿Qu¸ sabe usted de la Bola Dorada? - preguntÁ s·bitamente el seÏor
Lemehen.
"Dios, qu¸ tiene que ver la Bola Dorada con todo esto". pensÁ Noonan,
irritado. "Por qu¸ no te ir°s al diablo con tus enfoques indirectos."
- La Bola Dorada es una leyenda - informÁ, en tono aburrido -. Un
artefacto m¼tico localizado en la Zona, con la forma de una pelota de oro,
que concede deseos a los hombres.
- ¿Cualquier deseo?
- Seg·n la versiÁn canÁnica de la leyenda, cualquier deseo. Sin
embargo, hay versiones distintas.
- De acuerdo. ¿Qu¸ sabe de las l°mparas de la muerte?
- Hace ocho aÏos, un merodeador llamado Stefan Norman, alias
Cuatro-ojos, trajo de la Zona un aparato que, hasta donde se puede juzgar,
era alg·n tipo de emisor de rayos fatales para los organismos terr¼colas.
Este Cuatro-ojos ofreciÁ el aparato al Instituto, pero no se pusieron de
acuerdo en cuanto al precio. Cuatro-ojos volviÁ a entrar a la Zona y jam°s
regresÁ. Se ignora el paradero actual del aparato. La gente del Instituto
sigue tir°ndose de los pelos por ese asunto. Hugh (el del Metropole, usted
lo conoce) ofrece por ¸l cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
- ¿Es todo? - preguntÁ el seÏor Lemehen.
- Es todo.
Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaciÁn. Era aburrida;
no hab¼a nada para mirar.
- Muy bien. ¿Y qu¸ sabe de los ojos de la langosta?
- ¿Qu¸ clase de ojos?
- Ojos de langosta. Langp°tas, ¿entiende? Øsas que tienen pinzas -
explicÁ Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
- Nunca los o¼ nombrar - respondiÁ Noonan, frunciendo el ceÏo.
- ¿Y de las servilletas castaÏeteantes?
Noonan se bajÁ del escritorio para erguirse frente a Lemehen con las
manos en los bolsillos.
- No s¸ nada de ellas. ¿Y usted?
- Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaÏeteantes ni
sobre los ojos de langosta. Pero existen.
- ¿En mi Zona?
- Si¸ntese, si¸ntese - indicÁ el seÏor Lemehen, agitando la mano -,
Reci¸n empezamos la charla. Si¸ntese.
Noonan dio la vuelta al escritorio y se sentÁ en la silla dura de
respaldo recto.
"¿AdÁnde quiere ir a parar?", pensÁ, febrilmente. "¿Qu¸ es todo ese
material nuevo? Tal vez lo encontraron en otras Zonas y trata de hacerme
pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca me tuvo aprecio; este viejo zorro; no
se puede olvidar de aquella copia."
- Prosigamos con nuestro pequeÏo examen - anunciÁ Lemchen, mientras
apartaba una esquina del cortinaje para mirar por la ventana -. Est°
diluviando. Me gusta.
SoltÁ la cortina, volviÁ a sentarse en el sillÁn y preguntÁ, mirando
hacia el cielo raso:
- ¿CÁmo anda el viejo Burbridge?
- ¿Burbridge? Cuervo Burbridge est° bajo vigilancia. Est° inv°lido y en
muy buena posiciÁn. No tiene vinculaciones con la Zona. Es dueÏo de cuatro
bares y de una escuela de baile. Organiza picnics para los oficiales del
cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur,
el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
El seÏor Lemehen asintiÁ, satisfecho.
- ¿Y qu¸ hace Creonte, el malt¸s?
- Es uno de los pocos merodeadores que siguen activos. Anduvo con la
banda de Quasimodo; ahora vende su bot¼n al Instituto utiliz°ndome como
intermediario. Le doy rienda libre: tarde o temprano alguien lo har°
desaparecer. ×ltimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
- ¿Contactos con Burbridge?
- Anda detr°s de Dina. Sin resultados.
- Muy bien - dijo el seÏor Lemehen -. ¿Qu¸ sabe de Red Schuhart?
- SaliÁ de la c°rcel el mes pasado. No tiene dificultades econÁmicas.
TratÁ de emigrar, pero tiene...
Noonan hizo una pausa. Al fin completÁ:
- Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
- ¿Eso es todo?
- Es todo.
- No parece mucho. ¿Qu¸ pasa con Suertudo Carter?
- Hace muchos aÏos que dejÁ el merodeo. Vende coches usados y tiene un
taller para adaptar automÁviles al as¼-as¼. Cuatro hijos; la mujer muriÁ el
aÏo pasado. Tiene suegra.
Lemehen asintiÁ.
- Bueno, ¿a qui¸n he olvidado de los viejos? - preguntÁ amablemente.
- A Jonathan Miles, m°s conocido como Cacto. Est° en el hospital; va a
morir de c°ncer. Y olvidÁ a Gutalin.
- Ah, s¼, s¼, ¿qu¸ se sabe de Gutalin?
- Sigue en lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la Zona y
pasan all¼ varios d¼as en cada oportunidad, destrozando todo lo que
encuentran. Su antigua organizaciÁn, los Ðngeles Luchadores, se disolviÁ.
- ¿Por qu¸?
- Bueno, usted recordar° que sol¼an comprar bot¼n; Gutalin lo llevaba
nuevamente a la Zona: las cosas del demonio deb¼an estar con el demonio.
Ahora no tienen nada que comprar; adem°s el nuevo director del Instituto los
ha hecho perseguir por la polic¼a.
- Comprendo - dijo el seÏor Lemehen -. ¿Y qu¸ hay de los jÁvenes?
- Bueno, los jÁvenes van y vienen. Hay cinco o seis con un poco de
experiencia, pero ·ltimamente no tienen qui¸n reduzca el bot¼n, de modo que
est°n perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han
cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos est°n retirados, los
jÁvenes no saben qu¸ hacer y el prestigio de la profesiÁn se va perdiendo.
La tecnolog¼a ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores robÁticos.
- S¼, si, eso he o¼do decir. Pero las m°quinas necesitan mucha energ¼a.
¿O me equivoco?
- Es cuestiÁn de tiempo, no mas. Pronto valdr° la pena.
- ¿Cu°ndo?
- En cinco o seis aÏos.
El seÏor Lemehen volviÁ a asentir.
- A propÁsito, tal vez usted no sabe que el enemigo ha empezado a
emplear los merodeadores autom°ticos.
- ¿En mi Zona? - preguntÁ Noonan, poni¸ndose en guardia.
- Tambi¸n en la suya. Tienen la base en RexÁpolis; desde all¼ trasladan
el equipo en helicÁptero, por sobre las montaÏas, hasta el CaÏÁn Serpiente,
hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
- Pero ese es el per¼metro de la Zona - dijo Noonan, suspicaz -. Esa
°rea est° vac¼a. ¿Qu¸ pueden encontrar all¼?
- Muy poco, muy poco, pero algo encuentran. De cualquier modo era una
informaciÁn, nada m°s; eso no le concierne. Recapitulemos. En Harmont no
quedan ya, pr°cticamente, merodeadores profesionales. Los que a·n siguen
aqu¼ ya no tienen relaciÁn con la Zona. Los jÁvenes est°n perdidos y
cercados.
- El enemigo est° diseminado y se ha retirado a alg·n rincÁn a lamerse
las heridas. No hay bot¼n, y cuando lo hay no se encuentra a qui¸n
vend¸rselo. Los robos de materiales en la Zona de Harmont cesaron hace tres
meses. ¿Correcto?
Noonan guardÁ silencio. "Ahora, pensÁ. Ahora me la va a dar. Pero
¿dÁnde estuvo el error? Ha de haber sido uno realmente grande.
habla, viejo del diablo!
- No he o¼do su respuesta - observÁ Lemehen, poniendo la mano como
pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
- Bueno, jefe - dijo Noonan, sombr¼o -. Basta ya. Me tiene frito y
hervido, ahora pÁngame en el plato.
El seÏor Lemehen carraspeo vagamente.
- No tiene nada que decir en su defensa - comentÁ, con inesperada
amargura -. Se queda ah¼, con las orejas bajas ante la autoridad. ¿CÁmo le
parece que me sent¼a anteayer?
Se interrumpiÁ para levantarse y se acercÁ a la caja fuerte.
- Para abreviar: en los dos ·ltimos meses, seg·n nuestra informaciÁn,
el enemigo ha recibido m°s de seis mil art¼culos provenientes de las
diversas Zonas.
Se detuvo ante la caja fuerte, palmeÁ su flanco pintado y se volviÁ
°speramente hacia Noonan.
- ¡No se consuele con ilusiones! - gritÁ -.
Burbridge! ¡Las del Malt¸s!
siquiera se dignÁ mencionar!
entrena usted a sus jÁvenes?
encima ese asunto de los ojos de langosta, los cascabeles de perra, las
servilletas repiqueteantes, sean lo que sean!
VolviÁ a interrumpirse, se instalÁ nuevamente en el sillÁn, formÁ otra
torre con los dedos y preguntÁ cort¸smente:
- ¿Qu¸ piensa usted de todo esto, Richard?
Noonan se secÁ la frente con el paÏuelo.
- No s¸ nada de todo esto - respondiÁ sinceramente -. perdone, jefe,
estoy un poco... D¸jeme recobrar el aliento,
ya no tiene nada que ver con la Zona.
picnics y cÁcteles a la orilla de los lagos y gana much¼simo con eso.
necesita m°s dinero! Perdone, creo que estoy diciendo tonter¼as, pero le
aseguro que no lo he perdido de vista desde que saliÁ del hospital.
- Bueno, no quiero demorarlo m°s - dijo el seÏor Lemchen -. Le concedo
una semana. A ver si me trae alguna idea sobre cÁmo llega el material de la
Zona a manos de Burbridge... y los otros. AdiÁs.
Noonan se levantÁ, saludÁ al perfil de Lemehen y saliÁ a la recepciÁn,
a·n enjug°ndose el cuello sudoroso. El joven bronceado estaba fumando y
contemplaba pensativamente las entraÏas del mutilado aparato electrÁnico. Su
mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareciÁ tan vac¼a como si estuviera
mirando hacia dentro.
Richard Noonan se encasquetÁ el sombrero, agarrÁ su impermeable y
saliÁ. Nunca le hab¼a pasado algo as¼. Sus pensamientos, confusos, parec¼an
enmaraÏarse. Debo... ¡Ben J. Halevy el NarigÁn!
Es sÁlo un pequeÏo novato, un mocoso. No, aqu¼ pasa algo raro. Ese rengo de
porquer¼a, Cuervo, esta vez me agarrÁ. Me pescÁ en pelotas. ¿CÁmo pudo
ocurrir? Justo como aquella vez, en Singapur; la cara sobre la mesa y de
golpe aplastado contra la pared...
SubiÁ al auto. Por un momento buscÁ en el tablero la llave de contacto,
olvidado de todo. La lluvia le goteaba desde el sombrero sobre los
pantalones. Se lo quitÁ y lo arrojÁ al asiento posterior sin mirar. El agua
corr¼a a chorros por el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresiÁn de que
eso le imped¼a comprender cu°l era el prÁximo paso a dar. Se dio unos
coscorrones y se sintiÁ mejor. Inmediatamente recordÁ que no hab¼a llave ni
pod¼a haberla, porque ¸l ten¼a el as¼-as¼ en el bolsillo. La pila eterna;
hab¼a que sacarla del bolsillo, maldiciÁn, y meterla en la instalaciÁn. As¼
podr¼a a menos conducir el coche hasta alguna parte... alguna parte, lejos
de ese edificio donde estaba el viejo hijo de puta, probablemente mirando
desde una ventana.
En el momento en que tend¼a la mano hacia el as¼-as¼ quedÁ inmÁvil por
un instante. Ya s¸ por qui¸n empezar. Empezar¸ con ¸l.
empezar con ¸l! Nadie habr° empezado nunca con nadie como yo con ¸l. Y ser°
un placer.
EncendiÁ los limpiaparabrisas y bajÁ por la avenida, sin ver casi nada
frente a ¸l, pero calm°ndose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur.
Despu¸s de todo all° las cosas terminaron bien.
contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de
mi cuerpo, o algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos la pista.
¿DÁnde est° mi pequeÏo negocio? No veo un pito. Ah, all¼ est°.
No estaba dentro del horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba
tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudi¸ndose como un perro
que saliera del agua, entrÁ a aquella clara habitaciÁn, que ol¼a a tabaco,
perfume y champaÏa rancio. El viejo Benny, a·n sin uniforme, estaba sentado
ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el puÏo. Madame lo miraba
comer, con los enormes pechos apoyados en el mostrador entre los vasos
vac¼os. A·n no hab¼an limpiado la suciedad de la noche anterior. Cuando
Noonan entrÁ, Madame volviÁ hacia ¸l su cara ancha y espesamente maquillada;
su primera expresiÁn de enojo se disolviÁ en una sonrisa profesional.
- ¡Hola! - dijo, con su voz profunda -.
¿ExtraÏaba a las chicas?
Benny siguiÁ comiendo; era m°s sordo que una tapia.
-
a m¼ a una mujer de veras?
Benny, finalmente, notÁ su presencia y contorsionÁ en una sonrisa de
bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purp·reas.
-
Noonan sonriÁ como respuesta y agitÁ la mano. No le gustaba hablar con
Benny; hab¼a que gritar constantemente.
- ¿DÁnde est° mi gerente, compaÏeros? - preguntÁ.
- En su cuarto - respondiÁ Madame -. Tiene que pagar maÏana los
impuestos.
-
En seguida vuelvo.
Caminando silenciosamente sobre la gruesa alfombra sint¸tica, cruzÁ el
salÁn y las puertas encortinadas de los cub¼culos; junto a cada una hab¼a
una flor pintada en la pared. EntrÁ en el silencioso pasillo sin salida y
abriÁ sin golpear la puerta tapizada en cuero.
Mosul Kitty estaba sentado al escritorio, examinando en el espejo una
dolorosa lastimadura que ten¼a en la nariz. Le importaba un bledo tener que
pagar los impuestos al d¼a siguiente. En el escritorio, completamente
despejado, no hab¼a m°s que una jarra con ungÍento de mercurio y un vaso con
cierto liquido claro. Mosul Kitty alzÁ hacia Noonan los ojos irritados y se
levantÁ de un salto, dejando caer el espejo. Noonan, sin decir palabra, se
sentÁ en el sillÁn, frente a ¸l, y lo observÁ en silencio, oy¸ndole murmurar
algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. Despu¸s dijo:
- Por qu¸ no cierras la puerta, amigo.
Mosul corriÁ hasta la puerta cacheteando el piso con los pies planos;
hizo girar la llave y volviÁ al escritorio. InclinÁ sobre Noonan la cabeza
peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan segu¼a mir°ndolo con los ojos
medio cerrados; recordÁ entonces, por alguna razÁn, que el verdadero nombre
de Mosul Kitty era Rafael. Aquel hombre era famoso por sus grandes puÏos
huesudos, purp·reos y desnudos entre el grueso vello que le cubr¼a los
brazos como una manga. Se habla puesto el apodo de Kitty porque estaba
convencido de que era el nombre tradicional de los grandes reyes mongoles.
Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
- ¿CÁmo andan las cosas? - preguntÁ gentilmente.
- Todo en orden, jefe - replicÁ velozmente Rafael Mosul.
- ¿Arreglaste el problema con la comisar¼a?
- CostÁ ciento cincuenta. Todo el mundo est° contento.
- Saldr° de tu bolsillo. Fue culpa tuya, amigo. Ten¼as que encargarte
de eso.
Mosul puso cara pat¸tica y extendiÁ las manos en seÏal de sumisiÁn.
- Hay que cambiar el parquet del salÁn - dijo Noonan.
- Lo haremos.
Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
- ¿Bot¼n? - preguntÁ, bajando la voz.
- Hay un poco - respondiÁ Mosul, tambi¸n en voz baja.
- Veamos.
Mosul corriÁ a la caja fuerte, sacÁ un paquete y lo abriÁ sobre el
escritorio, frente a Noonan. Øste revolviÁ con un dedo el montÁn de gotitas
negras; recogiÁ un brazalete y lo examinÁ por todos lados a antes de volver
a ponerlo all¼.
- ¿Nada m°s?
- No traen - explicÁ Mosul, culpable.
- As¼ que no traen - repitiÁ Noonan.
ApuntÁ con cuidado y clavÁ la punta del pie, con toda su fuerza, en la
espinilla de Mosul. Este, gruÏendo, se agachÁ para agarrarse el lugar
dolorido, pero inmediatamente volviÁ a erguirse, en posiciÁn de firme.
Noonan saltÁ, aferrÁ a Mosul por el cuello y se acercÁ soltando patadas,
haciendo girar los ojos, susurrando obscenidades. Mosul gem¼a y gruϼa,
echando la cabeza hacia atr°s como un caballo asustado; retrocediÁ de ese
modo hasta caer en el sof°.
- As¼ que trabajas para los dos bandos, ¿eh? Grand¼simo hijo de puta -
siseÁ Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados -. Cuervo Burbridge est°
nadando en botÁn y t· me traes cuentitas envueltas en papel.
Le dio una bofetada en pleno rostro, tratando de golpearle la
magulladura de la nariz.
- Te har¸ meter en la c°rcel. Tendr°s que dormir sobre esti¸rcol y
comer pan duro.
Otro golpe a la nariz lastimada.
- ¿De dÁnde saca Burbridge el bot¼n? ¿Por qu¸ se lo llevan a ¸l y no a
ti? ¿Qui¸n lo trae? ¿CÁmo es posible que yo no sepa nada? ¿Para qui¸n
trabajas, cerdo asqueroso?
Mosul abriÁ y cerrÁ la boca, mudo. Noonan lo dejÁ ir, volviÁ a la silla
y puso los pies sobre el escritorio.
- ¿Y? - preguntÁ.
Mosul sorbiÁ la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
- De veras, patrÁn, ¿qu¸ pasa? ¿Qu¸ bot¼n puede tener Cuervo? No tiene
nada. Nadie tiene.
-
los pies.
- No, no, patrÁn, de veras - fue la apresurada respuesta -. ¿Yo,
discutir con usted?
- Voy a deshacerme de ti - amenazÁ Noonan -. No sabes trabajar. ¿Para
qu¸ diablos te quiero, grand¼simo tal por cual? Tipos como t· hay por
docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
- Espere, patrÁn - replicÁ Mosul razonablemente, unt°ndose toda la cara
con sangre -. ¿Por qu¸ me ataca as¼, tan de pronto? Hablemos un poco.
Se tocÁ la nariz cautelosamente y agregÁ:
- Usted dice que Burbridge tiene bot¼n a montones. No s¸, pero alguien
le ha estado mintiendo. En estos d¼as nadie tiene bot¼n. Despu¸s de todo,
ahora sÁlo los novatos entran a la Zona y son los ·nicos que salen. No,
patrÁn, alguien le ha mentido.
Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer Mosul, en verdad, nada
sab¼a. De cualquier modo no le habr¼a convenido, mentir; Cuervo Burbridge no
pagaba muy bien.
- Esos picnics, ¿dejan ganancias?
- ¿Los picnics? No creo. No es como para nadar en plata. Pero ya no
queda nada que d¸ ganancias en esta ciudad.
- ¿DÁnde se hacen esos picnics?
- ¿DÁnde? Bueno, en diferentes lugares. Junto a la MontaÏa Blanca, en
las Fuentes Termalc°, en el lago Arcoiris...
- ¿Qui¸nes son los clientes?
- ¿Los clientes? - Mosul olfateÁ, parpadeÁ y hablÁ en tono confidencial
-. Si piensa dedicarse usted tambi¸n a ese negocio, patrÁn, no se lo
aconsejo. No podr° competir mucho contra Cuervo.
- ¿Por qu¸?
- Los clientes de Cuervo son los cascos azules, para empezar -
respondiÁ el grandote, contando los argumentos con los dedos -. Despu¸s,
oficiales del puesto de comando. Despu¸s, los turistas del Metropole, el
Lirio Blanco y el Plaza. Adem°s hace mucha propaganda. Hasta los de aqu¼ van
con ¸l. De veras, patrÁn, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco
nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
- ¿As¼ que los de aqu¼ tambi¸n van con ¸l?
- La gente joven, en su mayor¼a.
- Bueno, ¿qu¸ pasa en esos picnics?
- ¿Qu¸ pasa? Vamos en Ámnibus, ¿entiende? Y cuando llegamos todo est°
listo: mesas, carpas, m·sica... Y todos la disfrutan. Los oficiales suelen
ir con las muchachas. Los turistas van a mirar la Zona; si es en Fuentes
Termales la Zona est° a un tiro de piedra, del otro lado del CaÏÁn
Sulfuroso. Cuervo ha desparramado unos cuantos huesos de caballo por ah¼ y
se los muestra con binoculares.
- ¿Y los de aqu¼?
- ¿Los de aqu¼? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten
de otro modo.
- ¿Y Burbridge?
- ¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
- ¿Y t·?
- ¿Yo? Yo soy como cualquier otro. Vigilo que nadie lastime a las
chicas y... bueno, como cualquier otro, m°s o menos.
- ¿Y cu°nto dura todo eso?
- Depende. A veces tres d¼as, a veces una semana entera.
- ¿Y cu°nto cuesta ese viaje de placer? - preguntÁ Noonan, ya pensando
en algo completamente distinto.
Mosul respondiÁ, pero ¸l no le prestÁ atenciÁn. Ah¼ est° la cosa,
pensaba; varios d¼as, varias noches; en esas condiciones es simplemente
imposible vigilar a Burbridge, por mucho que se quiera. Pero segu¼a sin
entender. Burbridge no ten¼a piernas, y all¼ estaba el barranco. No, hab¼a
algo m°s.
- Entre los de aqu¼, ¿qui¸nes son los clientes habituales?
- ¿Entre los de aqu¼? Ya se lo dije, los jÁvenes, en su mayor parte. Ya
sabe, Halevy, Rajba, el Pollo Tsapfa, ese muchacho, Zmyg... El Malt¸s
tambi¸n va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela dominical.
¿Vamos a la escuela dominical?, dicen. Se dedican a las seÏoras grandes y
hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
- La escuela dominical... - repitiÁ Noonan.
Se le hab¼a ocurrido un pensamiento extraÏo. Escuela. Se levantÁ.
- Muy bien - dijo -. Al diablo con los picnics. Eso no es para
nosotros. Pero enti¸ndeme bien: Cuervo tiene bot¼n y ese negocio es nuestro,
amigo. Busca, Mosul, busca o te echar¸ a los perros. DÁnde lo consigue,
qui¸n se lo da. Desc·brelo y daremos un veinte por ciento m°s. ¿Entiendes?
- Entiendo, patrÁn.
Mosul tambi¸n estaba de pie, en posiciÁn de firme, con la lealtad
pintada en el rostro manchado de sangre.
- ¡Mu¸vete!
Ya en el bar tomÁ r°pidamente su aperitivo, charlÁ un rato con Madame
sobre la decadencia moral, sugiriÁ que planeaba agrandar el negocio y,
bajando la voz para lograr m°s ¸nfasis, le pidiÁ consejo sobre lo que pod¼a
hacer con Benny; el pobre estaba viejo, sordo y lento de reacciones; ya no
se mov¼a como antes.
Ya eran las seis y ten¼a hambre. Un pensamiento le daba vueltas en el
cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad
ya se hab¼an aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura m¼tica que tanto
lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. SÁlo quedaba en ¸l la desilusiÁn
de no haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo m°s importante era eso
que segu¼a flotando en su cabeza sin darle paz.
Se despidiÁ de Madame, estrechÁ la mano a Benny y fue directamente al
Borscht.
El problema es que no nos damos cuenta de cÁmo se van los aÏos, pensÁ.
Al diablo con los aÏos; no nos damos cuenta de que todo cambia. Sabemos que
todo cambia, nos enseÏan desde chicos que todo cambia y vemos cambiar las
cosas con nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente
incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos
donde no est°. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibern¸tica. El
antiguo merodeador era un tipo sucio y sombr¼o, que se arrastraba cent¼metro
a cent¼metro por la Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su bot¼n.
El nuevo merodeador es un pisaverde de corbata fina, un ingeniero que se
sienta a dos kilÁmetros de la Zona con un cigarrillo en la boca y un buen
vaso al lado, sin nada que hacer, salvo vigilar unas pocas pantallas. Un
caballero a sueldo. Muy lÁgico. Tan lÁgico que a nadie se le ocurren las
otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por
ejemplo.
Y de pronto, desde la nada, surgiÁ una oleada de desesperaciÁn que lo
tragÁ por completo. Todo era in·til, sin sentido. Dios m¼o, pensÁ,
podremos hacer nada!
trabajemos mal, ni porque ellos sean m°s inteligentes, sino porque as! es el
mundo; y as¼ est° el hombre en el mundo. Si nunca hubi¸ramos tenido una
VisitaciÁn habr¼a sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
El Borscht estaba encendido y de ¸l brotaba un olor delicioso. Tambi¸n
el Borscht hab¼a cambiado; ya no hab¼a baile ni diversiones; Gutalin no iba
m°s, lo hab¼an hecho a un lado. Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la
nariz, probablemente se habr¼a marchado haciendo una mueca. Ernest segu¼a en
la jaula; era la vieja, su mujer, la que finalmente hab¼a vuelto a poner en
marcha el local, con una clientela sÁlida y estable. Todo el personal del
instituto almorzaba all¼, incluyendo a los funcionarios m°s importantes. Los
reservados eran bonitos; la comida, buena; los precios, razonables; la
cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
Noonan descubriÁ a Valentine Pilman en uno de los reservados. El
laureado cient¼fico tomaba caf¸ y le¼a una revista doblada en dos. Noonan se
acercÁ, preguntando:
- ¿Puedo sentarme con usted?
Valentine volviÁ hacia ¸l sus anteojos oscuros.
- Ah, s¼, por favor.
- Un segundo. Primero voy a lavarme.
Acababa de recordar lo de la nariz de Mosul. All¼ lo conoc¼an bien.
Cuando volviÁ al reservado de Valentine, le esperaba un plato de embutidos
humeantes y una jarra de cerveza, ni fr¼a ni caliente, como a ¸l le gustaba.
Valentine dejÁ la revista y tomÁ un sorbo de caf¸.
- Esc·cheme, Valentine - dijo Noonan, cortando la carne -. ¿CÁmo piensa
que terminar° todo esto?
- ¿Qu¸ cosa?
- La VisitaciÁn. Las Zonas, los merodeadores, los complejos
militar-industriales... todo. ¿CÁmo puede terminar?
Valentine lo mirÁ por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
- ¿Para qui¸n? Especifique.
- Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
- Eso depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en nuestro
sector del planeta la VisitaciÁn no dejÁ efectos posteriores, en su mayor
parte. Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar todas
esas castaÏas del fuego saquemos algo que arruine la vida, no sÁlo la
nuestra sino la de todo el planeta. Eso ser¼a mala suerte. Pero admitir°
usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
RiÁ entre dientes y prosiguiÁ:
- Le dir¸: hace tiempo he perdido el h°bito de hablar sobre la
humanidad en general. La humanidad, como un todo, es un sistema demasiado
fijo; no hay modo de cambiarlo.
- ¿Le parece? Puede ser, qui¸n sabe.
- Sea sincero, Richard - dijo Valentine, obviamente entretenido -. ¿En
qu¸ ha cambiado su vida con la VisitaciÁn? Usted es un hombre de negocios.
Ahora sabe que hay al menos otra criatura racional en el universo, adem°s
del hombre.
- ¿Qu¸ puedo decirle?
Noonan hablaba en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversaciÁn;
no hab¼a nada de qu¸ hablar.
- ¿Qu¸ ha cambiado para m¼? - prosiguiÁ -. Bueno, desde hace varios
aÏos me siento intranquilo, inseguro. Bien. Ellos vinieron y se fueron en
seguida. ¿Qu¸ pasar¼a si volvieran y decidieran quedarse? Como hombre de
negocios debo tomar esta cuestiÁn en serio: qui¸nes son, cÁmo vinieron y qu¸
necesitan. En el nivel m°s b°sico, tengo que pensar en cÁmo cambiar mi
producciÁn. Debo estar preparado. ¿Y si yo resultara ser totalmente
superfluo en el sistema de ellos?
Noonan se iba animando.
- ¿Y si todos somos superfluos? - continuÁ - Escuche, Valentine, ya que
estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿Qui¸nes son,
qu¸ quieren, y si regresar°n?
- Hay respuestas - dijo Valentine, sonriendo -. Montones de respuestas.
Puede elegir.
- Y usted, ¿qu¸ piensa?
- A decir verdad nunca me permit¼ el lujo de pensar seriamente en eso.
Para m¼ la VisitaciÁn es, fundamentalmente, un acontecimiento ·nico que nos
permite saltar varios escalones en el proceso del conocimiento. Como un
viaje al futuro de la tecnolog¼a. Como si un generador cu°ntico fuera a
parar al laboratorio de Isaac Newton.
- Newton no habr¼a entendido nada.
- Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
- ¿De veras? Bueno, de cualquier modo, qui¸n habla de Newton. ¿Qu¸
piensa de la VisitaciÁn? Puede contestar en broma.
- De acuerdo, le dir¸. Pero debo advertirle que su pregunta, Richard,
cae bajo el rÁtulo de la xenolog¼a. Xenolog¼a: mezcla artificial de ciencia
ficciÁn y lÁgica formal. Se basa en la premisa falsa de que la psicolog¼a
humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
- ¿Falsa por qu¸? - preguntÁ Noonan.
- Porque los biÁlogos ya se han roto el seso tratando de aplicar la
psicolog¼a humana a los animales. Y eran animales terr°queos.
- PerdÁneme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando de la
psicolog¼a de seres racionales.
- Si, y todo estar¼a muy bien si supi¸ramos al menos qu¸ es la razÁn.
- ¿No lo sabemos? - preguntÁ Noonan, sorprendido.
- Cr¸ase o no, no lo sabemos. Por lo com·n se emplea una definiciÁn
trivial: la razÁn es la parte de la actividad humana que diferencia al
hombre de los animales. Es como un intento de distinguir al amo del perro,
que comprende todo pero no puede hablar. En realidad, esta definiciÁn
trivial da origen a otra m°s ingeniosa, basada en la amarga observaciÁn de
las actividades humanas ya mencionadas. Por ejemplo: la razÁn es la
capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o
antinaturales.
- Si, eso se refiere a nosotros, a m¼ y a los que son como yo -
concordÁ Noonan, amargamente.
- Por desgracia. O qu¸ le parece esta definiciÁn hipot¸tica: la razÁn
es una especie de instinto complejo que a·n no se ha formado del todo. Eso
implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin.
Dentro de un millÁn de aÏos nuestro instinto habr° madurado y dejaremos de
cometer los errores que probablemente debemos a la razÁn. Y entonces, si
algo cambiara en el universo, todo -; nos extinguir¼amos..., precisamente
porque habr¼amos olvidado cÁmo cometer errores, es decir, cÁmo intentar
varios enfoques que no han sido estipulados por un programa inflexible de
alternativas permitidas
- Usted se las arregla para que suene despectivo.
- De acuerdo, probemos con otra definiciÁn, una muy noble y sublime. La
razÁn es la capacidad de utilizar las fuerzas del medio sin destruir ese
medio.
Noonan hizo una mueca y sacudiÁ la cabeza.
- No, eso no se refiere a nosotros. ¿Qu¸. le parece ¸sta? El hombre, a
diferencia del animal, es una criatura dotada de una indefinible necesidad
de conocimiento. Lo le¼ en alguna parte.
- Yo tambi¸n. Pero el problema consiste en que el hombre com·n (ese en
que usted piensa al hablar de "nosotros" y "los otros") supera con mucha
facilidad esa necesidad de conocimiento. Ni siquiera creo que haya tal
necesidad. La hay, s¼, pero de comprender, y para eso no hace falta el
conocimiento. La hipÁtesis de Dios, por ejemplo, nos proporciona una
oportunidad incomparablemente absoluta de comprenderlo todo sin conocer
nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus
fenÁmenos sobre la base de ese sistema. Esa clase de enfoques no requiere
conocimiento de ninguna especie. SÁlo unas pocas fÁrmulas aprendidas de
memoria, m°s lo que la gente llama intuiciÁn y lo que llama sentido com·n.
- Un momento - dijo Noonan.
TerminÁ su cerveza y depositÁ ruidosamente la jarra sobre la mesa.
Despu¸s contestÁ:
- No se salga del tema. Volvamos al tema de nuestra conversaciÁn. El
hombre se encuentra con una criatura extraterrestre. ¿CÁmo descubren ambos
que los dos son criaturas racionales?
- No tengo la menor idea - dijo Valentine, con gran placer -. Todo lo
que he le¼do sobre ese tema cae en un c¼rculo vicioso. Si son capaces de
establecer contacto, son racionales. Y viceversa; si son racionales son
capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre
tiene el honor de dominar una psicolog¼a humana, es racional. Una cosa as¼.
- ¿Ah, s¼?
cosa en su casillero!
- Los monos tambi¸n pueden poner cosas en casilleros - replicÁ
Valentine.
- No, espere - exclamÁ Noonan, sinti¸ndose defraudado por alg·n motivo
-. Si no saben cosas tan simples como ¸sa... Bueno, al diablo con la razÁn.
Por lo visto es un verdadero pantano. Okey, pero ¿qu¸ pasa con la
VisitaciÁn? ¿Qu¸ piensa usted de la VisitaciÁn?
- Ser° un placer. Imagine un picnic.
Noonan se estremeciÁ.
- ¿Qu¸ dijo?
- Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y
se de ¸l baja un grupo de gente joven, con botellas, cestos de comida,
radios a transistores y m°quinas fotogr°ficas. Encienden fuego, arman
carpas, ponen m·sica. Por la maÏana se marchan. Los animales, los p°jaros y
los insectos que los han estado observando horrorizados durante la larga
noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con qu¸ se encuentran? Nafta y
aceite derramados en el pasto. V°lvulas y filtros usados, estropajos,
bombitas quemadas y alguna llave inglesa que alguien olvidÁ. Manchas de
aceite en el estanque. Y tambi¸n, por supuesto, las basuras de costumbre:
corazones de manzana, envolturas de caramelos, restos chamuscados de la
hoguera, latas, botellas, un paÏuelo, una navaja, periÁdicos destrozados,
monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
- Ya entiendo; un picnic junto al camino.
- Precisamente. Un picnic junto a alg·n camino del cosmos. Y usted
pregunta si van a volver.
- D¸jeme fumar un cigarrillo.
imaginado todo muy distinto.
- Est° en su derecho.
- Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
- ¿Por qu¸?
- Bueno al menos que no nos prestaron atenciÁn.
- En su lugar, yo no me preocupar¼a por eso, ¿sabe?
Noonan aspirÁ el humo, tosiÁ y arrojÁ el cigarrillo.
- No me preocupo - dijo, terco -. No puede ser as¼.
todos ustedes, los cient¼ficos! ¿De dÁnde sacan tanto disgusto con respecto
al hombre? ¿Por qu¸ tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
- Un momento - dijo Valentine -. Escuche: - y citÁ:
- "¿Me Pregunta usted en qu¸ consiste la grandeza del hombre? ¿En que
recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas cÁsmicas? ¿En que conquistÁ
el planeta en poco tiempo y abriÁ una ventana al universo?
pesar de todo eso, ha sobrevivido y tiene intenciones de seguir
sobreviviendo en el futuro".
Hubo un silencio. Noonan pensaba.
- No se deprima - le dijo Valentine, con amabilidad -, Eso del picnic
es una teor¼a m¼a, nada m°s. Ni siquiera una teor¼a: imaginaciÁn,
simplemente. Los xenÁlogos serios est°n trabajando en versiones mucho m°s
consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por ejemplo, que todav¼a
no se produjo la VisitaciÁn, sino que est° por venir. Una cultura altamente
racional arrojÁ envases con artefactos de su civilizaciÁn hacia la Tierra.
Esperan que estudiemos esos artefactos, que demos un gigantesco salto
tecnolÁgico y que enviemos una seÏal de respuesta, indicando que estamos
listos para el contacto. ¿Le gusta ¸sa?
- Es mucho mejor. Veo que, despu¸s de todo, entre los cient¼ficos hay
gente decente.
- Aqu¼ tiene otra. La VisitaciÁn ha tenido lugar, pero no ha terminado,
ni por asomo. Estamos en contacto incluso mientras hablamos, aunque no
tenemos conciencia de ello. Los visitantes viven en la Zona y nos observan
cuidadosamente, mientras nos preparan para las crueles maravillas del
futuro.
-
hay en las ruinas de la f°brica. A propÁsito, su picnic no explica eso.
- ¿CÁmo que no? Alguna de las niÏas pudo olvidar su osito a cuerda en
la pradera.
- ¡Vamos! ¡Lindo osito!
parece si tomamos una cerveza? ¡Rosalie!
Es muy agradable charlar con usted, ¿sabe? Me despeja el cerebro, como si
echara sal Inglesa en el cr°neo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar
para qu¸, y lo que pasa, y cÁmo disfrutar de la vida.
Vino la cerveza. Noonan tomÁ un sorbo, mirando a Valentine por sobre la
corona de espuma. Øste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
- ¿No le gusta?
- Generalmente no bebo - respondiÁ Valentine, no muy seguro.
- ¿En serio?
-
cerveza -. Ya que estamos, p¼dame un coÏac.
-
LlegÁ el coÏac.
- Pero, en verdad, ustedes no deber¼an seguir as¼ - dijo Noonan -. No
hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versiÁn de
que esto es un preludio al contacto, sigue sin gustarme. Comprendo eso de
los brazaletes y los vac¼os, pero ¿qu¸ sentido tienen la jalea de brujas,
las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
- PerdÁn - dijo Valentine, tomando una rodaja de limÁn -. No comprendo
esa terminolog¼a. ¿Qu¸ roncha?
Noonan se echÁ a re¼r.
- Son t¸rminos populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa
en el comercio. Las ronchas de mosquitos son las zonas de gravitaciÁn
acentuada.
- Ah, los graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es algo de lo que
me gustar¼a hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una
palabra.
- ¿Por qu¸ no? Soy ingeniero, ¿sabe?
- Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la
forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
- Exactamente. ¿OyÁ hablar de esa cat°strofe en los laboratorios
Currigan?
- Algo me dijeron.
- Esos idiotas pusieron un envase de porcelana con esa jalea en un
cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba
aislado. Y cuando abrieron el envase, mediante manipuladores, la jalea
atravesÁ el metal y el pl°stico y pasÁ afuera, como agua por un colador.
Todo lo que tocÁ se convirtiÁ tambi¸n en jalea. Murieron treinta y cinco
personas, hubo m°s de cien heridos que quedaron lisiados y todo el edificio
quedÁ destruido. ¿Conoc¼a las instalaciones?
ha filtrado hasta el sÁtano y los pisos inferiores. Lindo preludio para un
contacto.
Valentine hizo una mueca.
- SI, estaba enterado de todo eso. Pero estaremos de acuerdo, Richard,
en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No pod¼an conocer la
existencia de nuestros complejos de industria militar.
- Debieron saberlo - insistiÁ Noonan,
- Tal vez ellos responder¼an que esos complejos hace tiempo debieron
haber desaparecido.
- Seguro. Y ellos mismos debieron encargarse de eso, ya que son tan
poderosos.
- ¿Sugiere usted una interferencia en los asuntos internos de la raza
humana?
-
Dej¸moslo as¼. Propongo que volvamos al principio de nuestra discusiÁn.
¿CÁmo terminar° todo esto? Usted, por ejemplo; es cient¼fico. ¿Tiene
esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la
ciencia, la tecnolog¼a, nuestro modo de vida?
Valentine se encogiÁ de hombros.
- Se equivoca de puerta, Richard. No me gusta fantasear porque s¼.
Cuando el tema es serio prefiero volverme a un saludable y prudente
escepticismo. Bas°ndonos en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro
de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
- Muy bien, probemos otro enfoque. Seg·n su opiniÁn: ¿qu¸ hemos
recibido hasta ahora?
- Le parecer° divertido, pero es muy poco. Hemos desenterrado muchos
milagros; en unos pocos casos descubrimos cÁmo emplear esos pocos milagros
en provecho propio. Un mono oprime un botÁn rojo y obtiene una banana;
oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe cÁmo obtener bananas y
naranjas sin los botones. Tampoco entiende qu¸ relaciÁn tienen los botones
con la fruta. F¼jese en los as¼-as¼, por ejemplo. Descubrimos el modo de
emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se
multiplican, por un proceso similar a la divisiÁn celular. Pero todav¼a no
hemos podido hacer un solo as¼-as¼. Ni siquiera sabemos cÁmo funcionan, y a
juzgar por las evidencias actuales pasar° mucho tiempo antes de que lo
sepamos,
"Lo dir¸ de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad.
Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los
visitantes. Estoy seguro de que en la gran mayor¼a de los casos estamos
martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos utilidad a algunas
cosas: los as¼-as¼ y los brazaletes, con los que estimularnos los procesos
vitales. Y varios tipos de masas cuasi biolÁgicas, que han provocado una
revoluciÁn en la medicina. Hemos recibido nuevos tranquilizantes nuevos
tipos de fertilizantes minerales, que son una novedad en la agricultura.
Pero para qu¸ hacer una lista. Usted lo sabe mejor que yo; veo que usa un
brazalete. Digamos que este grupo de objetos es ben¸fico. Se puede decir que
han beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no debemos olvidar
que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
- ¿Aplicaciones indeseables?
- Exactamente. Por ejemplo, el uso de los as¼-as¼ en la industria
b¸lica. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Ya se ha estudiado y
explicado, m°s o menos, el efecto de los objetos ben¸ficos. Nuestra
tecnolog¼a avanza. Dentro de cincuenta aÏos, o m°s, sabremos cÁmo
fabricarlos por nuestra cuenta y podremos roer huesos a gusto. Pero con el
otro grupo de objetos las cosas son m°s complicadas, porque no les hemos
hallado aplicaciÁn; sus cualidades, en el marco de nuestros conceptos
presentes, nos son definitivamente incomprensibles. Las trampas magn¸ticas,
por ejemplo. Sabemos que son trampas magn¸ticas; Panov lo probÁ con mucha
inteligencia, Pero no conocemos la fuente de ese poderoso campo magn¸tico,
ni qu¸ causa su superestabilidad. En lo que a ellos se refiere, no
entendemos nada. SÁlo podemos tejer fant°sticas teor¼as acerca de
propiedades del espacio que hasta ahora no hablamos sospechado. O el K-23.
¿CÁmo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyer¼a.
- Gotitas negras.
- Eso es, las gotitas negras. El nombre es adecuado. Bueno, usted ya
conoce sus propiedades. Si uno proyecta un rayo de luz en una de esas
cuentas, la transmisiÁn de la luz se demora, y esa demora depende del peso
de la cuenta y de varios par°metros m°s. Y la unidad de luz que sale es
siempre menor que la entrada. ¿Qu¸ es esto? ¿Por qu¸ se produce? Hay una
descabellada teor¼a, seg·n la cual las gotitas negras son gigantescas
expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se
han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
Valentine suspirÁ profundamente y concluyÁ:
- En pocas palabras, los objetos de este segundo grupo no tienen
aplicaciÁn alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista
puramente cient¼fico son de una importancia fundamental. Son respuestas que
nos han ca¼do del cielo antes de que pudi¸ramos plantearnos las preguntas.
Tal vez Sir Isaac no habr¼a podido desentraÏar los L°ser, pero al menos
habr¼a comprendido que son posibles y eso habr¼a tenido una gran influencia
en su criterio cient¼fico. No quiero entrar en detalles, pero la existencia
de objetos tales como las trampas magn¸ticas, el K-23 y el anillo blanco ha
invalidado muchas de nuestras teor¼as recientes, para aportar ideas
completamente nuevas. Y todav¼a hay un tercer grupo.
- S¼ - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercader¼as.
- No, no. Esos pueden entrar en la primera o en la segunda categor¼a.
Hablo de objetos de los que no sabemos nada o tenemos sÁlo conocimientos de
o¼das. Esas cosas que los merodeadores nos sacaron bajo nuestras narices,
para venderlas Dios sabe a qui¸n, o para esconderlas. Cosas de las que nadie
habla. Cosas que se han convertido en leyendas, o casi, La M°quina de los
deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
-
menos lo imagino, pero...
Valentine se echÁ a re¼r.
- Ya ve que tambi¸n nosotros tenemos nuestro vocabulario comercial.
Dick el Vagabundo... es el hipot¸tico osito a cuerda que hace estragos en la
vieja planta. Y el fantasma alegre es cierta peligrosa turbulencia que se
produce en algunos sectores de la Zona.
- Primera vez que los oigo nombrar.
- ¿Comprende, Richard? Hace veinte aÏos que escarbamos en la Zona, pero
todav¼a no sabemos ni la mil¸sima parte de lo que contiene. Y si vamos a
hablar de los efectos de la Zona sobre el hombre... A propÁsito, al parecer
vamos a tener que agregar otra categor¼a, un cuarto grupo. No de objetos,
sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo
que a m¼ ataÏe, hay hechos de sobra para investigar. A veces, Richard, a
veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
- Los zombies - propuso Noonan.
- ¿Qu¸? Oh, no, eso es meramente enigm°tico. CÁmo le dir¸... Es algo
que al menos podemos imaginar. Me refiero cosas que comienzan a pasar
s·bitamente, sin motivos; fenÁmenos ni f¼sicos ni biolÁgicos.
- Ah, se refiere a los emigrantes.
- Exactamente. La estad¼stica es una ciencia muy precisa, como usted
sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. Adem°s es una ciencia elocuente
y bella.
Valentine parec¼a estar achispado. Hablaba m°s alto, se le subido el
color a las mejillas y las cejas asomaban por encima de sus anteojos
ahumados, convirti¸ndole la frente en una tabla de lavar.
- Me gustan los abstemios - dijo Noonan.
-
decirle? Es muy extraÏo.
AlzÁ la copa, bebiÁ la mitad de un solo trago y prosiguiÁ.
- No sabemos qu¸ pasÁ con los pobres Harmonitas en el momento de la
VisitaciÁn, pero ahora uno de ellos decide emigrar, el m°s t¼pico de los
hombres comunes. Un peluquero, hijo y nieto de peluqueros. Se muda a
Detroit, digamos. Abre una peluquer¼a. Y entonces empieza el baile. El
noventa por ciento de sus clientes muere en el curso de un aÏo: en
accidentes de tr°nsito, cay¸ndose por cualquier ventana, v¼ctimas de mafioso
o asaltantes, ahog°ndose en aguas playas, etc¸tera, etc¸tera. En Detroit y
sus suburbios se produce una cantidad de desastres naturales: de pronto
aparecen en la zona tifones y tornados que no se han visto desde el mil
ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y tales cataclismos ocurren en
cualquier ciudad en que se establece un emigrante venido de cualquiera de
las Zonas. El n·mero de cat°strofes es directamente proporcional al n·mero
de emigrantes que se hayan instalado en la ciudad. Adem°s hay que hacer
notar que esa reacciÁn se produce sÁlo ante la presencia de emigrantes que
viv¼an aqu¼ en el momento de la VisitaciÁn. Quienes nacieron despu¸s de ella
no influyen sobre las estad¼sticas de accidentes y desastres. Usted lleva
diez aÏos viviendo aqu¼, pero se mudÁ despu¸s de la VisitaciÁn; no habr¼a
problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿CÁmo se explica esto?
¿Qu¸ debemos descartar, las estad¼sticas o el sentido com·n?
Valentine tomÁ su vaso y terminÁ la bebida de un trago. Richard Noonan
se rascÁ la cabeza.
- Humm, s¼. Ya hab¼a o¼do hablar de eso, claro, pero... este... pens¸
que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto
de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
- O, por ejemplo, el efecto de mutaciones que provoca la Zona - le
interrumpiÁ Valentine.
Se quitÁ los anteojos y mirÁ a Noonan con ojos oscuros y miopes.
- Cualquiera que pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona
sufre cambios, fenot¼picos y genot¼picos. Ya sabe usted qu¸ clase de hijos
pueden tener los merodeadores, y sabe tambi¸n qu¸ les pasa a ellos mismos.
¿Por qu¸? ¿DÁnde est° el factor de mutaciÁn? En la Zona no hay radiaciÁn.
Aunque el aire y el suelo tienen all¼ una estructura qu¼mica particular, no
presentan ning·n peligro de mutaciÁn. ¿Qu¸ debo hacer en esas
circunstancias? ¿Creer en brujer¼as, en el mal de ojo?
- Estoy de acuerdo. Pero, francamente, me preocupan mucho m°s los
cad°veres revividos que sus estad¼sticas. Especialmente porque nunca he
visto las estad¼sticas, pero a los zombies s¼... y los he olido.
Valentine descartÁ aquella afirmaciÁn con un gesto de la mano.
- Zombies, bah. Tendr¼a que darle vergÍenza, Richard. Despu¸s de todo,
usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cad°veres. Son moldeados,
reconstrucciones sobre el esqueleto, maniqu¼es. Y le aseguro que, desde el
punto de vista de los principios fundamentales, sus moldeados no son m°s
sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los as¼-as¼ violan
la primera ley de la termodin°mica y los moldeados violan la segunda. Todos
somos hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar
nada m°s Espantoso que un fantasma. Pero la violaciÁn a la ley de casualidad
es mucho m°s espantosa que toda una estampida de fantasmas. Y que todos los
monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
- Frankenstein.
- Ah, s¼, Frankenstein. La seÏora Shalley. La esposa del poeta. O la
hija,
De pronto se echÁ a re¼r, y agregÁ:
- Nuestros moldeados poseen una extraÏa propiedad: posibilidad de vida
autÁnoma. Por ejemplo, si usted les corta una parte del cuerpo, esa parte
sigue viviendo. Por su cuenta. Sin necesidad de nutrirla con soluciones
fisiolÁgicas. Hace poco trajeron uno de esos al Instituto. Me lo contÁ un
ayudante de laboratorio de Boyd.
Valentine soltÁ una estruendoso carcajada.
- ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - preguntÁ Noonan, echando
una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
- Vamos.
Valentine intentÁ meter la cara en los anteojos; al fin tuvo que
tomarlos con las dos manos para pon¸rselos sobre la cara.
- ¿Tiene coche? - preguntÁ.
- SI; lo llevo.
Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta. Valentine no dejaba
de hacer venias burlonas a algunos empleados de laboratorio que observaban
con curiosidad a aquel f¼sico de fama internacional. Ya en la puerta se le
cayeron los anteojos por saludar al sonriente portero; los tres lanzaron
sendos manotazos para atajarlos.
- MaÏana tengo que hacer un experimento. Es muy interesante, sabe,
murmurÁ Valentine mientras sub¼a al automÁvil.
PasÁ a describir el experimento. Noonan lo llevÁ hacia el complejo de
ciencias.
Ellos tambi¸n tienen miedo, pensaba al volver al coche. Tambi¸n los
tragalibros est°n asustados, Y as¼ debe ser. Ellos tendr¼an que estar m°s
asustados que todos nosotros untos, la gente com·n. Nosotros no entendemos
nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de
un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben descender a ¸l. Se les
estruja el corazÁn, pero tienen que bajar, y lo importante es: ¿podr°n
volver a subir? Mientras tanto nosotros, los meros mortales, apartamos la
vista, por decirlo as¼. Bueno, tal vez as¼ debe ser. Que todo siga su curso,
que nosotros seguiremos el nuestro. Øl ten¼a razÁn: el acto m°s heroico de
la humanidad ha sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun as¼
¸l mandar¼a a los visitantes al demonio, si pudiera. Por qu¸ no hicieron el
picnic en otra parte. En la Luna, o en Marte. In·tiles sin corazÁn, como
todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. As¼ que hicieron
un picnic. Un picnic.
¿Cu°l es la mejor manera de tratar con mis organizadores de picnics?,
pensÁ, mientras conduc¼a lentamente por las calles mojadas y llenas de luz.
¿Cu°l es el modo m°s inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo, como en
mec°nica. ¿Para qu¸ diablos sirve ese est·pido diploma de ingeniero si ni
siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
EstacionÁ el coche frente a la casa donde viv¼a Redrick Schuhart y se
quedÁ sentado, planeando el modo de abrir la conversaciÁn. Despu¸s retirÁ el
as¼-as¼ y bajÁ del auto. Reci¸n entonces notÁ que la casa parec¼a
deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no hab¼a nadie en el
parque y hasta las luces exteriores estaban apagadas. Eso le recordÁ lo que
estaba a punto de ver, haciendo que se estremeciera. Hasta pensÁ en la
posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con ¸l en el coche o en alg·n
bar tranquilo, pero rechazÁ la idea por muchos motivos. Adem°s, se dijo, no
es cosa de comportarse como todos esos personajes que huyen como las ratas
del barco que se hunde.
EntrÁ por la puerta principal y subiÁ lentamente las escaleras
polvorientas. Todo estaba silencioso; muchas de las puertas instaladas en
los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas; los departamentos
ol¼an a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisÁ el
pelo, aspirÁ profundamente y tocÁ el timbre. Por un rato no hubo ruido
alguno del otro lado; al cabo crujiÁ el piso, girÁ la cerradura y la puerta
se abriÁ silenciosamente. Noonan no hab¼a o¼do los pasos.
En el vano apareciÁ Monita, la hija de Schuhart. Una luz brillante
emerg¼a del vest¼bulo, y al principio Noonan sÁlo pudo ver la silueta oscura
de la niÏa. NotÁ lo mucho que hab¼a crecido en los ·ltimos meses, pero en
seguida ella dio un paso atr°s, hacia el vest¼bulo, con lo cual la cara le
quedÁ a la vista. Noonan sintiÁ la garganta seca por un segundo.
- Hola, Mar¼a - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -.
¿CÁmo est°s, Monita?
Ella no respondiÁ. RetrocediÁ silenciosamente hacia el living,
mir°ndolo por debajo de las cejas, como si no lo reconociera. A decir
verdad, tampoco ¸l pod¼a reconocerla. Es la Zona, pensÁ. MaldiciÁn.
- ¿Qui¸n es? - preguntÁ Guta, asom°ndose desde la cocina -.
es Dick! ¿DÁnde te hab¼as metido? ¿Sabes?
CorriÁ hacia ¸l sec°ndose las manos con el repasador que le colgaba del
hombro. Todav¼a era hermosa, en¸rgica, fuerte, pero se la notaba fatigada;
la cara le hab¼a adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? Øl le
dio un beso en la mejilla y le entregÁ el sombrero y el impermeable.
- Disculpa, disculpa, pero no ten¼a tiempo para venir. ¿Est° aqu¼?
- Est° - replicÁ Guta -. Est° con alguien, pero supongo que se ir°
pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
Øl dio varios pasos por el vest¼bulo y se detuvo en la puerta del
living. Ante la mesa habla un hombre sentado. Un moldeado. InmÁvil,
ligeramente inclinado. La luz rosada de la l°mpara le ca¼a sobre la cara
ancha y oscura, iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos,
sin brillo. Noonan percibiÁ inmediatamente el olor. Sab¼a que era sÁlo
imaginaciÁn, que el olor duraba sÁlo unos pocos d¼as antes de desaparecer
por completo, pero Richard Noonan lo percibiÁ con la memoria: el olor f¸tido
y denso de la tierra removida.
- Podemos ir a la cocina - se apresurÁ a decir Guta -. Estoy preparando
la comida. As¼ podremos charlar.
-
que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
Pasaron a la cocina. Guta abriÁ la heladera mientras Noonan se sentaba
a la mesa y miraba a su alrededor. Como de costumbre, todo estaba limpio y
brillante; en las hornallas hab¼a cacerolas humeantes. La cocina era nueva,
semiautom°tica; eso quer¼a decir que en la casa hab¼a dinero.
- Bueno, dime cÁmo est° - preguntÁ.
- Igual. PerdiÁ peso en la c°rcel, pero ya lo estoy engordando.
- ¿Sigue pelirrojo?
-
- ¿Y de pocas pulgas?
-
un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parec¼a flotar en la capa
de jugo de tomate. - ¿Demasiado?
- No, est° justo.
Noonan bajÁ el contenido del vaso. Era el primer trago fuerte que
tomaba en todo el d¼a.
- Ahora me siento mejor - dijo.
- Y t·, ¿andas bien? - preguntÁ Guta -. ¿Por qu¸ pasaste tanto tiempo
sin venir?
- Esos malditos negocios. Todas las semanas quer¼a llegarme hasta aqu¼
o por lo menos llamar por tel¸fono, pero primero tuve que ir a RexÁpolis;
despu¸s hubo mucho trabajo, y finalmente me dijeron que Redrick hab¼a
vuelto; pens¸ que ser¼a mejor dejarlos solos por unos d¼as. Realmente, estoy
enloquecido, Guta, A veces me pregunto para qu¸ diablos corro tanto. Para
hacer dinero, pero para qu¸ quiero dinero si no hago m°s que correr
haci¸ndolo.
Guta tapÁ las ollas con gran estruendo, sacÁ un atado de cigarrillos
del estante y se sentÁ a la mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos.
Noonan buscÁ su encendedor y le dio fuego. Y una vez m°s, por segunda vez en
su vida, vio que a Guta le temblaban las manos; como aquella vez, cuando
acababan de sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle alg·n dinero. Ella
tuvo muchos problemas al principio; no dispon¼a de un centavo, ni ten¼a en
el vecindario quien le prestara. De pronto empezÁ a disponer de dinero, y en
grandes sumas, a juzgar por las evidencias; Noonan ten¼a una idea bastante
aproximada con respecto al origen, pero siguiÁ visit°ndola. Llevaba dulces y
juguetes a Monita, pasaba tardes enteras tomando caf¸ con Guta, planeando
una vida nueva y feliz para Redrick. Despu¸s de haberla escuchado iba a la
casa de los vecinos y trataba de hacerlos entrar en razÁn; explicaba,
sobornaba o, ya acabada su paciencia, irrump¼a en amenazas: "Saben que Red
va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no serv¼a de nada.
- ¿CÁmo est° tu novia? - preguntÁ Guta.
- ¿Qu¸ novia?
- La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
-
- Tendr¼as que casarte, Dick. ¿No quieres que te presente a alguna
muchacha?
Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a
que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca m°s.
- Lo que necesito no es una esposa, sino una secretaria - protestÁ -.
¿Por qu¸ no abandonas a ese infernal pelirrojo y vienes a hacerme de
secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todav¼a se acuerda de ti.
- No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
- ¡No me digas! - exclamÁ Noonan, fingiendo sorpresa -.
-
enterara.
Monita entrÁ silenciosamente y se demorÁ junto a la puerta. MirÁ las
cacerolas, mirÁ a Richard y finalmente se arrimÁ a su madre para recostarse
contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
- ¿Qu¸ tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate?
SacÁ del bolsillo superior una barra de chocolate envuelta en pl°stico
y la tendiÁ a la niÏa. Ella no se moviÁ. Guta tomÁ la barra y la dejÁ sobre
la mesa. Ten¼a los labios p°lidos.
- Bueno, Guta, ¿sabe que he decidido mudarme? ProsiguiÁ ¸l, siempre
animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
- Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya.
Øl se interrumpiÁ, levantÁ el vaso con ambas manos y lo hizo girar
distra¼damente.
- No has preguntado cÁmo nos va - continuÁ ella -. Y tienes razÁn. Pero
eres un viejo amigo, Dick, y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo
no hay forma de guardar ese secreto.
- ¿La han llevado a un m¸dico? - preguntÁ ¸l, sin levantar la vista.
- S¼. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
Guta se interrumpiÁ. Tambi¸n ¸l guardÁ silencio. No hab¼a nada que
decir y tampoco quer¼a pensar en eso. De pronto se le ocurriÁ una idea
horrible: era una invasiÁn. No se trataba de un picnic junto al camino ni de
un preludio al Contacto, sino de una invasiÁn. Como no pueden cambiarnos a
nosotros, pensÁ, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a
su imagen y semejanza. SintiÁ un escalofr¼o, pero entonces recordÁ que hab¼a
le¼do algo por el estilo en un libro barato de cubierta chillona, y se
sintiÁ mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier cosa. Y la vida real no es
nunca como uno imagina.
- Uno de ellos dijo que ya no es humana.
- Tonter¼as - replicÁ Noonan con voz hueca -. Tendr¼an que ver a un
buen especialista. ¿Por qu¸ no van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo
puedo hablarle y combinar una cita.
- ¿Te refieres al Matasanos? - PreguntÁ ella, riendo nerviosamente -.
Gracias, no te molestes. Øl fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
Cuando Noonan se atreviÁ a levantar la vista, Monita se hab¼a ido y
Guta permanec¼a inmÁvil, con la boca entreabierta y los ojos vac¼os; en la
punta de su cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. Øl empujÁ el vaso
hacia ella.
- Prep°rame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco.
CayÁ la ceniza. Guta buscÁ el cenicero para dejar la colilla; acabÁ por
arrojarla en el tacho de la basura.
- Por qu¸, eso es lo que no puedo entender, en la ciudad hay mucha
gente m°s mala que nosotros.
Noonan creyÁ que estaba por llorar, pero no fue as¼. Ella abriÁ la
heladera, sacÁ el vodka y el jugo y tomÁ otro vaso del armario.
- No pierdas la esperanza. Todo se arregla en esta vida. Y yo tengo
conexiones muy importantes, Guta, cr¸eme. Har¸ todo lo que pueda.
Lo dec¼a sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de
los conocidos que ten¼a en diversas ciudades; le parec¼a haber o¼do hablar
de casos similares que hab¼an terminado bien. SÁlo hac¼a falta recordar
dÁnde era y de qu¸ m¸dico se trataba. Pero entonces recordÁ al seÏor
Lemehen, y recordÁ tambi¸n por qu¸ se hab¼a hecho amigo de Guta, y no quiso
pensar m°s en todo eso. BorrÁ todos sus pensamientos sobre conexiones, se
acomod¸ en la silla y se relajÁ para esperar su copa.
Hubo un ruido de pasos que se arrastraban y un golpe sordo en el
vest¼bulo. Despu¸s, la voz m°s que repulsiva de Cuervo Burbridge.
-
Yo que t· no los dejar¼a solos.
Y la voz de Red:
- Ten cuidado con tu pierna ortop¸dica, Cuervo. Y cierra la boca. All¼
tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
-
- Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
ChasqueÁ la cerradura y las voces se oyeron m°s apagadas. Al parecer
hab¼an salido al vest¼bulo. Burbridge dijo algo en voz baja y Redrick
replicÁ:
-
M°s gruÏidos de Burbridge y la °spera respuesta de Red:
-
Un portazo y pasos en el vest¼bulo, r°pidos y firmes. Redrick Schuhart
apareciÁ en la puerta de la cocina. Noonan se levantÁ para saludarlo con un
c°lido apretÁn de manos.
- Estaba seguro de que eras t· - dijo Redrick, mientras sus ojos
verdosos inspeccionaban sin demora a Noonan -.
Sigues sin ocuparte de eso, ¿eh? Veo que te das la gran vida. Guta, vieja,
prepara uno para m¼ tambi¸n. Tengo que alcanzarlos.
- Todav¼a no hemos comenzado. ¿Qui¸n se te puede adelantar?
Redrick riÁ °speramente y palmeÁ a su amigo en el hombro.
-
haciendo aqu¼, en la cocina? Guta, trae la cena.
AbriÁ la heladera y volviÁ con una botella de etiqueta brillante.
-
nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no abandona a sus compaÏeros cuando
lo necesitan. Aunque nunca sirviÁ de nada. Es una l°stima que Gutalin no
est¸ aqu¼.
- ¿Por qu¸ no lo llamas? - sugiriÁ Noonan.
Redrick meneÁ la roja cabeza.
- Las l¼neas de tel¸fono todav¼a no llegan adonde ¸l est° esta noche.
Vamos.
Fue al living y plantÁ la botella sobre la mesa.
- ¡Vamos a celebrar, pap°! - dijo al anciano inmÁvil -.
Richard Noonan, nuestro buen amigo! Dick, te presento a mi pap°, Schuhart
padre.
Richard Noonan, con la mente reducida a una bola impenetrable, sonriÁ
de oreja a oreja, agitÁ la mano y dijo, mirando al moldeado:
- Encantado de conocerlo, seÏor Schuhart. ¿CÁmo le va?
En seguida se dirigiÁ a Schuhart hijo, que maniobraba por el bar,
diciendo:
- Sabes, creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos una vez, pero muy
brevemente, claro.
- Si¸ntate - le dijo Redrick, seÏalando la silla opuesta al viejo -. Si
quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
SacÁ vasos, abriÁ r°pidamente la botella y se volviÁ hacia Noonan.
- Sirve t·. Para pap° un poquito apenas; c·brele el fondo. Noonan se
tomÁ su tiempo para servir. El viejo segu¼a en la misma posiciÁn, mirando
fijamente la pared. Tampoco reaccionÁ cuando Noonan le arrimÁ el vaso. Øste
ya se habla adaptado a la nueva situaciÁn. Era como un juego, terrible y
pat¸tico. Red era quien lo jugaba y ¸l lo siguiÁ, como hab¼a seguido el
juego a tanta gente durante toda su vida; juegos terribles, pat¸ticos,
vergonzosos y en algunos casos, mucho m°s peligrosos que aqu¸l. Redrick
levantÁ el vaso y dijo:
- Bueno, ¿empezamos?
Noonan asintiÁ con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con
los ojos brillantes, siguiÁ hablando en aquel tono excitado y ligeramente
artificioso.
- ¡As¼ es, hermano! La c°rcel puede olvidarse de mi.
bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata y he elegido un pequeÏo chalet
para m¼, nuevo, con jard¼n... Tan lindo como el de Cuervo. Sabr°s que quer¼a
emigrar; lo hab¼a decidido cuando estaba en la c°rcel. Qu¸ estaba haciendo
en este pueblucho de mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por m¼. Pero
cuando volv¼ me esperaba una sorpresa:
que en los ·ltimos dos aÏos nos ha atacado la peste?
Hablaba y hablaba. Noonan se limitaba a asentir, sorb¼a su whisky e
intercalaba alguna exclamaciÁn de simpat¼a o cualquier pregunta retÁrica.
Despu¸s empezÁ a preguntarle sobre su chalet: de qu¸ clase era, dÁnde
estaba, cu°nto costaba. Y discutieron. Noonan insist¼a en que era caro y en
que no estaba bien ubicado. SacÁ la libreta de direcciones, la hojeÁ y le
dio direcciones de chalets abandonados que se vend¼an por chauchas y
palitos. Y las reparaciones le saldr¼an casi gratuitas, pues pod¼a solicitar
el permiso de emigraciÁn para que se lo negaran y le dieran la
indemnizaciÁn. Con eso pagar¼a los arreglos.
- Veo que t· tambi¸n est°s en el asunto de la no emigraciÁn.
- Estoy un poco en todo - replicÁ Noonan, guiÏado el ojo.
- Lo s¸, lo s¸, nos hemos enterado de tus asuntos.
El amigo dilatÁ los ojos en adem°n de sorpresa y se llevÁ un dedo a los
labios, seÏalando hacia la cocina con la cabeza.
- No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no
tiene nombre, eso ya lo aprend¼. ¡Pero poner a Mosul de gerente!
caigo de la risa cuando me enter¸! Es como meter un elefante en un bazar. Es
un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
Se quedÁ callado, mirando al viejo. Un estremecimiento le cruzÁ la
cara. Noonan notÁ, sorprendido, la expresiÁn de ternura, de aut¸ntico y
sincero amor en aquella m°scara encallecida. Mientras lo observaba recordÁ
lo que hab¼a pasado cuando los empleados del laboratorio Boyd fueron a la
casa en busca del moldeado. Eran dos ayudantes de laboratorio, ambos
jÁvenes, atl¸ticos y todo, y un m¸dico del hospital municipal con dos
enfermeros forzudos y corpulentos, de ¸sos a quienes se encarga llevar las
camillas pesadas y dominar a los pacientes hist¸ricos. Uno de los ayudantes
dijo m°s tarde que "ese pelirrojo", al principio, parec¼a no comprender de
qu¸ se trataba, ya que los dejÁ entrar al departamento para revisar al
padre. Tal vez habr¼a permitido que se lo llevaran, porque al parecer
Redrick cre¼a que lo iban a hospitalizar en observaciÁn. Pero esos idiotas
de los enfermeros (que hasta entonces no hab¼an hecho sino mirar a Guta,
quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si fuera un
tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueciÁ. Entonces el bobo del
m¸dico tuvo la mala idea de explicar de qu¸ se trataba. Redrick lo escuchÁ
por uno o dos minutos; s·bitamente explotÁ sin previo aviso, corno una bomba
de hidrÁgeno. El ayudante que contÁ el caso no recordaba cÁmo fue a parar a
la calle. Aquel diablo rojo los bajÁ a los cinco por la escalera, sin que
ninguno pusiera nada de su parte. Salieron del vest¼bulo como balas de
caÏÁn. Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick persegu¼a a
los otros tres a lo largo de cuatro cuadras. Despu¸s, al volver, rompiÁ
todas las ventanillas del coche del Instituto; el conductor hab¼a salido a
la carrera al ver lo que estaba pasando.
- Aprend¼ a preparar un cÁctel nuevo - dec¼a Redrick, mientras serv¼a
m°s whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". Despu¸s de comer te preparar¸ uno.
No es algo que se pueda tomar con el estÁmago vac¼o, hermano; es peligroso
para la salud. Basta un trago para que se te adormezcan las piernas y los
brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso tratarte como a un rey.
Recordaremos los viejos tiempos, el Borscht. El viejo Ernie todav¼a est° a
la sombra, ¿sab¼as?
BebiÁ, se enjugÁ la boca con el dorso de la mano y preguntÁ en tono
indiferente:
- ¿Qu¸ hay de nuevo en el Instituto? ¿Todav¼a no han dominado la jalea
de brujas? Me he quedado un poco atr°s con la ciencia.
Noonan comprendiÁ por qu¸ sacaba el tema y alzÁ las manos con
desesperaciÁn.
- ¿Est°s bromeando? ¿Sabes lo que pasÁ con esa jalea? ¿No has o¼do
hablar de los Laboratorios Currigan? Hay cierto pequeÏo proveedor
particular... Y consiguieron un poco de jalea.
Le hablÁ de la cat°strofe. Le contÁ el misterioso hecho de que jam°s
hubieran podido atar cabos; no se sab¼a de dÁnde la hab¼a conseguido el
laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distra¼do, haciendo chasquear la
lengua y meneando la cabeza. Despu¸s sacudiÁ decididamente la botella sobre
los vasos.
- Es lo que se merecen, esos chupasangres. Ojal° se les atraganto.
Bebieron. Redrick contemplÁ a su padre y la cara volviÁ a
estremec¸rsele.
-
a Noonan: - Se est° rompiendo toda para atenderte. Quiere preparar tu
ensalada favorita, con langosta. Hab¼a comprado un poco por las dudas
vinieras.
- Bueno. CÁmo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo
nuevo? Dicen que han puesto robots a trabajar con todo en la Zona, pero que
no consiguen mucho con ellos.
Noonan se dedicÁ al tema del Instituto; mientras hablaba apareciÁ
Monita silenciosamente y se instalÁ ante la mesa, junto al anciano. All¼ se
quedÁ, con las zarpas peludas sobre la mesa. Despu¸s, como cualquier
criatura, se recostÁ contra el moldeado y apoyÁ la cabeza sobre su hombro.
Noonan siguiÁ charlando, pero pensaba, sin poder apartar la vista de
aquellos dos espantos originados en la Zona: Dios m¼o, ¿qu¸ m°s? ¿Qu¸ m°s
tienen que hacernos para que comprendamos? ¿No basta con esto?. Pero sab¼a
que no bastaba. Sab¼a que millones y millones de personas no sab¼an nada ni
quer¼an saberlo, y aunque lo descubrieran no har¼an m°s que decir "
"
DecidiÁ bruscamente que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge, al
diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
- ¿Por qu¸ los miras tanto? - preguntÁ Redrick suavemente -. No tengas
miedo, ¸l no le har° daÏo. Dicen incluso que generan buena salud.
- S¼, lo s¸ - dijo Noonan.
Y vaciÁ su copa. En ese momento entrÁ Guta, ordenÁ a Redrick que
pusiera la mesa y dejÁ sobre ella una gran fuente de plata con la ensalada
favorita de Noonan.
- Bueno, amigos - anunciÁ Redrick -, ahora nos daremos un fest¼n.
4. Redrick Schuhart, treinta y un aÏos.
El valle se hab¼a refrescado durante la noche; al amanecer hac¼a fr¼o.
Caminaban a lo largo del terrapl¸n, pisando los durmientes podridos entre
las v¼as herrumbradas. Redrick contemplaba las gotas de niebla que, al
condensarse, brillaban sobre la chaqueta de cuero de Arthur Burbridge. El
muchacho caminaba °gilmente, con alegr¼a, como si nada supiera de la noche
agotadora, de la tensiÁn nerviosa que todav¼a le hac¼a doler las venas del
cuerpo, ni de las dos horas terribles que hab¼an pasado en la cima de la
colina, apretados espalda contra espalda para darse calor, mientras
esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y
desapareciera en la garganta.
La niebla se espesaba a ambos lados del terrapl¸n. De vez en cuando
trepaba hasta los rieles con pesados pies grises; en esos lugares hab¼a que
caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores arremolinados. El aire ol¼a
a herrumbre; el basural, a la derecha del terrapl¸n, a putrefacciÁn y moho.
La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sab¼a que estaban en una planicie
ondulada, con c·mulos de desperdicios, y que hab¼a montaÏas ocultas en la
penumbra, m°s all°. Tambi¸n sab¼a que al salir el sol, cuando la niebla se
asentara en roc¼o, ver¼a hacia la izquierda el helicÁptero ca¼do y hacia
adelante, los vagones-plataformas para el transporte de metal en bruto.
Entonces comenzar¼a el verdadero trabajo.
Redrick deslizÁ una mano bajo la mochila y la levantÁ un poco, para que
el borde del tanque de helio no se le clavara en la columna. "Es pesada,
pensÁ; ¿cÁmo voy a arrastrarme con ella? Un kilÁmetro y medio en cuatro
patas. Bueno, merodeador, a qu¸ protestar ahora. Ya sab¼as en qu¸ te estabas
metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale la pena aguantar un
esfuerzo. Quinientos mil, no est° nada mal. Que me maten si la doy por
menos. O si le doy a Cuervo m°s de treinta. ¿Y el novato? El novato no
recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe
nada."
VolviÁ a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los ojos, que
el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de espaldas anchas y
cadera angosta. El pelo renegrido, como el de la hermana, saltaba
r¼tmicamente. "Øl se lo buscÁ", pensÁ Redrick, ceÏudo. Øl mismo. ¿Por qu¸
insistiÁ tanto en venir? ¿Con tanta desesperaciÁn? Temblaba, ten¼a los ojos
llenos de l°grimas. "
llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre...
Redrick se obligÁ a descartar ese recuerdo, que le repugnaba; tal vez por
eso empezÁ a pensar en la hermana de Arthur. Parec¼a incre¼ble que esa mujer
tan hermosa pudiera ser hechura pl°stica, un maniqu¼. Era como los botones
que ten¼a su madre en la blusa, cuando era chico; ambarinos,
semitransparentes y dorados; le daban ganas de met¸rselos en la boca para
chuparlos, y en cada oportunidad sufr¼a una terrible desilusiÁn, pero
siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que
su memoria le dec¼a.
Volviendo a Arthur, pensÁ: Tal vez fue el padre el que me lo enviÁ;
mira lo que lleva en el bolsillo trasero. No, no creo. Cuervo me conoce.
Cuervo sabe que no bromeo y conoce mi manera de actuar dentro de la Zona.
No, todo esto es una estupidez. Øste no es el primero que me suplica lleno
de l°grimas; otros han llegado a echarse de rodillas. En cuanto a ese
artefacto, todos traen revÁlveres la primera vez que entran a la Zona. La
primera y la ·ltima. ¿Ser° realmente la ·ltima? Para ti, muchachito, lo es.
As¼ son las cosas, Cuervo: la ·ltima para ¸l. S¼, si hubieras sabido lo que
pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho pur¸ con las muletas.
De pronto sintiÁ que hab¼a algo hacia adelante; no muy lejos, a unos
treinta o cuarenta metros.
- Alto - dijo a Arthur.
El muchacho, obediente, quedÁ hecho una estatua. Ten¼a buenos reflejos;
se hab¼a detenido con un pie en el aire, y lo bajÁ lenta, cuidadosamente.
Redrick se detuvo junto a ¸l. All¼ la huella descend¼a visiblemente y
desaparec¼a por completo en la neblina. Y en la neblina habla algo. Algo
grande e inmÁvil. Inocuo. Redrick olfateÁ el aire con cautela. S¼, inocuo.
- Adelante - dijo en voz baja.
AguardÁ a que Arthur diera el primer paso y lo siguiÁ. Por el rabillo
del ojo pod¼a observar su cara: el perfil cincelado, la piel clara de la
mejilla y la l¼nea decidida de los labios bajo el bigote fino.
La niebla los cubr¼a hasta la cintura. Un momento despu¸s les llegÁ al
cuello. A los pocos minutos pudieron ver el gran bulto de los vagones
erguidos hacia adelante.
- All¼ est°n - dijo Redrick, quit°ndose la mochila -. Si¸ntate all¼,
donde est°s. Pausa para un cigarrillo.
Arthur le ayudÁ a bajar la mochila y se sentÁ junto a ¸l, en los rieles
herrumbrados. Redrick desabotonÁ uno de los bolsillos y sacÁ un paquete de
sandwiches y un termo con caf¸. Mientras el muchacho acomodaba los
sandwiches sobre la mochila, ¸l sacÁ su petaca, la abriÁ y tomÁ varios
tragos lentos con los ojos cerrados.
- ¿Quieres? - ofreciÁ, limpiando el cuello de la petaca -. Para darte
coraje.
Arthur, herido, sacudiÁ la cabeza.
- Para darme coraje no necesito eso, seÏor Schuhart. Preferir¼a caf¸,
s¼ puedo. Aqu¼ hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
- Hay humedad.
ApartÁ la petaca y escogiÁ un sandwich.
- Cuando se levante la niebla - dijo, masticando - ver°s que estamos
rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
CerrÁ el pico y se sirviÁ un poco de caf¸. Estaba caliente, fuerte y
dulce; era mejor que el alcohol. Ten¼a olor a hogar. A Guta. Y no solamente
a Guta, sino a Guta en salto de cama, reci¸n levantada, con las arrugas de
la almohada todav¼a marcadas en la mejilla.
¿Por qu¸ me meto en estas cosas?, pens¸. Quinientos mil. ¿Para qu¸ los
necesito? ¿Para comprar un bar, o algo por el estilo? Uno necesita plata
para no pensar en la plata, ¸sa es la verdad. Dick ten¼a razÁn. Tengo casa,
tengo terreno, en Harmont no me faltar¼a trabajo. Cuervo me atrapÁ, me
sedujo como a un inocente.
- SeÏor Schuhart - dijo s·bitamente Arthur, apartando la vista -,
¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
-
con la taza cerca de la boca -. ¿CÁmo sabes qu¸ es lo que vamos a buscar?
Arthur sonriÁ, azorado; antes de responder se peinÁ con los dedos,
tir°ndose del pelo.
-
sobre la pista. Para empezar, pap° se la pasaba hablando de la Bola Dorada,
pero ·ltimamente no la menciona. En cambio ha estado hablando de usted. Y
conozco muy bien a pap° como para creer que ustedes son amigos. Adem°s, en
los ·ltimos tiempos ha estado muy extraÏo.
Arthur echÁ a re¼r y sacudiÁ la cabeza, como si recordara algo.
- Y en tercer lugar - agregÁ -, lo adivin¸ cuando probÁ con usted aquel
pequeÏo dirigible, en el bald¼o.
Dio una palmada sobre la mochila que conten¼a el globo, bien enrollado,
y prosiguiÁ:
- Los segu¼. Cuando vi que levantaban aquella bolsa de piedras y la
conduc¼an por sobre el suelo me di cuenta de todo. Por lo que s¸, la Bola
dorada es el ·nico objeto pesado que queda en la Zona.
MordiÁ el sandwich y concluyÁ soÏador, con la boca llena:
- Lo que no entiendo es cÁmo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
Redrick lo observÁ por sobre el borde de su taza, pensando en lo poco
que se parec¼an padre e hijo. No ten¼an nada, absolutamente nada en com·n;
ni la cara, ni la voz, ni el alma. La voz de Cuervo era °spera, quejosa,
furtiva; pero cuando hablaba de ese tema lo hac¼a con un entusiasmo tal que
era imposible ignorarlo.
- Red - le hab¼a dicho entonces, inclin°ndose sobre la mesa -, sÁlo
quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿Qui¸n
otro puede ir?
corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas?
¿Eh? Yo la encontr¸, ¡yo! ¿Cu°ntos de los nuestros cayeron all°?
encontr¸! Quer¼a guardarla para m¼; no se la dar¼a a nadie, pero ya ves que
ahora no puedo... No queda nadie m°s que t·. Llev¸ a montones de muchachitos
all°, toda una escuela. Eso es lo que abr¼: una escuela para enseÏarles.
Pero no pueden, ¿te das cuenta? No s¸ si les faltan agallas o qu¸. Bueno, si
no me crees no me importa. Quieres la plata. La tendr°s. Me dar°s lo que te
parezca; s¸ que no me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las
piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitÁ; quiz° me las devuelva.
- ¿Qu¸? - preguntÁ Redrick, saliendo de su ensueÏo.
- Le preguntaba si le molesta que fume, seÏor Schuhart.
- No, por supuesto. Fuma. Yo tambi¸n voy a fumar uno.
TragÁ de golpe el resto del caf¸ y sacÁ un cigarrillo. Mientras lo
encend¼a contemplÁ la niebla, que se iba levantando. Est° chiflado, pensÁ.
Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
Pero toda aquella charla hab¼a dejado un residuo, aunque no estaba
seguro de que clase. Y no se evaporaba con el tiempo; por el contrario, se
iba acumulando. Y si bien no comprend¼a de qu¸ se trataba, aquello le estaba
preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad
desagradable, sino, por el contrario... ¿Su fuerza, tal vez? No, no era
fuerza. ¿Qu¸, entonces? Bueno, se dijo, mir¸moslo desde este punto de vista;
supongamos que yo no hubiera llegado hasta aqu¼. Estaba listo para Irme,
hasta hab¼a empacado, pero pasÁ algo; digamos que me arrestaron, ¿Ser¼a malo
eso? Por supuesto. ¿Por qu¸? ¿Por la p¸rdida de plata? No, no tiene nada que
ver con la plata. ¿Porque ese tesoro caer¼a en las manos de Ronco y Huesos?
Por all¼ estamos m°s cerca. Eso me doler¼a. Pero qu¸ me importa, si al final
son ellos los que se quedan con todo.
-
los huesos. SeÏor Schuhart, ¿me dar¼a un trago ahora?
Redrick le alcanzÁ la petaca en silencio, mientras pensaba: No acept¸
en seguida. Veinte veces le dije a Cuervo que se mandara mudar, pero a las
veintiuna acept¸. No pod¼a resistir m°s. Nuestra ·ltima conversaciÁn resultÁ
breve y comercial. "Hola, Red. Traje el mapa. ¿No querr¼as echarle un
vistazo, a pesar de todo?". Y lo mir¸ a los ojos, que eran como
lastimaduras; amarillos, con motas negras; y le dije: "D¸jamelo". Listo.
Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo;
y me sent¼a realmente deprimido. Ah, al diablo. ¿Qu¸ importa? Fui. Por eso
estoy ac°. ¿Para qu¸ me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
Se estremeciÁ. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se
levantÁ de un salto y Arthur hizo otro tanto. Pero todo estaba nuevamente
silencioso; el ·nico ruido era el de la grava que ca¼a por la pendiente,
bajo los pies.
- Ha de ser el metal que se est° asentando - murmurÁ Arthur, vacilante,
como si apenas pudiera pronunciar las palabras -. Estos vagones tienen una
verdadera historia; hace mucho tiempo que est°n aqu¼.
Redrick mirÁ hacia adelante sin ver nada. Entonces recordÁ. Hab¼a sido
por la noche; lo despertÁ el mismo ruido, largo y triste, deteni¸ndole el
corazÁn como en un sueÏo. Pero no hab¼a sido un sueÏo. Era Monita que
gritaba desde su cama, junto a la ventana. Tambi¸n Guta despertÁ y se aferrÁ
a la mano de Redrick. El sintiÁ su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron
inmÁviles, escuchando; cuando Monita dejÁ de llorar y volviÁ a dormirse ¸l
aguardÁ todav¼a un rato. Despu¸s se levantÁ y fue a la cocina, para bajar
°vidamente media botella de coÏac. Fue aquella noche cuando empezÁ a beber.
- Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La
humedad, la erosiÁn, todo eso.
Redrick observÁ su cara p°lida y volviÁ a sentarse. El cigarrillo se le
hab¼a evaporado entre los dedos; encendiÁ otro. Arthur se demorÁ un poco
m°s, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sentÁ tambi¸n.
- Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No visitantes, sino gente. Al
parecer la VisitaciÁn los atrapÁ aqu¼ y mutaron..., se aclimataron a las
nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, seÏor Schuhart?
- S¼. Pero no es aqu¼. En las montaÏas del noroeste. Algunos pastores.
Eso es lo que me contagiÁ, pensÁ Redrick. Su locura. Por eso he venido.
Eso es lo que busco.
Lo invadiÁ un sentimiento extraÏo, completamente nuevo. Sab¼a que en
realidad no era nuevo, que lo llevaba escondido en s¼ desde hac¼a mucho
tiempo, pero sÁlo ahora cobraba conciencia de ¸l; todo se ubicaba en su
sitio. Y todo aquello que hasta entonces pareciera tonter¼a, delirantes
divagaciones de un viejo loco, se convert¼a en su ·nica esperanza, en el
·nico significado de su vida. Porque al fin comprend¼a; sÁlo eso le quedaba
en el mundo, sÁlo para eso viv¼a desde hac¼a meses: por la esperanza de un
milagro. Por tonto que fuera segu¼a haciendo a un lado la esperanza,
pisote°ndola, burl°ndose de ella, tratando de eliminarla, porque as¼ estaba
habituado a vivir. Desde la infancia no hab¼a confiado sino en s¼ mismo.
Y desde la infancia, la seguridad en s¼ mismo se med¼a por la cantidad
de dinero que pod¼a arrebatar, asir o arrancar a mordiscos del caos
indiferente que lo rodeaba. Siempre hab¼a sido as¼, y as¼ habr¼a continuado,
si no hubiera ca¼do al pozo del que ninguna suma de dinero pod¼a sacarlo, y
en el cual resultaba completamente in·til confiar en s¼. Y ahora esa
esperanza..., que ya no era una esperanza, sino la fe en un milagro..., lo
llenaba hasta los bordes; se sorprendiÁ de haber podido vivir tanto tiempo
en aquella sombra impenetrable y sin salida. RiÁ y dio a Arthur una palmada
en el hombro.
- Bueno, merodeador, parece que saldremos de ¸sta, ¿eh?
Arthur lo mirÁ sorprendido y sonriÁ, vacilante. Redrick arrugÁ el papel
encerado de los sandwiches, lo arrojÁ bajo el vagÁn de metal y se recostÁ,
apoyando el codo en la mochila.
- Bueno - dijo -. Supongamos que en verdad la Bola Dorada... ¿Qu¸
pedir¼as?
- ¿Entonces usted lo cree? - se apresurÁ a preguntar el muchacho.
- No importa lo que yo crea o no. Cont¸stame.
Le interesaba sinceramente lo que podr¼a pedir un muchacho tan joven,
apenas salido de la escuela. Se divirtiÁ vi¸ndolo arrugar el ceÏo,
tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
- Bueno, las piernas de pap°, por supuesto. Y que todo anduviera bien
en casa.
- Eso es mentira - dijo Redrick, con simpat¼a -. No te olvides de esto,
hermanito: la Bola Dorada sÁlo puede concederte los deseos m°s ¼ntimos y
profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
Arthur Burbridge se ruborizÁ, mir¸ a Redrick una vez m°s y enrojeciÁ
m°s todav¼a. Los ojos se le llenaron de l°grimas. Redrick sonriÁ.
- Comprendo - dijo, casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto m¼o.
Gu°rdate los secretos.
De pronto se acordÁ del revÁlver y se dijo que hab¼a llegado el momento
de atender ciertas cosas que necesitaban atenciÁn.
- ¿Qu¸ es eso que llevas en el bolsillo trasero? - preguntÁ,
indiferente.
- Un revÁlver.
- ¿Para qu¸ lo quieres?
-
- Nada de eso - respondiÁ Redrick con firmeza, incorpor°ndose. D°melo.
Aqu¼ en la Zona no hay nadie a quien matar. D°melo.
Arthur quiso decir algo, pero guardÁ silencio; tomÁ el Colt del
ej¸rcito y se lo tendiÁ a Redrick teni¸ndolo por el caÏo. Redrick recibiÁ el
revÁlver, tom°ndolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire
y volviÁ a atraparlo.
- ¿Tienes un paÏuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
TomÁ el paÏuelo de Arthur, que estaba muy limpio y ol¼a a colonia,
envolviÁ con ¸l la pistola y la dejÁ sobre el durmiente.
- Por ahora la dejaremos aqu¼. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A
lo mejor tenemos que tiroteamos con la patrulla, pero tirotearse con
ellos...
Arthur meneÁ decididamente la cabeza.
- No era para eso que la quer¼a - dijo, con tristeza -. Hay sÁlo una
bala. Era por si ten¼a alg·n accidente como el de pap°.
- ¿Ah, si? - Redrick lo mirÁ fijamente -. Bueno, no te preocupes por
eso. Si te pasa algo as¼ yo te sacar¸ a la rastra. Te lo prometo.
est° aclarando!
La neblina desaparece ante ellos. El terrapl¸n estaba ya completamente
despejado, y a la distancia los vapores se esparc¼an, descubriendo al
abrirse los picos redondeados y °speros de las colinas. Aqu¼ y all°, entre
las ondulaciones, se ve¼a la superficie manchada de los pantanos, cubiertos
por la espesura de los sauces dispersos; m°s all° de las colinas, el
horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos
altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur mirÁ hacia atr°s
soltÁ una exclamaciÁn de asombro.
Redrick tambi¸n volviÁ la cabeza. Hacia el Este, las montaÏas parec¼an
negras; sobre ellas refulg¼a iridiscente, el habitual borrÁn de color, la
aurora verde de la Zona.
Redrick se levantÁ y se sentÁ en el terrapl¸n, tras el vagÁn de metal,
para contemplar aquel manchÁn verde que se convert¼a r°pidamente en rosado.
El borde anaranjado del sol asomÁ sobre el risco; las colinas tendieron sus
sombras purp·reas. Todo adquiriÁ un claro y agudo relieve, permiti¸ndole ver
cada detalle con tanta nitidez como si lo tuviera en la palma de la mano.
Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helicÁptero. Al
parecer hab¼a ca¼do en medio de una roncha de mosquito; su fuselaje estaba
convertido en un panqueque met°lico. La cola permanec¼a intacta, aunque
ligeramente doblada, y sobresal¼a en el claro como un gancho negro. Tambi¸n
el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar a impulsos de
la brisa. La roncha debiÁ ser muy poderosa, pues ni siquiera se habla
producido incendio; la insignia de la Real Fuerza A¸rea a·n era bien visible
en el metal abollado. Redrick hac¼a aÏos que no ve¼a ninguna; hab¼a llegado
a olvidarlas.
VolviÁ hasta el sitio donde hab¼a dejado su mochila en busca del mapa y
lo extendiÁ en el mont¼culo de metal caliente que conten¼a el vagÁn. Desde
all¼ no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina, la que ten¼a un
°rbol quemado en la ladera. Ten¼a que rodear la colina por la derecha, a lo
largo de la depresiÁn que se abr¼a entre ella y la colina siguiente, que
tambi¸n estaba a la vista, completamente desnuda, cubierta su ladera por
rocas pardas.
Todos los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sintiÁ la
menor satisfacciÁn. Su instinto, desarrollado en muchos aÏos de merodeos,
rechazaba la mera idea, irracional y nada natural, de pasar entre dos
elevaciones prÁximas.
"Bueno", pensÁ, "ya veremos cuando lleguemos all¼". Para llegar hasta
aquella depresiÁn deb¼an pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa
que desde all¼ parec¼a poco peligrosa. Pero al mirar desde m°s cerca Redrick
reparÁ en una mancha de color gris oscuro entre las dos colinas secas. La
buscÁ en el mapa. Estaba marcada con una X junto a la cual dec¼a, en letras
torpes: L°tigo. La l¼nea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
El nombre le resultaba familiar, pero no lograba recordar qui¸n era
L°tigo, cÁmo era ni qu¸ hacia. Por alguna razÁn lo asociaba con el salÁn del
Borscht, lleno de humo, con grandes manazas rojizas que levantaban los
vasos, carcajadas estruendosas y bocas abiertas, mostrando dientes
amarillentos: una fant°stica horda de titanes y gigantes reunidos junto al
abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos m°s vivos
de su infancia. ¿Qu¸ habla llevado yo aquella vez? Un vac¼o, creo. Fui
directamente desde la Zona, mojado, hambriento, enloquecido, con una bolsa
al hombro; entr¸ al bar pisando fuerte y plant¸ la bolsa sobre el mostrador;
ech¸ una mirada a mi alrededor, escuchando los chistes que se hac¼an,
mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo)
contara la debida cantidad de papeles verdes. No, un momento, en esa ¸poca
no eran papeles verdes, sino aquellos billetes reales, cuadrados, con una
damisela medio desnuda, de gorra y corona de laureles. Esper¸, guard¸ el
dinero, e inesperadamente, sin que yo mismo imaginara hacerlo, tom¸ un
pesado jarro que estaba sobre el mostrador y lo estrell¸ contra la cara
riente del que estaba m°s cerca. Tal vez ¸se era L°tigo, se dijo Redrick,
con una sonrisa satisfecha.
- ¿No hay problemas en pasar entre las dos colinas, seÏor Schuhart? -
preguntÁ Arthur en voz baja, junto a su o¼do, mientras miraba tambi¸n el
mapa.
- Ya veremos cuando lleguemos all¼.
Redrick siguiÁ estudiando el diagrama. Hab¼a otras dos X, una en cuesta
de la colina del °rbol y otra sobre las rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La
ruta marcada pasaba por debajo de ellos. LevantÁ la vista hacia Arthur.
- Ya veremos - repitiÁ, doblando el mapa para guard°rselo en el
bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
Se inclinÁ bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas
de modo m°s cÁmodo.
- Ve delante - indicÁ -, as¼ podr¸ tenerte a la vista en todo momento.
No mires hacia atr°s y estate atento. Mis Árdenes son sagradas. Y no olvides
que tendremos que arrastrarnos un buen trecho.
tenerle miedo a la tierra! Si yo te ordeno te tiras de cara al barro sin
decir ni m·. AbotÁnate la chaqueta. ¿Est°s listo?
- Listo.
Arthur estaba muy nervioso; el rosado de sus mejillas se habla borrado
por completo.
- Primero iremos por aqu¼ - dijo Redrick, seÏalando en¸rgicamente hacia
la colina m°s cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos.
Arthur dejÁ escapar un suspiro, subiÁ a los rieles y comenzÁ a bajar el
terrapl¸n. El pedregullo ca¼a silenciosamente a su paso.
- Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro.
EchÁ a andar tras ¸l, sin prisa, ajustando autom°ticamente los m·sculos
de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de
observar a Arthur por el rabillo del ojo. Est° asustado, pensÁ. Tal vez lo
siente. Si tiene los sentidos del padre, as¼ ha de ser. Si supieras cÁmo son
las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo, que esta vez segu¼ tu consejo. "A
ese lugar, Red, no se puede ir solo. Te guste o no te guste tendr°s que
llevar a alguien. Puedo darte alguno de los m¼os, alguno que no me sea
imprescindible." T· me convenciste. Es la primera vez en la vida que acepto
algo as¼. Bueno, tal vez salga bien, despu¸s de todo; tal vez funcione, de
alg·n modo. Despu¸s de todo, yo no soy Cuervo Burbridge; tal vez se me
ocurra alguna idea.
-
El muchacho se detuvo, hundido hasta el tobillo en agua herrumbrosa.
Cuando Redrick llegÁ hasta all¼ el pantano lo hab¼a tragado hasta las
rodillas.
- ¿Ves esa roca? - preguntÁ Redrick -. All¼, bajo la colina. Ve hacia
all°.
Arthur reanudÁ la marcha. Redrick lo dejÁ adelantarse diez pasos antes
de seguirlo. El barro chapoteaba bajo los pies. Era un pantano muerto: ni
insectos, ni ranas; hasta los sauces estaban secos y podridos. Redrick mirÁ
a su alrededor, pero por el momento todo parec¼a en orden. La colina se
acercaba lentamente, cubriendo el sol, que a·n estaba bajo en el cielo; al
fin acabÁ por cubrir todo el cielo hacia el Este. Al llegar a la roca el
pelirrojo volviÁ a mirar hacia el terrapl¸n. El sol lo iluminaba con fuerza.
Sobre ¸l hab¼a un convoy de diez vagones de metal. Algunos de los vagones
hablan descarrilado, cayendo de costado; el terrapl¸n, por sobre ellos,
estaba cubierto por montones rojos y herrumbrados del metal en bruto. M°s
all°, hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y ondulaba
sobre la huella, estallando en diminutos arco iris que desaparec¼an de
inmediato. Redrick observÁ aquella reverberaciÁn, escupiÁ en el suelo y se
volviÁ.
- Vamos - dijo, y Arthur volviÁ hacia ¸l la cara tensa -. ¿Ves aquellos
harapos, all°?
- S¼ - dijo Arthur.
- Bueno, era un tipo que se llamaba L°tigo. Hace mucho tiempo. No
escuchÁ a los mayores; all¼ quedÁ, para indicar el camino a los m°s vivos.
Ahora mira hacia la derecha de L°tigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? All°, donde los
sauces son m°s espesos. Øsa es la direcciÁn que tomaremos.
Avanzaron en direcciÁn paralela al terrapl¸n. Cada paso los met¼a en
aguas m°s playas; pronto pisaron tierra seca y esponjosa. Seg·n el mapa a·n
estaban en pantanos sÁlidos. El mapa es viejo, pensÁ Redrick; hace mucho
tiempo que Burbridge no viene por aqu¼ y el mapa ha envejecido. Eso no me
gusta. Claro que es m°s f°cil caminar sobre tierra seca, pero yo habr¼a
preferido que siguiera el pantano. Pero mira cÁmo marcha Arthur. Camina como
si estuviera paseando por Central Avenue.
Arthur parec¼a haber recuperado el °nimo y andaba a toda velocidad, con
una mano en el bolsillo y balanceando la otra con toda soltura. Redrick
revolviÁ en su bolsillo y sacÁ un tornillo que pesar¼a unos treinta gramos.
ApuntÁ y tirÁ.
El tornillo golpeÁ a Arthur en la nuca; ¸ste soltÁ un grito ahogado, se
tomÁ la cabeza, se doblÁ en dos y cayÁ sobre el pasto seco. Redrick se
acercÁ a ¸l.
- As¼ suceden aqu¼ las cosas, Artie - pontificÁ -. Esto no es una
avenida ni un paseo, ¿sabes?
Arthur se levantÁ lentamente; estaba muy p°lido.
- ¿Todo bien? - PreguntÁ Redrick.
El muchacho tragÁ saliva y asintiÁ.
- Me alegro. La prÁxima vez te la dar¸ en la trompa. Si es que te
encuentro vivo.
El muchacho habr¼a sido buen merodeador, despu¸s de todo. Tal vez le
habr¼an llamado Artie "el Lindo". En otros tiempos ten¼amos un Lindo, Dixon
de apellido; ahora le dicen Cobayo: el ·nico ser humano que cayÁ en la pica
carne y saliÁ vivo. El idiota sigue creyendo que fue Burbridge quien lo
sacÁ.
Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de
hacer algo as¼, tan heroico.
sus trampas y los muchachos le hab¼an dicho: "Si vas a volver solo, mejor no
vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo; antes le dec¼an
Triunfador.
En ese momento Redrick sintiÁ una corriente de aire apenas perceptible
en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, gritÁ:
-
TendiÁ la mano hacia la izquierda. La corriente era m°s fuerte. En
alg·n punto, entre ellos y el terrapl¸n, hab¼a una roncha de mosquitos; tal
vez se extend¼a a lo largo del mismo terrapl¸n; por alguna razÁn se hab¼an
tumbado los vagones. Arthur hab¼a quedado inmÁvil, como plantado en el
suelo; ni siquiera hab¼a vuelto la cabeza.
- A la derecha. Vamos.
S¼, hubiera podido ser un buen merodeador. Qu¸ diablos, ¿ahora le voy a
tener l°stima?
sintiÁ l°stima por m¼? Creo que s¼; Kirill me ten¼a l°stima. Dick Noonan
tambi¸n me la tiene. Claro que quiz° lo que siente es inter¸s por Guta y no
l°stima por m¼, pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca
puedo sentir l°stima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro".
Acababa de comprender, finalmente, cu°l era su alternativa al presente:
o ese muchacho o su Monita. En realidad, la alternativa no exist¼a, eso
estaba claro. Una voz interior le dec¼a: "
posibles!". La acallÁ, espantado.
Pasaron cerca del montÁn de harapos grises. Nada quedaba de L°tigo. A
cierta distancia, sobre el pasto seco, hab¼a una vara larga, completamente
herrumbrada: un dragaminas. En aquellos d¼as muchos merodeadores, usaban
dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y depend¼an
de ellos como del mismo Dios. Pero dos de ellos murieron en el curso de
pocos d¼as, a consecuencia de explosiones subterr°neas. Y eso acabÁ con el
asunto. ¿Qui¸n habr¼a sido ese L°tigo? ¿Habr¼a venido con Cuervo o por su
propia cuenta? ¿Por qu¸ iban todos a esa cantera? ¿Por qu¸ no sab¼a ¸l nada
sobre ese lugar? MaldiciÁn, pensÁ; hace calor. Y eso que es muy temprano; no
quiero imaginar lo que va a ser m°s tarde.
Arthur, que iba cinco pasos m°s adelante, se secÁ el sudor de la
frente. Redrick entrecerrÁ los ojos para mirar el sol; estaba a·n bajo. Y de
pronto notÁ que el pasto seco no cruj¼a bajo los pies, sino que chirriaba
como corcho quemado; adem°s ya no era r¼gido y fr°gil, sino tierno y
grumoso; ca¼a bajo las suelas como hojuelas de holl¼n. Vio tambi¸n las
claras huellas de Arthur y se arrojÁ al suelo, gritando:
-
CayÁ de cara contra el pasto, que se hizo polvo bajo su mejilla. Hizo
rechinar los dientes, furioso por su mala suerte. All¼ permaneciÁ, tratando
de no moverse, todav¼a con la esperanza de que pasara por encima, aunque
sab¼a bien que estaban atrapados. El calor aumentaba; lo aplastÁ, le
envolviÁ el cuerpo como si fuera una s°bana empapada en agua hirviendo. Con
el sudor chorre°ndole hasta los ojos, recordÁ tard¼amente advertir a Arthur:
- ¡No te muevas!
Y se dedicÁ a aguantar tambi¸n,
Pudo haber¼o soportado; todo habr¼a pasado tranquilamente, sin
problemas, sin m°s que mucho sudor, pero Arthur no pudo resistirlo. O bien
no oyÁ el grito de Redrick o el miedo le hizo perder la cabeza; o tal vez
sus quemaduras eran m°s intensas que las de Redrick. El caso es que perdiÁ
el dominio de s¼ y echÁ a correr, con un grito salvaje, hacia donde su
instinto le indicaba: hacia atr°s. Precisamente donde no deb¼a. Redrick
logrÁ levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cayÁ al suelo
con todo su peso, levantando una nube de cenizas; soltÁ un chillido extraÏo,
pateÁ a Redrick en la cara con el otro pie y se debatiÁ corno enloquecido.
Redrick, con el cerebro cargado por el dolor, se arrastrÁ hasta
aplastarlo con el cuerpo, tocando con la mejilla quemada la chaqueta de
cuero, tratando de apretarlo contra el suelo; mientras tanto pateaba
desesperadamente, con pies y rodillas, las piernas y la retaguardia del
muchacho. O¼a apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos
°speros "
ca¼an toneladas enteras de carbÁn encendido; ten¼a las ropas en llamas, el
cuero de sus zapatos y de su chaqueta se ampollaba y cruj¼a. La cabeza
aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por mantenerse contra el
suelo, el cr°neo de aquel maldito muchacho. No pod¼a soportarlo m°s. GritÁ
con toda la fuerza de sus pulmones.
No supo cu°ndo terminÁ todo. SÁlo supo que pod¼a respirar otra vez, que
el aire hab¼a vuelto a ser aire y no vapor ardiente. ComprendiÁ que era
necesario apresurarse a salir de all¼, de aquel calor demon¼aco, antes de
que se estrellara nuevamente contra ellos. DejÁ a Arthur, que se hab¼a
quedado perfectamente inmÁvil. Lo tomÁ de las piernas con un brazo y usÁ el
otro para avanzar a la rastra, sin quitar los ojos de la l¼nea donde el
pasto volv¼a a crecer. Estaba seco, muerto, espinoso, pero era aut¸ntico y
daba la impresiÁn de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
Las cenizas le cruj¼an entre los dientes, el rostro quemado desped¼a
calor y el sudor le ca¼a directamente en los ojos, tal vez porque ya no
ten¼a cejas ni pestaÏas. Arthur, estirado hacia atr°s, parec¼a engancharse
la chaqueta en todos los sitios posibles. A Redrick le ard¼an las manos
chamuscadas y la mochila no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor,
la falta de aire, le hicieron pensar que estaba demasiado quemado, que no
llegar¼a. El temor le obligÁ a redoblar el impulso de codos y rodillas. Hay
que llegar, un poquito m°s; vamos, Red, vamos, puedes. As¼, un poquito
m°s...
All¼ se quedÁ por largo rato, con las manos y la cara en el agua fr¼a y
herrumbrosa, regode°ndose con la frescura maloliente y podrida. Habr¼a
podido quedarse toda la vida, pero se obligÁ a levantarse sobre las rodillas
para dejar la mochila y arrastrarse hasta Arthur, que permanec¼a inmÁvil a
unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
Bueno, hab¼a sido un lindo muchacho. Ahora estaba convertido en una
m°scara de color gris oscuro, hecha de sangre cocida y cenizas. Redrick
contemplÁ con cansado inter¸s los surcos y los senderos abiertos en la
m°scara por piedras y palos. En seguida se levantÁ, tomÁ al muchacho por lo
sobacos y lo arrastrÁ hasta el agua.
Arthur respiraba pesadamente, gimiendo de tanto en tanto. Redrick lo
arrojÁ de cara en el charco m°s profundo y se dejÁ caer junto a ¸l,
reviviendo el placer de aquella caricia g¸lida y mojada. El muchacho
gorgoteÁ, se apoyÁ sobre las manos y alzÁ la cabeza. Ten¼a los ojos
desorbitados y no entend¼a nada, pero aspiraba °vidamente el aire, tosiendo
y escupiendo. Finalmente recobrÁ el sentido y buscÁ a Redrick con la vista.
-
sucia -. ¿Qu¸ era eso, seÏor Schuhart?
- Era la muerte - murmurÁ Redrick.
TosiÁ. Se palpÁ el rostro. Le dol¼a. Ten¼a la nariz hinchada, pero las
pestaÏas y las cejas (cosa extraÏa) estaban en su lugar. Tambi¸n segu¼a
intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
Arthur tambi¸n estaba toc°ndose ansiosamente la cara. Una vez lavada la
horrible m°scara, y tambi¸n contra lo que cab¼a esperar, resultÁ estar
perfectamente. Ten¼a unos cuantos araÏazos y un chichÁn en la frente, adem°s
del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
- Nunca o¼ hablar de nada parecido - observÁ Arthur, mirando hacia
atr°s.
Redrick hizo lo mismo. Habla muchas huellas sobre el pasto gris y
ceniciento; le sorprendiÁ notar lo corto que habla sido aquel trayecto
horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse, junto con su
compaÏero, de la fatalidad. Hab¼a sÁlo veinte o treinta metros de uno a otro
borde, pero ¸l, cegado por el miedo, hab¼a avanzado en loco zigzag, como una
cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios lo hab¼a hecho en la
direcciÁn correcta. De lo contrario habr¼a llegado a la roncha de mosquito
de la izquierda; tambi¸n pudo dar la vuelta completa. No, no tanto; ¸l no
era novato. Y de no haber sido por ese tonto nada habr¼a pasado; cuanto m°s
tendr¼a unas cuantas ampollas en los pies.
Arthur se estaba lavando y gem¼a al tocarse los puntos doloridos.
Redrick se levantÁ tambi¸n; con una mueca de dolor, sintiÁ el roce de las
ropas sobre la piel quemada, en tanto caminaba hasta un sitio seco para
examinar la mochila. La pobre las hab¼a pasado mal; las hebillas superiores
estaban fundidas; las ampollas del botiqu¼n de primeros auxilios hab¼an
estallado y hab¼a una mancha h·meda que ol¼a a antis¸ptico. Redrick abriÁ la
bolsa y empezÁ a recoger astillas de vidrio y pl°stico. En ese momento oyÁ
la voz de Arthur.
- ¡Gracias, seÏor Schuhart!
Redrick no respondiÁ.
- Fue culpa m¼a. O¼ que me ordenaba quedarme all¼, pero estaba asustado
de veras, cuando el calor se volviÁ tan fuerte... perd¼ la cabeza. Tengo
mucho miedo al dolor, seÏor Schuhart.
- ¿Por qu¸ no te levantas? - dijo Redrick sin volverse -. Eso fue sÁlo
una muestra.
VolviÁ a pasar los brazos por las correas, haciendo muecas dolor al
sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era como si se le
hubiera arrugado la piel en los puntos afectados. Conque el chico ten¼a
miedo al dolor, ¿eh?
Todo estaba en orden; no se hab¼an apartado del camino. Ahora, hacia las
colinas, donde estaban los cad°veres. Esas malditas colinas, all¼ erguidas,
las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita
depresiÁn en medio. OlfateÁ el aire. La maldita depresiÁn, ¸sa es
precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
- ¿Ves esa depresiÁn entre las colinas? - preguntÁ.
- La veo.
- Derecho hacia all°.
Arthur se secÁ la cara con el dorso de la mano y echÁ a andar,
chapaleando entre los charcos. Iba rengueando; ya no parec¼a tan erguido y
bien proporcionado como antes. Caminaba encorvado, con mucha cautela. Uno
m°s que he sacado, pensÁ Redrick; ¿y cu°ntos van? ¿Cinco, seis? Lo que me
pregunto ahora es por qu¸. No es pariente m¼o. No soy responsable de lo que
le pase. A ver, Red, ¿por qu¸ lo salvaste? Estuviste a punto de sonar por
culpa suya. Ahora que tengo la cabeza m°s despejada s¸ por qu¸. Hice bien en
salvarlo; no puedo arregl°rmelas sin ¸l: es m¼ reh¸n por Monita. No salv¸ a
un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
All°, en el calor, no lo pens¸ dos veces: lo saqu¸ como si fuera de mi
propia sangre y ni siquiera se me ocurriÁ abandonarlo all¼, a pesar de que
me hab¼a olvidado de todo: de la llave maestra y de Monita. ¿Qu¸ significa
eso? Significa que en el fondo, despu¸s de todo, soy un buen tipo. Eso es lo
que Guta sostiene, lo que Kirill sol¼a decir, lo que Richard no se cansa de
repetir.
primero y despu¸s usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El seÏor Buen
Tipo. Tengo que salvarlo para que lo agarre la pica carne (lo pensÁ fr¼a,
claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
-
Ante ellos estaba la depresiÁn; Arthur, parado, esperaba Árdenes con la
vista clavada en Redrick. El suelo estaba all¼ cubierto por un limo verde,
podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De ¸l se desprend¼a un ligero
vapor, que se espesaba entre las colinas; diez metros m°s all° no se ve¼a
nada. Y el hedor era terrible.
- Esto apesta, pero no te acobardes.
Arthur hizo un ruido gutural y retrocediÁ, mientras Redrick entraba
decididamente en acciÁn; sacÁ del bolsillo un copo de algodÁn empapado en
desodorante, se rellenÁ con ¸l las losas nasales y ofreciÁ un poco a Arthur.
- Gracias, seÏor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - preguntÁ
el, muchacho con voz d¸bil, Redrick lo tomÁ silenciosamente por el pelo y le
hizo girar la cabeza en direcciÁn al montÁn de harapos que se ve¼a sobre la
rocosa ladera de la montaÏa.
- Øse era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de la izquierda, aunque
desde aqu¼ no se ve, est° Caniche. En las mismas condiciones. ¿Entiendes?
Adelante.
El limo estaba caliente y pegajoso. Al principio caminaron erguidos,
hundi¸ndose hasta la cintura. Por suerte el fondo era rocoso y bastante
parejo. Sin embargo Redrick no tardÁ en percibir un conocido tronar hacia
ambos lados. En la colina izquierda no hab¼a nada, salvo la intensa luz
solar, pero en la ladera derecha, a la sombra, parpadeaban luces de color
p·rpura claro.
- ¡Ag°chate! - susurrÁ, dando el ejemplo. -
Arthur se agachÁ, asustado; un batir de truenos quebrÁ el aire. Un rayo
bailaba furiosamente una intrincada danza precisamente encima de ellos,
apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sentÁ, hundi¸ndose hasta los
hombros en el limo. Redrick, con los o¼dos taponados por el estruendo, se
volviÁ: una mancha de color rojo brillante se fund¼a r°pidamente en la
sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
- ¡Adelante!
Avanzaron en fila india, agachados, asomando tan sÁlo la cabeza. Con
cada trueno Redrick ve¼a ponerse de punta los largos cabellos de Arthur y
sent¼a, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
- ¡Adelante! - segu¼a repitiendo -.
Ya no o¼a nada. En una oportunidad vio a Arthur de perfil y notÁ que
ten¼a los ojos desorbitados por el terror, la boca p°lida y fuerte, la
mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida los rel°mpagos empezaron a
estallar a tan poca altura que se vieron obligados a bajar la cabeza. El
limo verde les llenÁ la boca, dificult°ndoles la respiraciÁn. Redrick,
tratando de tomar aire, se arrancÁ el algodÁn de la nariz y descubriÁ que el
hedor hab¼a desaparecido; sÁlo se percib¼a el aroma fresco y penetrante del
ozono; el vapor estaba espes°ndose. O quiz°s era ¸l, que se desvanece, pues
ya no pod¼a ver ninguna de las dos colinas; sÁlo vela la cabeza de Arthur,
pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
Pasar¸, pasar¸, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es
as¼: estoy varado en la mugre, con rel°mpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido
de otro modo. ¿De dÁnde sale toda esta basura?
lugar, es como para enloquecer a cualquiera, Cuervo Burbridge lo hizo: ¸l
pasÁ por aqu¼ y siguiÁ andando; Cuatro-ojos quedÁ a la derecha y Caniche a
la izquierda, todo para que Cuervo pudiera pasar entre ellos y dejar toda
esta porquer¼a detr°s. Y te lo mereces; quien camine detr°s de Cuervo se
hundir° hasta el cuello en la porquer¼a. ¿No lo sab¼as, acaso? Hay
demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un solo rincÁn
limpio.
Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes
el orden, eres infeliz, Red, bajo cualquier orden y cualquier sistema. No
eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como t·
no podemos tener el Reino de los Cielos sobre la Tierra". ¿Qu¸ sabes t·,
gordo? ¿DÁnde has visto un sistema bueno? ¿Cu°ndo me viste a m¼ en un
sistema bueno?
En ese momento resbalÁ en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y
cayÁ en el limo, Al resurgir vio ante ¸l la cara aterrorizada de Arthur. Por
un segundo lo recorriÁ un escalofr¼o: creyÁ que hab¼a perdido el rumbo. Pero
no era as¼: de inmediato comprendiÁ que deb¼an ir hacia all°, hacia donde la
cima negra de la roca asomaba por el limo; lo comprendiÁ a pesar de que no
hab¼a otra cosa visible en la niebla amarilla.
- ¡Alto! - gritÁ - ¡A la derecha!
Ni siquiera pod¼a o¼r su propia voz. AlcanzÁ a Arthur, lo aferrÁ por el
hombro y le seÏalÁ: mantente a la derecha de la roca y no levantes la
cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagar°s por esto. Arthur hundiÁ la cabeza
precisamente en el momento en que un rayo reduc¼a la roca a astillas. Ya
pagar°s por esto, repitiÁ Redrick, mientras volv¼a a sumergirse y agitaba
furiosamente brazos y piernas. Hubo otro trueno.
por todo esto! Por un momento pensÁ: ¿a qui¸n me refiero? No lo s¸, pero
alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagar°. Espera, espera que ponga
las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo;
les sacar¸ lo que quiera.
Cuando al fin lograron salir a tierra seca, cubierta de pedregullo
caliente por el sol, estaban medios sordos, hechos pedazos y tambaleantes;
caminaban apoy°ndose uno en el otro. Redrick vio la pick up descascarada,
hundida hasta el eje, y recordÁ que pod¼an descansar a la sombra del
veh¼culo. Se arrastraron hasta all¼. Arthur se tendiÁ de espaldas y empezÁ a
desabotonarse la chaqueta con dedos exhaustos; Redrick apoyÁ la mochila
contra el costado del camiÁn, se limpiÁ las manos contra los guijarros y
hurgÁ dentro de su chaqueta.
- Yo tambi¸n - dijo Arthur -. Yo tambi¸n.
Redrick se sorprendiÁ al o¼rlo hablar con voz tan potente. TomÁ un
sorbo, cerrÁ los ojos y entregÁ la petaca a Arthur. Listo, pensÁ d¸bilmente.
Pasamos. Hasta esto pasamos. Y ahora, cuentas a cobrar a la vista. ¿Creen
que me olvid¸? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las
gracias por haberme dejado vivir, por no ahogarme? V°yanse al diablo. Se
acabÁ, ¿entienden? Se acabÁ todo esto. Desde ahora en adelante ser¸ yo quien
tome las decisiones. Yo, Redrick Schuhart, en completa posesiÁn de mis
facultades f¼sicas y mentales, tomar¸ las decisiones para todo el mundo. Y
en cuanto a todos ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, seÏores Huesos,
seÏores Quarterblads, chupasangres, platudos, Roncos, gente de saco y
corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas
acciones y oportunidades de empleo; a sus pilas eternas y a sus motores
eternos y a sus ronchas de mosquito y a sus falsas promesas. Ya tengo
bastante; hace rato que me llevan de las narices. Me he pasado la vida
llevado de las narices, y siempre pens¸ que ¸sa era la vida que yo quer¼a, y
me llenaba la boca dici¸ndolo, pedazo de tonto, mientras ustedes me
alentaban y se guiÏaban el ojo, arrastr°ndome, meti¸ndome entre c°rceles y
rejas.
SoltÁ las hebillas de la mochila y quitÁ a Arthur la petaca.
- Nunca pens¸... - dec¼a en ese momento Arthur, con mansa sorpresa en
la voz -. Ni siquiera lo hubiera imaginado. Sab¼a lo de la muerte, el fuego
y todo eso, por supuesto, pero algo as¼... ¿CÁmo vamos a volver?
Redrick no lo escuchaba. Lo que ¸l dijera ya no ten¼a significado.
Tampoco antes lo ten¼a, pero antes ese muchacho era al menos una persona.
Ahora era una clave parlante, una llave que le abrir¼a las puertas de la
Bola Dorada. Que hablara, nom°s.
- Si tuvi¸ramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara,
por lo menos.
Redrick lo mirÁ, contemplÁ aquel pelo despeinado y sucio, la cara
manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el
cuerpo la costra de barro l¼quido. No sent¼a l°stima, ni irritaciÁn, ni
nada. Una clave parlante. Se volviÁ. Ante ¸l bostezaba una temible
extensiÁn, como una construcciÁn abandonada, cubierta de ladrillos partidos,
salpicada de polvo blanco e iluminada fuertemente por el sol cegador,
insoportablemente blanco, ardoroso, enojado y muerto. Desde all¼ se ve¼a
tambi¸n el otro extremo de la cantera, igualmente blanco y deslumbrante;
desde esa distancia parec¼a perfectamente liso y perpendicular. El extremo
m°s cercano estaba marcado por grandes grietas y cantos rodados; un sendero
bajaba hasta el fondo, donde se ergu¼a la cabina del excavador, como una
mancha roja contra la roca blanca. Era el ·nico punto de referencia. Ten¼an
que dirigirse hacia all¼, gui°ndose sÁlo por la suerte.
Arthur se levantÁ con trabajo, metiÁ el brazo bajo el camiÁn y sacÁ una
lata oxidada.
- Mire, seÏor Schuhart - dijo, anim°ndose -. Esto lo debe haber dejado
pap°. Aqu¼ abajo hay m°s.
Redrick no respondiÁ. Eso es un error, pensÁ fr¼amente; es mejor no
pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
Por el contrario, no importa.
Se levantÁ con una mueca: las ropas se le hab¼an pegado al cuerpo, a la
piel ardida; sintiÁ un tirÁn, como si le arrancaran el vendaje seco de una
herida. Arthur tambi¸n gruÏÁ al levantarse y dirigiÁ a Redrick una mirada de
m°rtir. Estaba a la vista que deseaba quejarse, pero no se atreviÁ. Se
limitÁ a decir, con voz ahogada:
- ¿Me har° mal tomar otro trago, seÏor Schuhart?
Redrick sacÁ la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
- ¿Ves aquello rojo entre las rocas?
- S¼ - respondiÁ Arthur, estremeci¸ndose.
- Derecho hacia all°. Vamos.
El muchacho estirÁ los brazos, enderezÁ los hombros con un gesto de
dolor y mirÁ en su torno.
- Ojal° pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
Redrick aguardÁ en silencio. Arthur lo mirÁ desoladamente y asintiÁ.
Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo s·bitamente.
- La mochila. Se olvida la mochila, seÏor Schuhart.
-
No quer¼a explicar nada, no quer¼a mentir. Tampoco hac¼a falta. Ir¼a,
de cualquier modo. No ten¼a adÁnde ir, si no. Ir¼a. Y Arthur fue. Caminaba
encorvado, arrastrando los pies, tratando de quitarse el barro seco de la
cara; parec¼a menudo, escu°lido y desamparado, como un gatito mojado y
perdido. Redrick lo siguiÁ. En cuanto saliÁ de la sombra el sol cayÁ sobre
¸l, ceg°ndole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lament°ndose
de no haber llevado los anteojos ahumados.
Cada paso levantaba una nube de polvo blanco; la nube, al asentarse
sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien
hed¼a; resultaba imposible caminar tras ¸l; Redrick demorÁ un rato en
comprender que ¸l mismo llevaba el olor encima. Era desagradable, pero
familiar, en cierto modo: el mismo que invad¼a la ciudad cuando el viento
norte tra¼a el humo de la planta. Tambi¸n su padre ol¼a as¼ cuando llegaba a
casa, hambriento, sombr¼o, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces
Redrick corr¼a a esconderse en alg·n rincÁn apartado y lo observaba,
asustado, mientras ¸l se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba
en el fondo del ropero, mientras se arrancaba las ropas de trabajo para
arroj°rselas a la madre; despu¸s iba a la ducha en medias, dejando huellas
pegajosas. All° se quedaba, bajo la ducha, gruÏendo y palme°ndose el cuerpo
durante largo rato, entre chapaleos y murmullos incomprensibles, hasta que
finalmente gritaba, estremeciendo toda la casa: "
Redrick ten¼a que esperar hasta que el padre estuviera lavado e instalado
ante la mesa, con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco de
ketchup. Cuando terminaba de sorber la sopa y atacaba el cerdo con
habichuelas, reci¸n entonces pod¼a dejarse ver, trepar a sus rodillas y
preguntarle a cu°ntos ingenieros y a cu°ntos sindicalistas hab¼a ahogado en
vitriolo durante la jornada.
Todo, a su alrededor, parec¼a estar al rojo blanco: se sent¼a mareado
de tanto calor seco, de cansancio, del insoportable dolor en las
articulaciones, donde la piel estaba ampollada. Era como si, a trav¸s de la
niebla caliente que le envolv¼a la conciencia, la piel le estuviera pidiendo
a gritos paz, agua, frescura. Los recuerdos, gastados hasta el punto de
resultar irreconocibles, se le amontonaban en el cerebro hinchado,
golpe°ndose entre s¼, mezclados, tropezando, confundi¸ndose con aquel mundo
al rojo blanco que llameaba ante sus ojos entrecerrados. Y todos eran
amargos, y todos evocaban odio o piedad por si mismo. TratÁ de combatir el
caos, de convocar alg·n espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de
ternura o de alegr¼a. Se exprimiÁ la memoria hasta sacar de ella la cara
fresca y riente de Guta cuando era a·n una muchacha deseada e intacta; pero
su rostro, en cuanto apareciÁ, quedÁ inmediatamente velado por la herrumbre;
despu¸s se deformÁ, se retorciÁ hasta convertirse en la cara sombr¼a de
Monita, cubierta de piel castaÏa, °spera. Se esforzÁ por recordar a Kirill,
aquel hombre santo: sus movimientos r°pidos y seguros, su risa, su voz, que
promet¼a tiempos y lugares nunca vistos. Y Kirill apareciÁ; pero en seguida
explotÁ contra el sol una telaraÏa plateada y Kirill desapareciÁ. En cambio
aparecieron los ojos angelicales y fijos de Ronco, con un envase de
porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos que medraban en su
subconsciente quebraron la barrera que ¸l intentaba crear a fuerza de
voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que ten¼a entre los recuerdos, como
si nunca hubiese visto m°s que caras feas y crueles.
Y durante todo ese tiempo no dejaba de ser un merodeador. Sin darse
cuenta de ello, alguna parte de su sistema nervioso recog¼a la informaciÁn
esencial: a la izquierda, a bastante distancia hab¼a un fantasma alegre
sobre un montÁn de planchas; estaba quieto, agotado, as¼ que al diablo con
¸l; hacia la derecha hab¼a una ligera brisa, y pocos pasos m°s adelante vio
una roncha de mosquito, lisa como un espejo, de varios brazos. Parec¼a una
estrella de mar (estaba lejos, no hab¼a peligro); bien en el centro, un
p°jaro aplastado; cosa extraÏa, puesto que los p°jaros no sol¼an sobrevolar
la Zona. All¼, junto al sendero, hab¼a dos vac¼os abandonados; tal vez
Cuervo los hab¼a dejado al volver; el temor es m°s fuerte que la codicia. Lo
vio todo y tomÁ debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartÁ veinte
cent¼metros del camino, Redrick abriÁ la boca y lanzÁ una °spera
advertencia, autom°ticamente. Una m°quina, pensÁ. Me han convertido en una
m°quina. Las rocas partidas que marcaban el borde de la cantera se estaban
acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre
el techo rojo de la cabina.
Qu¸ tonto fuiste, Cuervo, qu¸ tonto, pensÁ Redrick. Eres inteligente,
pero tonto. ¿CÁmo se te ocurriÁ confiar en m¼? Nos tratamos desde hace tanto
tiempo que deber¼as conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor es que
te est°s poniendo viejo. M°s torpe. Pero qu¸ digo, si me he pasado la vida
tratando con tontos. Y entonces imaginÁ la cara de Cuervo cuando descubriera
que Arthur, su dulce Artie, sir ·nico hijo varÁn, su orgullo y su alegr¼a,
hab¼a ido a la Zona con Red para buscar las piernas de Cuervo, en lugar de
alg·n novato prescindible. ImaginÁ aquella cara y se echÁ a re¼r. Cuando
Arthur volviÁ el rostro asustado para mirarlo, siguiÁ riendo y le indicÁ por
seÏas que siguiera caminando. Y entonces la caras le cruzaron por la
conciencia otra vez, como im°genes en una pantalla. Hab¼a que cambiarlo
todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos: hab¼a que cambiar
cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descend¼a a la cantera
y se quedÁ inmÁvil, forzando la vista para mirar hacia abajo, lejos,
estirando el largo cuello. Redrick se reuniÁ con ¸l. Pero no miraba en la
misma direcciÁn que Arthur.
Precisamente bajo sus pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta
muchos aÏos antes por las ruedas de los veh¼culos pesados. Hacia la derecha
hab¼a una pendiente blanca, escarpada, rajada por el calor; la cuesta
siguiente estaba medio excavada; entre las rocas y el escombro hab¼a una
aplanadora; la pala ca¼da golpeaba impotente contra el costado de la ruta.
Era de esperar: no hab¼a nada m°s sobre la ruta, con excepciÁn de las
estalactitas negras y retorcidas, que parec¼an velas gruesas colgadas de los
bordes dentados de la cuesta, y un montÁn de manchas oscuras en el polvo,
como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
Era todo lo que quedaba de ellos; resultaba imposible siquiera contar
cu°ntos hablan sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de
los deseos de Cuervo. Aqu¸l de all° era Cuervo, volviendo sano y salvo del
sÁtano del Complejo Nº 7. Aqu¸lla, la m°s grande, era Cuervo sacando de la
Zona el im°n contorsionante sin que nadie lo detuviera. Y aquel car°mbano
era la lujuriosa Dina Burbridge,
padre!. Aquella mancha era Arthur Burbridge, tambi¸n distinto de la madre y
del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegr¼a.
-
Schuhart, despu¸s de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
SoltÁ una carcajada de felicidad, se agachÁ y golpeÁ la tierra con los
puÏos, con toda su fuerza. El pelo enredado se le sacudiÁ rid¼culamente,
arrojando terrones de barro seco en todas direcciones. Y sÁlo entonces mirÁ
Redrick hacia la bola. Con cautela, con cuidado, con el oculto temor de que
no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo
expulsara de aquella nube en donde hab¼a logrado refugiarse, abandon°ndolo
nuevamente en la mugre.
No era dorada; su color, antes bien, era el del cobre rojizo. La
superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado
opuesto de la cantera, cÁmodamente instalada entre los montones de rocas.
Aun desde all¼ se ve¼a lo voluminosa y pesada que era, lo sÁlidamente
plantada que estaba en su lugar.
Nada en ella pod¼a llevar a la desilusiÁn o a las dudas, pero tampoco
inspiraba muchas esperanzas. Por alg·n motivo, el primer pensamiento de
Redrick fue que quiz°s fuera hueca y que deb¼a estar caliente por su
situaciÁn, a pleno sol. Obviamente no brillaba con luz propia ni pod¼a
elevarse ni bailar en el aire, tal como afirmaban muchas leyendas.
Permanec¼a en el mismo sitio donde hab¼a ca¼do. Tal vez hab¼a rodado desde
alg·n bolsillo monstruosamente gigantesco; tal vez se hab¼a perdido durante
alg·n juego entre titanes. El caso es que no parec¼a cuidadosamente
instalada all¼, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban la Zona:
los vac¼os, los brazaletes, las pilas y la otra basura amontonada tras la
VisitaciÁn.
Pero al mismo tiempo ten¼a algo especial. Cuanto m°s la miraba m°s
claramente comprend¼a que era agradable de mirar, que le gustar¼a acercarse
a ella, palparla... Y s·bitamente se le ocurriÁ que ser¼a lindo, tal vez,
sentarse junto a ella, o mejor a·n, recostarse en la bola, cerrar los ojos y
pensar, recordar, tal vez perderse en ensoÏaciones, amodorr°ndose,
descansando...
Arthur se levantÁ de un salto, abriÁ a tirones todas las cremalleras de
su chaqueta, se la quitÁ y la arrojÁ a los pies, levantando una nube de
polvo blanco. Gritaba algo, hac¼a gestos y agitaba los brazos. Al fin puso
las manos detr°s de la espalda y se lanzÁ cuesta abajo, bailando una jiga.
Ya no miraba a Redrick. Se hab¼a olvidado de ¸l, se hab¼a olvidado de todo.
Bajaba para convertir sus sueÏos en realidad, los pequeÏos deseos secretos
de un estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca ve¼a un centavo fuera
de su asignaciÁn; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si le
sorprend¼an un dejo de alcohol en el aliento al volver a casa; de un
muchacho predestinado a ser un abogado famoso y, en el futuro, ministro de
gabinete y, en un futuro m°s distante, presidente de la naciÁn. Redrick,
entrecerrando los ojos hinchados ante la luz cegadora, lo observÁ en
silencio. PermaneciÁ calmo y fr¼o. Sab¼a lo que iba a ocurrir y sab¼a que no
ser¼a capaz de mirar, pero que ten¼a todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo,
sin sentir nada en especial, salvo que, muy dentro de si, un gusanito
comenzaba a girar y a retorcerse, hundi¸ndole la aguda cabeza en el vientre.
Y el muchacho segu¼a caminando hacia abajo, bailando una jiga,
arrastrando los pies seg·n su propio ritmo. Y el polvo se alzaba, blanco,
bajo sus talones. Y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, con ganas,
con alegr¼a, festivamente, algo que pod¼a ser una canciÁn o una fÁrmula
m°gica. Y Redrick pensÁ que, quiz° por primera vez en la historia de la
cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
Al principio no escuchÁ lo que chillaba su clave parlante; al cabo
alguna pieza, en su interior, echÁ a andar. Entonces oyÁ:
- ¡Felicidad para todos! ¡Gratuita! ¡Toda la que uno quiera!
vengan todos! ¡Hay para todos! ¡Nadie quedar° Insatisfecho!
gratuita!
Y de pronto quedÁ en silencio, como si un enorme puÏo le hubiera pegado
en el medio de la boca. Y Redrick vio que la vacuidad transparente, el
acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los
aires y lenta, muy lentamente, lo retorc¼a, tal como una lavandera retuerce
su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos ca¼a de su
espasmÁdica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
Entonces le volviÁ la espalda y se sentÁ. Su cabeza estaba vac¼a de
todo pensamiento; de alg·n modo hab¼a dejado de tener sensaciones. El
silencio se espesaba en el aire, especialmente detr°s de ¸l, all°, en la
ruta. Se acordÁ de su petaca, sin mayor alegr¼a; era tan sÁlo una medicina y
hab¼a llegado la hora de tomarla. DesenroscÁ la tapa y bebiÁ a tragos muy
medidos. Por primera vez habr¼a deseado que esa petaca tuviera agua fresca y
no licor.
PasÁ el tiempo. EmpezÁ a tener pensamientos m°s o menos coherentes.
Bueno, ya est°, pensÁ, sin querer. La ruta est° abierta.
Ahora pod¼a bajar. Pero siempre era mejor, por supuesto aguardar un
poco. Las pica carnes suelen ser traicioneras. De cualquier modo ten¼a
algunas cosas en qu¸ pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado
a hacerlo. ¿Y qu¸ era "pensar", despu¸s de todo? Pensar quer¼a decir
encontrar una salida, aclarar un engaÏo, quitar la venda de los ojos de
alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
Bien. Monita, su padre... Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo
a esos malnacidos, que esos hijos de puta coman lo que yo he comido... No,
Red, no es as¼... Quiero decir, si, lo es, pero ¿qu¸ significa eso? ¿Qu¸
necesito? Eso es maldecir, no pensar.
Un presentimiento terrible lo dejÁ helado. SalteÁ apresuradamente los
muchos argumentos que a·n ten¼a por delante y se dijo, enojado: As¼ son las
cosas, Red, no podr°s salir de aqu¼ mientras no lo hayas comprendido; caer°s
muerto aqu¼, junto a la bola, para pudrirte en este sitio, pero no saldr°s
de aqu¼.
Dios, ¿dÁnde est°n las palabras, dÁnde est°n mis pensamientos? (Se dio
una palmada en la cabeza)
momento, Kirill sol¼a decir algo as¼.
¡Kirill! EscarbÁ febrilmente entre sus recuerdos y las palabras
subieron a la superficie, palabras conocidas o desconocidas. Pero nada
serv¼a porque Kirill no hab¼a dejado palabras tras de s¼. Hab¼a dejado
im°genes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
Perversidad y traiciÁn. Tambi¸n esta vez me abandonan, me dejan mudo.
Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me
oyen?
hombre nace para pensar (
que no lo creo. No lo cre¼a antes y tampoco lo creo ahora. Y no s¸ para qu¸
nace el hombre. Yo nac¼. Por eso estoy aqu¼. La gente come lo que puede. Que
todos nosotros tengamos buena salud y que todos ellos se vayan al diablo.
¿Qui¸nes somos nosotros y qui¸nes son ellos? No entiendo nada. Si yo soy
feliz, Burbridge no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si
Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a ¸l le van mal las cosas es
el ·nico lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglar°.
todo es una larga pelea! Me pas¸ la vida peleando con el capit°n
Quarterblad, y ¸l se pasa la vida peleando con Ronco, y lo ·nico que quiere
de mi es que deje de merodear. Pero ¿cÁmo voy a dejar de merodear si tengo
que alimentar una familia? ¿Que me consiga un trabajo? No quiero trabajar
para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para m¼ las cosas son m°s
o menos as¼: cuando un hombre trabaja con ustedes est° siempre trabajando
para uno de ustedes y no es m°s que un esclavo. Y yo siempre quise depender
de m¼ mismo, para poder escupirles a todos en la cara, para re¼rme de su
aburrimiento y de su desesperaciÁn.
AcabÁ hasta las heces del coÏac y arrojÁ la petaca vac¼a contra el
suelo, con todas sus fuerzas. La petaca rebotÁ, centelleando bajo el sol, y
saliÁ rodando. En seguida se olvidÁ de ella. Se quedÁ all¼ sentado,
cubri¸ndose los ojos con las dos manos, mientras intentaba, ya que no
comprender, ver al menos siquiera en parte cÁmo deber¼an ser las cosas. Pero
no ve¼a m°s que las caras; caras, caras y m°s caras. Y billetes, botellas,
montones de harapos que en otros tiempos fueron seres humanos, columnas de
cifras. Sab¼a que era necesario destruir todo eso, y quer¼a destruirlo, pero
adivinaba que cuando todo eso desapareciera no quedar¼a sino la tierra
desnuda y seca. En su frustraciÁn, en su desesperanza, sintiÁ deseos de
recostarse contra la bola.
Se levantÁ, se sacudiÁ autom°ticamente los pantalones e iniciÁ el
descenso hacia el fondo de la cantera.
El sol ard¼a. Ante los ojos le bailaban manchas rojas y el aire
temblaba en el fondo de la cantera. En aquella reverberaciÁn, la bola
parec¼a danzar en su sitio, como una boya entre las olas. PasÁ junto a la
pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies, con cuidado de no
pisar las manchas. Y en seguida, hundi¸ndose entre el pedregullo, se
arrastrÁ a trav¸s de la cantera hacia la bola danzarina, guiÏadora.
Estaba cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofr¼o
le recorr¼a el cuerpo. Temblaba como si reci¸n saliera de una fuerte
borrachera, con el dulce polvo de tiza chirri°ndole entre los dientes. Hab¼a
abandonado todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una y otra vez su
letan¼a:
Soy un animal, ustedes lo saben. No tengo palabras, no me las
enseÏaron. No s¸ cÁmo se hace para pensar, porque los hijos de puta no me
enseÏaron a pensar. Pero si ustedes son en verdad... todopoderosos...
omnisapientes... ¡bueno, adiv¼nenlo!
all¼ encontrar°n cuanto necesitan. Tiene que ser.
nadie! AverigÍen ustedes qu¸ es lo que deseo...
malo! MaldiciÁn, no se me ocurre nada, nada, salvo esas palabras que ¸l
dijo...
Last-modified: Sat, 27 Jan 2007 10:26:34 GMT