Arkadi y Boris Strugatsky. Picnic extraterrestre
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TMtulo original: Piknik na obochone
TraducciSn: Edith Zilli
© 1977 By Arkadi y Boris Strugatsky
© 1978 by EMECE Distribuidora S.A.C.I.
Alsina 2062 - Buenos Aires - Argentina
ISBN 145026-78
EdiciSn electrSnica de Sadrac Julio de 2000
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Es preciso sacar bueno de lo malo,
Pues es todo cuanto se puede hacer.
Robert Penn Warren
De la entrevista realizada por el enviado especial de radio Harmont al
doctor Valentine Pilman, premio NSbel de fMsica 19..
- Tengo entendido, doctor Pilman, que su primer descubrimiento de
importancia fue lo que ha dado en llamarse el Foco Irradiador de Pilman.
- No lo creo. El Foco Irradiador de Pilman no fue el primero, ni fue
importante; ni siquiera fue un descubrimiento. Por otra parte tampoco fue
del todo mMo.
- Debe estar bromeando, doctor. El Foco Irradiador de Pilman es un
concepto corriente hasta para los escolares.
- Eso no me sorprende. SegZn algunas fuentes, el Foco Irradiador de
Pilman fue descubierto por un escolar. Por desgracia no recuerdo cSmo se
llamaba. BZsquelo en la Historia de la VisitaciSn, de Stetson; allM estA
descrito con lujo de detalles. il sostiene que el foco irradiador fue
descubierto por un escolar, que fue un estudiante universitario quien
publicS las coordenadas, pero que por alguna razSn desconocida, se le dio mi
nombre.
- SM, con cualquier descubrimiento pasan cosas sorprendentes. ¿Le
molestarMa explicar a nuestros oyentes de quI se trata, doctor?
- El Foco Irradiador de Pilman es la cosa mAs simple del mundo.
Supongamos que hacemos girar un globo enorme y disparamos balas contra Il.
Los agujeros de esas balas quedarAn marcados en la superficie en una suave
curva. La base de lo que para usted es mi primer descubrimiento de
importancia consiste en el simple hecho de que las seis Zonas de VisitaciSn
estAn dispuestas sobre la superficie del planeta como si alguien hubiera
disparado seis tiros hacia la Tierra con una pistola ubicada en algZn punto
de la lMnea Tierra-Deneb. Deneb es la estrella Alfa en la constelaciSn de
Cygnus. El punto espacial del que provienen los disparos, por asM decirlo,
se llama Foco Irradiador de Pilman.
- Gracias, doctor ¡CompaYAeros harmonitas!
clara explicaciSn de lo que es el Foco Irradiador de Pilman! A propSsito:
anteayer se cumplieron treinta aYAos de la VisitaciSn. Doctor Pilman, ¿quiere
decir a sus conciudadanos algunas palabras sobre el particular?
- ¿Hay algo que le interese en especial? Recuerde que yo no estaba en
Harmont por entonces.
- Por eso mismo serA aZn mAs interesante saber quI sintiS usted al
enterarse de que su ciudad natal era el centro de una invasiSn de seres
ultracivilizados provenientes del espacio.
- Para serle sincero, al principio pensI que eran mentiras. Me costaba
creer que pudiera pasar algo asM en nuestra pequeYAa Harmont. HabrMa sido mAs
plausible en Gobi o en Terranova.
- Pero al fin tuvo que creerlo.
- Ah sM, al fin...
- ¿Y entonces?
- De repente se me ocurriS que Harmont y las otras cinco zonas de
VisitaciSn... PerdSn, me equivoco: por entonces habMa sSlo otras cuatro
zonas conocidas. Se me ocurriS que todas entraban en una leve curva. CalculI
las coordenadas y las enviI a Naturaleza.
- ¿Y no se preocupS en ningZn momento por la suerte de su ciudad natal?
- La verdad es que no. Vea, aunque yo habMa llegado a creer en la
VisitaciSn, no podMa convencerme de que habMa algo de cierto en esos
informes histIricos sobre barrios incendiados, monstruos que devoraban
selectivamente sSlo a los viejos y a los niYAos, batallas sangrientas entre
los invasores invulnerables y los tanques reales, tripulados por humanos muy
vulnerables, pero valientes y decididos.
- TenMa razSn. Si mal no recuerdo, nuestros periodistas arruinaron
bastante la informaciSn. Pero volvamos a la ciencia. El descubrimiento del
Foco Irradiador de Pilman fue el primero, pero no el Zltimo, probablemente,
de sus aportes al estudio de la VisitaciSn.
- El primero y el Zltimo.
- Pero sin duda usted se mantendrA muy al tanto de la investigaciSn
internacional que se lleva a cabo en las Zonas de VisitaciSn.
- SM. De vez en cuando leo los Informes.
- ¿Se refiere a los Informes del Instituto Internacional de Culturas
Extraterrestres?
- SM.
- En su opiniSn, ¿cuAl ha sido el descubrimiento mAs importante en
estos Zltimos treinta aYAos?
- La VisitaciSn en sM.
- PerdSn, no comprendo.
- La VisitaciSn, en sM, es el descubrimiento mAs importante, no sSlo de
los Zltimos treinta aYAos, sino de toda la historia de la Humanidad. No
importa tanto saber quiInes fueron esos visitantes. No importa saber de
dSnde venMan, por quI vinieron, por quI se quedaron tan poco tiempo ni dSnde
estAn desde que se fueron de aquM; lo que importa es que la humanidad ahora
puede estar segura de algo: no estamos solos en el universo. Temo que el
Instituto de Culturas Extraterrestres jamAs tendrA la buena suerte de hacer
un descubrimiento mAs fundamental que Ise.
- Lo que usted dice es fascinante, doctor Pilman, pero en realidad yo
me referMa a descubrimientos y progresos de Mndole tIcnica. A
descubrimientos y progresos que nuestros cientMficos y nuestros ingenieros
pudieran utilizar con provecho. DespuIs de todo, muchos cientMficos famosos
han sugerido que los descubrimientos hechos en las Zonas de VisitaciSn
podrMan cambiar todo el curso de nuestra historia.
- Bueno, yo no estoy de acuerdo con esa opiniSn. En cuanto a
descubrimientos, especMficamente hablando, no caen dentro de mi
especialidad.
- Sin embargo usted, desde hace dos aYAos, es asesor por el CanadA de la
comisiSn de las Naciones Unidas que estudia los Problemas de la VisitaciSn.
- SM, pero no tengo nada que ver con el estudio de las culturas
extraterrestres. En la ComisiSn, mis colegas y yo representamos a la
comunidad cientMfica internacional cuando surgen dilemas al poner en
prActica las decisiones de las Naciones Unidas con respecto a la
internacionalizaciSn de las Zonas. Dicho en otros tIrminos: nuestra funciSn
es ver que todas las maravillas extraterrestres halladas en las Zonas vayan
a manos del Instituto Internacional.
- ¿Hay alguien mAs que se interese por esos tesoros?
- SM.
-
- No sI quI es eso.
- AsM llamamos en Harmont a los ladrones que arriesgan la vida entrando
a la Zona para llevarse todo lo que encuentran al alcance. Se ha convertido
en una verdadera profesiSn.
- Comprendo. Pero no, eso no estA dentro de nuestra jurisdicciSn.
- Por supuesto, es cosa de la policMa. Pero me gustarMa saber quI es lo
que cae dentro de su jurisdicciSn, doctor Pilman.
- Hay una constante pIrdida de materiales provenientes de las Zonas de
VisitaciSn que caen en manos de personas u organizaciones irresponsables.
Nosotros debemos encargarnos de las consecuencias de esas pIrdidas.
- ¿PodrMa explicarse mejor, doctor?
- ¿Por quI no hablamos de arte, mejor? ¿No cree que a los oyentes les
interesarMa conocer mi opiniSn sobre el incomparable Godi M|ller?
-
cientMfica. Como cientMfico, ¿no le gustarMa tener un contacto directo con
los tesoros extraterrestres?
- ¿CSmo le dirI? Supongo que sM.
- En ese caso, ¿podemos esperar que un buen dMa los harmonitas podamos
ver a nuestro famoso conciudadano en las calles de su ciudad natal?
- Puede ser.
1. Redrick Schuhart, veintitrIs aYAos, soltero, ayudante de laboratorio
en la divisiSn Harmont del instituto internacional de culturas
extraterrestres.
La noche anterior, Il y yo estuvimos en el depSsito. Ya estaba
anocheciendo; yo podMa tirar el guardapolvo e ir a Borscht, a echar una o
dos gotas de algo fuerte en mi organismo. Pero seguMa allM, sosteniendo la
pared, con el trabajo terminado y un cigarrillo en la mano. Me morMa de
ganas de fumar; hacMa dos horas que no echaba una pitada. Y Il no dejaba de
dar vueltas con todo aquello. Ya habMa llenado, cerrado y sellado una caja
fuerte y estaba empezando con la otra; sacaba los vacMos del transportador,
los examinaba uno por uno desde todos lados (y eran bien pesados, los
malditos; como siete kilos cada uno) y despuIs volvMa a ponerlos
cuidadosamente en el estante.
Se habMa pasado la vida peleando con esos vacMos; a mi modo de ver, sin
beneficio alguno, ni para la humanidad ni para sM. En su lugar yo habrMa
mandado todo al diablo desde hacMa rato para dedicarme a trabajar en otra
cosa ganando lo mismo. Claro que si uno lo piensa bien, un vacMo es algo
misterioso, hasta incomprensible, se podrMa decir. Yo he tenido muchos entre
las manos, pero no dejo de sorprenderme cada vez que veo uno. Son sSlo dos
discos de cobre, del tamaYAo de un platito y de medio centMmetro de grosor,
mAs o menos, separados por una distancia de cuarenta y cinco centMmetros.
Nada mAs. Nada, absolutamente, sSlo espacio vacMo. Uno puede pasar la mano
por el medio y hasta la cabeza, si el asunto lo deja tan fuera de combate;
no hay mAs que vacMo y vacMo; aire puro. Claro, tiene que haber alguna
fuerza entre los dos, segZn creo, porque no se los puede juntar ni
separarlos mAs de lo que estAn.
La verdad, compaYAeros, es difMcil describMrselos a alguien que no los
haya visto. Son demasiado simples; sobre todo cuando uno los mira bien de
cerca y acaba por creer en lo que ve. Es como tratar de describir el vidrio:
uno termina retorciIndose los dedos y diciendo malas palabras por la
frustraciSn. Okey, supongamos que lo han entendido; para los que no tengan
una copia de los Informes del Instituto, en cualquier nZmero hay un artMculo
sobre los vacMos, con fotos y todo.
Kirill llevaba casi un aYAo rompiIndose los sesos con los vacMos, yo
habMa trabajado con Il desde el principio, pero todavMa no estaba muy seguro
de lo que querMa averiguar: para serles sincero, no me esforzaba mucho por
descubrirlo. Que primero lo descubriera Il solo; despuIs, a lo mejor, yo
harMa la prueba. Por el momento sSlo entendMa una cosa: Kirill querMa
averiguar, a toda costa, cSmo funcionaban esos vacMos; los perforaba con
Acidos, los estrujaba en la prensa, los ponMa a fundir en el horno. AsM
comprenderMa todo y lo llenarMan de vMtores y de honores: el mundo de la
ciencia se estremecerMa de gozo. A mi modo de ver le faltaba mucho para eso.
TodavMa no habMa llegado a nada y ya estaba agotado. Andaba como gris y
callado, con ojos de perro enfermo, hasta lagrimeaba. Si se hubiera tratado
de otro, yo lo habrMa emborrachado de lo lindo y lo habrMa puesto en manos
de alguna chica experta para que lo desenredara. Y a la maYAana lo habrMa
vuelto a emborrachar y a mandarlo con otra fulana. En un semana,
nuevo!: los ojos brillantes y la cola espesa. Pero con Kirill esos remedios
no servMan. Ni siquiera valMa la pena sugerirlo: no era de esos.
AsM que estAbamos en el depSsito. Yo lo observaba, viendo quI mal
andaba, cSmo se le habMan hundido los ojos, y sentM mAs lAstima por Il de la
que habMa sentido por nadie en la vida. Fue entonces cuando decidM... No, no
es que lo haya decidido, fue como si alguien me abriera la boca y me hiciera
hablar.
- Oye - dije -, Kirill...
AllM estaba, con el Zltimo vacMo en la balanza, como si estuviera
dispuesto a trepar sobre Il.
- EscZchame - dije -.
eh?
- ¿Un vacMo lleno? - replicS, con cara de no entender.
- SM, Tu trampa hidromagnItica, cSmo se llama..., el objeto 77 b. Tiene
una especie de cosa azul adentro.
Vi que empezaba a entender. Me mirS, parpadeS, y un destello de razSn,
como a Il le gustaba decir, surgiS tras las lAgrimas de perro.
- Un momento - dijo -. ¿Lleno? ¿Como Iste, pero lleno?
- SM, eso es lo que digo.
- ¿DSnde?
Mi Kirill estaba curado. Ojos brillantes, cola espesa.
- Vamos a fumar un cigarrillo.
MetiS el vacMo en la caja fuerte, golpeS la puerta con fuerza y la
cerrS con tres vueltas y media de llave; despuIs volvimos al laboratorio.
Ernest paga cuatrocientos al contado por un vacMo vacMo; podrMa haberle
sacado hasta la Zltima gota de jugo por uno lleno, grandMsimo hijo de puta;
pero crIase o no, ni siquiera me pasS por la cabeza, porque Kirill volvMa a
la vida ante mis ojos. BajS los escalones de a cuatro por vez, sin dejarme
siquiera terminar el cigarrillo. Le contI todo: cSmo era, dSnde estaba y
cuAl era la mejor manera de llegar hasta allM. il sacS un mapa, buscS la
ubicaciSn del garaje y me lo indicS con el dedo, Inmediatamente se imaginS
que era yo, por supuesto; ¿cSmo no iba a entender?
- QuI perro eres - dijo, sonriendo -. Bueno, vamos a buscarlo. Lo
primero que haremos a la maYAana. PedirI los pases y el equipo para las nueve
y saldremos a las diez con las mejores esperanzas. ¿De acuerdo?
- De acuerdo - dije -. ¿QuiIn serA el tercero?
- ¿Para quI queremos un tercero?
- Oh, no - exclamI -. iste no es un picnic con seYAoritas. ¿Y si te pasa
algo? EstA en la Zona. Tenemos que obedecer los reglamentos.
il soltS una risa breve y se encogiS de hombros.
- Como quieras. Sabes mAs que yo de esto.
¡SM, seguro! Claro que sSlo estaba tratando de seguirme la corriente.
Por lo que a Il concernMa, el tercero no harMa mAs que estorbar. Si Mbamos
los dos solos todo saldrMa bien. nadie sospecharMa nada sobre mM. Pero habMa
un inconveniente: los del Instituto no entraban de a dos en la Zona. Las
reglas indican que dos trabajen mientras un tercero mira, para que pueda
hablar cuando le pregunten, mAs tarde.
- Por mi parte llevarMa a Austin - dijo Kirill -. Pero a lo mejor a ti
no te gusta. ¿O te parece bien?
- No - dije -. Cualquiera menos Austin. Puedes llevar a Austin otra
vez, ¿eh?
Austin no es mal tipo; tiene la mezcla exacta de valor y cobardMa, pero
creo que estA condenado. Era algo que no podMa explicar a Kirill, pero lo
sentMa. El hombre cree que conoce y entiende la Zona perfectamente. Esto
significa que pronto va a estirar la pata. Que vaya, pero no conmigo,
gracias.
- Bueno, estA bien. ¿QuI te parece Tender?
Tender era su segundo ayudante. Uno de esos tipos callados. que no se
meten con nadie.
- Es un poco viejo - dije -. Y tiene hijos.
- Eso no importa. Ha ido antes a la Zona.
- Bueno. Llevemos a Tender.
Mientras Il se abocaba al estudio del mapa, yo fui directamente al
Borscht; estaba muerto de hambre y tenMa la garganta seca.
A la maYAana lleguI al laboratorio como siempre, alrededor de las nueve,
y mostrI el pase. El guardia de turno era ese polaco larguirucho al que le
rompM el alma el aYAo pasado, por propasarse con Guta cuando estaba borracho.
-
Lo parI en seco, muy cortIsmente.
- ¿QuI es eso de "Red"? Nada de intimidades conmigo, pedazo de sueco
imbIcil.
-
Yo estaba muy nervioso por la perspectiva de entrar a la Zona y sobrio
como un pescado. Lo levantI por la correa del pecho y le dije claramente quI
opinaba de Il y de quiIn descendMa por la rama materna. EscupiS en el suelo,
me devolviS el pase y dijo, sin mAs amabilidades:
- Redrick Schuhart, tiene Srdenes de presentarse inmediatamente al jefe
de Seguridad, capitAn Herzog.
- AsM me gusta mAs - dije -. Por ahM andamos. Siga es forzAndose,
sargento; aZn puede llegar a teniente.
Pero mientras tanto pensaba quI novedad era aquIlla. ¿Para quI me
querrMa el capitAn Herzog durante el horario de trabajo? Bueno, fui y me
presentI.
Su oficina estaba en el tercer piso; un lindo despacho, con barrotes en
las ventanas, justo como una comisarMa. Willy estaba sentado a su
escritorio, fumando su pipa y escribiendo a mAquina no sI quI jerigonza. Un
sargentito revolvMa el interior del archivo metAlico, en el rincSn; era
nuevo; yo no lo conocMa. En el Instituto hay mAs sargentos que en el cuartel
de policMa; son todos tipos robustos y saludables; no tienen que entrar a la
Zona y les importan un bledo las cuestiones mundiales.
- Hola - dije -. ¿Me llamaba?
Willy me mirS sin verme, se apartS de la mAquina de escribir, dejS un
pesado archivo sobre el escritorio y empezS a revisar el contenido.
- ¿Redrick Schuhart?
- El mismo - respondM.
Por dentro me subMa una risa nerviosa todo era muy extraYAo. No podMa
evitarlo:
- ¿CuAnto hace que estA en el Instituto?
- Dos aYAos y pico.
- ¿Tiene familia?
- Soy solo - respondM -. HuIrfano.
En seguida se volviS hacia el sargento y ordenS, en tono severo:
- Sargento Lummer, vaya a los archivos y traiga la carpeta nZmero
ciento cincuenta.
El sargento hizo la venia y desapareciS. Mientras tanto Willy cerrS el
archivo con un golpe y preguntS, ceYAudo:
- ¿Ha vuelto a las andadas?
- ¿QuI andadas?
- Ya sabe a quI andadas me refiero. AquM hay informaciSn nueva sobre
usted.
"AjA", pensI.
- ¿De dSnde?
il frunciS el ceYAo y golpeS la pipa contra el cenicero, irritado.
- Eso no le importa - dijo -. Se lo advierto como si fuera un viejo
amigo: deje eso, dIjelo por su propio bien. Si lo atrapan por segunda vez no
va a salir a los seis meses. Y lo expulsarAn del Instituto definitivamente,
entiIndalo.
- Entiendo - dije -. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es quiIn fue
el malnacido que pasS el dato.
Pero ya habMa dejado de mirarme; seguMa chupando la pipa vacMa y
hojeando las fichas del archivo. Con eso estoy diciendo que el sargento
Lummer habMa vuelto trayendo la carpeta nZmero ciento cincuenta.
- Gracias Schuhart - dijo el capitAn Willy Herzog, tambiIn conocido
como "El chancho" - Eso es todo lo que querMa aclarar. Puede irse.
VolvM al vestuario, me puse el guardapolvo y me animI. No podMa dejar
de pensar en quiIn habrMa pasado los rumores. Si provenMan del mismo
instituto eran todas mentiras, por fuerza, porque allM nadie sabMa nada de
mM ni habMa forma de que lo supieran. Si era un informe de la policMa,
tambiIn: ¿quI podMan saber, salvo mis viejos pecados? Tal vez habMan
atrapado a Cuervo. Ese hijo de perra habrMa vendido hasta la madre por
salvar el pellejo. Pero ni siquiera Cuervo sabMa nada de mM. PensI y pensI,
sin llegar a nada grato. Al final entrado por Zltima vez en la Zona, de
noche; ya me habMa decidido a mandar todo al diablo. HacMa ya tres meses que
habMa desprendido de casi todo el botMn y el dinero se me estaba acabando.
Si no me habMan pescado con la mercaderMa en las manos, menos lo harMan
ahora, siendo yo tan escurridizo.
Pero en ese momento, justo cuando me dirigMa hacia las escaleras, se me
iluminS repentinamente la cabeza, y tan claramente que volvM al vestuario,
me sentI y encendM otro cigarrillo. Eso significaba que no podMa ir a la
Zona ese dMa. Ni al siguiente, ni dos dMas despuIs. Significaba que esos
escuerzos me tenMan otra vez entre ojos, que no me habMan olvidado; o, si me
habMan olvidado, alguien se encargaba de hacerles acordar. NingZn
merodeador, a menos que estuviera completamente chiflado, se arrimarMa a la
Zona, sabiendo que lo vigilaban, ni con un revSlver a la espalda. Lo que me
hubiera convenido en ese momento habrMa sido esconderme en el rincSn mAs
oscuro. ¿Zona? ¿QuI Zona?
quI tienen que ninguna Zona, ni molestar a un honrado ayudante de
laboratorio?
Lo pensI bien y decidM, casi con alivio, que ese dMa no irMa a la Zona.
Pero ¿cuAl era la mejor manera de decMrselo a Kirill?
Se lo dije directamente.
- No voy a la Zona. ¿QuI instrucciones tienes para darme?
Al principio me mirS con ojos de huevo duro, por supuesto. DespuIs
pareciS entender. Me agarrS por el codo para llevarme a su pequeYAa oficina,
me hizo sentar ante el escritorio y Il se instalS en el antepecho de la
ventana, frente a mM. Encendimos los cigarrillos. Silencio. Al fin me
preguntS, como con cautela:
- ¿PasS algo, Red?
¿QuI iba a decirle?
- No. No pasS nada. Ayer perdM veinte al pSker; ese Noonan es muy buen
jugador, el desgraciado.
- Un momento - interrumpiS -. ¿Has cambiado de idea?
La tensiSn me hizo soltar un ruido ahogado.
- No puedo - dije entre dientes -. No puedo, ¿entiendes? Herzog me hizo
llamar a su oficina.
Se quedS tieso. Puso otra vez aquella cara patItica, con ojos de
caniche enfermo, Se estremeciS, encendiS otro cigarrillo con la colilla del
viejo y hablo con suavidad.
- Puedes confiar en mM, Red. No le dije una palabra a nadie.
- Por supuesto, nadie habla de ti.
- Ni siquiera hablI todavMa con Tender. Hice extender un pase a nombre
de Il, pero ni siquiera le he preguntado si quiere ir.
No dije nada y seguM fumando. Era extraYAo y triste. Ese hombre no
entendMa nada.
- ¿QuI te dijo Herzog?
- Nada en especial. Alguien pasS el dato, eso es todo.
il me echS una mirada extraYAa, se bajS del antepecho y empezS a
pasearse, mientras yo hacMa anillos de humo en silencio. Lo sentMa por Il,
naturalmente, y lamentaba que las cosas no hubieran salido mejor.
la que habMa encontrado para la melancolMa de Kirill! ¿Y de quiIn era la
culpa? MMa; habMa ofrecido una galletita a un nene, pero la galletita estaba
escondida en un lugar custodiado por hombres malos... De pronto Il dejS de
pasearse y se acercS a mM. MirS de soslayo hacia cualquier parte y murmurS:
- Escucha, Red, ¿cuAnto costarA un vacMo lleno?
Al principio no entendM; pensI que tenMa esperanzas de comprar alguno.
¿DSnde lo iba a conseguir? Tal vez Ise fuera el Znico del mundo; ademAs Il
no debMa tener tanta plata como para comprarlo. ¿De dSnde pensaba sacarla?
Era un cientMfico extranjero, ruso, para colmo. De pronto comprendM. ¿AsM
que el malnacido pensaba que yo lo estaba haciendo por plata?
"GrandMsimo tal por cual", pensI, "¿por quI me tomas?" AbrM la boca
para decMrselo, pero la volvM a cerrar. Porque en realidad, ¿por quI iba a
tomarme? Un merodeador es un merodeador. Cuanta mAs plata, mejor. Se juega
la vida por plata. TenMa derecho a pensar que el dMa anterior yo habMa
tirado la lMnea y ahora la estaba recogiendo, tratando de subir el precio.
La idea me dejaba mudo. Y Il seguMa mirAndome intensamente, sin
parpadear. No habMa disgusto en sus ojos, sino una especie de comprensiSn,
me parece. Al fin se lo expliquI, con calma.
- De los que entran con pase, nadie ha llegado hasta el garaje todavMa.
No hay caminos. TZ lo sabes. En cuanto volvamos de la Zona ese Tender le va
a contar a todo el mundo que fuimos directamente al garaje, recogimos lo que
querMamos y volvimos en seguida. Como si fuIramos al depSsito. Entonces todo
el mundo se darA cuenta de que sabMamos de antemano lo que buscAbamos y
dSnde estaba. Eso quiere decir que alguien nos lo dijo. Y de nosotros tres,
¿quiIn puede haber estado allM? No hace falta decirlo. ¿Comprendes lo que me
espera?
TerminI mi discursito. Nos miramos fijamente a los ojos, sin decir
nada. De pronto Il juntS las manos, con ruido se las frotS y anunciS
cordialmente:
- Bueno, tZ no podrAs ir, comprendo. No voy a juzgarte, Red. IrI solo.
Tal vez me vaya bien. No serA la primera vez.
TendiS el mapa sobre el antepecho de la ventana y se apoyS en las manos
para inclinarse sobre Il. Toda su cordialidad pareciS evaporarse ante mis
ojos. Le oM musitar:
- Cuarenta metros, cuarenta y uno, podrMa ser, y tres hasta llegar al
garaje. No, no llevarI a Tender. ¿QuI te parece, Red? ¿Dejo a Tender?
DespuIs de todo tiene dos hijos.
- No te dejarAn ir solo.
- Me dejarAn - murmurS -. Conozco a todos los sargentos y a los
tenientes.
elementos y parecen nuevos. A cinco metros de allM hay un envase de gasolina
y estA completamente herrumbrado, pero los camiones parecen reciIn salidos
de la fAbrica.
ApartS la vista del mapa y mirS por la ventana. Yo tambiIn lo hice. Los
vidrios de nuestras ventanas son gruesos y emplomados. Y mAs allA... la
Zona. AllM estA, corno si bastara con estirar la mano para tocarla. Desde el
piso trece es como si uno pudiera recogerla en la palma de la mano.
A simple vista parece una extensiSn de tierra como cualquier otra. El
sol brilla sobre ella como en cualquier rincSn del planeta. DarMa la
impresiSn de que nada ha cambiado mucho en ella; todo estA como hace treinta
aYAos. Mi padre, que en paz descanse, no encontraba nada fuera de lugar
cuando la miraba, salvo que preguntara, tal vez, por quI no habMa humo en la
chimenea de la planta. ¿HabMa una huelga o algo asM? El metal amarillo se
amontonaba en forma de conos, los altos hornos brillaban bajo el sol; habMa
rieles, rieles y mAs rieles, y una locomotora con vagonetas sobre los
rieles. En otras palabras, una ciudad industrial. Pero sin gente, ni viva ni
muerta. AllM estaba tambiIn el garaje: un largo intestino gris con las
puertas abiertas de par en par. Los camiones estaban estacionados en un
sitio pavimentado, junto a Il.
Kirill tenMa razSn con respecto a aquellos vehMculos: la cabeza le
funcionaba bien.
dar la vuelta por alrededor. Hay una grieta en el asfalto, si es que las
zarzas no la han cubierto aZn.
Cuarenta metros. ¿Desde dSnde contaba? Oh, probablemente desde el
Zltimo poste. TenMa razSn, la distancia no era mayor; esos cientMficos
tragalibros iban progresando. HabMan trazado toda la ruta hasta el vaciadero
de basuras, y bien trazada. AllM estaba la fosa donde habMa caMdo Zalamero,
a dos metros de. la ruta. Nudillos habMa avisado a Zalamero: "Mantente tan
lejos de las fosas como puedas, o no quedarA de ti ni siquiera un resto que
podamos enterrar". Cuando mirI en el agua no habMa nada. AsM son las cosas
de la Zona: si uno vuelve con botMn, es un milagro; si vuelve vivo, es un
triunfo; si la patrulla no le acierta ningZn disparo, es un golpe de suerte.
En cuanto a todo lo demAs, es el destino.
Al mirar a Kirill notI que me observaba secretamente. Fue la expresiSn
de su cara la que me hizo cambiar de idea. "Al diablo con todos", pensI; "al
fin y al cabo, ¿quI me pueden hacer estos esfuerzos?" No hacMa falta que me
dijera nada, pero lo hizo.
- Ayudante de laboratorio Schuhart - dijo -. Fuentes oficiales (y lo
repito: oficiales) me han inducido a creer que convendrMa realizar una
inspecciSn del garaje, que podrMa ser de gran valor cientMfico. Sugiero que
lo hagamos. Garantizo una bonificaciSn.
Y sonriS, luminoso como el sol del verano.
- ¿QuI fuentes oficiales? - preguntI, sonriendo a mi vez como un tonto.
- Son confidenciales, pero a ti puedo revelArtelas - dijo, frunciendo
el ceYAo -. Digamos que me lo dijo el doctor Douglas.
- Oh, el doctor Douglas. ¿QuI doctor Douglas?
- Sam Douglas - respondiS Il, secamente -. MuriS el aYAo pasado.
Se me erizS la piel. ¿QuiIn se atreve a hablar de esas cosas antes de
ponerse en marcha?
mazo y no entienden. AplastI la colilla en el cenicero y dije:
- EstA bien. ¿DSnde estA ese Tender? ¿Hasta cuAndo tenemos que
esperarlo?
En otras palabras, no volvimos a tocar el tema. Kirill telefoneS a
Transportes y pidiS una cabina voladora. Mientras tanto yo estudiaba el
mapa; no era malo; se trataba de un proceso fotogrAfico, una vista aIrea muy
ampliada. Se veMan hasta los picos de la cubierta que estaba junto a los
portones del garaje. Si los merodeadores pudieran hacerse de un mapa asM...
Pero no servirMa de mucho por la noche, cuando ni siquiera las estrellas
iluminan y uno no se ve ni los dedos de la mano.
En ese momento entrS Tender. Estaba rojo y sin aliento; tenMa la hija
enferma y habMa ido a buscar un mIdico. Se disculpS por haber llegado tarde.
Bueno, le entregamos el regalito: los tres Mbamos a entrar en la Zona. En el
primer momento hasta dejS de jadear y de bufar, de puro miedo.
- ¿CSmo que a la Zona? - dijo -. ¿Y por quI yo?
Sin embargo recuperS la respiraciSn en cuanto le dijimos que habMa
doble bonificaciSn y que Red Schuhart irMa tambiIn.
Al fin bajamos al "boudoir" y Kirill fue a buscar los pases. Se los
mostramos a otro sargento, que nos entregS trajes especiales. En realidad
son cosas muy prActicas; si uno los tiYAera de cualquier color, menos el rojo
que tienen, cualquier merodeador pagarMa gustosamente unos quinientos por
uno de ellos, sin parpadear siquiera. Yo jurI hace tiempo que un dMa
cualquiera encontrarMa el modo de hacerme de uno. A primera vista no parecen
nada extraordinario; algo asM como un traje de buceo con un casco en forma
de burbuja, provisto de visor. En realidad no es exactamente un traje de
buceo; mAs bien se parece al de los pilotos de estatorreactores o al de los
astronautas. Era liviano, cSmodo, sin ninguna costura, y no hacMa sudar. Con
un trajecito como Ise uno podMa caminar entre el fuego y el gas, Dicen que
ni siquiera las balas lo perforan. Claro que el fuego, las armas y el gas
mostaza son todas cosas humanas y terrAqueas; en la zona no hay nada de eso.
Y de cualquier modo, para decir la verdad, la gente cae como moscas con
traje o sin Il. Eso sM, tal vez sin trajes morirMan muchos mAs. Esos equipos
ofrecen un cien por ciento de protecciSn contra la pelusa ardiente, por
ejemplo, y contra la col del diablo escupidera... Bueno.
Nos pusimos los trajes especiales. Yo volquI en el bolsillo de la
cadera las tuercas y los tornillos que llevaba en una bolsa, y todos
cruzamos el patio del Instituto hacia la entrada de la Zona. AsM lo
establecMa la rutina, para que todos vieran a los hIroes de la ciencia que
depositaban la vida en el altar de la humanidad, del conocimiento y del
EspMritu Santo, amIn. Y sin duda alguna, desde el piso quince hasta la
planta baja habMa caras solidarias que nos observaban. No nos faltaba mAs
que un agitar de paYAuelos y una orquesta.
- ¡Arriba! - dije a Tender -. ¡Saca pecho, gordinflSn!
estarA eternamente agradecida!
Cuando se dio vuelta a mirarme comprendM que no estaba de humor para
bromas. Y tenMa razSn, no era momento para hacer chistes. Pero cuando uno va
a entrar en la Zona puede llorar o bromear... y yo nunca llorI, ni siquiera
de niYAo. MirI a Kirill; Il soportaba bien la tensiSn, pero movMa los labios
corno si estuviera rezando.
- ¿Rezas? - preguntI -. Reza, reza. Cuanto mAs se entra en la Zona mAs
cerca se estA del ParaMso.
- ¿QuI?
-
el ParaMso.
Con una sZbita sonrisa, me palmeS la espalda como diciendo: "No tengas
miedo, nada pasarA mientras estIs conmigo, y si pasa... Bueno, sSlo se muere
una vez", QuI tipo simpAtico es, de veras.
Mostramos nuestros pases al Zltimo de los sargentos, sSlo que en esa
oportunidad, para cambiar, era un teniente. Lo conozco; el padre vende
losetas para tumbas en RexSpolis, allM nos esperaba la cabina voladora; los
muchachos de Transporte la habMan dejado en el pasillo. TambiIn esperaban
allM todos los demAs: el equipo de primeros auxilios, los bomberos y
nuestros valientes guardianes, nuestros temerarios salvadores: un puYAado de
tontos sobrealimentados dentro de un helicSptero.
visto nunca!
En cuanto subimos a la cabina, Kirill se hizo cargo de los mandos,
diciendo:
- Okey, Red, tZ guMas.
BajI tranquilamente la cremallera del pecho y saquI una petaca; tomI un
trago largo antes de volver a guardarla. Sin eso no puedo. He estado muchas
veces en la Zona, pero sin eso... no, no puedo. Los dos me miraban,
esperando.
- Bueno - dije -, no les ofrezco porque es la primera vez que salimos
juntos y no sI quI efecto les causa. Trabajaremos de este modo: lo que yo
diga, ustedes lo harAn inmediatamente y sin preguntas. Si alguien comienza a
dar vueltas o a hacer preguntas le tirarI con lo primero que encuentre a
mano. Quiero pedirles disculpas desde ahora. Por ejemplo: seYAor Tender, si
te ordeno caminar en cuatro patas levantarAs inmediatamente ese culo gordo y
harAs lo que te digo. Y si no lo haces, quiIn sabe si volverAs a ver a tu
enfermita. ¿De acuerdo? Pero yo me encargarI de que vuelvas a verla.
- No te olvides de darme las Srdenes - bufS Tender, enrojecido,
sudoroso, mordisqueAndose los labios -. CaminarI de panza, no en cuatro
patas, si es preciso. No soy novato.
- En lo que a mM respecta los dos son novatos - dije -. Y no me
olvidarI de dar las Srdenes, no se preocupen. A propSsito, ¿sabe manejar
cabinas?
- Sabe - dijo Kirill -. Maneja bien.
- Bueno, de acuerdo. AquM vamos. Buen viaje. Bajen las viseras. Poca
velocidad, en lMnea recta a lo largo de los postes, altura tres metros. En
el poste veintisiete, alto.
Kirill elevS la cabina a tres metros y avanzamos a marcha lenta. Me
volvM sin que nadie se diera cuenta para escupir sobre el hombro izquierdo.
Vi que la patrulla de rescate habMa trepado al helicSptero; los bomberos
estaban en posiciSn de firme, por puro respeto y el teniente de la puerta
nos hacMa la venia, el imbIcil; sobre todo aquello flameaba el enorme y
desteYAido estandarte: "Bienvenidos, Visitantes" Tender parecMa a punto de
responder a los saludos, pero le di tal codazo en las costillas que
inmediatamente descartS cualquier ceremonia.
¡Ya te tocarA decir adiSs!
Y partimos.
El Instituto estaba a nuestra derecha; el Cuartel de la Peste, a
nuestra izquierda. AvanzAbamos de poste en poste bien por el medio de la
calle. HabMan pasado siglos desde la Zltima vez que alguien caminara o
manejara por esa calle. El asfalto estaba todo resquebrajado y habMa pastos
en las grietas, pero siquiera se trataba de nuestro pasto, el humano. En la
acera izquierda crecMan zarzas negras; los lMmites de la Zona eran bien
visibles: los pastos negros terminaban en el cordSn como si los hubiesen
podado. SM, aquellos visitantes eran educados; revolvieron un montSn de
cosas, pero al menos se marcaron lMmites bien establecidos. Ni siquiera la
pelusa incendiada llegaba a nuestro sector de la Zona, aunque cualquiera
dirMa que con un viento fuerte podMa llegar.
Las casas en los Cuarteles de la Peste estaban descascaradas y muertas;
las ventanas, sin embargo, no estaban rotas, pero sM tan sucias que no se
veMa nada. A la noche, cuando uno pasaba furtivamente por ahM, se veMa un
resplandor allM dentro, como de alcohol que ardiera con llamas azules. Es la
jalea de brujas que se filtra por los sStanos. Si uno mira al descuido se
lleva la impresiSn de que es un barrio como cualquier otro, de que las casas
son como todas, aunque necesiten algZn arreglo, pero eso no es nada extraYAo.
Lo Znico extraYAo es que no hay gente por allM.
En aquella casa de ladrillos, ya que estamos en el tema, vivMa nuestro
profesor de matemAticas; le llamAbamos La Coma. Era aburrido, un fracasado;
la segunda esposa lo abandonS justo antes de la VisitaciSn; la hija tenMa
cataratas en un ojo y nosotros nos burlAbamos de ella hasta hacerla llorar,
me acuerdo. Cuando comenzS el pAnico, Il y los otros vecinos corrieron al
puente en ropa interior, tres millas, sin parar. El pasS mucho tiempo
enfermo con la peste; perdiS toda la piel y las uYAas. Se enfermaron casi
todos los que vivMan en ese barrio; por eso lo llamamos el Cuartel de la
Peste. Algunos murieron; los viejos, en su mayorMa, y no fueron muchos. Por
mi parte, creo que no los matS la peste, sino el miedo. Era terrorMfico.
Todos los que vivMan allM cayeron enfermos. Y la gente de tres barrios quedS
ciega. Ahora esas Zonas se llaman Primer Cuartel de Ciegos, Segundo Cuartel
de Ciegos, etcItera. No es que hayan quedado ciegos por completo, pero sM
con una especie de ceguera nocturna. A propSsito, dicen que eso no fue
consecuencia de ninguna explosiSn, aunque explosiones hubo muchas; dicen que
fue un ruido fuerte. Dicen que de tan fuerte perdieron inmediatamente la
vista. Los mIdicos les dijeron que era imposible, que trataran de recordar,
pero ellos insistMan en que fue un trueno lo que los cegS. Lo raro es que
nadie mAs oyS ese trueno.
SM, era como si allM no hubiera pasado nada. HabMa un kiosco de
vidrios, intacto. Un cochecito de bebI en la entrada de una casa; hasta las
sAbanas parecMan limpias. Pero las antenas estropeaban el efecto: todas
estaban cubiertas por una cosa peluda que parecMa algodSn. HacMa rato que
los tragalibros venMan rompiIndose los sesos con ese asunto del algodSn.
QuerMan examinarlo, ¿entienden? No habMa nada parecido en otros lugares,
sSlo en el Cuartel de la Peste y sSlo en las antenas. MAs aZn: lo tenMan
precisamente allM, bajo las ventanas. Al fin tuvieron una idea luminosa:
desde un helicSptero bajaron un ancla sujeta por un cable de acero y
engancharon un trozo de algodSn. En cuanto el helicSptero tirS, se oyS un
"psst", y vimos salir humo de la antena, del ancla y del cable. Pero el
cable no se limitaba a humear: siseaba ponzoYAosamente, como una serpiente de
cascabel. Bueno, el piloto no era ningZn tonto (por algo habMa llegado a
teniente); en seguida se imaginS lo que pasaba, soltS el cable y saliS a
toda velocidad. AllM estaba el cable, colgando casi hasta el suelo, cubierto
de algodSn.
AsM llegamos al final de la calle, donde debMamos girar, fAcilmente y
sin problema. Kirill me mirS: ¿doblaba? Le indiquI por seYAas que lo hiciera
bien despacio. Nuestra cabina doblS, avanzando lentamente por sobre los
Zltimos centMmetros de tierra humana. La acera se estaba aproximando y la
sombra de la cabina caMa sobre las zarzas. Listo.
SentM un escalofrMo. Siempre siento el mismo escalofrMo. Y nunca sI si es la
Zona que me saluda a mis nervios de merodeador que se ponen en
funcionamiento. Siempre digo que cuando vuelva preguntarI a los otros si
ellos sienten lo mismo, pero siempre me olvido.
Bueno, asM que Mbamos avanzando silenciosamente sobre los antiguos
jardines. El motor canturreaba parejo bajo nuestros pies, tranquilo; a Il
nada lo preocupaba, nada podMa hacerle mal allM. Y entonces el viejo Tender
se nos vino abajo.
TodavMa no habMamos llegado al primer poste cuando comenzS a parlotear.
Todos los novatos suelen hablar como si les dieran cuerda cuando llegan a la
Zona. Le castaYAeteaban los dientes, le palpitaba el corazSn, le fallaba la
memoria; se sentMa avergonzado, pero de cualquier modo no podMa dominarse.
Creo que es como cuando nos chorrea la nariz: no depende de nosotros:
chorrea y chorrea.
puntos de vista sobre los Visitantes o hablan de cosas que no tienen nada
que ver con la Zona. Como Tender, que se puso a charlar sobre su nuevo traje
sin poder parar. CuAnto le habMa costado, quI buena era la tela, y los
botones nuevos que le habMa puesto el sastre...
- CAllate.
Me mirS patIticamente, hizo un puchero y siguiS: cuAnta seda habMa
hecho falta para el forro.
Los jardines ya habMan terminado; por debajo de nosotros estaba el
baldMo que antes se usaba como basurero municipal. SentM una ligera brisa.
Pero no habMa viento, nada de viento. De pronto sentM un soplo fuerte; los
pastos sueltos rodaron y me pareciS oMr algo.
-
No, no podMa callarse. Ya andaba por los bolsillos. No me quedaba mAs
remedio.
-
il frenS inmediatamente. Buenos reflejos; me sentM orgulloso de Il.
TomI a Tender por el hombro, lo hice girar hacia mM y le lancI una trompada
hacia el visor. Se le estrellS la nariz contra el vidrio, pobre tipo; cerrI
los ojos y quedS mudo.
En cuanto callS volvM a oMrlo: trrr, trrr, trrl,... Kirill me mirS con
los dientes apretados y descubiertos. Le hice una seYAa para que se estuviera
quieto. Dios, por favor, quIdate quieto, no muevas un mZsculo. Pero Il
tambiIn oMa el ruido y, como todos los novatos, sentMa la necesidad de hacer
inmediatamente algo, cualquier cosa.
- ¿Retrocedo? - susurrS.
SacudM desesperadamente la cabeza y agitI el puYAo bajo su visera:
¡silencio! De veras, con los novatos nunca se sabe para dSnde mirar: si al
terreno o a ellos. Pero en ese momento me olvidI de todo. Sobre la montaYAa
de viejos desechos, vidrios rotos y harapos, trepaba un estremecimiento, un
temblor, como si fuera el aire caliente que vibra sobre los techos de lata,
a mediodMa. CruzS por sobre el montMculo y avanzS, mAs y mAs, hacia
nosotros, justo al lado del poste; quedS suspendido por un momento sobre la
ruta (¿o era sSlo imaginaciSn mMa?), para deslizarse finalmente hacia el
suelo, entre matas y cercas podridas, hacia el cementerio de los
automSviles,
¡Malditos tragalibros! ¿A quiIn se le ocurre trazar la ruta sobre el
vaciadero de basuras? Y yo tambiIn,
pensando cuando me entusiasmI con ese mapa estZpido?
- Despacio, adelante - indiquI a Kirill.
- ¿QuI era eso?
- SabrA el diablo. Era algo y ya no estA. Gracias a Dios. Y ahora
cAllate, por favor; ya no eres un ser humano, ¿entiendes? Eres una mAquina,
mi volante, nada mAs.
De pronto me di cuenta de que estaba hablando demasiado.
- Suficiente. Ni una palabra mAs.
Necesitaba otro trago. DIjenme que les diga algo: esos trajes de buceo
eran una tonterMa. He sobrevivido a muchas cosas sin ese maldito equipo y
sobrevivirI a muchas mAs, pero sin un buen trago en el momento justo...
¡Bueno, ya basta!
La brisa parecMa haberse calmado. No oMa nada amenazador. El Znico
ruido era el ronroneo tranquilo y soYAoliento del motor. El sol estaba fuerte
y hacMa mucho calor. Sobre el garaje pendMa una neblina. Todo parecMa andar
bien; los postes pasaban uno tras otro, Tender estaba callado, Kirill estaba
callado. Los novatos se iban puliendo. No se preocupen, compaYAeros, en la
Zona se puede respirar tambiIn, si uno sabe lo que hace. Llegamos al Poste
27; el cartel de metal tenMa un cMrculo rojo con el nZmero 27 dentro. Kirill
me mirS, yo asentM y nuestra cabina se detuvo.
Ya habMan caMdo los capullos y era el tiempo de las cerezas. Ahora lo
importante era mantener una calma absoluta. No habMa apuro. El viento habMa
cesado y la visibilidad era buena. Todo iba como la seda. Vi la fosa en
donde Zalamero habMa estirado la pata; dentro habMa algo de color, tal vez
sus ropas. Era una porquerMa, que en paz descanse: avaricioso, estZpido y
sucio. Justo el tipo de gente que se enreda con Cuervo Burbridge, Cuervo los
ve venir desde lejos y les echa mano en seguida. Por lo general, la Zona no
pregunta quiIn es bueno y quiIn es malo. AsM que gracias, Zalamero; eres un
idiota y nadie se acuerda de tu verdadero nombre, pero al menos serviste
para que los vivos supieran por dSnde no tenMan que pasar.
Claro, nuestra mejor salida consistMa en llegar, al asfalto. El asfalto
es liso y se puede ver todo lo que hay en Il; ademAs esa grieta la conozco
bien.
corrMa una lMnea recta hacia el asfalto. AllM estaban, muy pagados de sM,
esperando. No, por allM no pasarMamos. Una de las reglas de todo merodeador
aconseja mantener cuanto menos treinta metros de espacio libre a la derecha
o a la izquierda. PasarMamos por sobre el montMculo izquierdo. Claro que yo
no sabMa lo que habMa del otro lado. SegZn el mapa, nada, pero ¿quiIn confMa
en los mapas?
- Escucha, Red - susurrS Kirill -, ¿Por quI no saltamos por encima?
Veinte metros hacia arriba, despuIs bajamos, y estaremos junto al garaje,
¿eh?
- CAllate, abriboca - dije -, no me molestes.
QuerMa subir. ¿Y si algo nos atrapaba a los veinte metros? No quedarMan
siquiera nuestros huesos. O tal vez apareciera la roncha de mosquitos por
cualquier parte y no dejarMa ni un pedacito hZmedo de nosotros. Ya estaba
hasta la coronilla de los arriesgados. il no puede esperar; saltemos, dice.
Pero yo sabMa ya perfectamente cSmo llegar hasta el montMculo. DespuIs nos
detendrMamos allM por un ratito a pensar el movimiento siguiente. TomI un
puYAado de las tuercas y tornillos que tenMa en el bolsillo y se los mostrI a
Kirill sobre la palma.
- ¿Recuerdas el cuento de Hansel y Gretel que te enseYAaban en la
escuela? Bueno, vamos a hacer lo mismo, pero al revIs.
ArrojI la primera tuerca; no muy lejos, a unos diez metros, como yo
querMa. LlegS sin problemas.
- ¿Viste eso?
- ¿Y quI? - preguntS Il.
- Nada de "y quI". Te preguntI si lo viste.
- Lo vi.
- Ahora lleva la cabina, bien despacio, hasta donde estA la tuerca;
detente a medio metro. ¿Entendido?
- Entendido. ¿Buscas graviconcentrados?
- Busco lo que debo buscar. Espera, arrojarI otra. Mira bien dSnde cae
y no vuelvas a sacarle los ojos de encima.
La segunda tuerca tambiIn cayS sin inconvenientes junto a la primera.
- Vamos.
Hizo arrancar la cabina. Su cara estaba tranquila y despejada.
ComprendMa bien, por lo visto. Todos son iguales, estos tragalibros; para
ellos lo mAs importante es encontrar un nombre para cada cosa. Mientras no
encontrS el nombre tenMa un aspecto lamentable, era un verdadero idiota.
Pero ahora tenMa una etiqueta, graviconcentrados; entonces entendMa todo y
la vida era unas pascuas.
Pasamos sobre la primera tuerca, sobre la segunda, sobre una tercera.
Tender suspiraba, cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, bostezaba
de puros nervios; se sentMa encerrado, pobre tipo. Pero le harMa bien.
BajarMa como cinco kilos; eso es mejor que cualquier dieta. Cuando arrojI la
cuarta tuerca su trayectoria no me gustS del todo. No habrMa podido explicar
quI andaba mal, pero me daba cuenta de que algo fallaba, y sujetI a Kirill
por la mano.
- Quieto - dije -. No te muevas ni un centMmetro.
TomI otra y la lancI mAs alto y mAs lejos.
mosquitos! La tuerca volS normalmente; parecMa caer sin problemas, pero a
mitad de camino fue como si algo la atrajera hacia un lado, con tanta fuerza
que cuando aterrizS quedS hundida en la arcilla.
- ¿Viste eso? - susurrI.
- SSlo en las pelMculas - observS, estirAndose tanto para ver que tuve
miedo de que se cayera -. Tira otra, ¿quieres?
Era triste y divertido. ¡Una!
ArrojI otras ocho tuercas y tornillos hasta conocer la forma de esa ronda de
mosquito. Para ser sincero habrMa alcanzado con siete, pero lancI uno mAs,
bien hacia el medio, para que Il pudiera disfrutar con su concentrado. Se
estrellS en la arcilla como si fuera una pesa de cinco kilos y no un
tornillo, dejando un agujero en la arcilla. Kirill gruYAS de gusto.
- Okey - dije -, ya nos divertimos bastante. Ahora sigamos. Mira bien,
te estoy marcando el camino, asM que no lo pierdas de vista.
AsM dejamos a un lado la roncha de mosquitos y llegamos al montMculo.
Era tan pequeYAo que parecMa un sorete de gato. Hasta entonces yo no habMa
reparado en Il. Quedamos suspendidos en el aire por sobre el montMculo. El
asfalto estaba a menos de seis metros. La visibilidad era muy buena; se veMa
cada brizna de pasto, cada grieta, como en una instantAnea. Bueno, con
arrojar una tuerca podrMamos seguir.
No pude arrojar esa tuerca.
No entendMa lo que me pasaba, pero no podMa decidirme a arrojarla.
- ¿QuI pasa? - preguntS Kirill -. ¿Por quI no seguimos?
- Espera - dije -. CAllate.
HabMa pensado arrojar la tuerca para que avanzAramos tranquilamente,
como sobre manteca derretida, sin mover siquiera las briznas de pasto. En
treinta segundos podMamos llegar al asfalto.
sudor me chorreaba hasta los ojos. Supe que no podMa arrojar la tuerca hacia
allM. A la izquierda, todas las que quisiera, aunque la ruta era mAs larga y
habMa un montSn de guijarros poco simpAtico. Hacia allM sM, pero no hacia
adelante; por nada del mundo.
ArrojI la tuerca hacia la izquierda. Kirill, sin decir nada, hizo girar
la cabina y avanzS hacia ella. DespuIs me mirS. Debo haber tenido bastante
mala cara, porque en seguida apartS la vista.
- EstA bien - dije -. Ahorraremos tiempo si damos un rodeo.
Y lancI la Zltima tuerca hacia el asfalto.
A partir de ese momento fue mucho mAs fAcil. EncontrI la grieta; estaba
limpia, sin desperdicios y sin cambios de olor. Me limitI a observarla, con
silencioso regocijo. Nos levS hasta las puertas del garaje mejor que
cualquier poste, cualquier seYAal.
OrdenI a Kirill que descendiera hasta un metro veinte; me echI de panza
al suelo y mirI hacia las puertas abiertas. Al principio la poderosa luz del
sol no me dejS ver nada. SSlo negrura. DespuIs mis ojos se fueron
acostumbrando. Vi entonces que nada habMa cambiado en el garaje desde la
Zltima vez. El camiSn de la basura seguMa aZn estacionado sobre la fosa, en
perfecto estado, sin agujeros ni manchas. Todo estaba en su sitio sobre el
piso de cemento, tal vez porque en la fosa no habMa demasiada jalea de
brujas y no habMa salpicado hacia afuera desde la Zltima vez.
SSlo una cosa no me gustaba. En la parte trasera del garaje, cerca de
las latas, se veMa algo plateado. Eso no estaba allM antes. Bueno, habMa
algo plateado, y quI.
brillo especial; relucMa un poquito, suave, tranquilamente. Me levantI, me
cepillI la ropa y echI una mirada a mi alrededor. AllM estaban los camiones,
en el baldMo, siempre como nuevos. Hasta parecMan mAs nuevos que la Zltima
vez, Y el camiSn de gasolina, pobrecito, estaba completamente herrumbrado,
listo para caerse a pedazos. AllM estaba tambiIn la cubierta, como ellos lo
tenMan indicado en el mapa.
No me gustaba el aspecto de esa cubierta. La sombra no estaba bien;
tenMamos el sol a la espalda, pero la sombra de la cubierta venMa hacia
nosotros. Bueno, no importaba, estaba bastante lejos. Todo parecMa bien;
podMamos empezar el trabajo.
Pero esa cosa plateada que brillaba allA atrAs, ¿quI era? ¿ImaginaciSn
mMa, no mAs? SerMa lindo sentarse a fumar un cigarrillo y pensarlo bien: por
quI ese resplandor por sobre las latas, por quI no estaba entre ellas, por
quI la sombra de la cubierta. Cuervo Burbridge me habMa dicho algo sobre las
sombras: que eran extraYAas, pero no peligrosas; algo pasa aquM con las
sombras.
Pero ¿quI era ese brillo plateado? ParecMa una telaraYAa de las que
suele haber en los Arboles de los bosques. ¿QuI clase de araYAa podrMa haber
tejido su tela allM? Nunca habMa visto bichos en la Zona.
Lo peor era que mi vacMo estaba precisamente allM, a dos pasos de las
latas. TendrMa que haberlo robado la Zltima vez, y entonces ahora no estarMa
pasando por todos esos problemas. Pero era demasiado pesado. DespuIs de todo
el degenerado estaba lleno; lo levantI sin dificultad, pero eso de llevarlo
sobre la espalda, en cuatro patas, en la oscuridad... Si ustedes nunca
anduvieron con un vacMo a cuestas, hagan la prueba: es como llevar diez
litros de agua sin balde.
Ya era hora de ponerse en marcha. TenMa ganas de un trago. Me volvM
hacia Tender.
- Kirill y yo vamos a entrar al garaje. QuIdate aquM y no toques los
mandos si yo no te lo ordeno, pase lo que pase, aunque la tierra estalle en
llamas aquM mismo. Si te acobardas te espero a la salida.
AsintiS seriamente, como quien dice: "No me voy a acobardar". TenMa la
nariz como una ciruela; mi trompada habMa sido fuerte de veras. BajI
cuidadosamente las sogas de emergencia, observI una vez mAs aquel resplandor
plateado, hice seYAas a Kirill y comencI a bajar. Una vez en el asfalto
esperI a que Il descendiera por la otra soga.
- No te apures - le dije -. No nos corre nadie.
Nos detuvimos sobre el asfalto, con la cabina flotando al lado y las
cuerdas culebreAndonos bajo los pies. Tender asomS la cabeza por encima del
riel y nos mirS con ojos llenos de desesperaciSn. Era hora de ponerse en
marcha.
- SMgueme paso a paso, a dos pasos de distancia. No apartes los ojos de
mi espalda y mantente alerta.
AvancI. Me detuve en el vano de la puerta para mirar a mi alrededor.
¡Es muchMsimo mAs fAcil trabajar a la luz del dMa que de noche! Recuerdo que
una vez estuve tendido en ese mismo vano. Aquello estaba negro como boca de
lobo; la jalea de brujas llameaba desde la fosa en lenguas de color celeste,
como el alcohol encendido. Pero no iluminaban nada. Al contrario, todo
parecMa mAs oscuro, malditas sean.
Ya habMa acostumbrado los ojos a aquella luz lSbrega y podMa ver hasta
el polvo en los rincones mAs oscuros. En verdad habMa algo plateado por
allM; eran hilos plateados que iban desde las latas hasta el techo. SM,
parecMan una tela de araYAa; tal vez no fueran mAs que eso, pero era mejor no
acercarse.
Fue entonces cuando cometM mi error. TendrMa que haberme detenido, con
Kirill bien al lado, esperar a que Il tambiIn acostumbrara los ojos a la
penumbra y entonces seYAalarle la telaraYAa. SeYAalArsela. Pero estaba
habituado a trabajar solo. Vi lo que debMa ver y me olvidI de Kirill.
Di un paso hacia el interior y me dirigM en lMnea recta hacia las
latas. Me inclinI sobre el vacMo. En Il parecMa no haber ninguna telaraYAa.
LevantI un extremo y dije a Kirill:
- Agarra de ahM y no lo dejes caer; es pesado.
LevantI la vista y sentM que algo me apretaba la garganta. No pude
abrir la boca. QuerMa gritar: "¡Quieto!
vez de cualquier modo no habrMa tenido tiempo, pues todo ocurriS demasiado
rApido. Kirill se acercS al vacMo, de espaldas a las latas, y apoyS toda la
espalda en la telaraYAa plateada. CerrI los ojos; quedI aturdido; no oM mAs
que el ruido de la telaraYAa al desgarrarse. Era un sonido coruscante y
dIbil.
AsM estaba todavMa, con los ojos cerrados, sin sentir los brazos ni las
piernas, cuando Kirill hablS:
- Bueno, ¿lo llevamos?
- Vamos.
Levantamos el vacMo y nos dirigimos hacia la puerta, caminando de
costado. Era terriblemente pesado, el maldito; aun entre dos resultaba
difMcil llevarlo. Salimos al sol y nos detuvimos junto a la cabina. Tender
se estirS para tomarlo.
- Bueno - dijo Kirill -. Uno, dos...
- No - interrumpM -. Esperemos un segundo. Primero dIjalo en el suelo.
Lo dejamos.
- Date vuelta. Quiero verte la espalda.
Se volviS sin decir palabra. MirI; no tenMa nada allM. Lo hice girar
para aquM y para allA, pero no tenMa nada. VolvM los ojos hacia las latas;
allM tampoco habMa nada.
- Oye - dije a Kirill, sin sacar los ojos de las latas -. ¿no viste la
telaraYAa?
- ¿QuI telaraYAa? ¿DSnde?
- Bueno, tuvimos suerte.
Sin embargo pensaba: "En realidad todavMa no se puede saber".
- De acuerdo. Levantemos esto.
Metimos el vacMo en la cabina y lo ubicamos de modo tal que no se
moviera. AllM estaba, el minino, brillante y limpito; el cobre relumbraba a
la luz del sol. Su contenido azul vagaba en lentes no corrientes de nubes
entre los dos discos. Comprendimos que no era un vacMo, sino algo asM como
un recipiente, como una jarra de vidrio, lleno de jarabe azul. Lo observamos
un rato mAs antes de trepar a la cabina e iniciar el viaje de regreso sin
mAs vueltas.
¡QuI fAcil era todo para los cientMficos! Para empezar trabajaban a la
luz del dMa. AdemAs, lo Znico bravo era entrar a la Zona, porque para
regresar, la cabina se conduce sola. En otras palabras, tiene un mecanismo,
un cursSgrafo, creo que se llama, que lleva a la cabina exactamente por
donde vino.
Mientras flotAbamos en el aire, en el trayecto de regreso, repitiS
todas las maniobras, deteniIndose por un momento para proseguir en cada
cambio de direcciSn. Pasamos sobre cada uno de los tornillos y las tuercas;
podrMa haberlos recogido, si se me hubiera dado la gana.
Mis novatos estaban eufSricos, por supuesto. Miraban hacia todos lados,
prActicamente sin miedo ya. Empezaron a parlotear. Tender agitaba los brazos
y amenazaba con volver apenas terminara de cenar para trazar la ruta hasta
el garaje. Kirill me tironeS de la manga y comenzS a explicarme el fenSmeno
de la graviconcentraciSn, es decir, la roncha de mosquito. Bueno, los puse
en lMnea, pero no a la fuerza. Les contI, tranquilamente, de todos los
idiotas que reventaban en el camino de regreso.
- Cierren el pico - les dije - y mantengan los ojos abiertos si no
quieren que les pase lo mismo que al petiso Lyndon.
Eso dio resultado. Ni siquiera preguntaron quI habla pasado con el
petiso Lyndon. Avanzamos en silencio. Yo sSlo pensaba en una cosa: cSmo iba
a sacarle la tapa a la botella. Trataba de imaginarme el primer trago, pero
esa telaraYAa me seguMa brillando ante los ojos.
Al fin salimos de la Zona y nos enviaron al despiojador (los
cientMficos lo llaman hangar mIdico) junto con la cabina. Nos baYAaron en
tres tinas diferentes donde hervMan tres soluciones alcalinas; nos
embadurnaron con cierta pasta, nos rociaron con no sI quI polvo y nos
volvieron a lavar. DespuIs nos secaron y dijeron:
-
Tender y Kirill llevaban el vacMo. Eran tantos los que habMan venido a
mirar que no se podMa caminar.
frases de bienvenida, pero ninguno tenMa el valor de tender una mano a los
cansados hIroes. Bueno, eso no era cosa mMa. Ahora ya nada era de mi
incumbencia.
Me quitI el traje especial y lo tirI al suelo (que los malditos
sargentos se encargaran de recogerlo). Fui directamente a las duchas, porque
estaba empapado en sudor de la cabeza a los pies. Me encerrI en uno de los
cubMculos, busquI mi petaca, desenrosquI la tapa y me prendM a ella como una
lamprea.
DespuIs me sentI en el banco, con las rodillas vacMas, la cabeza vacMa,
el alma vacMa. Tragaba ese lMquido fuerte como si fuera agua. VivMa. La Zona
me habMa dejado salir. Me habMa dejado salir, la puta. Esa maldita y
traicionera puta. Estaba vivo. Los novatos nunca sabMan apreciarlo, sSlo un
merodeador sabMa lo que era eso. Las lAgrimas me corrMan por las mejillas,
no sI si por los tragos o por quI. MamI de la petaca hasta dejarla seca. Yo
estaba mojado; la petaca, seca. Por supuesto, no alcanzS para ese Zltimo
sorbo que necesitaba. Pero eso se podMa arreglar. Todo se podMa arreglar
ahora. Vivo.
EncendM un cigarrillo, y mientras fumaba, allM sentado, sentM que todo
andaba bien. Entonces me acordI de la bonificaciSn. isa era una de las
grandes ventajas que tenMamos en el Instituto; podMa ir ya mismo a retirar
el sobre. O tal vez me lo alcanzaran hasta allM, a las duchas.
EmpecI a desvestirme lentamente. Me quitI el reloj y comprobI que
habMamos pasado cinco horas en la Zona.
estremecM. Cinco horas, Dios... Realmente, en la Zona no pasa el tiempo.
Pero pensAndolo bien, ¿quI son cinco horas para un merodeador? Un abrir y
cerrar de ojos. ¿Y si hablamos de doce, de dos dMas? Cuando uno no logra
salir en una noche tiene que pasarse todo el dMa de cara contra el suelo. Ni
siquiera reza; murmura, nomAs, delirando; no sabe si estA muerto o vivo. Al
llegar la segunda noche termina con lo suyo y se arrima al puesto de la
patrulla con el botMn. AllM estAn los guardias, con las ametralladoras. Y
esos malnacidos, esos esfuerzos, lo odian a uno con toda el alma. Pero
arrestar a un merodeador no les hace ninguna gracia, porque les aterroriza
la idea de que uno estI contaminado. Lo Znico que quieren es liquidarlo,
directamente, y para eso llevan todas las de ganar:
probar que lo mataron ilegalmente! AsM que uno vuelve a enterrar la cara en
el suelo y reza hasta que llega la aurora y hasta que vuelva a oscurecer. Y
allM estA el botMn, al lado, y no sabemos si estA allM, nomAs, o si nos estA
matando lentamente. TambiIn se puede terminar como Nudillos Itzak, que se
empantanS al alba entre dos fosas. No podMa avanzar ni hacia la derecha ni
hacia la izquierda. Dispararon contra Il durante dos horas, pero no pudieron
acertarle. Durante dos horas Il se fingiS muerto. Gracias a Dios, al fin le
creyeron y lo dejaron en paz. Yo lo vi despuIs de eso; ni siquiera lo
reconocM. Era un hombre destrozado; ni siquiera seguMa siendo humano.
Me sequI las lAgrimas y abrM la canilla; para ducharme por largo rato.
Primero con agua caliente, despuIs con frMa, despuIs otra vez con caliente.
UsI una barra entera de jabSn. Al final me aburrM y cerrI la ducha. Alguien
estaba golpeando la puerta con ganas. Kirill gritaba.
- ¡Eh, merodeador! ¡Sal de una vez!
Plata. Eso nunca viene mal. AbrM la puerta. AllM estaba Il, medio
desnudo, en calzoncillos. ParecMa en Ixtasis; toda su melancolMa habMa
desaparecido.
- Toma - dijo, entregAndome el sobre -. De parte de la humanidad
agradecida.
- Me cago en tu humanidad. ¿CuAnto hay?
- Teniendo en cuenta tu coraje mAs allA del deber y como excepciSn,
¡dos meses de sueldo!
- SM, ganando dinero asM yo podMa vivir tranquilamente. Si pudiera
cobrar dos meses de sueldo por cada vacMo habrMa mandado al diablo a Ernest
hace mucho tiempo.
- Bueno, ¿estAs contento? - preguntS Kirill. Por su parte, estaba
radiante, feliz; sonreMa de oreja a oreja.
- No estA mal. ¿Y tZ?
il no respondiS. Se prendiS a mi cuello, me apretS contra su pecho
sudoroso y en seguida me apartS de un empujSn. DesapareciS en la ducha de al
lado.
-
calzoncillos, supongo.
- Nada de eso. Tender estA rodeado de periodistas. TendrMas que verlo.
Se ha convertido en un personaje importantMsimo. EstA explicAndoles
autenticadamente...
- ¿CSmo es que les estA explicando?
- Autenticadamente.
- EstA bien, seYAor. La prSxima vez vendrI con el diccionario, seYAor.
Y en ese momento sentM como un shock elIctrico.
- Espera, Kirill. Ven aquM.
- Estoy desnudo.
- Vamos, ven. No soy una damisela.
SaliS. Lo tomI por los hombros y lo puse de espaldas a mM. Nada. Ya
podMa haberlo imaginado. TenMa la espalda limpia; las gotitas de sudor se
estaban secando.
- ¿QuI tienes con mi espalda?
Le di una patada en el traste desnudo, volvM a mi cubMculo y cerrI la
puerta.
ahora las veMa aquM.
que me hubiera gustado era ganarle a Richard, eso era lo que me hubiera
gustado. Ese degenerado sabe jugar a las cartas. No le puedo ganar nunca, ni
aunque vuelva a barajar las cartas, ni aunque las bendiga por debajo de la
mesa.
- Kirill - gritI -, ¿irAs al Borscht esta noche?
- No se dice "Borscht"; se pronuncia "Borshch". CuAntas veces tengo que
repetMrtelo.
- QuI importa. Se escribe B-O-R-S-C-H-T. No jorobes con tus costumbres.
¿Vas o no? Me encantarMa ganarle a Richard.
- Oh, no sI, Red. TZ, alma simple, ni siquiera imaginas lo que hemos
traMdo.
- Y tZ sM, supongo.
- Bueno, yo tampoco, eso es verdad. Pero ahora, por primera vez,
sabemos para quI sirven los vacMos; si mi brillante idea funciona, voy a
escribir una monografMa y te la dedicarI personalmente: "A Redrick Schuhart,
honorable merodeador, con mi respeto y mi gratitud".
- SM, y me mandarAn a la sombra por dos aYAos.
- Pero quedarAs en los anales de la ciencia. Le llamarAn "la jarra de
Schuhart". ¿QuI te parece cSmo suena?
Mientras bromeAbamos me vestM y puse la petaca vacMa en el bolsillo;
despuIs contI mi dinero y me retirI.
- Buena suerte, alma complicada.
No respondiS. El agua hacMa muchMsimo ruido.
En el corredor estaba Tender en persona, enrojecido e inflado como un
pavo, rodeado de compaYAeros de trabajo, periodistas y un par de sargentos,
que reciIn acababan de comer y de escarbarse los dientes. Parloteaba sin
parar.
- La tecnologMa de que gozamos - decMa el muy charlatAn - permite
contar con una garantMa casi absoluta de seguridad y de Ixito.
En ese momento, al verme, se sofrenS un poquito. SonriS y me saludS con
pequeYAas sacudidas de mano. "Bueno, serA mejor que desaparezcamos", pensI.
SeguM en lMnea recta hacia la puerta, pero ya me habMan pescado. En seguida
oM pasos tras de mM.
- ¡SeYAor Schuhart, seYAor Schuhart!
- No habrA declaraciones.
EchI a correr, pero no habMa forma de escaparse. TenMa un tipo con un
micrSfono a la derecha y otro con una cAmara a la izquierda.
- ¿HabMa algo extraYAo en el garaje?
- No habrA declaraciones - repetM, tratando de poner la nuca hacia la
cAmara -. Es un garaje, nada mAs.
- Gracias. ¿QuI le parecen las turboplataformas?
- Maravillosas.
EmpecI a correrme hacia el baYAo de caballeros.
- ¿QuI Piensa de la VisitaciSn?
- Pregunte a los cientMficos - respondM, deslizAndome tras la puerta
del baYAo.
OM que rascaban la puerta y gritI:
- Les recomiendo efusivamente que pregunten al seYAor Tender por quI
razones le ha quedado la nariz como una remolacha. Es demasiado modesto para
sacar el tema, pero fue nuestra aventura mAs interesante.
Salieron a la disparada por el corredor, mAs veloces que caballos de
carrera. AguardI un minuto. Silencio, SaquI la cabeza. Nadie. Entonces
proseguM tranquilamente mi camino, silbando una melodMa. BajI el vestMbulo,
mostrI el pase al sargento polaco y vi que me hacMa la venia. Al parecer, yo
era el hIroe de la jornada.
- Descanse, sargento - dije -. Me siento muy complacido.
ExhibiS tantos dientes como si le hubieran dicho el mejor de los
elogios.
- Bueno, Red, usted es un hIroe, sin duda. Estoy orgulloso de conocerlo
- dijo.
- AsM que ahora tendrA algo que contar a las chicas cuando vuelva a
Suecia.
- ¡QuI le parece!
Supongo que tiene razSn, A decir verdad no me gustan los tipos altos y
de mejillas rosadas. Las mujeres se enloquecen por ellos, vaya a saber por
quI. La estatura no es lo mAs importante.
Pensando en estas cosas iba caminando por las calles, bajo el sol; no
habMa nadie por ahM. De pronto sentM ganas de encontrarme con Guta en ese
mismo instante, en ese mismo lugar. AsM nomAs, mirarla y tenerla de la mano
por un rato. DespuIs de estar en la Zona no se puede hacer otra cosa:
tenerse de las manos y basta. Especialmente si uno piensa en lo que se
comenta sobre cSmo salen los hijos de merodeadores. ¿Pero a quiIn le hacMa
falta estar con Guta?
una botella de algo fuerte!
PasI junto a la playa de estacionamiento. AllM habMa un puesto de
control, con dos patrulleros en su mejor estilo: bajos, amarillos, dotados
de reflectores y ametralladoras, los esfuerzos. Y por supuesto llenos de
policMas con cascos azules. Bloqueaban toda la calle y no habMa forma de
pasar. SeguM caminando con los ojos bajos, porque no me convenMa verlos en
ese momento, a la luz del dMa. Entre ellos habMa dos o tres personajes que
tenMa miedo de reconocer, pues en cuanto lo hiciera
una suerte para ellos que Kirill me hubiera convencido de trabajar para el
Instituto; de lo contrario, por Dios, habrMa descubierto a esas vMboras para
liquidarlas definitivamente.
Me abrM paso por entre la multitud, y estaba casi del otro lado cuando
oM que alguien gritaba:
-
Bueno, eso no tenMa nada que ver conmigo, asM que no me detuve; seguM
caminando mientras buscaba un cigarrillo en los bolsillos. Alguien me
alcanzS y me tomS por la manga. Me sacudM aquella mano; volviIndome a medias
hacia el hombre, dije cortIsmente:
- ¿QuI diablos estA haciendo, seYAor?
- Un momento, merodeador - dijo Il -. Dos preguntas, no mAs.
Lo mirI fijamente. Era el capitAn Quarterblad, un viejo amigo. Estaba
deshidratado y medio amarillento.
-
- No trates de zafarte charlando, merodeador - replicS, enojado, sin
quitarme los ojos de encima -. SerA mejor que me digas por quI no te
detuviste en seguida cuando te llamI.
DetrAs de Il habMa dos cascos azules con las manos en las pistoleras.
No se les veMan los ojos; sSlo las mandMbulas moviIndose bajo los cascos.
¿De quI parte del CanadA traen a esos ursos? ¿O los mandan a criar allA? Por
lo general, los patrulleros no me dan miedo a la luz del dMa, pero aquellos
escuerzos podMan tener la idea de revisarme, cosa que no me gustaba nada.
- ¿Me llamaba a mM, capitAn? - exclamI -. Me pareciS que llamaba a
algZn merodeador.
- ¿Y vas a decirme que tZ no lo eres?
- Cuando terminI el tiempo que me dieron gracias a usted, capitAn, me
enderecI. AbandonI el merodeo. Gracias a usted abrM los ojos, si no hubiera
sido por usted...
- ¿QuI estabas haciendo en el Area de Prezona?
- ¿CSmo quI estaba haciendo? Trabajo allM. Desde hace dos aYAos.
Para terminar de una vez con aquella desagradable conversaciSn mostrI
mis papeles al capitAn Quarterblad. TomS mi libreta y la revisS pAgina por
pAgina, olfateando cada uno de los sellos. Cuando me la devolviS lo hizo con
gran placer. TenMa color en las mejillas y brillo en los ojos.
- PerdSname, Schuhart - dijo -. No lo esperaba de ti. Me alegro de ver
que no echaste en saco roto mis consejos.
si me creerAs, pero hasta en aquel momento yo sabMa que terminarMas
enderezAndote. No podMa creer que un tipo como tZ...
SiguiS y siguiS, como si fuera un disco. Al parecer me habMa echado
encima otro melancSlico curado. Lo escuchI, por supuesto, con los ojos bajos
en seYAal de modestia, entre gestos de asentimiento, abriendo los brazos con
inocencia; si mal no recuerdo tambiIn restreguI tMmidamente los pies contra
la acera. Los gorilas que custodiaban al capitAn escucharon un poco, pero en
seguida se aburrieron y buscaron un lugar mAs interesante. Mientras tanto,
el capitAn seguMa pintando gloriosos paisajes de mi futuro: la educaciSn era
luz; la ignorancia, oscuridad; el SeYAor ama y aprecia a los trabajadores
honestos, etcItera, etcItera. Las mismas idioteces que nos encajaba el cura
en la prisiSn, todos los domingos. Y yo necesitaba un trago; mi sed no podMa
esperar.
"Bueno, me dije, tendrAs que pasar tambiIn por esto. No hay mAs
remedio, asM que ten paciencia, Red, No puede seguir por mucho tiempo; mira,
ya estA perdiendo el aliento. QuI suerte, se detiene" Uno de los patrulleros
empezS a hacer seYAales. El capitAn mirS hacia allA con un suspiro de
fastidio y me tendiS la mano.
- Bueno, me alegro de haberte visto, mi honrado seYAor Schuhart. Me
habrMa gustado brindar por esta amistad. No puedo tomar whisky porque me lo
prohibiS el mIdico, pero me habrMa gustado tomar una cerveza contigo. Pero
el deber me reclama. Ya nos volveremos a encontrar.
Dios no lo permita. Pero le estrechI la mano, me ruboricI y volvM a
restregar el pie, todo como Il querMa. Al fin me dejS ir. SalM como bala
hacia el Borscht.
A esa hora del dMa el Borscht estA siempre vacMo. DetrAs del mostrador
estaba Ernest, secando vasos y mirAndolos a trasluz. A propSsito, es extraYAo
que cuando uno entra los barman estIn siempre secando vasos como si de ello
dependiera su salvaciSn. il se pasa el dMa asM: levantar un vaso, mirarlo de
reojo, sostenerlo a la luz, empaYAarlo con el aliento y frotar. Frota y
frota, lo vuelve a mirar (esta vez por el fondo) y frota otro rato.
-
Me mirS a travIs del vidrio, murmurS algo incomprensible y sin decir
una palabra me sirviS cuatro dedos de vodka. Yo trepI a un taburete, tomI un
trago, hice una mueca, sacudM la cabeza y tomI otro trago. La heladera
ronroneaba, la vitrola automAtica tocaba algo suave y lento y Ernest
trabajaba con otro vaso. Todo era paz. TerminI mi copa y la dejI sobre el
mostrador. Ernest me sirviS en seguida otros cuatro dedos.
- ¿Mejor? - murmurS -. ¿Vas volviendo en ti, merodeador?
- Sigue frotando, ¿quieres? SabrAs que un tipo frotS hasta que apareciS
un genio. TerminS forrado en plata.
- ¿QuiIn era? - PreguntS Ernest, suspicaz.
- Otro barman de aquM. Antes de que vinieras.
- ¿Y quI pasS?
- Nada. Por quI crees que ocurriS esto de la VisitaciSn, fue de tanto
que frotS. ¿QuiInes crees que eran los visitantes?
- Eres un vago - replicS Ernie, aprobando.
Fue a la cocina y volviS con un plato de salchichas asadas. Me puso el
plato delante, me arrimS el ketchup y volviS a sus vasos. Ernest conoce su
oficio. Tiene el ojo entrenado para reconocer al merodeador que vuelve de la
Zona con botMn; sabe tambiIn quI es lo que un merodeador necesita despuIs de
estar en la Zona. Este bueno de Ernie. Todo un humanitario.
TerminI las salchichas, encendM un cigarrillo y empecI a calcular
cuAnto podMa sacar Ernie con nosotros. No sI muy bien a cuAnto se venderA el
botMn en Europa, pero dicen que un vacMo puede llegar casi a los dos mil
quinientos; Ernie no nos da mAs que cuatrocientos. Las pilas, allA, cuestan
al menos cien, y a nosotros, con suerte, nos dan veinte. Claro que embarcar
eso para Europa debe salir un ojo de la cara. Untar una mano por aquM y otra
por allA... y el jefe de estaciSn tambiIn debe estar en la lista de pagos.
PensAndolo bien, Ernest no gana tanto; un quince o veinte por ciento, cuanto
mAs. Y si lo pescan son diez aYAos de trabajos forzados.
En este punto un tipo muy cortIs interrumpiS mis honorables
meditaciones. Yo ni siquiera lo habMa visto entrar. Se anunciS bien al lado
mMo, pidiendo permiso para sentarse.
- Por favor, no tiene por quI.
Era un tipo flaquito de nariz afilada, con corbata de moYAo. Su cara me
parecMa conocida, pero no podMa ubicarlo. SubiS al lado y dijo a Ernest:
-
En seguida se volviS hacia mM.
- Disculpe - dijo -, ¿no nos conocemos? Usted trabaja en el Instituto
Internacional, ¿no?
- SM. ¿Y usted?
SacS rApidamente su tarjeta de presentaciSn y me la puso enfrente:
"Aloysius Maenaught, Agente Plenipotenciario de la Oficina de
EmigraciSn" Claro que lo conocMa. Es de los que joden a la gente para que
salga de la ciudad. Si tal como son las cosas apenas queda la mitad de la
poblaciSn inicial de Harmont, quI pretenderA este tipo, limpiar la ciudad
por completo. ApartI la tarjeta con la uYAa.
- No, gracias. No tengo interIs. Mi sueYAo es morir en mi ciudad natal.
- Pero ¿por quI? - GritS Il en seguida -. Perdone mi indiscreciSn, pero
¿quI lo retiene aquM?
- ¿CSmo? Lindos recuerdos de la infancia. El primer beso en la plaza
municipal. Mamita y papito. Mi primera borrachera, en este mismo bar. La
comisarMa, tan querida para mM.
SaquI un paYAuelo muy usado y me sequI los ojos.
-
il se echS a reMr, tomS un sorbito del whisky canadiense y respondiS
pensativo.
- No entiendo cSmo piensan ustedes, los harmonitas. En esta ciudad la
vida es dura. Hay control militar, pocas diversiones. La Zona estA a un
paso, como si uno estuviera sentado sobre un volcAn. PodrMa estallar una
epidemia en cualquier momento, o algo peor. Comprendo que los viejos quieran
quedarse, pero usted, ¿quI edad tiene usted? ¿VeintidSs, veintitrIs? ¿No se
da cuenta de que la Oficina es una organizaciSn de caridad? No ganamos nada
con esto. Lo Znico que deseamos es que la gente se vaya de este agujero
infernal y vuelva a la corriente de la vida. Nosotros salimos de garantMa
para la mudanza, le buscamos trabajo. En el caso de la gente joven, como
usted, le pagamos estudios. No, no entiendo,
- ¿Es decir que nadie quiere irse?
- No tanto como nadie. Algunos se estAn yendo, sobre todo los que
tienen familia. Pero los jSvenes y los ancianos... ¿QuI buscan aquM? Esto es
un agujero, un pueblo de provincia.
Entonces le contestI como merecMa.
-
Nuestra pequeYAa ciudad es un agujero. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Pero ahora es un agujero hacia el futuro. Vamos a pasar tantas cosas por ese
agujero a su podrido mundo que lo cambiaremos por completo. Y cuando
obtengamos los conocimientos haremos ricos a todos, y volaremos a las
estrellas, y viajaremos adonde nos plazca. Esa es la clase de agujero que
tenemos aquM.
Me interrumpM en ese punto porque vi que Ernest me miraba atSnito. Me
sentM incSmodo; por lo comZn no me gusta usar palabras ajenas, ni siquiera
cuando estoy de acuerdo con ellas. AdemAs todo eso me salMa medio raro.
Cuando lo dice Kirill uno escucha y se olvida de cerrar la boca. Pero por
mAs que yo dijera lo mismo no me salMa igual. Tal vez porque Kirill nunca le
pasaba cosas robadas a Ernest por debajo del mostrador.
Ernie reaccionS velozmente y se apresurS a servirme seis dedos de
combustible, como para que recuperara la cordura. El narigudo seYAor
Maenaught volviS a sorber su whisky.
- Claro, por supuesto. Las pilas inagotables, la panacea azul. Pero
seYAor, ¿de veras cree que todo serA como usted dice?
- Lo que yo creo no es asunto suyo. Hablaba en nombre de la ciudad. En
cuanto a mM: ¿quI tienen ustedes en Europa que yo no haya visto? Se aburren,
lo sI bien. Se rompen el lomo todo el dMa y miran televisiSn toda la noche.
- No es obligatorio que vaya a Europa.
- Todo es igual, salvo que en la AntArtida hace frMo.
Lo mAs asombroso es que yo creMa hasta con la panza todo lo que le
estaba diciendo. Nuestra Zona, esa puta, esa asesina, me era cien veces mAs
querida que todas las Europas y las africas. Y todavMa no estaba borracho.
Por un instante habMa imaginado cSmo tendrMa que volver a casa,
arrastrAndome, con una manga de cretinos como yo; cSmo me empujarMan y me
estrujarMan en el subte, y lo cansado, lo harto que estaba de todo.
- ¿Y usted? - preguntS el hombre a Ernest.
- Yo tengo mi negocio - respondiS Iste, dAndose importancia -. No soy
ningZn pobretSn. He invertido todo mi dinero en este negocio. Hasta el
comandante de la base viene aquM de vez en cuando; un general, ¿quI le
parece? ¿CSmo me voy a ir?
El seYAor Aloysius Maenaught tratS de ganar algunos puntos citando
muchas cifras. Pero yo no escuchaba. TomI un buen trago, bien largo saquI un
montSn de cambio del bolsillo, me bajI del taburete y carguI la vitrola
automAtica. Hay una canciSn allM que se llama "No vuelvas si no estAs
seguro". Me causa un buen efecto despuIs de haber estado en la Zona.
La vitrola aullaba y arrullaba. Me llevI el vaso a un rincSn, donde
esperaba igualar viejos cantos con el bandido de un solo brazo, y el tiempo
pasS volando, como un pAjaro. Cuando echaba el Zltimo centavo en el
artefacto entraron Richard Noonan y Gutalin, para echarse en los brazos
hospitalarios del bar. Gutalin estaba mamado; los ojos se le daban vuelta
para todos lados y buscaba dSnde poner el puYAo. Richard Noonan lo tenMa
tiernamente por el codo y lo distraMa con chistes.
un mono negro y enorme; las manos le llegan hasta las rodillas; Dick, en
cambio, es una cosita regordete y rosada, toda sonrisas.
- ¡Eh! - gritS Dick -. ¡AllA estA Red! ¡Ven con nosotros!
rugiS Gutalin -. En esta ciudad hay sSlo dos hombres de verdad:
Los demAs son todos cerdos o hijos de SatanAs. TZ tambiIn sirves al demonio,
Red, pero todavMa eres humano.
Me acerquI con mi copa. Gutalin me quitS la chaqueta y me hizo sentar a
la mesa.
-
por los pecados de la humanidad. Lloremos, larga y amargamente.
- Lloremos - dije -. Bebamos las lAgrimas del pecado.
- Porque el dMa estA cerca - anunciS Gutalin -. Porque el corcel blanco
estA ensillado y su jinete ha puesto el pie en el estribo. Y las plegarias
de los que se hayan vendido a SatanAs serAn en vano. SSlo los que han
resistido a Il se salvarAn. Ustedes, hijos del hombre, que fueron seducidos
por el diablo, que juegan con los juguetes del diablo, que desentierran los
tesoros de SatanAs, a ustedes les digo: ¡EstAn ciegos!
despierten antes de que sea demasiado tarde!
diablo!
Se interrumpiS como si hubiera olvidado lo que seguMa. De pronto
preguntS, en tono distinto.
- ¿Puedo tomar un trago aquM? Sabes, Red, me emborrachI de nuevo. Me
acusaron de agitador. Les digo: "Despierten, ciegos, estAn cayendo al abismo
y arrastran a otros tambiIn". Pero ellos se rMen, nada mAs. Por eso le
aplastI la nariz al dueYAo del negocio. Ahora me van a arrestar. ¿Y por quI?
Dick se acercS y puso la botella sobre la mesa.
- Hoy corre por mi cuenta - dije a Ernest.
Dick me echS una mirada de soslayo.
- EstA dentro de la ley - dije -. Nos estamos tomando el cheque de la
bonificaciSn.
- ¿Fuiste a la Zona? - preguntS Dick -. ¿Trajiste algo?
- Un vacMo lleno. Para el altar de la ciencia. ¿Vas a servir o no?
- ¡Un vacMo! - repitiS Gutalin, lleno de pena -.
por vaya a saber quI vacMo! Has sobrevivido, pero trajiste otro artefacto
del demonio al mundo. ¿CSmo sabes, Red, cuAnto de pena y de pecado...?
- Calla, Gutalin - dije severamente -. Bebe y festeja que yo haya
vuelto con vida. Por el Ixito, amigos mMos.
Dio buen resultado aquel brindis por el Ixito. Gutalin se vino abajo
por completo. Sollozaba, las lAgrimas le brotaban como agua de una canilla.
Lo conozco bien; es nada mAs que una etapa. Solloza y predica que la Zona es
una tentaciSn del diablo. Que no deberMamos sacar nada de allM y que
deberMamos poner de nuevo en ella todo lo que hemos sacado. Y seguir
viviendo como si la Zona no existiera. Dejar al diablo las cosas del diablo.
Me gusta; me refiero a Gutalin. Siempre me gustan los tipos raros. Cuando
tiene dinero compra el botMn sin regateo, por el precio que los merodeadores
le pidan, y de noche lo lleva a la Zona y lo entierra. Estaba esperando,
pero pronto pararMa.
- ¿QuI es un vacMo lleno? - preguntS Dick -. SI quI son los vacMos, a
secas, pero es la primera vez que oigo hablar de uno lleno.
Se lo expliquI. il asintiS y se lamiS los labios.
- SM, es muy interesante. Una cosa nueva. ¿Con quiIn fuiste, con el
ruso?
- SM, con Kirill y Tender. Lo conoces, ¿no? Es nuestro asistente de
laboratorio.
- Te habrAn vuelto loco.
- Nada de eso, se portaron muy bien. Especialmente Kirill. Es un
merodeador nato. Necesita un poco mAs de experiencia que le lime el apuro.
Con Il irMa a la Zona todos los dMas.
- ¿Y todas las noches? - preguntS, con una mueca de borracho.
- TermMnala, ¿quieres? Un chiste es un chiste.
- Un chiste es un chiste, ya lo sI, pero me puede meter en un montSn de
problemas. Te debo uno.
- ¿QuiIn tiene uno? - preguntS Gutalin, excitado -. ¿CuAl es?
Lo sujetamos por los brazos y volvimos a sentarlo en su silla. Dick le
puso un cigarrillo en la boca y se lo encendiS. Al fin lo calmamos. Mientras
tanto iba entrando mAs y mAs gente. El bar estaba lleno; muchas de las mesas
se habMan ocupado. Ernest llamS a las muchachas, que empezaron a servir
bebidas a los clientes: cerveza, cScteles, vodka. NotI que habMa muchas
caras nuevas en la ciudad, Zltimamente; en su mayorMa, jSvenes novatos con
bufandas largas y brillantes que les colgaban hasta el suelo. Se lo mencionI
a Dick y Il asintiS.
- ¿QuI quieres?
- EstAn empezando un montSn de construcciones. El Instituto va a
levantar tres edificios nuevos. AdemAs piensan cerrar tras un muro toda la
Zona, desde el cementerio hasta el rancho viejo. Ya se acabaron los buenos
tiempos para los merodeadores.
- ¿CuAndo fueron buenos los tiempos para los merodeadores? - observI
yo.
Y pensI: "Caramba, ¿quI novedades son Istas? Parece que ya no voy a
poder hacer un poco de plata extra por ese lado. Tal vez sea para mejor.
Menos tentaciones. IrI a la Zona de dMa, como un ciudadano decente. No se
gana lo mismo, por supuesto, pero es mucho mAs seguro. La cabina, el traje
especial y todo eso, y nada de preocuparse por la patrulla. Puedo vivir del
sueldo y emborracharme con las bonificaciones". Pero entonces me sentM
verdaderamente deprimido. Otra vez a juntar centavitos: Esto lo puedo
comprar, esto no. TendrMa que ahorrar para comprar a Guta los trapos mAs
baratos, dejar los bares, limitarme a los cines modestos. El panorama no era
nada prometedor. Los dMas eran grises, y tambiIn las tardes, y tambiIn las
noches.
Y mientras yo pensaba asM Dick me chillaba en la oreja:
- Anoche, en el hotel, fui al bar para tomar algo antes de acostarme.
HabMa unos tipos nuevos. No me gustS nada el aspecto que tenMan. Uno se
acercS a mM e iniciS una conversaciSn con muchas vueltas, sugiriendo que me
conocMa, que sabe lo que hago, dSnde trabajo, e insinuando que Il me pagarMa
muy bien por varios servicios.
- Un pasador de datos - dije.
Eso no me interesaba mucho. Estaba harto de pasadores de datos y de
charlas sobre trabajitos.
- No, compaYAero, no era eso. Escucha. Le seguM la corriente por un
rato, con mucho cuidado, por supuesto. Tiene interIs en ciertos objetos que
hay en la Zona. De los importantes; las pilas, las picapicas, las gotitas
negras y esas tonterMas no le atraen en absoluto. Se limitS a sugerir
indirectamente lo que quiere.
- ¿QuI es?
- Jalea de brujas, por lo que entendM - respondiS Dick, mirAndome con
expresiSn extraYAa.
- Oh, asM que quiere jalea de brujas, ¿eh? Y ya que estamos, ¿no le
gustarMan algunas lAmparas de la muerte?
- Eso mismo le preguntI yo.
- ¿Y?
- ¿Me creerAs si te digo que tambiIn quiere?
- ¿Ah, sM? - dije -. Bueno, que vaya a buscarlas, Es una pavada. Los
sStanos estAn llenos de jalea de brujas. Que agarre un balde y vaya a
recoger toda la que quiera. Es cosa suya.
Dick no respondiS; me mirS sin sonreMr siquiera. ¿QuI diablos estaba
pensando? ¿No tendrMa intenciones de contratarme a mM? Y en ese momento se
me ocurriS.
- Un momento - dije -. ¿QuiIn era ese tipo? Ni siquiera en el Instituto
dejan estudiar la jalea.
- EstA bien - replicS Dick, hablando con lentitud y sin dejar de
observarme -. Es en la investigaciSn donde estA el verdadero peligro para la
humanidad. ¿Ahora comprendes quiIn era Ise?
No, no entendMa nada.
- ¿Te refieres a los Visitantes?
il riS, me palmeS la mano y dijo:
- ¿Por quI no tomas un trago?
- Por mi parte, de acuerdo.
Pero me sentMa enojado. AsM que los hijos de puta me tienen por idiota,
¿eh?
- Eh, Gutalin - dije -. ¡Gutalin! ¡Despierta!
Gutalin estaba profundamente dormido. Su negra mejilla yacMa sobre la
negra mesa; las manos le colgaban hasta el suelo. Dick y yo tomamos una copa
sin su compaYAMa.
- Ahora bien - exclamI despuIs -. No sI si soy un alma simple o un alma
complicada, pero te dirI lo que puedes hacer con ese tipo. Ya sabes cSmo
quiero a la policMa, pero lo denunciarMa.
- Seguro. Y entonces la policMa te preguntarMa por quI ese tipo fue a
hablar contigo y no con cualquier otro. ¿Y?
- No importa - repuse, sacudiendo la cabeza -. TZ, pedazo de idiota
gordinflSn, hace sSlo tres aYAos que estAs en esta ciudad y nunca fuiste a la
Zona. No has visto la jalea de brujas mAs que en el cine. TendrMas que verla
en la vida real, y ver lo que hace con los seres humanos. Es algo espantoso;
no hay que sacarla de la Zona. Sabes muy bien que los merodeadores son tipos
de agallas, que no piden mAs que plata y mAs plata, pero ni siquiera el
finado Zalamero se habrMa metido en un asunto de esos. Cuervo Burbridge
tampoco aceptarMa. No quiero ni pensar quI clase de tipo puede querer esa
jalea de brujas y para quI.
- Bueno, tienes razSn - dijo Dick -. Pero te dirI: no me gustarMa que
cualquier dMa me encontraran en la cama, habiendo cometido suicidio. No soy
merodeador, pero si una persona prActica, y me gusta vivir. Hace mucho que
lo hago y ya me acostumbrI.
- ¡SeYAor Noonan! - gritS Ernest desde el mostrador -.
-
de EnvMos. Se encuentran en cualquier parte. Permiso, Red.
Se levantS para atender el telIfono, mientras yo me quedaba con Gutalin
y la botella; puesto que Gutalin no ayudaba en nada, ataquI la botella por
mi cuenta. Maldita Zona; es imposible escapar de ella. Vaya uno donde vaya,
hable con quien hable, siempre la Zona, la Zona. Para Kirill es fAcil hablar
de la paz eterna y de la armonMa que vendrA de la Zona. Kirill es un buen
tipo, nada tonto (por el contrario, es inteligente de veras), pero no sabe
un bledo de la vida. Ni siquiera imagina quI clase de malhechores y
criminales merodean por la Zona. Y ahora alguien quiere meter la mano en esa
jalea de brujas. Gutalin serA un borrachMn y un chiflado por la religiSn,
pero a lo mejor no estA tan desacertado. Tal vez deberMamos dejar al diablo
las cosas del diablo y no tocar.
Uno de aquellos novatos de bufanda brillante ocupS la silla de Dick.
- ¿El seYAor Schuhart?
- SM. ¿QuI hay?
- Me llamo Creonte. Soy de Malta.
- ¿CSmo andan las cosas por Malta?
- Las cosas andan muy bien por Malta, pero no es de eso que querMa
hablarle. Ernest me dijo que lo viera a usted.
"AjA", pensI. "Ese Ernest es un hijo de puta. No hay una gota de piedad
en Il. AquM estA este muchacho: bronceado, limpio, lindo. TodavMa no sabe lo
que es afeitarse o besar a una mujer. Pero a Ernest no le importa nada. Lo
Znico que quiere es mandar mAs gente a la Zona. SSlo uno de cada tres sale
con botMn, pero eso para Il es dinero."
- ¿CSmo anda el viejo Ernest? - preguntI. il mirS hacia el mostrador.
- Tiene buen aspecto. Me gustarMa estar en lugar de Il.
- A mM no. ¿Quiere una copa?
- Gracias, no bebo.
- ¿Un cigarrillo?
- Perdone, pero tampoco fumo.
- Maldito seas. ¿Para quI diablos quieres la plata, entonces? il se
ruborizS y dejS de sonreMr.
- Tal vez eso sea cosa mMa solamente - dijo en voz baja -. ¿No le
parece, seYAor Schuhart?
- Tienes toda la razSn del mundo.
Me servM otros cuatro dedos, Ya me estaba zumbando la cabeza y sentMa
una agradable pesadez en los miembros. La Zona me habMa liberado por
completo.
- En este momento estoy completamente borracho - aclarI -. Estoy
celebrando, como puedes ver. EntrI en la Zona, salM vivo y ademAs con
dinero. Eso no ocurre con frecuencia; que la gente salga viva, y con dinero
menos todavMa. AsM que preferirMa dejar cualquier asunto serio para mAs
tarde.
il se levantS de un salto, pidiendo disculpas. Entonces vi que Dick
habMa regresado. Estaba de pie junto a la silla. Por la cara que traMa me di
cuenta de que pasaba algo feo.
- A que tus tanques pierden otra vez el vacMo.
- SM - dijo -. Otra vez.
Se sentS, se sirviS un trago y volviS a llenar mi vaso. ComprendM que
el problema no tenla ninguna relaciSn con mercaderMas en mal estado. En
realidad le importaba un cuerno lo de los envMos:
- Bebamos, Red - dijo, y sin esperarme bajS su vaso de un trago y se
sirviS otro -. ¿Sabes que muriS Kirill Panov?
Estaba tan aturdido que no entendM bien. Alguien habMa muerto, y quI.
- Bueno, bebamos por el difunto.
Me mirS abriendo mucho los ojos. SSlo entonces sentM como si se me
hubiera roto un resorte dentro del cuerpo. Recuerdo que me levantI y me
apoyI contra la mesa para mirarlo.
- ¿Kirill?
TenMa la telaraYAa ante los ojos, la oMa crujir al romperse. Y a travIs
del misterioso ruido de ese crujir oM la voz de Dick, como si viniera de
otra habitaciSn.
- Ataque al corazSn. Lo encontraron en la ducha, desnudo. Nadie
entiende quI le pasS. Preguntaron por ti. Les dije que estabas
perfectamente.
- ¿QuI quieren entender? Es la Zona.
- SiIntate. SiIntate y toma algo.
- La Zona - repetM, sin poder dejar de pronunciar esa palabra -. La
Zona, la Zona...
No veMa nada a mi alrededor, salvo la telaraYAa. Todo el bar estaba
preso en la telaraYAa, y cuando la gente se movMa la telaraYAa crujMa
suavemente. El muchacho maltIs estaba de pie en el medio, con cara de
sorprendido. No comprendMa una palabra.
- Muchachito - le dije con suavidad -, ¿cuAnto necesitas? ¿Te
alcanzarMa con mil? Toma, aquM tienes.
Le arrojI el dinero a puYAados y empecI a gritar:
- ¡Ve a decirle a Ernest que es un hijo de puta, una porquerMa!
tengas miedo, dMselo! Porque ademAs es cobarde. DMselo, y despuIs te vas
directamente a la estaciSn y sacas pasaje para Malta.
ninguna parte! - No sI que otra cosa gritI. Pero sM recuerdo que terminI
ante el mostrador, donde Ernest me dio un vaso de soda.
- Parece que hoy tienes dinero - dijo.
- SM, tengo un poco.
- ¿Por quI no me haces un prIstamo? MaYAana tengo que pagar los
impuestos.
En ese momento me di cuenta de que tenMa un manojo de billetes en la
mano.
- AsM que no acepto - dije, mirando el montSn -. Creonte de Malta es un
joven orgulloso, por lo que veo. Bueno, yo no tengo nada que ver con eso.
Todo estA en manos del destino.
- ¿QuI te pasa? - dijo mi amigo Ernie -. ¿Tomaste demasiado?
- No, estoy muy bien - dije -. En perfectas condiciones.
Listo para las duchas.
- ¿Por quI no te vas a tu casa? Bebiste demasiado.
- MuriS Kirill - le dije.
- ¿QuI Kirill? ¿El manco?
MAs manco serAs tZ, hijo de puta. Ni con mil como tZ se podrMa hacer un
solo hombre como Kirill. Rata, malnacido, degenerado hijo de puta. Compras y
vendes muerte, eso es. Nos tienes a todos comprados con tu plata. ¿Te
gustarMa que te hiciera pedazos el local?
Justo cuando retrocedo para asestarle uno de los buenos alguien me
sujetS y me llevS a otro lado. Yo no entendMa nada ni querMa entender.
GritI, luchI, lancI puntapiIs. Cuando recobrI el sentido estaba en el baYAo,
todo mojado, con la cara a la miseria. Ni siquiera me reconocM al mirarme en
el espejo. Se me contraMa la mejilla, cosa que nunca me habMa pasado. Desde
fuera me llegS ruido de pelea, platos rotos, gritos de mujeres y los rugidos
de Gutalin, mAs potentes que los de un oso pardo:
-
simientes del diablo?
Y el ulular de las sirenas de policMa.
En cuanto las oM, mi cerebro se aclarS como un cristal. RecordI todo,
supe todo, comprendM todo. En el alma no me quedaba mAs que un odio helado.
"¡Muy bien!, pensI,
merodeador, grandMsimo chupasangre!".
SaquI un picapica del bolsillo chico. Era nuevito, sin usar. Lo apretI
un par de veces para ponerlo en funcionamiento, abrM la puerta que daba al
bar y lo dejI caer silenciosamente en la escupidera. DespuIs abrM la ventana
y salM a la calle. Me habrMa gustado quedarme por allM para ver quI pasaba,
pero tenMa que irme cuanto antes. Los picapicas me provocan hemorragias
nasales.
Mientras corrMa por el patio trasero oM que mi picapica funcionaba a
toda marcha. Primero todos los perros del vecindario comenzaron a aullar y a
ladrar; los perros sienten los picapicas antes que los humanos. En seguida
alguno de los que estaban en el bar chillS con tantas ganas que se me
taparon los oMdos, aun a esa distancia. No me costS imaginar a esa multitud
que se enloquecMa allM dentro: algunos caerMan en una profunda depresiSn,
otras saldrMan volando y algunos se dejarMan ganar por el pAnico. El
picapica es algo terrible. PasarA mucho tiempo antes de que Ernest vuelva a
llenar el local. No le costarA mucho adivinar que fue obra mMa, por
supuesto, pero me importa un rAbano. Se acabS. Red, el merodeador, ya no
existe. Estoy harto. Basta de arriesgar mi vida y enseYAar a otros tontos a
arriesgar la de ellos. Kirill, compaYAero, viejo amigo, estabas equivocado.
Lo siento, pero estabas equivocado. Es Gutalin quien tiene razSn. ise no es
sitio para seres humanos. La Zona estA maldita.
SaltI por el cerco y tomI rumbo a casa. Me mordMa los labios; tenMa
ganas de llorar, pero no podMa. No veMa mAs que vacuidad, tristeza. Kirill,
compaYAerito, mi Znico amigo, ¿cSmo pudo ocurrir esto? ¿CSmo me las arreglarI
sin ti? TZ me pintabas imAgenes maravillosas de un mundo nuevo y distinto.
¿Y ahora? Alguien, en la lejana Rusia, llorarA por ti, pero yo no puedo. Y
todo fue culpa mMa. MMa, mMa solamente, porque soy un inZtil. ¿CSmo se me
ocurriS meterte en ese garaje sin dejar que acostumbraras los ojos a la
oscuridad?
HabMa vivido toda mi existencia como un lobo, sin preocuparme mAs que
por mM mismo. Y de pronto habMa decidido convertirme en un benefactor,
hacerle un pequeYAo regalo. ¿Para quI demonios le mencionI ese vacMo? Cada
vez que lo pensaba sentMa un dolor en la garganta, ganas de aullar. Tal vez
lo hice, porque la gente me evitaba por la calle. Y de pronto las cosas
mejoraron: Guta venMa hacia mM. VenMa hacia mM, mM preciosa, mi querida,
caminando con esos piececitos hermosos, con la falda balanceAndose sobre las
rodillas. En cada puerta habMa un par de ojos que la seguMan, pero ella
caminaba en lMnea recta, sin mirar a nadie. Me di cuenta entonces de que me
estaba buscando.
- Hola - dije -. Guta, ¿adSnde vas?
ApreciS con una sola mirada mi cara aporreada, mi chaqueta empapada,
mis manos lastimadas, pero no dijo una palabra.
- Hola, Red. Iba a verte.
- Ya lo sI. Vamos a mi casa.
Se volviS sin decir nada. Tiene una cabeza preciosa y un cuello largo,
como una yegua joven, orgullosa, pero sumisa ante el amo.
- No sI, Red. Tal vez no quieras verme mAs.
Se me estrujS el corazSn. ¿Y eso? Pero hablI tranquilamente:
- No entiendo adSnde quieres llegar, Guta. Perdona, hoy estoy un poco
borracho y no razono bien. ¿Por quI crees que no voy a querer verte mAs?
La tomI de la mano y los dos echamos a andar lentamente hacia mi casa.
Todos los que la habMan estado mirando se apresuraron a esconderse. Vivo en
esa calle desde que nacM y todos conocen muy bien a Red. Y el que no me
conoce no tardarA en hacerlo; es algo que se siente.
- MamA quiere que me haga un aborto - dijo, de pronto -. Y yo no
quiero.
Di varios pasos mAs antes de comprender lo que estaba diciendo.
- No quiero abortar. Quiero tener un hijo tuyo. Puedes hacer lo que
quieras, irte al Zltimo rincSn del mundo. No te voy a retener.
La escuchI, vi que se iba alterando mAs y mAs, mientras yo me sentMa
cada vez mAs aturdido. Eso no tenMa pies ni cabeza. En el cerebro me zumbaba
un pensamiento absurdo: un hombre menos, un hombre mAs.
- Ella me dice que si tengo un hijo de un merodeador serA un monstruo,
que eres un vagabundo, que la criatura y yo no tendremos familia. Que hoy
estAs libre y maYAana en la cArcel. Pero todo eso no me importa, estoy
dispuesta a cualquier cosa. Puedo arreglarme sola y criarlo hasta que sea
hombre: sola. Lo tendrI sola, lo criarI sola y lo educarI sola. Me las puedo
arreglar sin ti, tambiIn, pero no vuelvas a buscarme. No te dejarI pasar de
la puerta.
- Guta, querida mMa - dije -, espera un minuto...
No pude seguir hablando. Una risa nerviosa, idiota, me crecMa dentro,
surgMa ya.
- Pichoncita mMa, entonces ¿para quI me buscas?
Estaba riendo como un campesino estZpido mientras ella lloraba contra
mi pecho,
- ¿QuI serA de nosotros, Red? - preguntS entre sus lAgrimas -. ¿QuI
serA de nosotros?
2. Redrick Schuhart, veintiocho aYAos, casado, sin ocupaciSn permanente.
Redrick Schuhart, echado tras una lApida, observaba al patrullero por
entre las ramas del fresno, los reflectores del coche se paseaban por el
cementerio; de vez en cuando le daban en los ojos, haciIndole parpadear y
contener el aliento.
HabMan pasado dos horas, pero nada cambiaba en la ruta. El patrullero
seguMa estacionado en el mismo lugar, con el motor en marcha, revisando con
sus tres reflectores las tumbas en decadencia, las cruces torcidas y
herrumbradas, los fresnos demasiado crecidos y sin podar, y la parte alta
del muro de tres metros de ancho, que terminaba allM, a la izquierda.
La patrulla de la costa tenMa miedo a la Zona. Ni siquiera bajaban del
coche. Cerca del cementerio el miedo era tan grande que no se atrevMan a
disparar. Redrick los oMa hablar en voz baja de tanto en tanto; a veces,
alguna colilla volaba desde los vidrios del coche para rodar por la ruta,
resbalando, esparciendo dIbiles chispas rojas. Todo estaba muy hZmedo; habMa
llovido poco antes, y aquel frMo malsano se le filtraba por el mameluco
impermeable.
Redrick soltS la rama con cuidado, volviS la cabeza y prestS atenciSn.
Hacia la izquierda (en algZn sitio no demasiado alejado, pero tampoco
demasiado cerca) habMa otra persona. OyS crujir las hojas una vez mAs, y la
tierra que cedMa; al fin se oyS el golpe seco de algo duro y pesado al caer.
Redrick empezS a arrastrarse hacia atrAs, con mucha prudencia y sin volver
la cabeza, aferrado al pasto hZmedo. El rayo luminoso le pasS por sobre la
cabeza. il permaneciS un instante quieto como una estatua, siguiIndolo en su
silencioso paseo. Entre las cruces le pareciS ver a un hombre de negro,
sentado sin moverse en una de las tumbas. Estaba apoyado sin disimular
contra un obelisco de mArmol y volvMa hacia Redrick la cara blanca, las
cuencas negras y hundidas. No lo habMa visto con claridad, pues apenas fue
un segundo, pero tenMa todos los detalles archivados en la imaginaciSn.
Se arrastrS unos pasos mAs y buscS la petaca que tenMa en la chaqueta.
La sacS; apoyS el metal caliente contra la mejilla durante un rato. DespuIs,
aZn aferrado a la petaca, siguiS reptando. DejS de escuchar y mirS a su
alrededor.
En la pared habMa una abertura. AllM estaba Burbridge, con un agujero
de bala en el impermeable a rayas de color gris plomo. TodavMa seguMa de
espaldas, tironeando del cuello de su tricota con las dos manos y gimiendo
de dolor. Redrick se sentS junto a Il y desenroscS la tapa de la petaca.
LevantS con cuidado la cabeza a su compaYAero, sintiendo en la palma la calva
caliente, sudorosa, pegajosa, y le llevS el pico a los labios. Estaba
oscuro, pero los dIbiles rayos de los reflectores le permitieron ver los
ojos dilatados y vidriosos de Burbridge, la oscura barba de pocos dMas que
le cubrMa las mejillas. Burbridge bebiS Avidamente varios tragos; en seguida
tendiS una mano nerviosa para palpar el saco donde tenMa el botMn.
- Volviste... Red... Buen compaYAero. No eres capaz de abandonar a un
viejo para que muera.
Redrick echS la cabeza atrAs y tomS un trago largo.
- TodavMa estA allM, como si estuviera clavado a la ruta.
- No es casualidad. Alguien pasS el dato. Nos estaba esperando.
Hablaba con grandes esfuerzos, en un solo aliento.
- Puede ser - respondiS Redrick -. ¿Quieres otro trago?
- No. Por ahora basta. No me abandones. Si no me abandonas no morirI.
No tendrAs que arrepentirte. ¿Verdad que no me abandonarAs, Red?
Redrick no respondiS. Estaba mirando hacia la carretera, hacia los
destellos de luz. Desde allM veMa el obelisco de mArmol, pero no si Il
estaba sentado allM o no.
- Oye, Red, no estoy diciendo tonterMas. No te arrepentirAs. ¿Sabes por
quI vive todavMa el viejo Burbridge? ¿Lo sabes? Bob el Gorila reventS.
FaraSn el Banquero estirS la pata, y quI merodeador era, pero muriS.
Zalamero tambiIn. Y Norman el Cuatro-Ojos, y Culligan, y Pedro el RoYAa.
Todos. Soy el Znico que sigue vivo. ¿Y por quI? ¿Lo sabes?
- Siempre fuiste una rata - dijo Red, sin quitar los ojos de la
carretera -. Un hijo de puta.
- Una rata, es cierto. Si no lo eres, no pasas adelante. Pero todos lo
eran. FaraSn, Zalamero... Sin embargo soy el Znico que queda. ¿Sabes por
quI?
- SM, lo sI - dijo Red, para acabar con la charla.
- Mientes. No lo sabes. ¿Has oMdo hablar de la Bola Dorada?
- SM.
- ¿Crees que se trata de un cuento de hadas?
- SerA mejor que calles. Ahorra fuerzas.
- Estoy bien. TZ me sacarAs de aquM. Hemos ido a la Zona tantas
veces... ¿SerMas capaz de abandonarme? Te conocM cuando... Eras tan
chiquito... Tu padre...
Redrick no respondiS. Hubiera dado cualquier cosa por fumar un
cigarrillo. SacS uno, rompiS el tabaco entre las manos y lo olfateS. No
sirviS de nada.
- Tienes que sacarme de aquM. Me quemI por causa tuya. Fuiste tZ el que
no quiso traer al maltIs.
El maltIs ardMa por ir con ellos. Los habMa tentado toda la tarde,
ofreciIndoles un buen porcentaje, jurando que conseguirMa un traje especial.
Burbridge, que estaba sentado junto a Il, seguMa guiYAando el ojo a Red bajo
su mano curtida: "LlevImoslo, no nos irA mal". Tal vez fue por eso que Red
se negS.
- Te pasS eso por ambicioso - dijo frMamente Red -, Yo no tengo nada
que ver. SerA mejor que te quedes quieto.
Por un rato Burbridge se limitS a gemir. VolviS a meterse los dedos por
el cuello de la tricota, echando la cabeza hacia atrAs.
- Puedes quedarte con todo el botMn - jadeS -. Pero no me abandones.
Redrick mirS su reloj. No faltaba mucho para el alba, y el patrullero
no se iba. Los reflectores seguMan buscando entre los arbustos, y ellos
habMan dejado el jeep camuflado muy cerca de donde estaba el patrullero; lo
encontrarMan en cualquier momento.
- La Bola Dorada - dijo Burbridge -. La hallI. Se contaban tantas
leyendas sobre ella. Yo mismo inventI unas cuantas. Que te concedMa
cualquier deseo...
aquM. EstarMa dAndome la gran vida en Europa, nadando en plata.
Redrick bajS la vista hacia Il. Ante aquella luz azulada y parpadeante,
la cara de Burbridge, vuelta hacia arriba, parecMa la de un muerto, pero sus
ojos vidriosos estaban fijos en Redrick.
- Juventud eterna, quI diablos la iba a conseguir. Plata, eso menos,
quI diablos. Pero conseguM salud. Y buenos hijos. Y estoy vivo. Ni siquiera
imaginas en quI lugares he estado, pero todavMa estoy vivo.
Se lamiS los labios y prosiguiS:
- SSlo pido una cosa: seguir vivo. Y tener salud. Y los hijos.
- ¿Quieres callarte? - dijo Redrick, al fin -. Pareces una mujer. Si
puedo te sacarI de aquM. Lo siento por tu Dina. TendrA que hacer la calle.
- Dina - susurrS Asperamente el viejo -. Mi pequeYAa. Mi preciosa. EstAn
malcriados, Red. Nunca les neguI nada. Se verAn perdidos. Arthur, mi Artie.
TZ lo conoces, Red. ¿Alguna vez viste un muchacho como Il?
- Ya te lo dije: si puedo te salvarI.
- No - replicS Burbridge, tercamente -. Me sacarAs de aquM sea como
sea. La Bola Dorada. ¿Quieres que te diga dSnde estA?
- Dale.
Burbridge gimiS y moviS el cuerpo.
- Mis piernas... FMjate cSmo estAn.
Redrick alargS una mano y la deslizS por la pierna, por debajo de la
rodilla.
- Los huesos... - gimiS el herido -. ¿TodavMa hay huesos allM?
- Hay huesos. Deja de meter bulla.
- EstAs mintiendo. ¿Para quI mentir? ¿Crees que no lo sI, que nunca he
visto nada de esto?
En realidad no tocaba mAs que la rStula. Por debajo, hasta el tobillo,
la pierna era como un palo de goma. Se podMan haber hecho nudos con ella.
- Las rodillas estAn enteras - dijo Red.
- Seguro que mientes - dijo tristemente Burbridge.
- Bueno, estA bien. TZ sAcame de aquM, nada mAs. Te darI todo. La Bola
Dorada. Te dibujarI un mapa. Con todas las trampas. Te contarI todo.
PrometiS muchas otras cosas, pero Redrick no le prestaba atenciSn.
Estaba mirando hacia la carretera. Los reflectores habMan dejado de recorrer
las matas. Estaban paralizados. Todos convergMan sobre aquel obelisco. En la
neblina azul brillante, Redrick vio que la silueta negra y encorvada se
paseaba por entre las cruces; parecMa moverse a ciegas, directamente hacia
los focos. Redrick lo vio chocar contra una cruz enorme, tambalearse, volver
a caer contra la cruz y finalmente caminar alrededor de ella para continuar
la marcha, con los brazos extendidos hacia adelante y los dedos estirados,
abiertos. De pronto desapareciS como si lo hubiera tragado la tierra; pocos
instantes despuIs reapareciS hacia la derecha, algo mAs lejos; caminaba con
una terquedad inhumana y estrafalaria, como un juguete al que le hubieran
dado cuerda.
De pronto las luces se apagaron. ChirriS la transmisiSn, rugiS el
motor; entre las matas aparecieron las luces de seYAales, azules y rojas. El
patrullero saliS disparado, acelerando salvajemente rumbo a la ciudad, y
desapareciS tras el muro.
Redrick tragS saliva y bajS la cremallera de su mameluco.
- Se han ido - murmurS Burbridge, febril -. Red, vAmonos, pronto.
GirS sobre sM, buscando a tientas su bolsa, y tratS de levantarse.
- Vamos, ¿quI esperas?
Redrick seguMa mirando hacia la ruta. Estaba a oscuras y ya no se veMa
nada, pero Il merodeaba todavMa por ahM, seguramente, como un autSmata,
tropezando, cayendo, golpeAndose contra las cruces o enredAndose en los
matorrales.
- Bueno - dijo Red en voz alta -, vamos.
LevantS a Burbridge, que se le colgS del cuello con la mano izquierda.
Redrick, imposibilitado de erguirse, se arrastrS en cuatro patas, llevAndolo
sobre la espalda; asM pasS por la grieta de la pared, agarrAndose del pasto
mojado.
- Vamos, vamos - susurrS Asperamente Burbridge -. No te preocupes: yo
tengo el botMn y no lo soltarI.
El sendero le era conocido, pero el pasto mojado lo hacMa resbaloso y
las ramas de los fresnos le azotaban la cara; aquel viejo robusto era
insoportablemente pesado, como un cadAver; la bolsa del botMn hacMa ruido y
se enganchaba en todas partes; ademAs Red tenMa miedo de encontrarse con Il,
que podMa estar en cualquier lugar, en medio de aquella oscuridad.
Cuando salieron a la carretera todavMa estaba oscuro, pero ya se
presentMa el alba. En los bosquecillos, del otro lado de la ruta, los
pAjaros comenzaban a piar, inseguros y soYAolientos, la penumbra nocturna
estaba tomando un tono azul sobre las casas negras de los suburbios
distantes. Desde allM venMa una brisa hZmeda y frMa. Redrick dejS a
Burbridge en el recodo de la ruta y cruzS el pavimento como una gran araYAa
negra. No tardS en hallar el jeep; apartS las ramas que cubrMan los
paragolpes y la capota, y condujo hacia el asfalto sin encender las luces.
AllM estaba Burbridge, con la bolsa en una mano, tocAndose las piernas con
la otra.
- ¡ApZrate! ApZrate, las rodillas, todavMa tengo rodillas.
pudiera salvar las rodillas!
Redrick lo levantS y lo arrojS por sobre su costado, hacia el asiento
trasero. Burbridge aterrizS allM con un gruYAido, pero sin soltar la bolsa.
Redrick recogiS el impermeable de rayas grises y lo cubriS con Il. Burbridge
logrS incluso quitarse el saco.
Red sacS una linterna y revisS el recodo en busca de huellas. No habMa
muchas. El jeep habMa aplastado algunos pastos altos al salir a la
carretera, pero la hierba se volverMa a erguir en un par de horas. HabMa una
enorme cantidad de colillas en torno al sitio que ocupara un rato antes el
patrullero. Al verlas, Redrick recordS que tenMa ganas de fumar. EncendiS un
cigarrillo, aunque mAs aun deseaba salir de allM lo antes posible. Pero
todavMa no podrMa hacerlo. Era necesario actuar lentamente y a conciencia.
- ¿QuI pasa? - gimiS Burbridge desde el auto -. TodavMa no volcaste el
agua y los aparejos de pesca estAn secos. ¿QuI espera?
botMn!
- ¡CAllate!
- ¿QuI suburbios? ¿EstAs loco?
puta!
Redrick dio una Zltima chupada y guardS la colilla en la caja de
fSsforos.
- No seas idiota, Cuervo. No podemos pasar directamente por la ciudad.
Hay tres calles bloqueadas. Nos detendrAn por lo menos una vez.
- ¿Y quI?
- En cuanto te vean los pies se acabS la juerga.
- ¿QuI hay con mis pies? Estuvimos pescando. Me lastimI las piernas,
eso es todo.
- ¿Y si te las palpan?
- Que las palpen. GritarI tanto que no volverAn a palpar, una pierna en
su vida.
Pero Redrick ya estaba decidido. LevantS el asiento del conductor, con
la linterna encendida; abriS un compartimiento secreto y dijo:
- A ver, dame eso.
El tanque de nafta que tenMan bajo el asiento era falso. Redrick tomS
la bolsa y la puso dentro, prestando atenciSn a los tintineos que se oMan en
ella.
- No quiero correr ningZn riesgo - murmurS -. No tengo derecho.
VolviS a poner la tapa, la cubriS con basuras y trapos y colocS
nuevamente el asiento. Burbridge gemMa, gruYAMa, le suplicaba que se apurara
y le prometMa la Bola Dorada. AgitAndose en el asiento, miraba ansiosamente
los rayos de luz, cada vez mAs intensos. Redrick no le prestS atenciSn;
abriS la bolsa plAstica llena de agua, que contenMa un pez, y volcS el agua
sobre los aparejos de pesca; en cuanto al agitado pez, lo echS en el
canasto. DespuIs doblS la bolsa de plAstico y se la guardS en el bolsillo.
Ya estaba todo en orden: dos pescadores que volvMan de una salida no muy
provechosa. Se instalS al volante y puso el motor en marcha.
No encendiS las luces hasta no llegar a la curva. Hacia la izquierda se
extendMa aquel muro de tres metros de ancho, bordeando la Zona; hacia la
derecha, de vez en cuando, alguna cabaYAa abandonada, con las ventanas
claveteadas y la pintura saltada. Redrick veMa bien en la oscuridad; ademAs,
de cualquier modo, ya no estaba tan oscuro, y por otra parte Il sabMa que
vendrMa. AsM que cuando vio aquella silueta encorvada delante del auto,
caminando a paso rMtmico, ni siquiera aminorS la marcha. Se encorvS sobre el
volante. il caminaba por el medio de la ruta; como todos los de su especie,
se dirigMa hacia la ciudad. Redrick lo dejS a la izquierda y acelerS.
-
¿viste eso?
- SM.
- ¡Dios!
Y de pronto Burbridge empezS a rezar en voz alta.
-
La curva tenMa que estar allM, muy cerca. Redrick aminorS la marcha,
buscando entre la hilera de casas decadentes y entre los cercos de la
derecha. La vieja cabaYAa del transformador, la pIrtiga con los soportes, el
puente podrido sobre la alcantarilla. Redrick hizo girar el volante. El
coche virS con una sacudida.
- ¿AdSnde vas? - gimiS Burbridge -.
hijo de puta!
Redrick se volviS por un segundo y le asestS una bofetada en la cara
barbuda. Burbridge, con un balbuceo, optS por guardar silencio. El coche se
sacudMa mucho; las ruedas resbalaban en el barro fresco dejado por la lluvia
de esa noche.
Redrick encendiS las luces; los rayos blancos y bamboleantes iluminaron
viejos senderos invadidos por la lluvia, grandes charcos, cercos podridos e
inclinados. Burbridge lloraba, sollozaba, sorbMa. Ya no prometMa nada mAs.
Se quejaba y amenazaba, pero en voz muy baja y nada clara; Redrick no
comprendMa mAs que unas pocas palabras sueltas. Algo sobre piernas, rodillas
y su querido Artie. Al fin callS.
La aldea se extendMa a lo largo del borde occidental de la ciudad. En
otros tiempos habMa allM casas de verano, jardines, huertas y las mansiones
de verano pertenecientes a los fundadores de la ciudad y a los directores de
la planta. Terrenos verdes y agradables, con pequeYAos lagos y limpias playas
de arena, bosquecillos de abedules y estanques llenos de carpas. El hedor y
la contaminaciSn de la planta nunca llegaban a ese verde claro... y tampoco
el agua corriente ni el sistema cloacal de la ciudad. Pero ahora estaba todo
abandonado. SSlo una de las casas ante las cuales pasaron estaba habitada;
en la ventana se veMa una luz amarilla a travIs de las cortinas corridas, en
la soga habMa ropa mojada por la lluvia y un perro enorme se precipitS
furiosamente contra el vehMculo, para perseguirlo a travIs del barro que
lanzaban las ruedas.
Redrick condujo con cuidado por un viejo puente desvencijado. Cuando
tuvo a la vista la entrada a la Autopista del Oeste detuvo el coche y apagS
el motor. DespuIs se bajS para caminar hasta la ruta sin mirar a Burbridge,
con las manos metidas en los bolsillos hZmedos del mameluco. Ya estaba
claro. Todo, a su alrededor, seguMa hZmedo, silencioso y soYAoliento. ObservS
la ruta por entre los arbustos del costado. Desde ese punto se veMa
claramente el puesto de policMa: una pequeYAa casa rodante con tres ventanas
iluminadas. El patrullero estaba estacionado junto a ella, vacMo. Redrick
siguiS observando por un rato. No se veMa actividad en el puesto de policMa;
los vigilantes quizAs habMan sentido frMo y cansancio durante la noche y se
estaban calentando en la casa rodante, soYAando sobre los cigarrillos que les
colgaban del labio inferior. "QuI esfuerzos" dijo Redrick, suavemente. BuscS
la manopla de bronce que tenMa en el bolsillo y deslizS los dedos en los
anillos, apretando el metal frMo en el puYAo; acurrucado aZn para protegerse
del aire helado, con las manos en los bolsillos, retrocediS. El jeep,
ligeramente desviado hacia un lado, habMa quedado entre los arbustos; era un
sitio silencioso y oculto. Tal vez nadie habMa estado por allM en los
Zltimos diez aYAos.
Cuando Redrick llegS hasta el vehMculo, Burbridge se incorporS para
mirarlo, boquiabierto. ParecMa mAs viejo. aZn, arrugado, calvo, sin afeitar
y con los dientes carcomidos. Se miraron mutuamente en silencio; al cabo
Burbridge dijo claramente:
- El mapa... todas las trampas, todas... La hallarAs: no tendrAs por
quI arrepentirte.
Redrick lo escuchS sin moverse. Al fin aflojS los dedos y dejS que la
manopla de bronce cayera en su bolsillo.
- Bueno. Te limitarAs a quedarte allM acostado, como si estuvieras sin
conocimiento. ¿Entendido? Gime y no dejes que te toquen.
Se instalS tras el volante y puso el jeep en marcha.
Todo saliS bien. Nadie saliS de la casa rodante para detenerlos;
pasaron lentamente, obedeciendo todas las indicaciones de trAnsito y
haciendo las seYAales debidas. DespuIs Redrick acelerS y puso rumbo al centro
por la parte sur. Eran las seis de la maYAana. Las calles estaban vacMas; el
pavimento, mojado y brillante, negro; los semAforos parpadeaban solitarios e
inZtiles en las intersecciones. Pasaron junto a la panaderMa, de ventanas
altas y bien iluminadas; Redrick se sintiS envuelto en una ola de olor a pan
reciIn horneado, cAlido, increMblemente delicioso.
- Estoy muerto de hambre - dijo Redrick, mientras estiraba los mZsculos
entumecidos, - apretando las manos contra el volante.
- ¿QuI? - preguntS Burbridge, asustado.
- Dije que estoy muerto de hambre. ¿AdSnde vamos? ¿A casa o
directamente al Matasanos?
- Al Matasanos, y pronto - vociferS Burbridge, inclinAndose hacia
adelante y lanzando su aliento caliente contra el cuello de Redrick -.
Derecho a la casa de Il.
mAs rApido o no? Pareces una tortuga.
Impotente, enojado, se lanzS en una serie de insultos, jadeos y
protestas, para acabar con un ataque de tos. Redrick no contestS; no tenMa
tiempo ni fuerzas para tranquilizar a Cuervo, pues iba a toda velocidad.
QuerMa terminar lo antes posible y dormir por lo menos una hora antes de
acudir a la cita en el Metropole. VirS en la calle 17, siguiS dos cuadras y
estacionS frente a una casa particular de dos plantas, de color gris.
Fue el mismo Matasanos quien abriS la puerta. Acababa de levantarse e
iba camino al baYAo, vestido con una lujosa bata de flecos dorados; llevaba
en un vaso los dientes postizos; tenMa el pelo despeinado y grandes cMrculos
oscuros bajo los ojos.
-
- Ponte los dientes y vamos.
- AjA.
Le seYAalS la sala de espera con un gesto de la cabeza y saliS corriendo
hacia el baYAo, chancleteando con sus pantuflas persas. Desde allM preguntS:
- ¿QuiIn fue?
- Burbridge.
- ¿QuI tiene?
- Las... piernas.
Redrick oyS correr el agua; hubo resoplidos, chapoteos; algo cayS y
rodS por el piso de mosaicos del baYAo. Se dejS caer en un sillSn, exhausto,
y encendiS un cigarrillo. La sala de espera parecMa muy agradable. El
Matasanos no escatimaba en gastos; era un cirujano muy competente y
promocionado, con mucha influencia en los cMrculos mIdicos, tanto de la
ciudad como del Estado. Si se habla mezclado con los merodeadores, no era
por el dinero, naturalmente, sino por los diversos tipos de objetos robados
en la Zona que utilizaba en sus investigaciones. ObtenMa nuevos
conocimientos en el estudio de los merodeadores accidentales y de las
diversas enfermedades, mutilaciones y traumas del cuerpo humano desconocidos
hasta entonces. AdemAs ganaba gloria y fama como Znico mIdico del planeta
especializado en afecciones no humanas. Por otra parte no le hacMa asco al
dinero, y en grandes cantidades menos todavMa.
- ¿QuI es lo que le pasa en las piernas, especMficamente? - preguntS,
saliendo del bajo con un toallSn al cuello, con una esquina del cual se
secaba cuidadosamente los sensibles dedos.
- CayS en la jalea.
El Matasanos soltS un silbido.
- Bueno, se acabS Burbridge. QuI pena; era un merodeador famoso.
- No importa - observS Redrick, recostAndose en el sillSn -, le harAs
piernas artificiales y con ellas podrA volver a la Zona.
- De acuerdo.
El Matasanos puso cara de profesional dedicado a lo suyo y agregS:
- Un momento, voy a vestirme.
Mientras se vestMa hizo un llamado, probablemente a su clMnica para que
prepararan todo a fin de operar. Entre tanto, Redrick seguMa inmSvil en la
silla, fumando. SSlo se moviS una vez, para sacar su petaca. BebiS pequeYAos
sorbos, porque sSlo quedaba un poquito en el fondo. TratS de no pensar en
nada, de esperar, simplemente.
DespuIs fueron hasta el coche; Redrick ocupS el asiento del conductor y
el Matasanos se sentS junto a Il. Inmediatamente se inclinS hacia el asiento
trasero para palpar las piernas de Burbridge. iste, sumiso e intimidado,
murmurS patIticamente, prometiendo cubrirlo de oro, hablando una y otra vez
de su difunta esposa y de sus hijos, rogAndole que le salvara por lo menos
las rodillas.
Cuando llegaron a la clMnica el Matasanos estallS en maldiciones al ver
que no habMa enfermeros esperAndolos a la entrada; saltS del coche antes de
que Iste se detuviera y corriS hacia el interior. Redrick encendiS otro
cigarrillo. Burbridge hablS sZbitamente, con claridad y calma, en completa
calma, al fin, segZn parecMa:
- Quisiste matarme. No lo olvidarI.
- Pero no te matI - replicS Redrick.
- No, no me mataste.
Hubo una pausa. Al cabo Burbridge agregS:
- Eso tambiIn lo recordarI.
- AjA. Claro, tZ no habrMas tratado de matarme - observS Red,
volviIndose para mirarlo -. Me habrMas abandonado allM, sin mAs. Me habrMas
dejado en la Zona. Me habrMas tirado al agua, como a Cuatro-Ojos.
El viejo movMa nerviosamente los labios. Al fin dijo, sombrMo:
- Cuatro-Ojos se matS solo. Yo no tuve nada que ver con eso.
- Hijo de puta - repuso Redrick tranquilamente, dAndole la espalda -.
GrandMsimo hijo de puta.
Los enfermeros, soYAolientos y arrugados, corrieron hacia la entrada,
desplegando la camilla por el trayecto. Redrick se desperezS y bostezS,
mientras ellos extraMan trabajosamente a Burbridge del asiento trasero y lo
tendMan en la camilla.
El viejo se mantuvo inmSvil, con las manos unidas sobre el pecho,
mirando al cielo con resignaciSn. Sus enormes pies, cruelmente carcomidos
por la jalea, estaban vueltos hacia afuera de un modo extraYAo. Era el Zltimo
de los viejos merodeadores que habMan comenzado a buscar tesoros
inmediatamente despuIs de la VisitaciSn, cuando la Zona no se llamaba
todavMa Zona, cuando no habMa institutos, ni muros, ni fuerzas de las
Naciones Unidas, cuando la ciudad estaba petrificada por el terror y el
mundo disfrutaba secretamente de las mentiras inventadas por los periSdicos.
En aquella Ipoca Redrick tenMa sSlo diez aYAos; Burbridge era aZn fuerte y
Agil; le gustaba beber cuando pagaba otro, alborotar, arrinconar a las
muchachas desprevenidas. No se interesaba en absoluto por sus propios hijos;
aun entonces era un lindo hijo de puta; cuando estaba borracho castigaba a
su mujer, con repugnante placer, ruidosamente, para que todos lo supieran. Y
siguiS pegAndole hasta que ella muriS.
Redrick dio la vuelta con el coche y volS hacia su casa, sin prestar
atenciSn a los semAforos, virando en las esquinas en Angulos cerrados y
alertando con la bocina a los pocos peatones que encontraba. EstacionS
frente al garaje. Al salir vio que el encargado se acercaba a Il desde el
parquecito; el tipo estaba medio indispuesto como de costumbre, y su cara
fruncida, sus ojos hinchados, expresaban un profundo disgusto, como si no
caminara sobre el suelo, sino sobre estiIrcol lMquido.
- Buenos dMas - dijo cortIsmente Redrick.
El encargado se detuvo a medio metro de Il, apuntando el pulgar hacia
atrAs por sobre el hombro.
- ¿Eso es obra suya? - PreguntS.
Sin duda eran las primeras palabras que pronunciaba en el dMa.
- ¿De quI me habla?
- De las hamacas. ¿Fue usted el que las colgS?
- SM.
- ¿Para quI?
Redrick, sin responder, fue a abrir la puerta del garaje. El encargado
lo siguiS.
- Le preguntI por quI colgS esas hamacas. ¿QuiIn se lo pidiS?
- Mi hija - respondiS Il, tranquilamente, mientras hacia correr la
puerta hacia atrAs.
- No le estoy preguntando por su hija - exclamS el otro, alzando la voz
-. isa es otra cuestiSn. Le pregunto quiIn le dio permiso. QuiIn le dejS
adueYAarse del parque.
Redrick se volviS hacia Il y le mirS fijamente el puente de la nariz,
pAlido y surcado de venas ramificadas. El encargado dio un paso atrAs y
dijo, mAs aplacado:
- AdemAs no ha pintado la terraza, CuAntas veces tengo que decirle
que...
- No me moleste. No pienso mudarme.
VolviS a subir al jeep y puso el motor en marcha. Al tomar el volante
vio que tenMa los nudillos muy blancos. Entonces se asomS por la ventanilla
y dijo, ya sin poder dominarse:
- Pero si me obligan a mudarme serA mejor que rece, miserable.
MetiS el coche en el garaje, encendiS la luz y cerrS la puerta. DespuIs
sacS el botMn del tanque falso, acomodS el vehMculo, puso la bolsa en un
viejo cesto de mimbre, puso arriba de todo el aparejo de pesca, todavMa
hZmedo y cubierto de pasto y hojas, y finalmente agregS el pescado que
Burbridge habMa comprado por la noche en un negocio de los suburbios.
Finalmente volviS a revisar el auto. Por pura costumbre. Una colilla
aplastada se habMa pegado al paragolpes trasero, hacia la derecha. Redrick
la quitS; era de cigarrillos suecos. DespuIs de pensarlo un momento la
guardS en la caja de fSsforos. Ya tenMa tres colillas allM.
No encontrS a nadie al subir las escaleras. Se detuvo ante su puerta,
pero Ista se abriS de par en par sin darle tiempo a sacar las llaves. EntrS
de costado, sujetando el pesado cesto bajo el brazo, y se sumergiS en la
calidez, en los olores familiares del hogar. Guta le echS los brazos al
cuello y se quedS inmSvil, con la cara apoyada contra su pecho. Redrick
sintiS que el corazSn de su mujer palpitaba locamente, aun a travIs del
mameluco y de la camisa gruesa. No la apresurS; esperS, pacientemente, a que
ella se calmara, aunque por primera vez se daba cuenta de lo cansado que
estaba.
- Bueno - dijo ella al rato, con voz baja y ronca.
Lo soltS y fue a la cocina, encendiendo al pasar la luz de la entrada.
- En un minuto te prepararI el cafI - dijo desde adentro.
- Traje un poco de pescado - replicS Il, fingiendo un tono liviano y
alegre -. ¿Por quI no lo frMes? Estoy muerto de hambre.
Ella volviS, con la cara oculta tras el pelo suelto. Redrick dejS el
canasto en el suelo, la ayudS a sacar la red con el pescado y llevarla hasta
la cocina, para echar el pescado en la pileta.
- Ve a lavarte - dijo Guta -. Cuando termines el pescado ya estarA
listo.
- ¿CSmo estA Monita? - pregunta Il, quitAndose las botas.
- Se pasS la tarde parloteando. Apenas conseguM acostarla. No deja de
preguntar dSnde estA papA, dSnde estA papA. No puede vivir sin su papA.
Se movMa con celeridad y gracia por la cocina, fuerte y silenciosa.
HervMa el agua en la cacerola, sobre el fuego, y las escamas volaban bajo el
cuchillo; la manteca chirriaba ya en la cacerola grande; el aire estaba
impregnado con el regocijante aroma del cafI reciIn preparado.
Redrick caminS descalzo hasta el vestMbulo y recogiS el canasto para
llevarlo a la despensa. DespuIs mirS hacia el dormitorio. Monita dormMa
pacMficamente, con la sAbana arrugada colgando hasta el suelo y el camisSn
enroscado. Era tibia y suave como un animalito que respiraba profundamente.
Redrick no pudo resistir la tentaciSn de acariciarle la espalda cubierta de
cAlido pelaje dorado; por milIsima vez se maravillS ante el espesor y la
suavidad de aquella piel. HabrMa querido levantarla, pero tenMa miedo de
despertarla; ademAs estaba asquerosamente sucio, empapado de muerte, de
Zona. VolviS a la cocina y se sentS a la mesa.
- SMrveme una taza de cafI. Me lavarI despuIs.
Sobre la mesa estaba la correspondencia de la tarde: "La Gaceta de
Harmont", "Deportes", "Playboy" (de revistas habMa una verdadera pila), y el
grueso volumen de tapas grises: los "Informes del Instituto Internacional de
Culturas Extraterrestres", nZmero 56. Redrick tomS la jarrita de cafI
humeante que le tendMa Guta y tomS los Informes. Marcas y sMmbolos, una
especie de cianotipos y fotografMas de objetos conocidos, tomadas desde
Angulos raros. Otro artMculo pSstumo de Kirill: "Una inesperada propiedad de
la Trampa MagnItica Tipo 77B". El apellido Panov estaba recuadrado en negro;
debajo, en letras muy pequeYAas, decMa: Doctor Kirill A. Panov, URSS,
trAgicamente fallecido durante un experimento, en abril de 19.. Redrick
arrojS el diario a un lado, sorbiS un poco de cafI, quemAndose la boca, y
preguntS:
- ¿Vino alguien?
Hubo una ligera pausa. Guta estaba de pie ante la cocina.
- Estuvo Gutalin - respondiS finalmente -. Vino borracho como una cuba;
lo despertI un poco.
- ¿Y Monita?
- No querMa dejarlo ir, por supuesto. EmpezS a gritar. Pero le dije que
el tMo Gutalin no se sentMa muy bien, entonces me dijo: "Gutalin estA otra
vez todo roto".
Redrick se echS a reMr y tomS otro sorbo. DespuIs preguntS otra cosa.
- ¿Y los vecinos?
Guta volviS a vacilar antes de responder.
- Como siempre - dijo.
- Bueno, no me cuentes.
-
mujer de abajo me golpeS la puerta, anoche. Tenia los ojos desorbitados;
tartamudeaba del enojo, quI por que serruchamos en el baYAo en medio de la
noche.
- Esa vieja puta peligrosa - dijo Redrick, entre dientes -. Oye, ¿no
serMa mejor que nos mudAramos? ¿Que comprAramos una casa en el campo, donde
no haya nadie, alguna cabaYAa vieja, abandonada?
- ¿Y Monita?
- Dios mMo, ¿no crees que nosotros dos nos bastarMamos para hacerla
feliz?
Guta meneS la cabeza.
- A ella le encantan los chicos. Y los chicos la adoran. No es culpa de
ellos que...
- No, no es culpa de ellos.
- No vale la pena hablar de eso. Alguien te llamS. No dejS mensaje. Le
dije que habMas salido a pescar. - Redrick dejS la jarrita y se levantS.
- Okey. Me voy a baYAar. Tengo un montSn de cosas que hacer.
Se encerrS en el baYAo, arrojS las ropas al balde y colocS en el estante
las manoplas de bronce, el resto de las tuercas y los tornillos y los
cigarrillos. PasS largo rato girando bajo el agua hirviente, frotAndose el
cuerpo con una esponja Aspera hasta que le quedS rojo brillante. DespuIs
cerrS la ducha y se sentS en el borde de la baYAera, fumando. Las caYAerMas
borboteaban; Guta hacMa ruido de platos en la cocina. En seguida se sintiS
olor a pescado frito. Guta llamS a la puerta; le traMa ropa interior limpia.
- ApZrate - indicS -. El pescado se estA enfriando.
Ya habMa vuelto a su estado normal... y a sus modales autoritarios.
Redrick riS entre dientes mientras se vestMa, es decir, mientras se ponMa
los calzoncillos y la camiseta para ir a la mesa.
- Ahora puedo comer - dijo, sentAndose a la mesa. - ¿Pusiste la ropa
interior en el balde?
- AjA - respondiS Il, con la boca llena -. QuI pescado rico.
- ¿Le pusiste agua?
- Nooo, lo siento, seYAor; no lo harI mAs, seYAor. ¿Quieres sentarte y
quedarte quieta?
La tomS por la mano y tratS de atraerla hasta sus rodillas, pero ella
se apartS y tomS asiento frente a Il.
- EstAs descuidando a tu marido - observS Il, otra vez con la boca
llena - ¿Te sientes demasiado remilgada?
- Lindo marido tengo en este momento. Eres una bolsa vacMa, no un
marido. Primero hay que llenarte.
- ¿Y si pudiera? - preguntS Redrick -. A veces pasan milagros, ¿sabes?
- Nunca he visto milagros como ese. ¿Quieres una copa?
Redrick, indeciso, jugueteS con el tenedor.
- No, gracias.
En seguida mirS el reloj y se levantS.
- Me voy. PrepArame el traje bueno. Tengo que estar bien presentable.
Camisa y corbata.
Fue a la despensa, disfrutando la sensaciSn del piso fresco bajo los
pies descalzos y limpios, y cerrS la puerta; en seguida empezS a poner sobre
la mesa el botMn que habMa traMdo. Dos vacMos. Una caja de alfileres. Nueve
pilas. Tres brazaletes. Una especie de argolla parecida a los brazaletes,
pero mAs liviana y dos centMmetros mAs ancha, de metal blanco. DiecisIis
gotitas negras en envase de polietileno. Dos esponjas maravillosas
conservadas, del tamaYAo de un puYAo. Tres picapicas. Una jarra de arcilla
carbonatada. TodavMa quedaba en la bolsa un recipiente de porcelana gruesa,
cuidadosamente envuelto en fibra de vidrio, pero Redrick no lo tocS. SiguiS
fumando mientras examinaba las riquezas esparcidas sobre la mesa.
DespuIs abriS un cajSn y sacS una hoja de papel, un cabo de lApiz y una
calculadora. CorriS el cigarrillo hasta la comisura de los labios y escribiS
nZmero tras nZmero, bizqueando a causa del humo, hasta formar tres columnas.
SumS las dos primeras; las cifras eran impresionantes. DejS la colilla en un
cenicero y abriS cuidadosamente la caja, para esparcir los alfileres en la
hoja de papel. istos, bajo la luz elIctrica, eran ligeramente azulados, a
veces salpicados con otros colores: amarillo, verde y rojo. TomS uno y lo
apretS cuidadosamente entre el pulgar y el Mndice, con prudencia, para no
pincharse. ApagS la luz y aguardS un momento, mientras se acostumbraba a la
oscuridad. Pero el alfiler permaneciS en silencio. Lo dejS y tomS otro, para
apretarlo tambiIn. Nada. ApretS. un poco mAs, arriesgAndose al pinchazo, y
el alfiler hablS: dIbiles relampagueos rojos corrieron por Il; sZbitamente
fueron reemplazados por pulsaciones verdes mAs lentas. Redrick disfrutS por
un rato de ese extraYAo juego de luces. Los Informes decMan que tal vez esas
luces significaran algo, quizA muy importante. Lo dejS aparte y tomS otro.
AsM probS setenta y tres alfileres, de los cuales doce hablaban. El
resto guardaba silencio. En realidad tambiIn Isos podMan hablar, pero hacia
falta una mAquina especial, del tamaYAo de una mesa; con los dedos no
bastaba. Redrick encendiS la luz y agregS dos nZmeros mAs a su lista. Y sSlo
entonces decidiS hacerlo.
MetiS las dos manos en la bolsa y, conteniendo el aliento, sacS un
paquete suave que dejS sobre la mesa. Lo contemplS largo rato, frotAndose
pensativamente la barbilla con el dorso de la mano. Al fin recogiS el lApiz,
jugueteS con Il entre los dedos torpes, enfundados en goma, y volviS a
dejarlos. TomS otro cigarrillo y lo fumS hasta el final sin quitar los ojos
del paquete.
-
el paquete en la bolsa con gesto decidido -. Ya estA. Basta.
JuntS rApidamente todos los alfileres para guardarlos en la caja y
volviS a levantarse. Era hora de salir. Con media hora de sueYAo tal vez se
le despejara la mente, pero por otra parte era tal vez mucho mejor llegar
allA temprano y ver cSmo estaba la situaciSn. Se quitS los guantes, colgS el
delantal y saliS de la despensa sin apagar la luz.
Su traje ya estaba listo, extendido sobre la cama. Redrick se vistiS.
Mientras se anudaba la corbata frente al espejo el suelo crujiS tras Il; oyS
una respiraciSn pesada e hizo un gesto para no echarse a reMr.
-
Algo le agarrS la pierna.
-
Monita, riendo y chillando, trepS inmediatamente sobre Il. Lo pisoteS, le
tirS del pelo y lo anegS con un interminable chorro de noticias. Willy, el
hijo del vecino, le habMa arrancado una pierna a su muYAequita. HabMa un
gatito nuevo en el tercer piso, todo blanco y de ojos colorados; tal vez no
habMa hecho caso a la mamA y se habMa metido en la Zona. HabMa cenado gachas
de avena y jalea. TMo Gutalin estaba otra vez todo roto y enfermo; hasta
lloraba. ¿Y por quI no se ahogan los peces que viven en el agua? ¿Por quI no
habMa dormido mamA en toda la noche? ¿Por quI tenemos cinco dedos y sSlo dos
manos y nada mAs que una nariz? Redrick abrazS cautelosamente a aquella
criatura cAlida que trepaba por Il; mirS aquellos ojos enormes y oscuros,
sin parte blanca, y frotS la mejilla contra la otra mejilla regordete,
cubierta de sedoso pelaje dorado.
- Monita. Mi Monita. Mi dulce y pequeYAa Monita, tZ.
El telIfono sonS junto a su oMdo. LevantS el tubo.
- Escucho.
Silencio.
- ¡Hola!
No hubo respuesta. Se oyS un chasquido y despuIs tonos cortos y
repetidos. Redrick se levantS, dejS a Monita en el suelo y se puso la
chaqueta y los pantalones, sin prestarle mAs atenciSn. Monita charlaba sin
cesar, pero Il se limitS a sonreMr mecAnicamente, con gesto distraMdo. Al
fin ella anunciS que papA se habMa tragado la lengua y lo dejS en paz.
Redrick volviS a la despensa, puso en un portafolios todo lo que habMa
sobre la mesa y fue al baYAo a buscar sus manoplas de bronce; volviS a la
despensa, tomS el portafolios en una mano y el cesto con la bolsa en la
otra; saliS, cerrS con llave y llamS a Guta.
- Me voy.
- ¿CuAndo vuelves? - preguntS Guta, saliendo de la cocina.
Se habMa arreglado el pelo y estaba maquillada. TambiIn habMa cambiado
la bata por un vestido de entrecasa, el favorito de Red: uno de escote bajo,
de color azul brillante.
- Te llamarI - respondiS Il, observAndola.
Se le acercS y la besS en el escote.
- SerA mejor que te vayas - dijo ella, suavemente.
- ¿Y yo? ¿Un beso? - gimiS Monita, metiIndose entre los dos.
il tuvo que inclinarse mAs aZn. Guta lo miraba fijamente.
- TonterMas - dijo Red -. No te preocupes. Te llamarI.
En el rellano, un piso mAs abajo, vio que un gordo en pijama a rayas
luchaba con la cerradura de su puerta. De las profundidades de su
departamento llegaba un olor cAlido y agrio. Redrick se detuvo.
- Buen dMa.
El gordo lo mirS cautelosamente por sobre el hombro rollizo, murmurando
algo.
- Anoche vino su esposa - dijo Redrick -. No sI quI dijo de que
serruchAbamos. Debe haber un malentendido.
- ¿Y a mM quI? - dijo el del pijama.
- Anoche mi esposa estaba lavando la ropa - prosiguiS Red -. Si los
molestamos, le pido disculpas.
- Yo no dije nada. Haga lo que quiera.
- Bueno, me alegro.
Redrick saliS, fue al garaje, puso el canasto con la bolsa en el rincSn
y lo cubriS con un asiento viejo. DespuIs observS su obra y saliS a la
calle.
No tuvo que caminar mucho: dos cuadras hasta la plaza, cruzar despuIs
el parque y caminar otra cuadra hasta el Boulevard Central. Frente al
Metropole, como de costumbre, habMa una brillante hilera de coches con
brillo de lava y cromados. Los porteros, de uniformes morados, entraban
maletas al hotel; habMa tambiIn gente de aspecto extranjero, en grupos de a
dos o tres, fumando y conversando sobre los escalones de mArmol. Redrick
decidiS no entrar todavMa. Se puso cSmodo bajo el toldo del pequeYAo bar de
enfrente; pidiS cafI y encendiS un cigarrillo. A medio metro de su mesa
habMa dos agentes secretos de la fuerza de policMa internacional; comMan a
toda prisa salchichas asadas al estilo Harmont y bebMan cerveza en grandes
vasos de vidrio. Del otro lado, a unos tres metros, un sargento sombrMo
devoraba papas fritas, con el tenedor apretado en el puYAo; habMa dejado el
casco azul junto a la silla, invertido, y la pistolera colgada en el
respaldo del asiento. No habMa mAs clientes que Isos. La camarera, una mujer
de cierta edad a quien Redrick no conocMa, bostezaba tras el mostrador,
cubriIndose delicadamente la boca pintada. Eran las nueve menos veinte.
Redrick vio que Richard Noonan salMa del hotel masticando algo y
acomodAndose el sombrero suave. Bajaba enIrgicamente los escalones, rosado,
bajito y regordete, siempre afortunado, bien vestido, reciIn baYAado y seguro
de que el dMa no le acarrearMa disgustos. Se despidiS de alguien con un
ademAn, se echS el impermeable sobre el hombro izquierdo y avanzS hacia su
Peugeot. El Peugeot de Dick tambiIn era regordete, bajito, reciIn lavado y
seguro, al parecer, de que el dMa no le acarrearMa disgustos.
Redrick se cubriS a cara con la mano para observar a Noonan, que subiS
apresuradamente, se acomodS en el asiento delantero y pasI algo al de atrAs;
en seguida lo vio inclinarse para recoger algo y ajustar el espejo
retrovisor. El Peugeot expeliS una nube de humo azul, tocS la bocina para
alertar a un africano que vestMa su traje tMpico y bajS garbosamente hacia
la calle. Al parecer iba hacia el Instituto, para lo cual tendrMa que virar
alrededor de la fuente y pasar por el cafI. Ya era demasiado tarde para
marcharse, de modo que Redrick se cubriS completamente la cara y se inclinS
sobre la taza. No sirviS de nada. El Peugeot hizo sonar la bocina en su
mismo oMdo, chirriaron los frenos y la voz alegre de Noonan llamS:
- ¡Eh, Schuhart!
Redrick lanzS un juramento en voz baja y levantS los ojos. Noonan venMa
hacia Il con la mano extendida, sonriente.
- ¿QuI estAs haciendo aquM a estas horas de la madrugada? - le dijo al
acercarse.
Y agregS, volviIndose a la camarera:
- Gracias, seYAora, no voy a pedir nada. Hace mil aYAos que no te veo,
hombre. ¿DSnde estabas? ¿En quI andas?
- En nada especial - respondiS Redrick, a desgano -. Cosas sin
importancia.
Noonan se instalS en la silla opuesta, apartS hacia un lado el vaso con
las servilletas y hacia otro el plato de sAndwiches, y se lanzS en su
chAchara.
- Te veo un poco pAlido. ¿No duermes bien? Te dirI que Zltimamente
estoy muy ocupado con estos nuevos equipos automAticos, pero no dejo de
dormir lo necesario, eso sM que no. Los automAticos se pueden ir al cuerno.
De pronto echS una mirada a su alrededor y agregS:
- Perdona, a lo mejor esperas a alguien. ¿Te interrumpo? ¿Molesto?
- No, no - dijo mansamente Redrick -. TenMa un poco de tiempo libre y
se me ocurriS tomar un cafI, eso es todo.
- Bueno, no voy a demorarte mucho - dijo Dick, mirando la hora -. Oye,
Red, ¿por quI no dejas esas cosas sin importancia y vuelves al Instituto?
Sabes que te aceptarMan cuando quisieras. ¿Quieres trabajar con otro ruso?
Hay uno nuevo.
Red meneS la cabeza.
- No, no ha nacido quien se parezca a Kirill. AdemAs no tengo nada que
hacer en tu Instituto. Ahora es todo automAtico; tienen robots que van a la
Zona y son esos robots los que cobran todas las bonificaciones, a los
ayudantes de laboratorio les pagan chauchas y palitos. No me alcanzarMa ni
para cigarrillos.
- Todo eso se puede arreglar.
- No quiero que nadie me arregle nada, me las he compuesto solo toda la
vida y pienso seguir asM.
- Te has vuelto muy orgulloso - observS Noonan, con tono de acusaciSn.
- No, nada de eso, pero no me gusta contar los centavitos.
- Creo que tienes razSn - dijo el otro distraMdo. MirS el portafolios
de Redrick, que estaba en la silla de al lado, y frotS la plaquita de plata
con letras cirMlicas impresas.
- Tienes razSn - reconociS -, hace faltar tener plata para no estar
preocupAndose siempre por ella. ¿iste es regalo de Kirill?
- Lo recibM en herencia. ¿CSmo es que ya no te veo por el Borscht?
- Eres tZ el que no va - contraatacS Noonan -. Yo almuerzo allM casi
todos los dMas. En el Metropole cobran un ojo de la cara por una simple
hamburguesa.
De pronto agregS:
- Oye, ¿cSmo andas de dinero?
- ¿Quieres un prIstamo?
- No, precisamente lo contrario.
- ¿Quieres prestarme dinero?
- Tengo trabajo.
- ¡Oh, Dios! - exclamS Redrick -.
- ¿QuiIn mAs? - preguntS Noonan.
- Hay montones de... contratistas.
Noonan, como si al fin hubiera comprendido, se echS a reMr.
- No, no se trata de tu especialidad.
- ¿De quI, entonces?
Noonan volviS a mirar el reloj.
- Hagamos una cosa - dijo, levantAndose -. Ven a almorzar al Borscht, a
eso de las dos, y hablaremos.
- Tal vez no haya terminado a esa hora.
- Entonces esta tarde, a eso de las seis. ¿De acuerdo?
- Veremos - dijo Redrick, mirando la hora a su vez.
Eran las nueve menos cinco. Noonan lo saludS con la mano y volviS a su
Peugeot. Redrick lo siguiS con la vista, llamS a la camarera, pagS la cuenta
y comprS un atado de Lucky Strike; despuIs se dirigiS lentamente hacia el
hotel, con su portafolios.
El sol ya quemaba; la calle se habMa puesto rApidamente sofocante.
SintiS una sensaciSn de quemadura bajo los pArpados. ParpadeS con fuerza;
era una lAstima no haber dormido una hora antes de atender aquel asunto.
Y en ese momento ocurriS.
Nunca habMa experimentado algo asM fuera de la Zona. Y en la Zona
misma, sSlo dos o tres veces. TenMa la impresiSn de estar en un mundo
distinto. Un millSn de olores se precipitS bruscamente sobre Il: Asperos,
dulces, metAlicos, suaves, peligrosos, rudos como adoquines, delicados y
complejos como mecanismos de relojerMa, enormes como casas y diminutos como
partMculas de polvo. El aire se tornS duro, echS filos, esquinas y
superficie, mientras el espacio se llenaba de enormes globos rMgidos,
pirAmides resbalosas, gigantescos cristales espinosos. Y Il tenla que
avanzar a travIs de todo aquello, abriIndose camino en sueYAos, como por un
negocio de compraventa lleno de muebles viejos y feos. DurS sSlo un
instante.
AbriS los ojos y todo habMa desaparecido. No era un mundo distinto: era
este mismo mundo que le mostraba una faz desconocida. Esa faz le era
revelada por un segundo antes de desaparecer, sin que tuviera tiempo para
comprenderla.
Se oyS un bocinazo colIrico; Redrick caminS mAs y mAs rApido, hasta
echar a correr en direcciSn al muro del Metropole. El corazSn le palpitaba
enloquecido. DejS el portafolios en la acera y abriS, impaciente, el atado
de cigarrillos. EncendiS uno, aspirS profundamente y descansS, como si
acabara de librar una pelea. Un policMa se detuvo junto a Il, preguntando:
- ¿Necesita ayuda, don?
- N... no - logrS pronunciar Redrick, y tosiS -. Es que hace un calor
sofocante.
- ¿Puedo llevarlo a alguna parte?
Redrick recogiS el portafolios.
- Todo estA bien, muy bien, amigo. Gracias.
Se dirigiS rApidamente hacia la entrada, subiS los peldaYAos y entrS al
vestMbulo; era fresco, oscuro y resonante. Le habrMa gustado sentarse un
rato en una de esas voluminosas sillas de cuero hasta recobrar el aliento,
pero ya era tarde. Se permitiS acabar el cigarrillo mientras observaba a la
multitud con los ojos entornados. AhM estaba Huesos, hojeando irritado las
revistas del puesto. Redrick arrojS la colilla al cenicero y se acercS al
ascensor.
No logrS cerrar la puerta a tiempo; subieron otros amontonAndose en el
interior: un hombre gordo que respiraba como si fuera asmAtico; una seYAora
muy perfumada con un muchachito gruYASn que comMa chocolate; una anciana
corpulenta, de barbilla mal afeitada. Redrick quedS apretado en un rincSn.
CerrS los ojos, tratando de olvidar al niYAo, su cara era fresca y limpia,
sin un solo vello. Y tratS tambiIn de olvidar a la madre, que chorreaba
saliva con chocolate por la barbilla; cuyo seno huesudo estaba embellecido
por un collar hecho de grandes gotitas negras engarzadas en plata. Y el
abultado, esclerStica blanco de los ojos del gordo, y las desagradables
verrugas de la cara hinchada de la vieja. El gordo tratS de encender un
cigarrillo, pero la vieja iniciS un ataque contra Il que siguiS hasta el
piso quinto, donde se bajS. En cuanto ella hubo desaparecido, el gordo
encendiS un cigarrillo con cara de quien defiende sus derechos civiles, pero
echS a toser y a sacudiese en cuanto aspirS el humo, estirando los labios
como un camello y clavando el codo en las costillas de Redrick.
iste se bajS en el octavo y recorriS el pasillo, de gruesa alfombra,
coquetamente iluminado por lAmparas ocultas. OlMa a tabaco caro, perfume
francIs, suave cuero legitimo de billeteras abultadas, damiselas caras y
cigarreras de oro macizo. HedMa a todo eso, al hongo asqueroso que crecMa en
la Zona, bebMa en la Zona, comMa, explotaba y engordaba en la Zona sin
importarle un bledo de nada, especialmente de lo que pasarMa despuIs, cuando
estuviera harto y lleno de poder, cuando todo lo que en un tiempo estuvo en
la Zona hubiera ido a parar afuera. Redrick abriS la puerta del 874 sin
llamar.
Ronco, sentado en una mesa junto a la ventana, estaba llevando a cabo
cierto rito con un cigarro. AZn seguMa en pijama; el pelo ralo, todavMa
hZmedo, estaba cuidadosamente peinado. La cara, enfermiza y mofletuda, habla
sido bien afeitada.
- AjA - dijo, sin levantar la vista -. La puntualidad es la cortesMa de
los reyes.
TerminS de despuntar el cigarro, lo tomS con ambas manos y se lo pasS
por debajo de la nariz.
- ¿DSnde estA el bueno de Burbridge? - preguntS, levantando al fin la
vista.
TenMa ojos claros, azules, angelicales.
Redrick dejS el portafolios sobre el sofA, se sentS y sacS sus
cigarrillos.
- Burbridge no vendrA.
- El bueno de Burbridge - repitiS Ronco, tomando el cigarro entre dos
dedos para llevArselo cuidadosamente a la boca -. Los nervios le estAn
jugando feo.
SeguMa mirando a Redrick con aquellos ojos de color celeste, sin
parpadear. Nunca parpadeaba. La puerta se abriS ligeramente y entrS Huesos.
- ¿Con quiIn hablabas? - preguntS desde el vano.
- Ah, hola - dijo Redrick, alegremente, sacudiendo las cenizas en el
suelo.
Huesos hundiS las manos en los bolsillos y se aproximS un poco mAs,
marcando grandes pasos con sus enormes pies, de largos dedos de pAjaro.
- Te lo hemos dicho cien veces - reprochS a Redrick, deteniIndose ante
Il -: nada de contactos antes de una reuniSn. ¿Y quI haces?
- Digo hola. ¿Y tZ?
Ronco riS. Huesos estaba irritable.
- Hola, hola, hola.
ApartS la mirada incriminatoria de Redrick y se dejS caer en el sofA, a
su lado.
- No puedes comportarte asM - prosiguiS -. ¿Me entiendes?
- En ese caso encontrImonos en otro lugar, donde yo no conozca a nadie.
- El muchacho tiene razSn - intervino Ronco -. El error es nuestro.
¿QuiIn era ese hombre?
- Richard Noonan. Representa a algunas compaYAMas proveedoras del
Instituto. Vive aquM, en el hotel.
- Ya ves: es muy sencillo - dijo Ronco a Huesos.
TomS un encendedor colosal, con la forma de la Estatua de la Libertad,
lo mirS dubitativamente y volviS a ponerlo en la mesa.
- ¿DSnde estA Burbridge? - preguntS Ronco en tono amistoso.
- Burbridge sonS.
Los dos hombres intercambiaron una rApida mirada.
- Que en paz descanse - dijo Ronco, tenso -. ¿O lo arrestaron?
Redrick no respondiS de inmediato; primero aspirS larga y lentamente el
humo de su cigarrillo; despuIs arrojS la colilla al suelo.
- No se preocupen, no hay peligro. EstA en el hospital.
-
Se levantS de un salto y fue hacia la ventana.
- ¿En quI hospital? - preguntS.
- No te preocupes, todo estA en orden. Vamos al grano.
Tengo sueYAo.
- ¿En quI hospital, concretamente? - volviS a preguntar Huesos,
irritado.
- Ya te lo he dicho - replicS Redrick, levantando su portafolios -.
¿Hacemos negocio o no hacemos negocio?
- Lo hacemos, lo hacemos, hijo - dijo Ronco, animosamente.
BajS de un brinco, sorprendentemente Agil, barriS todas las revistas y
los periSdicos que habla en la mesa ratona y se sentS frente a ella,
apoyando las manos rosadas y velludas en las rodillas.
- Muestra lo que traes.
Redrick abriS el portafolios, sacS la lista de precios y la puso sobre
la mesa, ante Ronco. iste le echS una mirada y la apartS de un papirotazo.
Huesos, de pie tras Il, empezS a leerla por sobre su hombro.
- isa es la cuenta - explicS Redrick.
- Ya veo. Quiero ver la mercaderMa - dijo Ronco.
- La plata.
- ¿QuI es esto de argolla? - preguntS Huesos, suspicaz, seYAalando un
artMculo de la lista por sobre el hombro de Ronco.
Redrick no respondiS. SostenMa el portafolios abierto sobre las
rodillas, con la mirada fija en aquellos ojos azules y angelicales. Al fin
Ronco riS entre dientes.
- Por quI serA que te quiero tanto, hijo mMo - murmurS -. DespuIs dicen
que el amor a primera vista no existe.
SuspirS dramAticamente y agregS:
- Phil, compaYAero, ¿cSmo dicen los de aquM? Saca el rollo y pAsale unos
cuantos billetes... Y dame un fSsforo. Ya ves.
Y agitS el cigarro ante Il.
Phil, el Huesos, murmurS algo en voz baja, le arrojS una cajetilla de
fSsforos y pasS al cuarto contiguo, separado por una cortina. Redrick lo oyS
hablar con alguien, con voz irritada y confusa; decMa algo de moscas y bocas
cerradas. Ronco, encendido finalmente su cigarro, seguMa mirando a Redrick
con una sonrisa helada en los labios delgados y pAlidos. El merodeador, con
la barbilla apoyada en el portafolios, trataba de sostenerle la mirada sin
parpadear, aunque le ardMan los pArpados y le lagrimeaban los ojos. Huesos
volviS con tres fajos; los arrojS sobrI la mesa y se sentS, ofendido.
Redrick alargS perezosamente la mano hacia el dinero, pero Ronco le indicS,
con un gesto, que esperara; arrancS las fajas de los billetes y las guardS
en el bolsillo del pijama.
- Veamos ahora. Redrick tomS el dinero y se lo metiS en el bolsillo
interior de la chaqueta sin contarlo. En seguida presentS su mercaderMa.
Lo hizo lentamente, dejando que los dos examinaran el botMn y
verificaran cada artMculo con la lista. La habitaciSn estaba silenciosa no
se oMa mAs que la pesada respiraciSn de Ronco y un repiqueteo proveniente
del cuarto contiguo, como el de una cuchara que golpeara la pared de un
vaso.
Cuando Redrick cerrS el portafolios, haciendo chasquear el cierre,
Ronco levantS los ojos.
- ¿Y lo mAs importante?
- No es posible.
MeditS un instante y agregS:
- Por ahora.
- Me gusta ese "por ahora" - dijo Ronco, suavemente -. ¿QuI dices tZ,
Phil?
- Nos estAs echando tierra a los ojos, Schuhart - dijo Huesos, suspicaz
-. Por quI tanto misterio, es lo que quiero saber.
- Eso es inevitable: negocios secretos - respondiS Redrick -. La
nuestra es una profesiSn arriesgada.
- Bueno, bueno - exclamS Ronco -. ¿DSnde estA la cAmara?
-
le subMa el color a la cara -. Lo siento, la olvidI.
- ¿AllA? - preguntS Ronco, haciendo un vago ademAn con el cigarro.
- No recuerdo. Probablemente allA.
Redrick cerrS los ojos y se recostS en el sofA. En seguida agregS:
- No. La olvidI por completo,
- QuI desgracia - dijo Ronco -. ¿Pero al menos viste eso?
- No, ni siquiera - respondiS Redrick, tristemente -. ise es el asunto.
No llegamos hasta los altos hornos. Burbridge cayS en la jalea y tuve que
volver atrAs en seguida. Puedes estar seguro de que me habrMa acordado si la
hubiera visto.
-
ExtendiS el Mndice derecho. La argolla de metal blanco giraba
velozmente en torno a Il. Huesos la miraba con ojos desorbitados.
-
clavarla en Ronco.
- ¿CSmo que no para? - preguntS Iste cautelosamente, apartAndose.
- Me la puse en el dedo y le di impulso, porque si nomAs, y lleva un
minuto girando sin parar.
Huesos se levantS de un salto, con el dedo extendido hacia adelante, y
se precipitS detrAs de la cortina. La argolla plateada giraba fAcilmente
frente a Il, como un trompo.
- ¿QuI diablos has traMdo? - preguntS Ronco.
-
Ronco lo mirS fijamente. DespuIs se levantS y pasS tambiIn del otro
lado de la cortina. Inmediatamente se oyS un parloteo. Redrick tomS una de
las revistas caMdas y la hojeS. Estaba llena de mujeres impresionantes, pero
en ese momento le daban asco. RecorriS la habitaciSn con la mirada, buscando
algo para beber. DespuIs sacS el fajo del bolsillo interior y contS los
billetes. Todo estaba en orden, pero para no quedarse dormido contS el otro.
Justo cuando lo estaba guardando otra vez volviS Ronco.
- Tienes suerte, hijo - anunciS, sentAndose una vez mAs frente a
Redrick -. ¿Sabes lo que es el movimiento perpetuo?
- No, nunca estudiI eso.
- Ni falta te hace - replicS Ronco, mientras sacaba otro fajo -. AhM
tienes el precio de este primer ejemplar. Por cada uno que me traigas te
darI dos fajos como Ise. ¿Entiendes, hijo? Dos por cada uno. Pero con una
condiciSn: que nadie sepa de esto, salvo tZ y yo. ¿De acuerdo?
Redrick se guardS silenciosamente el dinero en el bolsillo.
- Me voy - dijo, levantAndose - ¿CuAndo y dSnde la prSxima vez?
Ronco tambiIn se levantS.
- Te llamaremos. Espera nuestra llamada todos los viernes entre las
nueve y las nueve y media de la maYAana. Te darAn saludos de Phil y de Hugh y
concertarAn una cita contigo.
Redrick asintiS y se encaminS hacia la puerta. Ronco lo siguiS y le
puso una mano en el hombro.
- Quiero que me entiendas - agregS -. Todo esto estA muy lindo,
encantador y lo que quieras, y la argolla es una maravilla, pero sobre todo
necesitamos dos cosas: las fotos y el envase lleno. DevuIlvenos la cAmara,
pero con la pelMcula expuesta, y el envase, pero no vacMo: lleno. Y no
necesitarAs volver a la Zona nunca mAs.
Redrick se sacS del hombro aquella mano, abriS la puerta y saliS.
CaminS sin volverse por el corredor alfombrado, consciente de que aquella
mirada angelical seguMa fija en su nuca. Ni siquiera esperS el ascensor:
bajS por la escalera desde el octavo piso.
Al salir del Metropole llamS un taxi y fue hasta la otra punta de la
ciudad. El conductor era nuevo; Redrick no lo conocMa; era un fulano de
nariz ganchuda, lleno de granos,
Uno de los cientos que afluMan a Harmont en los Zltimos aYAos, buscando
aventuras excitantes, riquezas desconocidas, fama internacional o alguna
religiSn especial. VenMan a montones y acababan como conductores, obreros de
construcciSn o delincuentes; arruinados, sedientos, torturados por vagos
deseos, profundamente desilusionados y seguros de haber sido engaYAados una
vez mAs. La mitad de ellos, despuIs de un mes o dos, volvMan a su patria,
maldiciendo, para extender la desilusiSn a todos los paMses del mundo. Unos
pocos, muy pocos, se convertMan en merodeadores y perecMan rApidamente,
antes de aprender las triquiYAuelas del oficio. Algunos conseguMan trabajo en
el Instituto, pero sSlo los mAs instruidos e inteligentes, que al menos
podMan trabajar como ayudantes de laboratorio. En cuanto al resto,
malgastaban las noches en los bares, armaban trifulcas por pequeYAas
diferencias de opiniSn, por mujeres o simplemente porque estaban borrachos,
enloqueciendo a la policMa del municipio, al ejIrcito y a los guardianes.
El conductor granujiento apestaba a alcohol a mAs de un kilSmetro y
tenMa los ojos mAs colorados que un conejo, pero estaba muy excitado. ContS
a Redrick que esa maYAana, en su cuadra, habMa aparecido un fiambre reciIn
llegado del cementerio.
- VolviS a su casa, pero la casa estaba cerrada desde hacia aYAos y
todos se habMan mudado: la viuda, que ya es una seYAora anciana, la hija con
el marido y los nietos. Los vecinos dijeron que el tipo habMa muerto hace
como treinta aYAos, es decir, antes de la VisitaciSn. Y allM estA. Caminaba
alrededor de la casa, olfateaba y rascaba... Al final se sentS en el cerco a
esperar. Vino gente de todo el vecindario; lo miraban y lo miraban, pero
tenMan miedo de acercarse, claro. Al final no sI quiIn tuvo una gran idea:
hicieron saltar la puerta de la casa para que pudiera entrar. ¿Y quI cree
que hizo? Se levantS, entrS y cerrS la puerta. A mi se me hacMa tarde para
el trabajo, asM que no sI cSmo terminaron las cosas, pero cuando me fui
estaban por llamar al Instituto para que alguien viniera a llevArselo.
- Pare - dijo Redrick -. Es aquM mismo.
HurgS en los bolsillos, pero no tenMa dinero menudo y tuvo que cambiar
uno de los billetes nuevos. DespuIs se detuvo ante la puerta y esperS a que
el taxi se alejara.
La casita de Cuervo no estaba tan mal: dos plantas, una galerMa de
vidrios con una mesa de billar, un jardMn bien cuidado, un invernadero y una
glorieta blanca bajo los manzanos, todo eso rodeado por una cerca de hierro
forjado, pintada de verde pAlido. Redrick apretS varias veces el timbre; el
portSn se abriS de par en par con un crujido. AvanzS lentamente por el
sendero sombreado, a cuya vera crecMan rosales. Cobayo apareciS en el
porche; era un negro encorvado que temblaba siempre con el deseo de ser
Ztil. Se volviS, impaciente; bajS una pierna insegura en busca de
equilibrio, recuperS la estabilidad y arrastrS el otro pie en busca del
compaYAero. El brazo derecho se le agitaba convulsivamente en direcciSn a
Redrick, como si dijera: "Estoy yendo, estoy yendo, un minuto".
-
Redrick volviS la cabeza; hombros desnudos y tostados, boca roja,
brillante, una mano que lo saludaba entre el verdor, junto al techo blanco
de la glorieta. Hizo a Cobayo un ademAn con la cabeza y abandonS el sendero;
pasS por entre los rosales para dirigirse hacia la glorieta, cruzando el
cIsped verde y suave. HabMa una gran estera roja extendida sobre el prado;
allM estaba Dina Burbridge, regiamente sentada, con un vaso en la mano y un
minZsculo traje de baYAo en el cuerpo. Sobre la estera habMa tambiIn un libro
de tapas brillantes; un baldecillo de hielo, por cuyo borde asomaba el
cuello esbelto de una botella, descansaba en la sombra cercana.
-
vaso -. ¿DSnde estA el viejo?
Redrick se detuvo junto a ella con el portafolios a la espalda. SI,
Cuervo habMa logrado imaginar unos hijos maravillosos al expresar su deseo,
allA en la Zona. ista era toda seda y satIn, de firmes curvas, impecable,
sin una sola arruguita indispensable: sesenta kilos de carne acaramelado,
ojos de esmeralda con fulgor propio, boca grande y hZmeda, dientes blancos,
parejos, y pelo negro como ala de cuervo, que brillaba en el sol,
descuidadamente caMdo sobre un hombro. El sol, acariciAndola, se volcaba
sobre ella, desde los hombros hasta el vientre, hasta la cadera, dejando
profundas sombras entre sus pechos casi desnudos. Redrick, de pie a su lado,
la mirS abiertamente. Ella lo mirS a su vez y riS, comprendiendo; despuIs se
llevS el vaso a los labios y tomS varios sorbos.
- ¿Quieres? - preguntS, pasAndose la lengua por los labios.
EsperS el tiempo justo para que Il captara la doble intenciSn y le
tendiS el vaso. il buscS a su alrededor hasta encontrar una reposera a la
sombra; allM se sentS y tendiS las piernas.
- Burbridge estA en el hospital - dijo -. Le van a amputar las piernas.
Ella lo mirS con un solo ojo, sin dejar de sonreMr. El otro quedS
cubierto por la espesa cabellera que le caMa sobre el hombro. Pero su
sonrisa se habMa petrificado; era una mueca de azZcar sobre la cara tostada.
DespuIs hizo girar el vaso, escuchando el tintineo de los cubitos.
- ¿Las dos?
- Las dos. Tal vez por debajo de la rodilla, tal vez por encima.
Ella dejS el vaso y se apartS el pelo hacia atrAs. Ya no sonreMa.
- QuI pena - dijo -. Y eso significa que tZ...
SSlo a Dina Burbridge habrMa podido contarle en detalle cSmo habMa
pasado todo. Hasta habrMa podido contarle que se habMa acercado a Il con las
manoplas listas y que Burbridge le habMa rogado, no por Il, sino por sus
hijos, por ella y por Artie, prometiIndole la Bola Dorada. Pero no se lo
contS.
SacS un fajo de dinero del bolsillo superior y lo arrojS sobre la
estera roja, bien junto a las piernas largas de la muchacha.
Los billetes se abrieron en un arco iris. Dina recogiS algunos,
distraMdamente, y los examinS como si no los conociera; sin embargo no tenMa
mucho interIs.
- istas son las Zltimas ganancias, entonces - dijo.
Redrick se estirS desde la reposera para tomar la botella del baldecito
y mirS la etiqueta. El agua goteaba desde el vidrio oscuro; tuvo que
apartarla para que no le goteara en los pantalones. No le gustaba el whisky
caro, pero en un momento como Ise podMa hacer el sacrificio de tomar un
trago.
Iba a llevarse la botella a la boca cuando lo interrumpiS un balbuceo
de protesta a sus espaldas. AllM estaba Cobayo, arrastrando penosamente los
pies por el prado, sujetando con las dos manos un vaso lleno de lMquido
claro. El esfuerzo le estaba haciendo sudar la cabeza lanuda y le sacaba los
ojos de las Srbitas. Al ver que Redrick lo miraba tendiS el vaso en un gesto
desesperado, mugiS y aullS, abriendo inZtilmente la boca desdentada.
- Espero, espero - dijo Redrick, y volviS a dejar la botella en el
balde.
Cobayo llegS al fin, entregS el vaso a Redrick y le palmeS tMmidamente
el hombro con una mano artrMtica.
- Gracias, Dixon - dijo Redrick, seriamente -. Es precisamente lo que
necesitaba en este momento. Como de costumbre estAs en todo.
Y mientras Cobayo sacudMa la cabeza, azorado y feliz, y se golpeaba la
cadera con el brazo sano, Il levantS el vaso, lo saludS con un gesto de la
cabeza y tragS la mitad de una sola vez. En seguida se volviS a Dina.
- ¿Quieres? - preguntS, refiriIndose al vaso.
Ella no respondiS, Estaba doblando un billete por la mitad; lo doblS
otra vez, y otra mAs.
- TermMnala - dijo Il -. No quedarAs en la calle. Tu viejo...
Ella lo interrumpiS:
- AsM que lo sacaste a la rastra - dijo, sin preguntar como quien
establece un hecho -. Lo sacaste, idiota, cruzando toda la Zona. Sacaste a
ese hijo de puta llevAndolo sobre la espalda, barro, pelirrojo cretino,
Echaste a perder una oportunidad como Isa.
il la mirS, olvidado del vaso. Dina se levantS para acercarse a Il,
pisando el dinero esparcido. Se detuvo ante Il con los puYAos clavados en la
suave curva de las caderas, ocultAndole todo el mundo con ese cuerpo
maravilloso, que olMa a perfume y a sudor dulce.
- El viejo tiene en el puYAo a todos los idiotas como tZ. Te va a pisar
los huesos. Ya verAs, caminarA sobre tu crAneo con sus muletas.
enseYAarA quI es el amor fraternal y la piedad!
A esa altura la chica ya estaba hablando a gritos.
- Te prometiS la Bola Dorada, ¿no es cierto? El mapa, las trampas, ¿no
es cierto? ¡Idiota!
mapa te da. Que Dios tenga piedad del alma de Redrick Schuhart, este
pelirrojo estZpido.
Redrick se levantS sin apuro y le dio una fuerte bofetada. Ella cerrS
el pico, se dejS caer en el pasto y hundiS la cara entre las manos.
- QuI tonto... Red - murmurS -. Dejar pasar una oportunidad como Isa.
Redrick la mirS sin hablar mientras terminaba el vodka. ArrojS el vaso
a Cobayo sin mirarlo siquiera. No habMa nada que decir. QuI lindos hijos
habMa evocado Burbridge en la Zona. Amantes y respetuosos.
SaliS a la calle y llamS un taxi. IndicS al conductor que lo llevara al
Borscht. TenMa que terminar con sus asuntos, aunque se morMa de sueYAo. Todo
le daba vueltas; al final se quedS dormido en el taxi, con todo el cuerpo
doblado sobre el portafolios; despertS sSlo cuando el conductor,
sacudiIndolo, le dijo:
- Ya llegamos, seYAor.
- ¿AdSnde llegamos? - preguntS, mirando a su alrededor -. Al Banco, le
dije.
- Nada de eso, compaYAero. Al Borscht, me dijo. iste es el Borscht.
- Okey - gruYAS Redrick -. Debo haber soYAado.
PagS y descendiS del coche; apenas podMa mover las piernas pesadas, El
asfalto humeaba en el sol; hacia muchMsimo calor. Redrick se dio cuenta de
que estaba empapado, que tenMa mal gusto en la boca y que le lloraban los
ojos. MirS a su alrededor antes de entrar. La calle estaba desierta, como
era habitual a esa hora del dMa. Los negocios no habMan abierto aZn y el
Borscht debMa estar cerrado tambiIn, pero Ernest ya estaba en su puesto,
secando vasos y echando miradas sucias al trMo que chupaba cerveza en la
mesa del rincSn. TodavMa no habMan retirado las sillas de las otras mesas.
Un peSn desconocido, vestido con chaqueta blanca, limpiaba los pisos; otro
luchaba detrAs de Ernest con un cajSn de cerveza. Redrick se acercS al
mostrador, dejS allM su portafolios y dijo hola. Ernest murmurS algo que no
era exactamente una bienvenida.
- Dame otra cerveza - dijo Redrick, con un bostezo convulsivo.
Ernest plantS una jarrita vacMa en el mostrador, sacS una botella de la
heladera, la abriS y la suspendiS sobre la jarra. Redrick, cubriIndose la
boca, mirS fijamente la mano del barman. Temblaba. La botella golpeS varias
veces al borde de la jarrita. Redrick le mirS entonces la cara. TenMa bajos
los pArpados pesados, torcida la boca gordinflona y las mejillas caMdas. El
peSn pasS el trapo precisamente bajo los pies de Redrick; los del rincSn
discutMan en voz alta sobre las carreras; el otro peSn retrocediS con los
cajones, tropezando con Ernest en forma tan ruda que Iste se tambaleS. El
hombre murmurS una disculpa.
- ¿Lo trajiste? - preguntS Ernest, con voz ahogada.
- ¿Que si traje quI?
Redrick mirS por sobre el hombro. Uno de los tipos se levantS
perezosamente y fue hasta la puerta. AllM se detuvo para encender un
cigarrillo.
- Ven, hablemos - dijo Ernest.
El peSn que pasaba el trapo tambiIn estaba en ese momento entre Redrick
y la salida. Era un negro grandote, del tipo de Gutalin, pero doblemente
corpulento.
- Vamos - dijo Redrick, recogiendo el portafolios.
Ya no tenla sueYAo, ni en un ojo ni en el otro. PasS por detrAs del
mostrador, esquivando al peSn que llevaba los cajones de cerveza; al parecer
el hombre se habMa pellizcado el dedo, pues se chupaba la yema, mirando a
Redrick. Era un tipo grandote, de nariz quebrada y orejas de repollo. Ernest
pasS a la trastienda y Redrick fue tras Il, porque los tres fulanos del
rincSn ya estaban bloqueando la puerta y el peSn de limpieza se habMa
detenido junto a las cortinas que daban al depSsito.
Ya en la trastienda, Ernest dio un paso a un lado y se sentS en una
silla, junto a la pared. Ante la mesa estaba el capitAn Quarterblad
amarillento y furioso. A la izquierda, quiIn sabe de dSnde apareciS un
enorme soldado de las Naciones Unidas, con el casco sobre los ojos, que lo
cacheS rApidamente con sus grandes manos. Se detuvo en el bolsillo derecho y
sacS las manoplas de bronce. En seguida empujS a Redrick en direcciSn al
capitAn. El pelirrojo se acercS a la mesa y puso el portafolios frente al
capitAn Quarterblad.
- Chupasangre - dijo a Ernest.
iste levantS las cejas y encogiS un solo hombro. Todo estaba a la
vista: los dos peones, junto a la puerta, sonreMan muy satisfechos. No habMa
otra salida y la ventana tenMa barrotes por fuera.
El capitAn Quarterblad, con la cara contraria por el disgusto, revolvMa
el portafolios con las dos manos, sacando el botMn para ponerlo sobre. la
mesa: dos pequeYAos vacMos; nueve pilas; gotitas negras de diversos tamaYAos,
diecisIis piezas en una bolsa de polietileno; dos esponjas perfectamente
conservadas y un pote de arcilla carbonatada.
- ¿Tienes algo en los bolsillos? - preguntS el capitAn, suavemente -.
VacMalos.
- VMboras - murmurS Redrick -, canallas.
SacS un fajo dI billetes y lo arrojS sobre la mesa; allM quedaron,
esparcidos.
-
-
fajo -. AhM tienen. OjalA se les atraganto.
- Muy interesante - dijo el capitAn, con calma -. Ahora recSgelo.
-
-. Que lo recojan sus esclavos. Por mM puede recogerlo usted mismo.
- Recoge ese dinero, merodeador - repitiS el capitAn Quarterblad sin
alzar la voz, apoyando el puYAo sobre la mesa para inclinarse hacia Redrick.
Se miraron mutuamente por algunos segundos. Al fin el merodeador,
murmurando maldiciones, se agachS para recoger desganadamente los billetes.
Los peones se burlaban a sus espaldas y el soldado de las Naciones Unidas
resoplS con alegrMa.
-
Mientras se arrastraba de rodillas por el suelo, recogiendo los
billetes uno por uno, se iba acercando mAs y mAs al anillo de oscuro bronce
que descansaba pacMficamente en el polvoriento piso de parquet. Se volviS
para lograr un mejor acceso, sin dejar de gritar obscenidades, todas las que
sabMa y algunas otras que inventaba en ese momento. Cuando llegS el momento
adecuado cerrS el pico, tensS; agarrS el anillo y tirS de Il con todas sus
fuerzas; antes de que la trampa abierta hubiera llegado al suelo se habMa
lanzado ya, de cabeza, hacia la prisiSn frMa y gris de la bodega.
CayS sobre las manos, dio un salto mortal y se levantS de un salto.
EchS a correr encorvado, sin ver nada, confiado en su memoria y en su
suerte, por el angosto pasillo abierto entre los cajones de botellas,
volteAndolos a su paso; los oyS caer y estrellarse tras Il. ResbalS. SubiS a
la carrera algunos escalones invisibles y lanzS todo el peso de su cuerpo
contra la puerta, de goznes herrumbrados. AsM saliS al garaje de Ernest.
Estaba estremecido y jadeante; ante los ojos le bailaban manchas de
sangre y el corazSn le palpitaba con fuerza, con sacudidas que le llegaban a
la garganta. Pero no se detuvo ni por un instante. CorriS hasta el rincSn
mAs alejado y allM, despellejAndose las manos, revolviS en la montaYAa de
basura que ocultaba el sitio donde la pared estaba sin tablas. Se deslizS de
panza por ese agujero. Se le desgarrS la chaqueta, pero pronto estuvo en el
angosto patio. AllM se agachS entre las latas de basura, se quitS la
chaqueta y la corbata, se revisS apresuradamente, se cepillS los pantalones
y, finalmente, se irguiS y corriS hacia el patio.
Se zambullS en un tZnel bajo y maloliente que llevaba al fondo
siguiente. AllM prestS atenciSn, esperando oMr las sirenas de la policMa,
pero no fue asM; corriS a mayor velocidad, asustando a los chicos que
jugaban, esquivando la ropa tendida a secar, arrastrAndose por los agujeros
de los cercos podridos. TenMa que salir de ese vecindario de inmediato,
antes de que el capitAn Quarterblad lo hiciera rodear. ConocMa bien la zona,
pues habMa jugado en todos aquellos patios y sStanos, en aquellos tendederos
abandonados y en las carboneras. TenMa allM muchos conocidos y hasta algunos
amigos; en otras circunstancias no le habrMa costado ocultarse en ese
barrio, incluso por una semana. Pero no era para eso que habMa escapado tan
audazmente, bajo las mismas narices del capitAn Quarterblad, aYAadiendo
fAcilmente doce meses a su sentencia.
Tuvo mucha suerte. En la calle Siete algZn tipo de hermandad avanzaba
ruidosamente por la calzada, en manifestaciSn; eran unos doscientos, tan
desarrapados y mugrientos como Il. Algunos tenMan peor aspecto, como si
hubieran pasado toda la tarde arrastrAndose por los agujeros de los cercos y
echAndose latas de basura encima; tal vez habMan pasado la noche alborotando
en alguna carbonera. Redrick saliS de un portal, agachado, para mezclarse
entre la multitud; la atravesS a fuerza de empujones y tirones; pisoteS pies
ajenos, recibiS algZn puYAetazo ocasional y lo devolviS, y finalmente saliS
al otro lado de la calle, para ocultarse en otro portal.
Fue precisamente entonces cuando se oyS el gemido familiar y
desagradable de los coches patrulleros; la manifestaciSn se detuvo,
ruidosamente, plegAndose como un acordeSn. Pero Redrick ya estaba en otro
vecindario y el capitAn Quarterblad no tenMa modo de saber en cuAl.
Se acercS a su propio garaje desde el costado del negocio de radio y
electrSnica; tuvo que esperar en tanto los obreros cargaban un camiSn con
televisores. Se puso cSmodo entre las magulladas matas de lilas de las casas
vecinas, donde no habMa ventanas, para recobrar el aliento y fumar un
cigarrillo. FumS Avidamente, agachado contra la Aspera pared a prueba de
incendios, tocAndose de tanto en tanto la mejilla para calmar el tic
nervioso. PensS, pensS, pensS. Cuando el camiSn y los obreros se alejaron a
bocinazos por la calle se echS a reMr, diciendo suavemente:
- Gracias, muchachos; demoraron a este tonto... y lo hicieron pensar.
Entonces empezS a caminar con rapidez, pero sin demasiada prisa,
inteligente y premeditadamente, tal como cuando trabajaba en la Zona.
EntrS al garaje por el pasillo oculto; levantS silenciosamente el viejo
asiento, sacS el rollo de papel que habMa en la bolsa guardada dentro del
canasto, con mucho cuidado, y se lo deslizS dentro de la camisa. DespuIs
tornS de una percha una chaqueta de cuero, vieja y gastada; encontrS en el
rincSn una gorra grasienta y se la encasquetS hasta los ojos. Las hendijas
de la puerta dejaban pasar finos rayos de luz que iluminaban el polvo
danzarMn del sombrMo garaje. Afuera, los chicos jugaban y chillaban. Al
marcharse oyS la voz de su hija; acercS un ojo a la mAs ancha de las ranuras
y contemplS a Monita, que corrMa entre las hamacas agitando dos globos, tres
ancianas, sentadas en un banco cercano con el tejido sobre el regazo, la
observaban con labios fruncidos; las viejas cerdas estarMan intercambiando
sucias opiniones. Los chicos se portaban bien; jugaban con ella como si
fuera una mAs. ValMa la pena el soborno empleado: les habMa hecho un
tobogAn, una casa de muYAecas, las hamacas... y el banco en donde estaban las
viejas. "Bueno", se dijo. Se apartS de la grieta, volviS a inspeccionar el
garaje y entrS arrastrAndose al agujero.
En la parte sudoeste de la ciudad, cerca del surtidor de nafta
abandonado al final de la calle Miner, habMa una cabina telefSnica. SSlo
Dios sabe quiIn la usaba por entonces, pues todas las casas de alrededor
estaban cerradas con tablas; mAs allA se veMa tan sSlo aquel baldMo
interminable que fuera el basurero de la ciudad. Redrick se sentS a la
sombra de aquella cabina y metiS la mano en una hendija que habMa allM
debajo. PalpS un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta
en Il; tambiIn estaba la caja de plomo con balas y la bolsa con los
brazaletes y la billetera vieja, con documentos falsos. Su escondrijo estaba
en orden. Se quitS la chaqueta y la gorra; palpS dentro de su camisa. AllM
permaneciS por un minuto, o mAs, sopesando en la mano el envase de
porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenMa. Y el tic nervioso
recomenzS.
- Schuhart - murmurS, sin oMr su propia voz -, ¿quI estAs haciendo,
gusano, basura? Con esto pueden matarnos a todos.
Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirviS para calmarla.
- Hijos de perra - dijo, pensando en los obreros que cargaban los
aparatos de televisiSn -. Se me pusieron en el camino. Yo habrMa tirado esto
otra vez a la Zona, esa puta, y todo estarla terminado.
MirS a su alrededor, con tristeza. El aire caliente reverberaba sobre
el cemento agrietado; las ventanas claveteadas lo contemplaban sombrMamente;
por el baldMo rodaban briznas secas. Estaba solo.
- Bueno - dijo, decidido - Que cada uno se ocupe de si; sSlo Dios cuida
de todos. A mM me ha llegado el turno.
RApidamente, para no cambiar de idea, puso el envase en la gorra y
envolviS la gorra en la chaqueta de cuero. DespuIs se arrodillS,
recostAndose contra la cabina, que se moviS. Aquel paquete voluminoso
entraba bien en el fondo del pozo que habMa debajo y aZn quedaba lugar.
VolviS a poner la cabina en su sitio, la sacudiS para ver si estaba firme y
finalmente se levantS, limpiAndose las manos.
- Listo. Todo arreglado.
EntrS a la cabina caldeada, depositS una moneda y marcS un numero.
- Guta - dijo -. Por favor, no te preocupes. Me atraparon otra vez.
OyS el suspiro estremecido y se apresurS a agregar:
- Es un delito menor, seis a ocho meses con derecho a visitas. Nos
arreglaremos. Y no te faltarA dinero. Ellos te enviarAn.
Guta seguMa en silencio.
- MaYAana por la maYAana te llamarAn al puesto de comando. AllM nos
veremos. Trae a Monita.
- ¿HabrA alguna inspecciSn? - preguntS ella.
- Que la hagan. En la casa no hay nada. No te preocupes y mantIn el
Animo en alto. Ya sabes: los ojos brillantes y el rabo erguido. Te casaste
con un merodeador, asM que no te quejes. MaYAana nos vemos. Y recuerda, yo no
he llamado. Un beso en la naricita.
ColgS abruptamente y permaneciS algunos segundos con los ojos cerrados
y los dientes tan apretados que le tintinearon los oMdos. DespuIs depositS
otra moneda y volviS a marcar un nZmero.
- Escucho - dijo Ronco.
- Habla Schuhart. Escucha bien y no me interrumpas.
- ¿Schuhart? ¿QuI Schuhart? - preguntS Ronco, con naturalidad.
- Te dije que no me interrumpas. Me atraparon y escapI, pero voy a
entregarme. Me darAn entre dos y medio y tres aYAos. Mi esposa queda sin un
centavo. TZ te encargarAs de ella. Que no le falta nada, ¿entendido?
¿Entendido, dije?
- Sigue - dijo Ronco.
- Cerca del sitio donde nos encontramos la primera vez hay una cabina
telefSnica. Es la Znica, no hay forma de confundirse. La porcelana estA
debajo de ella. Si la quieres, tSmala; si no, no. Pero quiero que cuiden de
mi esposa. TodavMa nos quedan muchos aYAos de jugar juntos. Si al volver
descubro que me jugaron sucio... te aconsejo que no lo hagas. ¿Comprendiste?
- ComprendM todo - dijo Ronco -. Gracias. Y despuIs de una pausa
agregS: - ¿Quieres un abogado?
- No - dijo Redrick -. Todo a mi esposa, hasta el Zltimo centavo.
Saludos.
ColgS y mirS a su alrededor. DespuIs, con las manos hundidas en los
bolsillos del pantalSn, subiS lentamente por la calle Miner entre las casas
vacMas y claveteadas.
3. Richard H. Noonan, cincuenta y un aYAos, supervisor de compras de
equipos electrSnicos en la divisiSn Harmont del instituto internacional de
culturas extraterrestres.
Richard H. Noonan estaba sentado ante el escritorio de su estudio,
garabateando sobre un bloc de tamaYAo legal. SonreMa tambiIn, simpAticamente,
asintiendo con la cabeza calva, sin escuchar a su visitante. No hacMa mAs
que aguardar una llamada telefSnica mientras su visitante, el doctor Pilman,
lo sermoneaba perezosamente. O imaginaba que lo estaba sermoneando. O
trataba de convencerse a sM mismo de que lo estaba sermoneando.
- Tendremos en cuenta todo eso - dijo finalmente Noonan, cruzando otro
grupo de cinco rayitas y cerrando el bloc -. Realmente es muy extraYAo.
La esbelta mano de Valentine sacudiS limpiamente las cenizas de su
cigarrillo en el cenicero.
- ¿Y quI es, exactamente, lo que tendrAn en cuenta? - preguntS con
mucha cortesMa.
- Bueno... todo lo que usted acaba de decir - respondiS alegremente
Noonan, recostAndose en su sillSn -. Hasta la Zltima palabra.
- ¿Y quI es lo que dije?
- Eso no importa. Lo que haya dicho lo tendremos en cuenta.
Valentine (el doctor Valentine Pilman, ganador de un Premio NSbel)
estaba sentado frente a Il, en un mullido sillSn. Era menudo, delicado y
limpio. No tenMa una sola mancha en su chaqueta de ante ni una arruga en los
pantalones. Camisa de un blanco cegador, corbata de color liso, muy seria,
zapatos relucientes. Una sonrisa maliciosa en los labios delgados y pAlidos;
enormes anteojos oscuros. La frente ancha y baja, coronada por un corte casi
al rape.
- En mi opiniSn, a usted se le paga un sueldo fantAstico para nada -
dijo -. Y ademAs, tambiIn en mi opiniSn, usted es un saboteador, Dick.
-
- En realidad - agregS Valentine -, hace mucho tiempo que lo vengo
observando. Creo que usted no hace nada.
-
es eso de que no hago nada? ¿Acaso he dejado de hacerle entregar un solo
pedido de repuestos?
- No sI - respondiS Valentine, volviendo a sacudir las cenizas -.
Recibimos equipos buenos y equipos malos. El bueno llega con mAs frecuencia,
pero no sI quI tiene usted que ver con eso.
- Bueno, si no fuera por mM, los materiales buenos serMan mucho mAs
escasos. AdemAs, ustedes los cientMficos se la pasan rompiendo buenos
equipos y pidiendo repuestos. ¿Y quiIn les cubre las espaldas? Por
ejemplo...
En ese momento sonS el telIfono. Noonan se interrumpiS para tomar el
receptor.
- ¿SeYAor Noonan? - preguntS la secretaria -. Otra vez el seYAor Lemchen.
- ComunMqueme.
Valentine se levantS, se llevS dos dedos a la frente en seYAal de
despedida y saliS del despacho. Menudo, erguido y proporcionado.
- ¿SeYAor Noonan? - dijo en el tubo la voz conocida y pesada.
- SM, escucho.
- No es fAcil comunicarse con usted en el trabajo, seYAor Noonan.
- Acaba de llegar un nuevo embarque.
- SM, ya lo sI, seYAor Noonan. Estoy aquM por poco tiempo. Quisiera que
discutiIramos personalmente unas cuantas cosas. Me refiero a los Zltimos
contratos con Mitsubishi Denshi. El aspecto legal.
- A sus Srdenes.
- En ese caso, si no tiene inconvenientes, ¿por quI no pasa por
nuestras oficinas dentro de media hora? ¿Le parece bien?
- Perfecto. Dentro de media hora.
Richard Noonan colgS y se levantS frotAndose las manos regordetas. Se
paseS por la oficina y hasta empezS a cantar alguna cancioncita pop, pero se
interrumpiS en una nota especialmente agria, riIndose jovialmente de sM
mismo. TomS su sombrero, se echS el impermeable al hombro y saliS a la zona
de recepciSn.
- Voy a ver a algunos clientes, linda - dijo a la secretaria -. QuIdate
aquM y cZbreme la espalda, como dicen; cuando vuelva te traerI un regalo.
Ella pareciS transformarse. Noonan le arrojS un beso y saliS a los
corredores del instituto. AquM y allA tuvo que enfrentarse con algunos
intentos de detenerlo, pero logrS zafarse de todas las conversaciones
bromeando, pidiendo a los interesados que le cubrieran las espaldas o que
tuvieran paciencia. y finalmente emergiS, ileso y sin compromisos, para
agitar el pase cerrado bajo las narices del sargento de guardia.
Sobre la ciudad pendMan nubes bajas y pesadas. El dMa era bochornoso;
las primeras gotas vacilantes empezaban ya a esparcirse por la acera como
pequeYAas estrellas negras. Noonan se echS el saco sobre la cabeza y los
hombros y corriS junto a la larga fila de coches hasta su Peugeot; se metiS
de cabeza y arrojS la chaqueta al asiento trasero. SacS del bolsillo el palo
negro y redondo del asM-asM, lo puso en la instalaciSn del tablero y empujS
con el pulgar para meterlo hasta la empuYAadura. Se meneS un poco para
acomodarse mejor tras el volante y pisS el acelerador. El Peugeot saliS
silenciosamente al medio de la calle; un segundo despuIs corrMa hacia la
salida de la Pre-Zona.
La lluvia se precipitS de repente, como si alguien hubiera volcado un
balde en el cielo. La ruta se tornS resbaladiza; el coche derrapaba en las
esquinas. Noonan puso los limpiaparabrisas a funcionar y aminorS la marcha.
"AsM que recibieron el informe", pensS. Ahora estarAn elogiAndome. Bueno, me
lo merezco; me gusta que me elogien. Especialmente el seYAor Lemehen en
persona. A pesar de si mismo. ExtraYAo, ¿verdad? ¿Por quI nos gusta que nos
elogien? Eso no da dinero. ¿Gloria? ¿QuI clase de gloria tenemos? "Es
famoso: ya lo conocen tres personas" Bueno, digamos cuatro, contando a
Bayliss.
el elogio mismo, como a los chicos les gusta el helado. Y es tan estZpido...
¿CSmo puedo ser mejor a mis propios ojos? ¿Como si no me conociera? Ese
gordo bueno de Richard H. Noonan, a propSsito, ¿quI querMa decir esa H.?
¡QuI sI yo! Y no tengo a quien preguntarle; no es cosa de preguntarlo al
seYAor Lemehen. ¡Ah, ya recuerdo!
estA diluviando.
VirS hacia la calle Central y de pronto se dio cuenta de lo mucho que
habMa crecido la ciudad en los Zltimos aYAos. Enormes rascacielos. AllA estAn
construyendo otro. ¿QuI serA? Oh, el Complejo Luna: el mejor jazz
internacional, un espectAculo de variedades y varias cosas mAs. Todo para
nuestras gloriosas tropas y nuestros valientes turistas, especialmente los
mAs ancianos, y para los nobles caballeros de la ciencia. Y los suburbios se
estAn vaciando.
SM, me gustarMa saber dSnde va a terminar todo esto. Bueno, hace diez
aYAos estaba seguro de saberlo: barreras policiales impenetrables, zonas de
seguridad de treinta kilSmetros, cientMficos y soldados, y nada mAs. Una
horrible lastimadura en la cara del planeta, perfectamente bloqueada. Y no
era yo el Znico que pensaba asM.
ahora uno ni siquiera se acuerda cSmo fue que la fIrrea resoluciSn universal
se fundiS en un tembloroso charco de jalea. "Por una parte no se puede dejar
de reconocerlo, y por otra no se puede estar en desacuerdo." Creo que todo
empezS cuando los merodeadores trajeron los asM-asM de la Zona. PequeYAas
pilas. SM, creo que fue entonces. Sobre todo cuando se descubriS que las
pilas se multiplicaban. La herida ya no pareciS tal; antes bien, una caja de
tesoros, la tentaciSn del demonio, la caja de Pandora o el diablo.
Descubrieron el modo de darles uso. Llevaban veinte aYAos bufando y
rezongando, malgastando billones, sin haber podido organizar el robo. Cada
uno tenMa su negocito, mientras los cientMficos arrugaban significativa y
portentosamente el ceYAo; por una parte no se puede dejar de reconocerlo, y
por otra no se puede estar en desacuerdo. Puesto que tal y cual objeto,
fotografiado con rayos X en un Angulo de 18 grados, emite electrones
cuasitermales en un Angulo de 22 grados...
cualquier modo morirI sin ver el final.
El coche pasaba frente a la casa que Cuervo Burbridge tenMa en el
centro. Debido a la intensa lluvia estaban todas las luces encendidas. Dick
pudo ver varias parejas que bailaban en las habitaciones del segundo piso,
que correspondMan a la hermosa Dina. O bien habMan comenzado muy temprano o
todavMa la seguMan con ganas desde la noche anterior. Era la nueva ola en la
ciudad: dar fiestas que duraban varios dMas. Sin duda estamos criando
muchachos fuertes, llenos de resistencia y tesoneros en la bZsqueda de sus
deseos.
Noonan detuvo el coche frente a un edificio feo, cuyo discreto cartel
decMa: "Oficinas legales de Korsh, Korsh y Simak". SacS el asM-asM y se lo
guardS en el bolsillo; volviS a ponerse el impermeable, tomS el sombrero y
corriS hacia la entrada. PasS corriendo junto al portero, que estaba
sepultado en un periSdico, y subiS las escaleras cubiertas por una alfombra
gastada. Sus zapatos repiquetearon por el largo corredor del segundo piso;
aquel lugar exhalaba un olor que habla renunciado a identificar mucho tiempo
antes. Finalmente abriS la Zltima puerta del pasillo y entrS. Ante el
escritorio no estaba la secretaria, sino un joven desconocido, muy
bronceado, en mangas de camisa, que escarbaba las tripas de algZn artefacto
electrSnico instalado sobre el escritorio, en vez de la mAquina de escribir.
Richard Noonan colgS su sombrero y su chaqueta, alisS con ambas manos
el poco pelo que le restaba y mirS interrogativamente al joven. iste
asintiS. Noonan abriS entonces la puerta de la oficina. El seYAor Lemehen se
levantS pesadamente del gran sillSn de cuero instalado frente a la ventana,
cubierta por cortinajes. Su angulosa cara de general estaba arrugada, ya
fuera en una sonrisa de bienvenida o en un gesto de disgusto por el mal
tiempo; quizAs fuera tambiIn un estornudo contenido.
- Ah, ya llegS, pase, pSngase cSmodo.
Noonan buscS algZn lugar para ponerse cSmodo, pero sSlo encontrS una
silla dura, de respaldo recto, arrinconada detrAs del escritorio. PrefiriS
sentarse en el borde del escritorio. Su Animo jovial se estaba evaporando
por algZn motivo, aunque Il mismo no sabMa cuAl. De pronto se dio cuenta de
que ese dMa no habrMa elogios. Todo lo contrario. "El dMa de la ira", pensS
filosSficamente, endureciIndose para enfrentar lo peor.
- Fume si quiere - dijo el seYAor Lemchen, volviendo a descender hasta
su sillSn.
- No, gracias, no fumo.
El seYAor Lemehen asintiS, como si aquello confirmara sus peores
sospechas; juntS las puntas de los dedos formando una torre y las contemplS
por un rato. Al fin dijo:
- Creo que no vamos a discutir los asuntos legales de la Mitsubishi
Denshi Company.
Eso era un chiste. Richard Noonan sonriS de inmediato.
-
Estaba endemoniadamente incSmodo allM sentado; ademAs los pies no le
llegaban al suelo.
- Siento decirle, Richard, que su informe ha causado una impresiSn muy
favorable allA arriba.
- Hum - murmurS Noonan, mientras pensaba: "AquM viene"
- Estaban por recomendarlo para una condecoraciSn - prosiguiS el seYAor
Lemehen -. Sin embargo los convencM de que esperaran un poco. Y yo tenMa
razSn.
AbandonS con esfuerzo la contemplaciSn de sus diez dedos y levantS los
ojos hacia Noonan.
- Usted se preguntarA por quI me comportI con tanta cautela.
- Probablemente tenMa sus motivos - dijo Noonan, inexpresivamente.
- En efecto. ¿CuAles son los resultados de su informe, Richard? La
banda del Metropole estA liquidada; gracias a sus esfuerzos. La banda de la
Flor Verde fue apresada con las manos en la masa; brillante trabajo, tambiIn
suyo, Quasimodo, los MZsicos Vagabundos y todas las otras bandas, no
recuerdo cSmo se llaman, se desmembraron porque sabMan que el baile se habMa
terminado y que cualquier dMa los iban a atrapar. Todo esto es cierto; lo
hemos verificado por otras fuentes. El campo de batalla estA despejado. La
victoria es suya, Richard. El enemigo se retirS en desbandada, sufriendo
grandes pIrdidas. ¿Es correcto lo que digo?
- En todo caso - dijo Noonan, cauteloso -, en los Zltimos tres meses ha
cesado la pIrdida de materiales de la Zona a travIs de Harmont. Al menos,
segZn las informaciones que tengo.
- El enemigo se ha retirado, ¿verdad?
- Bueno, si prefiere esa metAfora, sM.
-
dudas. Al apresurarse a presentar un informe de victoria, Richard, usted ha
demostrado falta de madurez. Por eso sugerM que esperaran antes de darle una
recompensa.
"Vete al diablo, tZ y tus recompensas", pensS Noonan, balanceando el
pie y observando ceYAudo el zapato brillante, "
telaraYAas del desvAn! No me falta mAs que escuchar tus conferencias. SI
perfectamente con quiIn trato sin necesidad de que me lo digas. No vengas a
hablarme del enemigo. Dime, simplemente cuAndo, dSnde y cSmo me equivoquI,
quI han robado esos hijos de puta, dSnde y cSmo fallaron la forma de pasar.
Y sin tantas pavadas, que no soy un novato; tengo mAs de medio siglo encima
y no estoy aquM sentado para oMrte hablar de Srdenes y decoraciones
estZpidas."
- ¿QuI sabe usted de la Bola Dorada? - preguntS sZbitamente el seYAor
Lemehen.
"Dios, quI tiene que ver la Bola Dorada con todo esto". pensS Noonan,
irritado. "Por quI no te irAs al diablo con tus enfoques indirectos."
- La Bola Dorada es una leyenda - informS, en tono aburrido -. Un
artefacto mMtico localizado en la Zona, con la forma de una pelota de oro,
que concede deseos a los hombres.
- ¿Cualquier deseo?
- SegZn la versiSn canSnica de la leyenda, cualquier deseo. Sin
embargo, hay versiones distintas.
- De acuerdo. ¿QuI sabe de las lAmparas de la muerte?
- Hace ocho aYAos, un merodeador llamado Stefan Norman, alias
Cuatro-ojos, trajo de la Zona un aparato que, hasta donde se puede juzgar,
era algZn tipo de emisor de rayos fatales para los organismos terrMcolas.
Este Cuatro-ojos ofreciS el aparato al Instituto, pero no se pusieron de
acuerdo en cuanto al precio. Cuatro-ojos volviS a entrar a la Zona y jamAs
regresS. Se ignora el paradero actual del aparato. La gente del Instituto
sigue tirAndose de los pelos por ese asunto. Hugh (el del Metropole, usted
lo conoce) ofrece por Il cualquier suma que se pueda escribir en un cheque.
- ¿Es todo? - preguntS el seYAor Lemehen.
- Es todo.
Noonan paseaba descaradamente la vista por la habitaciSn. Era aburrida;
no habMa nada para mirar.
- Muy bien. ¿Y quI sabe de los ojos de la langosta?
- ¿QuI clase de ojos?
- Ojos de langosta. LangpAtas, ¿entiende? isas que tienen pinzas -
explicS Lemchen, moviendo los dedos como si fueran tenazas.
- Nunca los oM nombrar - respondiS Noonan, frunciendo el ceYAo.
- ¿Y de las servilletas castaYAeteantes?
Noonan se bajS del escritorio para erguirse frente a Lemehen con las
manos en los bolsillos.
- No sI nada de ellas. ¿Y usted?
- Yo tampoco, por desgracia; ni sobre las servilletas castaYAeteantes ni
sobre los ojos de langosta. Pero existen.
- ¿En mi Zona?
- SiIntese, siIntese - indicS el seYAor Lemehen, agitando la mano -,
ReciIn empezamos la charla. SiIntese.
Noonan dio la vuelta al escritorio y se sentS en la silla dura de
respaldo recto.
"¿AdSnde quiere ir a parar?", pensS, febrilmente. "¿QuI es todo ese
material nuevo? Tal vez lo encontraron en otras Zonas y trata de hacerme
pasar por tonto, el muy cerdo. Nunca me tuvo aprecio; este viejo zorro; no
se puede olvidar de aquella copia."
- Prosigamos con nuestro pequeYAo examen - anunciS Lemchen, mientras
apartaba una esquina del cortinaje para mirar por la ventana -. EstA
diluviando. Me gusta.
SoltS la cortina, volviS a sentarse en el sillSn y preguntS, mirando
hacia el cielo raso:
- ¿CSmo anda el viejo Burbridge?
- ¿Burbridge? Cuervo Burbridge estA bajo vigilancia. EstA invAlido y en
muy buena posiciSn. No tiene vinculaciones con la Zona. Es dueYAo de cuatro
bares y de una escuela de baile. Organiza picnics para los oficiales del
cuartel y para los turistas. Dina, la hija, lleva una vida disoluta. Arthur,
el hijo, acaba de graduarse en la escuela de leyes.
El seYAor Lemehen asintiS, satisfecho.
- ¿Y quI hace Creonte, el maltIs?
- Es uno de los pocos merodeadores que siguen activos. Anduvo con la
banda de Quasimodo; ahora vende su botMn al Instituto utilizAndome como
intermediario. Le doy rienda libre: tarde o temprano alguien lo harA
desaparecer. zltimamente bebe mucho; creo que no va a durar.
- ¿Contactos con Burbridge?
- Anda detrAs de Dina. Sin resultados.
- Muy bien - dijo el seYAor Lemehen -. ¿QuI sabe de Red Schuhart?
- SaliS de la cArcel el mes pasado. No tiene dificultades econSmicas.
TratS de emigrar, pero tiene...
Noonan hizo una pausa. Al fin completS:
- Bueno, tiene problemas de familia. No le queda tiempo para la Zona.
- ¿Eso es todo?
- Es todo.
- No parece mucho. ¿QuI pasa con Suertudo Carter?
- Hace muchos aYAos que dejS el merodeo. Vende coches usados y tiene un
taller para adaptar automSviles al asM-asM. Cuatro hijos; la mujer muriS el
aYAo pasado. Tiene suegra.
Lemehen asintiS.
- Bueno, ¿a quiIn he olvidado de los viejos? - preguntS amablemente.
- A Jonathan Miles, mAs conocido como Cacto. EstA en el hospital; va a
morir de cAncer. Y olvidS a Gutalin.
- Ah, sM, sM, ¿quI se sabe de Gutalin?
- Sigue en lo mismo. Tiene una banda de tres hombres. Van a la Zona y
pasan allM varios dMas en cada oportunidad, destrozando todo lo que
encuentran. Su antigua organizaciSn, los angeles Luchadores, se disolviS.
- ¿Por quI?
- Bueno, usted recordarA que solMan comprar botMn; Gutalin lo llevaba
nuevamente a la Zona: las cosas del demonio debMan estar con el demonio.
Ahora no tienen nada que comprar; ademAs el nuevo director del Instituto los
ha hecho perseguir por la policMa.
- Comprendo - dijo el seYAor Lemehen -. ¿Y quI hay de los jSvenes?
- Bueno, los jSvenes van y vienen. Hay cinco o seis con un poco de
experiencia, pero Zltimamente no tienen quiIn reduzca el botMn, de modo que
estAn perdidos. Los estoy adiestrando poco a poco. Creo que los merodeos han
cesado casi por completo en mi Zona, jefe. Los antiguos estAn retirados, los
jSvenes no saben quI hacer y el prestigio de la profesiSn se va perdiendo.
La tecnologMa ha ganado terreno. Ahora hay merodeadores robSticos.
- SM, si, eso he oMdo decir. Pero las mAquinas necesitan mucha energMa.
¿O me equivoco?
- Es cuestiSn de tiempo, no mas. Pronto valdrA la pena.
- ¿CuAndo?
- En cinco o seis aYAos.
El seYAor Lemehen volviS a asentir.
- A propSsito, tal vez usted no sabe que el enemigo ha empezado a
emplear los merodeadores automAticos.
- ¿En mi Zona? - preguntS Noonan, poniIndose en guardia.
- TambiIn en la suya. Tienen la base en RexSpolis; desde allM trasladan
el equipo en helicSptero, por sobre las montaYAas, hasta el CaYASn Serpiente,
hasta el Lago Negro y al pie de las colinas de Monte Rocoso.
- Pero ese es el perMmetro de la Zona - dijo Noonan, suspicaz -. Esa
Area estA vacMa. ¿QuI pueden encontrar allM?
- Muy poco, muy poco, pero algo encuentran. De cualquier modo era una
informaciSn, nada mAs; eso no le concierne. Recapitulemos. En Harmont no
quedan ya, prActicamente, merodeadores profesionales. Los que aZn siguen
aquM ya no tienen relaciSn con la Zona. Los jSvenes estAn perdidos y
cercados.
- El enemigo estA diseminado y se ha retirado a algZn rincSn a lamerse
las heridas. No hay botMn, y cuando lo hay no se encuentra a quiIn
vendIrselo. Los robos de materiales en la Zona de Harmont cesaron hace tres
meses. ¿Correcto?
Noonan guardS silencio. "Ahora, pensS. Ahora me la va a dar. Pero
¿dSnde estuvo el error? Ha de haber sido uno realmente grande.
habla, viejo del diablo!
- No he oMdo su respuesta - observS Lemehen, poniendo la mano como
pantalla tras su oreja arrugada y velluda.
- Bueno, jefe - dijo Noonan, sombrMo -. Basta ya. Me tiene frito y
hervido, ahora pSngame en el plato.
El seYAor Lemehen carraspeo vagamente.
- No tiene nada que decir en su defensa - comentS, con inesperada
amargura -. Se queda ahM, con las orejas bajas ante la autoridad. ¿CSmo le
parece que me sentMa anteayer?
Se interrumpiS para levantarse y se acercS a la caja fuerte.
- Para abreviar: en los dos Zltimos meses, segZn nuestra informaciSn,
el enemigo ha recibido mAs de seis mil artMculos provenientes de las
diversas Zonas.
Se detuvo ante la caja fuerte, palmeS su flanco pintado y se volviS
Asperamente hacia Noonan.
- ¡No se consuele con ilusiones! - gritS -.
Burbridge! ¡Las del MaltIs!
siquiera se dignS mencionar!
entrena usted a sus jSvenes?
encima ese asunto de los ojos de langosta, los cascabeles de perra, las
servilletas repiqueteantes, sean lo que sean!
VolviS a interrumpirse, se instalS nuevamente en el sillSn, formS otra
torre con los dedos y preguntS cortIsmente:
- ¿QuI piensa usted de todo esto, Richard?
Noonan se secS la frente con el paYAuelo.
- No sI nada de todo esto - respondiS sinceramente -. perdone, jefe,
estoy un poco... DIjeme recobrar el aliento,
ya no tiene nada que ver con la Zona.
picnics y cScteles a la orilla de los lagos y gana muchMsimo con eso.
necesita mAs dinero! Perdone, creo que estoy diciendo tonterMas, pero le
aseguro que no lo he perdido de vista desde que saliS del hospital.
- Bueno, no quiero demorarlo mAs - dijo el seYAor Lemchen -. Le concedo
una semana. A ver si me trae alguna idea sobre cSmo llega el material de la
Zona a manos de Burbridge... y los otros. AdiSs.
Noonan se levantS, saludS al perfil de Lemehen y saliS a la recepciSn,
aZn enjugAndose el cuello sudoroso. El joven bronceado estaba fumando y
contemplaba pensativamente las entraYAas del mutilado aparato electrSnico. Su
mirada, al posarse brevemente en Noonan, pareciS tan vacMa como si estuviera
mirando hacia dentro.
Richard Noonan se encasquetS el sombrero, agarrS su impermeable y
saliS. Nunca le habMa pasado algo asM. Sus pensamientos, confusos, parecMan
enmaraYAarse. Debo... ¡Ben J. Halevy el NarigSn!
Es sSlo un pequeYAo novato, un mocoso. No, aquM pasa algo raro. Ese rengo de
porquerMa, Cuervo, esta vez me agarrS. Me pescS en pelotas. ¿CSmo pudo
ocurrir? Justo como aquella vez, en Singapur; la cara sobre la mesa y de
golpe aplastado contra la pared...
SubiS al auto. Por un momento buscS en el tablero la llave de contacto,
olvidado de todo. La lluvia le goteaba desde el sombrero sobre los
pantalones. Se lo quitS y lo arrojS al asiento posterior sin mirar. El agua
corrMa a chorros por el parabrisas; Richard Noonan tuvo la impresiSn de que
eso le impedMa comprender cuAl era el prSximo paso a dar. Se dio unos
coscorrones y se sintiS mejor. Inmediatamente recordS que no habMa llave ni
podMa haberla, porque Il tenMa el asM-asM en el bolsillo. La pila eterna;
habMa que sacarla del bolsillo, maldiciSn, y meterla en la instalaciSn. AsM
podrMa a menos conducir el coche hasta alguna parte... alguna parte, lejos
de ese edificio donde estaba el viejo hijo de puta, probablemente mirando
desde una ventana.
En el momento en que tendMa la mano hacia el asM-asM quedS inmSvil por
un instante. Ya sI por quiIn empezar. EmpezarI con Il.
empezar con Il! Nadie habrA empezado nunca con nadie como yo con Il. Y serA
un placer.
EncendiS los limpiaparabrisas y bajS por la avenida, sin ver casi nada
frente a Il, pero calmAndose lentamente. Muy bien. Que sea como en Singapur.
DespuIs de todo allA las cosas terminaron bien.
contra la mesa de una sola vez! Pudo ser peor, pudo haber sido otra parte de
mi cuerpo, o algo con clavos en vez de una mesa. Bueno, sigamos la pista.
¿DSnde estA mi pequeYAo negocio? No veo un pito. Ah, allM estA.
No estaba dentro del horario comercial, pero el Cinco Minutos estaba
tan iluminado como el Metropole. Richard Noonan, sacudiIndose como un perro
que saliera del agua, entrS a aquella clara habitaciSn, que olMa a tabaco,
perfume y champaYAa rancio. El viejo Benny, aZn sin uniforme, estaba sentado
ante el mostrador, comiendo algo con el tenedor en el puYAo. Madame lo miraba
comer, con los enormes pechos apoyados en el mostrador entre los vasos
vacMos. AZn no habMan limpiado la suciedad de la noche anterior. Cuando
Noonan entrS, Madame volviS hacia Il su cara ancha y espesamente maquillada;
su primera expresiSn de enojo se disolviS en una sonrisa profesional.
- ¡Hola! - dijo, con su voz profunda -.
¿ExtraYAaba a las chicas?
Benny siguiS comiendo; era mAs sordo que una tapia.
-
a mM a una mujer de veras?
Benny, finalmente, notS su presencia y contorsionS en una sonrisa de
bienvenida aquella cara horrible, cubierta de cicatrices azules y purpZreas.
-
Noonan sonriS como respuesta y agitS la mano. No le gustaba hablar con
Benny; habMa que gritar constantemente.
- ¿DSnde estA mi gerente, compaYAeros? - preguntS.
- En su cuarto - respondiS Madame -. Tiene que pagar maYAana los
impuestos.
-
En seguida vuelvo.
Caminando silenciosamente sobre la gruesa alfombra sintItica, cruzS el
salSn y las puertas encortinadas de los cubMculos; junto a cada una habMa
una flor pintada en la pared. EntrS en el silencioso pasillo sin salida y
abriS sin golpear la puerta tapizada en cuero.
Mosul Kitty estaba sentado al escritorio, examinando en el espejo una
dolorosa lastimadura que tenMa en la nariz. Le importaba un bledo tener que
pagar los impuestos al dMa siguiente. En el escritorio, completamente
despejado, no habMa mAs que una jarra con ung|ento de mercurio y un vaso con
cierto liquido claro. Mosul Kitty alzS hacia Noonan los ojos irritados y se
levantS de un salto, dejando caer el espejo. Noonan, sin decir palabra, se
sentS en el sillSn, frente a Il, y lo observS en silencio, oyIndole murmurar
algo sobre la maldita lluvia y su reumatismo. DespuIs dijo:
- Por quI no cierras la puerta, amigo.
Mosul corriS hasta la puerta cacheteando el piso con los pies planos;
hizo girar la llave y volviS al escritorio. InclinS sobre Noonan la cabeza
peluda, fija en su boca la mirada leal. Noonan seguMa mirAndolo con los ojos
medio cerrados; recordS entonces, por alguna razSn, que el verdadero nombre
de Mosul Kitty era Rafael. Aquel hombre era famoso por sus grandes puYAos
huesudos, purpZreos y desnudos entre el grueso vello que le cubrMa los
brazos como una manga. Se habla puesto el apodo de Kitty porque estaba
convencido de que era el nombre tradicional de los grandes reyes mongoles.
Rafael. Bueno, Rafaelito, comencemos.
- ¿CSmo andan las cosas? - preguntS gentilmente.
- Todo en orden, jefe - replicS velozmente Rafael Mosul.
- ¿Arreglaste el problema con la comisarMa?
- CostS ciento cincuenta. Todo el mundo estA contento.
- SaldrA de tu bolsillo. Fue culpa tuya, amigo. TenMas que encargarte
de eso.
Mosul puso cara patItica y extendiS las manos en seYAal de sumisiSn.
- Hay que cambiar el parquet del salSn - dijo Noonan.
- Lo haremos.
Noonan hizo una pausa, arrugando los labios.
- ¿BotMn? - preguntS, bajando la voz.
- Hay un poco - respondiS Mosul, tambiIn en voz baja.
- Veamos.
Mosul corriS a la caja fuerte, sacS un paquete y lo abriS sobre el
escritorio, frente a Noonan. iste revolviS con un dedo el montSn de gotitas
negras; recogiS un brazalete y lo examinS por todos lados a antes de volver
a ponerlo allM.
- ¿Nada mAs?
- No traen - explicS Mosul, culpable.
- AsM que no traen - repitiS Noonan.
ApuntS con cuidado y clavS la punta del pie, con toda su fuerza, en la
espinilla de Mosul. Este, gruYAendo, se agachS para agarrarse el lugar
dolorido, pero inmediatamente volviS a erguirse, en posiciSn de firme.
Noonan saltS, aferrS a Mosul por el cuello y se acercS soltando patadas,
haciendo girar los ojos, susurrando obscenidades. Mosul gemMa y gruYAMa,
echando la cabeza hacia atrAs como un caballo asustado; retrocediS de ese
modo hasta caer en el sofA.
- AsM que trabajas para los dos bandos, ¿eh? GrandMsimo hijo de puta -
siseS Noonan, bien frente a sus ojos aterrorizados -. Cuervo Burbridge estA
nadando en botSn y tZ me traes cuentitas envueltas en papel.
Le dio una bofetada en pleno rostro, tratando de golpearle la
magulladura de la nariz.
- Te harI meter en la cArcel. TendrAs que dormir sobre estiIrcol y
comer pan duro.
Otro golpe a la nariz lastimada.
- ¿De dSnde saca Burbridge el botMn? ¿Por quI se lo llevan a Il y no a
ti? ¿QuiIn lo trae? ¿CSmo es posible que yo no sepa nada? ¿Para quiIn
trabajas, cerdo asqueroso?
Mosul abriS y cerrS la boca, mudo. Noonan lo dejS ir, volviS a la silla
y puso los pies sobre el escritorio.
- ¿Y? - preguntS.
Mosul sorbiS la sangre que le chorreaba de la nariz y dijo:
- De veras, patrSn, ¿quI pasa? ¿QuI botMn puede tener Cuervo? No tiene
nada. Nadie tiene.
-
los pies.
- No, no, patrSn, de veras - fue la apresurada respuesta -. ¿Yo,
discutir con usted?
- Voy a deshacerme de ti - amenazS Noonan -. No sabes trabajar. ¿Para
quI diablos te quiero, grandMsimo tal por cual? Tipos como tZ hay por
docenas. Lo que necesito es un hombre de verdad, que sepa moverse.
- Espere, patrSn - replicS Mosul razonablemente, untAndose toda la cara
con sangre -. ¿Por quI me ataca asM, tan de pronto? Hablemos un poco.
Se tocS la nariz cautelosamente y agregS:
- Usted dice que Burbridge tiene botMn a montones. No sI, pero alguien
le ha estado mintiendo. En estos dMas nadie tiene botMn. DespuIs de todo,
ahora sSlo los novatos entran a la Zona y son los Znicos que salen. No,
patrSn, alguien le ha mentido.
Noonan lo observaba disimuladamente. Al parecer Mosul, en verdad, nada
sabMa. De cualquier modo no le habrMa convenido, mentir; Cuervo Burbridge no
pagaba muy bien.
- Esos picnics, ¿dejan ganancias?
- ¿Los picnics? No creo. No es como para nadar en plata. Pero ya no
queda nada que dI ganancias en esta ciudad.
- ¿DSnde se hacen esos picnics?
- ¿DSnde? Bueno, en diferentes lugares. Junto a la MontaYAa Blanca, en
las Fuentes TermalcA, en el lago Arcoiris...
- ¿QuiInes son los clientes?
- ¿Los clientes? - Mosul olfateS, parpadeS y hablS en tono confidencial
-. Si piensa dedicarse usted tambiIn a ese negocio, patrSn, no se lo
aconsejo. No podrA competir mucho contra Cuervo.
- ¿Por quI?
- Los clientes de Cuervo son los cascos azules, para empezar -
respondiS el grandote, contando los argumentos con los dedos -. DespuIs,
oficiales del puesto de comando. DespuIs, los turistas del Metropole, el
Lirio Blanco y el Plaza. AdemAs hace mucha propaganda. Hasta los de aquM van
con Il. De veras, patrSn, no vale la pena mezclarse en este negocio. Tampoco
nos paga mucho por las chicas, usted ya sabe.
- ¿AsM que los de aquM tambiIn van con Il?
- La gente joven, en su mayorMa.
- Bueno, ¿quI pasa en esos picnics?
- ¿QuI pasa? Vamos en Smnibus, ¿entiende? Y cuando llegamos todo estA
listo: mesas, carpas, mZsica... Y todos la disfrutan. Los oficiales suelen
ir con las muchachas. Los turistas van a mirar la Zona; si es en Fuentes
Termales la Zona estA a un tiro de piedra, del otro lado del CaYASn
Sulfuroso. Cuervo ha desparramado unos cuantos huesos de caballo por ahM y
se los muestra con binoculares.
- ¿Y los de aquM?
- ¿Los de aquM? Bueno, eso no les interesa, por supuesto.. Se divierten
de otro modo.
- ¿Y Burbridge?
- ¿Burbridge? Burbridge... es como cualquier otro.
- ¿Y tZ?
- ¿Yo? Yo soy como cualquier otro. Vigilo que nadie lastime a las
chicas y... bueno, como cualquier otro, mAs o menos.
- ¿Y cuAnto dura todo eso?
- Depende. A veces tres dMas, a veces una semana entera.
- ¿Y cuAnto cuesta ese viaje de placer? - preguntS Noonan, ya pensando
en algo completamente distinto.
Mosul respondiS, pero Il no le prestS atenciSn. AhM estA la cosa,
pensaba; varios dMas, varias noches; en esas condiciones es simplemente
imposible vigilar a Burbridge, por mucho que se quiera. Pero seguMa sin
entender. Burbridge no tenMa piernas, y allM estaba el barranco. No, habMa
algo mAs.
- Entre los de aquM, ¿quiInes son los clientes habituales?
- ¿Entre los de aquM? Ya se lo dije, los jSvenes, en su mayor parte. Ya
sabe, Halevy, Rajba, el Pollo Tsapfa, ese muchacho, Zmyg... El MaltIs
tambiIn va con frecuencia. Un lindo grupito. Le dicen la escuela dominical.
¿Vamos a la escuela dominical?, dicen. Se dedican a las seYAoras grandes y
hacen bastante dinero. Algunas fulanas viejas que vienen de Europa...
- La escuela dominical... - repitiS Noonan.
Se le habMa ocurrido un pensamiento extraYAo. Escuela. Se levantS.
- Muy bien - dijo -. Al diablo con los picnics. Eso no es para
nosotros. Pero entiIndeme bien: Cuervo tiene botMn y ese negocio es nuestro,
amigo. Busca, Mosul, busca o te echarI a los perros. DSnde lo consigue,
quiIn se lo da. DescZbrelo y daremos un veinte por ciento mAs. ¿Entiendes?
- Entiendo, patrSn.
Mosul tambiIn estaba de pie, en posiciSn de firme, con la lealtad
pintada en el rostro manchado de sangre.
- ¡MuIvete!
Ya en el bar tomS rApidamente su aperitivo, charlS un rato con Madame
sobre la decadencia moral, sugiriS que planeaba agrandar el negocio y,
bajando la voz para lograr mAs Infasis, le pidiS consejo sobre lo que podMa
hacer con Benny; el pobre estaba viejo, sordo y lento de reacciones; ya no
se movMa como antes.
Ya eran las seis y tenMa hambre. Un pensamiento le daba vueltas en el
cerebro, salido de la nada, pero capaz de explicar muchas cosas. En realidad
ya se habMan aclarado muchas; estaba desapareciendo el aura mMtica que tanto
lo irradiaba y lo fastidiaba en ese asunto. SSlo quedaba en Il la desilusiSn
de no haber calculado antes esa posibilidad. Pero lo mAs importante era eso
que seguMa flotando en su cabeza sin darle paz.
Se despidiS de Madame, estrechS la mano a Benny y fue directamente al
Borscht.
El problema es que no nos damos cuenta de cSmo se van los aYAos, pensS.
Al diablo con los aYAos; no nos damos cuenta de que todo cambia. Sabemos que
todo cambia, nos enseYAan desde chicos que todo cambia y vemos cambiar las
cosas con nuestros propios ojos, muchas veces; sin embargo somos totalmente
incapaces de reconocer el momento en que el cambio se produce, o lo buscamos
donde no estA. Ahora hay nuevos merodeadores, creados por la cibernItica. El
antiguo merodeador era un tipo sucio y sombrMo, que se arrastraba centMmetro
a centMmetro por la Zona, de panza, con tozudez de mula, juntando su botMn.
El nuevo merodeador es un pisaverde de corbata fina, un ingeniero que se
sienta a dos kilSmetros de la Zona con un cigarrillo en la boca y un buen
vaso al lado, sin nada que hacer, salvo vigilar unas pocas pantallas. Un
caballero a sueldo. Muy lSgico. Tan lSgico que a nadie se le ocurren las
otras posibilidades. Pero hay otras posibilidades: la escuela dominical, por
ejemplo.
Y de pronto, desde la nada, surgiS una oleada de desesperaciSn que lo
tragS por completo. Todo era inZtil, sin sentido. Dios mMo, pensS,
podremos hacer nada!
trabajemos mal, ni porque ellos sean mAs inteligentes, sino porque as! es el
mundo; y asM estA el hombre en el mundo. Si nunca hubiIramos tenido una
VisitaciSn habrMa sido otra cosa. Los cerdos siempre encuentran el barro.
El Borscht estaba encendido y de Il brotaba un olor delicioso. TambiIn
el Borscht habMa cambiado; ya no habMa baile ni diversiones; Gutalin no iba
mAs, lo habMan hecho a un lado. Y si Redrick Schuhart hubiera asomado la
nariz, probablemente se habrMa marchado haciendo una mueca. Ernest seguMa en
la jaula; era la vieja, su mujer, la que finalmente habMa vuelto a poner en
marcha el local, con una clientela sSlida y estable. Todo el personal del
instituto almorzaba allM, incluyendo a los funcionarios mAs importantes. Los
reservados eran bonitos; la comida, buena; los precios, razonables; la
cerveza, burbujeante. Una buena taberna a la usanza antigua.
Noonan descubriS a Valentine Pilman en uno de los reservados. El
laureado cientMfico tomaba cafI y leMa una revista doblada en dos. Noonan se
acercS, preguntando:
- ¿Puedo sentarme con usted?
Valentine volviS hacia Il sus anteojos oscuros.
- Ah, sM, por favor.
- Un segundo. Primero voy a lavarme.
Acababa de recordar lo de la nariz de Mosul. AllM lo conocMan bien.
Cuando volviS al reservado de Valentine, le esperaba un plato de embutidos
humeantes y una jarra de cerveza, ni frMa ni caliente, como a Il le gustaba.
Valentine dejS la revista y tomS un sorbo de cafI.
- EscZcheme, Valentine - dijo Noonan, cortando la carne -. ¿CSmo piensa
que terminarA todo esto?
- ¿QuI cosa?
- La VisitaciSn. Las Zonas, los merodeadores, los complejos
militar-industriales... todo. ¿CSmo puede terminar?
Valentine lo mirS por largo rato con sus lentes negras impenetrables.
- ¿Para quiIn? Especifique.
- Bueno, digamos que para nuestro sector del planeta.
- Eso depende de la suerte que tengamos. Ahora sabemos que en nuestro
sector del planeta la VisitaciSn no dejS efectos posteriores, en su mayor
parte. Eso no descarta, por supuesto, la posibilidad de que al sacar todas
esas castaYAas del fuego saquemos algo que arruine la vida, no sSlo la
nuestra sino la de todo el planeta. Eso serMa mala suerte. Pero admitirA
usted que esa amenaza pende siempre sobre la humanidad.
RiS entre dientes y prosiguiS:
- Le dirI: hace tiempo he perdido el hAbito de hablar sobre la
humanidad en general. La humanidad, como un todo, es un sistema demasiado
fijo; no hay modo de cambiarlo.
- ¿Le parece? Puede ser, quiIn sabe.
- Sea sincero, Richard - dijo Valentine, obviamente entretenido -. ¿En
quI ha cambiado su vida con la VisitaciSn? Usted es un hombre de negocios.
Ahora sabe que hay al menos otra criatura racional en el universo, ademAs
del hombre.
- ¿QuI puedo decirle?
Noonan hablaba en murmullos. Lamentaba haber iniciado la conversaciSn;
no habMa nada de quI hablar.
- ¿QuI ha cambiado para mM? - prosiguiS -. Bueno, desde hace varios
aYAos me siento intranquilo, inseguro. Bien. Ellos vinieron y se fueron en
seguida. ¿QuI pasarMa si volvieran y decidieran quedarse? Como hombre de
negocios debo tomar esta cuestiSn en serio: quiInes son, cSmo vinieron y quI
necesitan. En el nivel mAs bAsico, tengo que pensar en cSmo cambiar mi
producciSn. Debo estar preparado. ¿Y si yo resultara ser totalmente
superfluo en el sistema de ellos?
Noonan se iba animando.
- ¿Y si todos somos superfluos? - continuS - Escuche, Valentine, ya que
estamos hablando de esto, ¿hay respuesta para estas preguntas? ¿QuiInes son,
quI quieren, y si regresarAn?
- Hay respuestas - dijo Valentine, sonriendo -. Montones de respuestas.
Puede elegir.
- Y usted, ¿quI piensa?
- A decir verdad nunca me permitM el lujo de pensar seriamente en eso.
Para mM la VisitaciSn es, fundamentalmente, un acontecimiento Znico que nos
permite saltar varios escalones en el proceso del conocimiento. Como un
viaje al futuro de la tecnologMa. Como si un generador cuAntico fuera a
parar al laboratorio de Isaac Newton.
- Newton no habrMa entendido nada.
- Se equivoca. Newton era muy perspicaz.
- ¿De veras? Bueno, de cualquier modo, quiIn habla de Newton. ¿QuI
piensa de la VisitaciSn? Puede contestar en broma.
- De acuerdo, le dirI. Pero debo advertirle que su pregunta, Richard,
cae bajo el rStulo de la xenologMa. XenologMa: mezcla artificial de ciencia
ficciSn y lSgica formal. Se basa en la premisa falsa de que la psicologMa
humana es aplicable a los seres inteligentes extraterrestres.
- ¿Falsa por quI? - preguntS Noonan.
- Porque los biSlogos ya se han roto el seso tratando de aplicar la
psicologMa humana a los animales. Y eran animales terrAqueos.
- PerdSneme, pero este asunto es muy distinto. Estamos hablando de la
psicologMa de seres racionales.
- Si, y todo estarMa muy bien si supiIramos al menos quI es la razSn.
- ¿No lo sabemos? - preguntS Noonan, sorprendido.
- CrIase o no, no lo sabemos. Por lo comZn se emplea una definiciSn
trivial: la razSn es la parte de la actividad humana que diferencia al
hombre de los animales. Es como un intento de distinguir al amo del perro,
que comprende todo pero no puede hablar. En realidad, esta definiciSn
trivial da origen a otra mAs ingeniosa, basada en la amarga observaciSn de
las actividades humanas ya mencionadas. Por ejemplo: la razSn es la
capacidad que permite a una criatura viva llevar a cabo actos irracionales o
antinaturales.
- Si, eso se refiere a nosotros, a mM y a los que son como yo -
concordS Noonan, amargamente.
- Por desgracia. O quI le parece esta definiciSn hipotItica: la razSn
es una especie de instinto complejo que aZn no se ha formado del todo. Eso
implica que la conducta instintiva es siempre natural y que persigue un fin.
Dentro de un millSn de aYAos nuestro instinto habrA madurado y dejaremos de
cometer los errores que probablemente debemos a la razSn. Y entonces, si
algo cambiara en el universo, todo -; nos extinguirMamos..., precisamente
porque habrMamos olvidado cSmo cometer errores, es decir, cSmo intentar
varios enfoques que no han sido estipulados por un programa inflexible de
alternativas permitidas
- Usted se las arregla para que suene despectivo.
- De acuerdo, probemos con otra definiciSn, una muy noble y sublime. La
razSn es la capacidad de utilizar las fuerzas del medio sin destruir ese
medio.
Noonan hizo una mueca y sacudiS la cabeza.
- No, eso no se refiere a nosotros. ¿QuI. le parece Ista? El hombre, a
diferencia del animal, es una criatura dotada de una indefinible necesidad
de conocimiento. Lo leM en alguna parte.
- Yo tambiIn. Pero el problema consiste en que el hombre comZn (ese en
que usted piensa al hablar de "nosotros" y "los otros") supera con mucha
facilidad esa necesidad de conocimiento. Ni siquiera creo que haya tal
necesidad. La hay, sM, pero de comprender, y para eso no hace falta el
conocimiento. La hipStesis de Dios, por ejemplo, nos proporciona una
oportunidad incomparablemente absoluta de comprenderlo todo sin conocer
nada. Da al hombre un sistema muy simplificado del mundo y explica todos sus
fenSmenos sobre la base de ese sistema. Esa clase de enfoques no requiere
conocimiento de ninguna especie. SSlo unas pocas fSrmulas aprendidas de
memoria, mAs lo que la gente llama intuiciSn y lo que llama sentido comZn.
- Un momento - dijo Noonan.
TerminS su cerveza y depositS ruidosamente la jarra sobre la mesa.
DespuIs contestS:
- No se salga del tema. Volvamos al tema de nuestra conversaciSn. El
hombre se encuentra con una criatura extraterrestre. ¿CSmo descubren ambos
que los dos son criaturas racionales?
- No tengo la menor idea - dijo Valentine, con gran placer -. Todo lo
que he leMdo sobre ese tema cae en un cMrculo vicioso. Si son capaces de
establecer contacto, son racionales. Y viceversa; si son racionales son
capaces de establecer contacto. Y en general: si una criatura extraterrestre
tiene el honor de dominar una psicologMa humana, es racional. Una cosa asM.
- ¿Ah, sM?
cosa en su casillero!
- Los monos tambiIn pueden poner cosas en casilleros - replicS
Valentine.
- No, espere - exclamS Noonan, sintiIndose defraudado por algZn motivo
-. Si no saben cosas tan simples como Isa... Bueno, al diablo con la razSn.
Por lo visto es un verdadero pantano. Okey, pero ¿quI pasa con la
VisitaciSn? ¿QuI piensa usted de la VisitaciSn?
- SerA un placer. Imagine un picnic.
Noonan se estremeciS.
- ¿QuI dijo?
- Un picnic. Imagine un bosque, una pradera. Un coche sale de la ruta y
se de Il baja un grupo de gente joven, con botellas, cestos de comida,
radios a transistores y mAquinas fotogrAficas. Encienden fuego, arman
carpas, ponen mZsica. Por la maYAana se marchan. Los animales, los pAjaros y
los insectos que los han estado observando horrorizados durante la larga
noche vuelven a salir de sus escondrijos. ¿Y con quI se encuentran? Nafta y
aceite derramados en el pasto. VAlvulas y filtros usados, estropajos,
bombitas quemadas y alguna llave inglesa que alguien olvidS. Manchas de
aceite en el estanque. Y tambiIn, por supuesto, las basuras de costumbre:
corazones de manzana, envolturas de caramelos, restos chamuscados de la
hoguera, latas, botellas, un paYAuelo, una navaja, periSdicos destrozados,
monedas, flores marchitas recogidas en otra pradera.
- Ya entiendo; un picnic junto al camino.
- Precisamente. Un picnic junto a algZn camino del cosmos. Y usted
pregunta si van a volver.
- DIjeme fumar un cigarrillo.
imaginado todo muy distinto.
- EstA en su derecho.
- Eso significa que ni siquiera repararon en nosotros.
- ¿Por quI?
- Bueno al menos que no nos prestaron atenciSn.
- En su lugar, yo no me preocuparMa por eso, ¿sabe?
Noonan aspirS el humo, tosiS y arrojS el cigarrillo.
- No me preocupo - dijo, terco -. No puede ser asM.
todos ustedes, los cientMficos! ¿De dSnde sacan tanto disgusto con respecto
al hombre? ¿Por quI tratan siempre de poner a la humanidad por el suelo?
- Un momento - dijo Valentine -. Escuche: - y citS:
- "¿Me Pregunta usted en quI consiste la grandeza del hombre? ¿En que
recrea la naturaleza? ¿En que domina las fuerzas cSsmicas? ¿En que conquistS
el planeta en poco tiempo y abriS una ventana al universo?
pesar de todo eso, ha sobrevivido y tiene intenciones de seguir
sobreviviendo en el futuro".
Hubo un silencio. Noonan pensaba.
- No se deprima - le dijo Valentine, con amabilidad -, Eso del picnic
es una teorMa mMa, nada mAs. Ni siquiera una teorMa: imaginaciSn,
simplemente. Los xenSlogos serios estAn trabajando en versiones mucho mAs
consistentes y halagadoras para la vanidad humana. Por ejemplo, que todavMa
no se produjo la VisitaciSn, sino que estA por venir. Una cultura altamente
racional arrojS envases con artefactos de su civilizaciSn hacia la Tierra.
Esperan que estudiemos esos artefactos, que demos un gigantesco salto
tecnolSgico y que enviemos una seYAal de respuesta, indicando que estamos
listos para el contacto. ¿Le gusta Isa?
- Es mucho mejor. Veo que, despuIs de todo, entre los cientMficos hay
gente decente.
- AquM tiene otra. La VisitaciSn ha tenido lugar, pero no ha terminado,
ni por asomo. Estamos en contacto incluso mientras hablamos, aunque no
tenemos conciencia de ello. Los visitantes viven en la Zona y nos observan
cuidadosamente, mientras nos preparan para las crueles maravillas del
futuro.
-
hay en las ruinas de la fAbrica. A propSsito, su picnic no explica eso.
- ¿CSmo que no? Alguna de las niYAas pudo olvidar su osito a cuerda en
la pradera.
- ¡Vamos! ¡Lindo osito!
parece si tomamos una cerveza? ¡Rosalie!
Es muy agradable charlar con usted, ¿sabe? Me despeja el cerebro, como si
echara sal Inglesa en el crAneo. Uno trabaja y trabaja, y acaba por olvidar
para quI, y lo que pasa, y cSmo disfrutar de la vida.
Vino la cerveza. Noonan tomS un sorbo, mirando a Valentine por sobre la
corona de espuma. iste examinaba su jarrita con cara de disgusto.
- ¿No le gusta?
- Generalmente no bebo - respondiS Valentine, no muy seguro.
- ¿En serio?
-
cerveza -. Ya que estamos, pMdame un coYAac.
-
LlegS el coYAac.
- Pero, en verdad, ustedes no deberMan seguir asM - dijo Noonan -. No
hablo de su picnic, que ya es demasiado; pero aunque aceptemos la versiSn de
que esto es un preludio al contacto, sigue sin gustarme. Comprendo eso de
los brazaletes y los vacMos, pero ¿quI sentido tienen la jalea de brujas,
las ronchas de mosquitos y esa horrible pelusa?
- PerdSn - dijo Valentine, tomando una rodaja de limSn -. No comprendo
esa terminologMa. ¿QuI roncha?
Noonan se echS a reMr.
- Son tIrminos populares, el argot de los merodeadores, lo que se usa
en el comercio. Las ronchas de mosquitos son las zonas de gravitaciSn
acentuada.
- Ah, los graviconcentrados. Gravedad dirigida. Eso es algo de lo que
me gustarMa hablar durante un par de horas, pero usted no comprenderla una
palabra.
- ¿Por quI no? Soy ingeniero, ¿sabe?
- Porque yo mismo no entiendo. Tengo sistemas de ecuaciones, pero no la
forma de interpretarlas. Y la jalea de brujas, ¿es el gas coloidal?
- Exactamente. ¿OyS hablar de esa catAstrofe en los laboratorios
Currigan?
- Algo me dijeron.
- Esos idiotas pusieron un envase de porcelana con esa jalea en un
cuarto especial, completamente aislados. Es decir, ellos creyeron que estaba
aislado. Y cuando abrieron el envase, mediante manipuladores, la jalea
atravesS el metal y el plAstico y pasS afuera, como agua por un colador.
Todo lo que tocS se convirtiS tambiIn en jalea. Murieron treinta y cinco
personas, hubo mAs de cien heridos que quedaron lisiados y todo el edificio
quedS destruido. ¿ConocMa las instalaciones?
ha filtrado hasta el sStano y los pisos inferiores. Lindo preludio para un
contacto.
Valentine hizo una mueca.
- SI, estaba enterado de todo eso. Pero estaremos de acuerdo, Richard,
en que los visitantes no tuvieron nada que ver con eso. No podMan conocer la
existencia de nuestros complejos de industria militar.
- Debieron saberlo - insistiS Noonan,
- Tal vez ellos responderMan que esos complejos hace tiempo debieron
haber desaparecido.
- Seguro. Y ellos mismos debieron encargarse de eso, ya que son tan
poderosos.
- ¿Sugiere usted una interferencia en los asuntos internos de la raza
humana?
-
DejImoslo asM. Propongo que volvamos al principio de nuestra discusiSn.
¿CSmo terminarA todo esto? Usted, por ejemplo; es cientMfico. ¿Tiene
esperanzas de que obtengamos algo fundamental de la Zona, algo que altere la
ciencia, la tecnologMa, nuestro modo de vida?
Valentine se encogiS de hombros.
- Se equivoca de puerta, Richard. No me gusta fantasear porque sM.
Cuando el tema es serio prefiero volverme a un saludable y prudente
escepticismo. BasAndonos en lo que ya hemos recibido hay un amplio espectro
de posibilidades; no puedo decir nada concreto.
- Muy bien, probemos otro enfoque. SegZn su opiniSn: ¿quI hemos
recibido hasta ahora?
- Le parecerA divertido, pero es muy poco. Hemos desenterrado muchos
milagros; en unos pocos casos descubrimos cSmo emplear esos pocos milagros
en provecho propio. Un mono oprime un botSn rojo y obtiene una banana;
oprime uno blanco y obtiene una naranja; pero no sabe cSmo obtener bananas y
naranjas sin los botones. Tampoco entiende quI relaciSn tienen los botones
con la fruta. FMjese en los asM-asM, por ejemplo. Descubrimos el modo de
emplearlos. Hasta llegamos a descubrir las circunstancias bajo las cuales se
multiplican, por un proceso similar a la divisiSn celular. Pero todavMa no
hemos podido hacer un solo asM-asM. Ni siquiera sabemos cSmo funcionan, y a
juzgar por las evidencias actuales pasarA mucho tiempo antes de que lo
sepamos,
"Lo dirI de otro modo. Hay objetos a los cuales hemos hallado utilidad.
Los empleamos, pero casi con seguridad no les damos el uso que les daban los
visitantes. Estoy seguro de que en la gran mayorMa de los casos estamos
martillando clavos con microscopios. Pero al menos damos utilidad a algunas
cosas: los asM-asM y los brazaletes, con los que estimularnos los procesos
vitales. Y varios tipos de masas cuasi biolSgicas, que han provocado una
revoluciSn en la medicina. Hemos recibido nuevos tranquilizantes nuevos
tipos de fertilizantes minerales, que son una novedad en la agricultura.
Pero para quI hacer una lista. Usted lo sabe mejor que yo; veo que usa un
brazalete. Digamos que este grupo de objetos es benIfico. Se puede decir que
han beneficiado a la humanidad en cierto grado, aunque no debemos olvidar
que, en nuestro mundo euclidiano, cada palo tiene dos extremos.
- ¿Aplicaciones indeseables?
- Exactamente. Por ejemplo, el uso de los asM-asM en la industria
bIlica. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Ya se ha estudiado y
explicado, mAs o menos, el efecto de los objetos benIficos. Nuestra
tecnologMa avanza. Dentro de cincuenta aYAos, o mAs, sabremos cSmo
fabricarlos por nuestra cuenta y podremos roer huesos a gusto. Pero con el
otro grupo de objetos las cosas son mAs complicadas, porque no les hemos
hallado aplicaciSn; sus cualidades, en el marco de nuestros conceptos
presentes, nos son definitivamente incomprensibles. Las trampas magnIticas,
por ejemplo. Sabemos que son trampas magnIticas; Panov lo probS con mucha
inteligencia, Pero no conocemos la fuente de ese poderoso campo magnItico,
ni quI causa su superestabilidad. En lo que a ellos se refiere, no
entendemos nada. SSlo podemos tejer fantAsticas teorMas acerca de
propiedades del espacio que hasta ahora no hablamos sospechado. O el K-23.
¿CSmo lo llaman? Esas lindas cuentas negras que se usan en joyerMa.
- Gotitas negras.
- Eso es, las gotitas negras. El nombre es adecuado. Bueno, usted ya
conoce sus propiedades. Si uno proyecta un rayo de luz en una de esas
cuentas, la transmisiSn de la luz se demora, y esa demora depende del peso
de la cuenta y de varios parAmetros mAs. Y la unidad de luz que sale es
siempre menor que la entrada. ¿QuI es esto? ¿Por quI se produce? Hay una
descabellada teorMa, segZn la cual las gotitas negras son gigantescas
expansiones de espacio con propiedades distintas a las del nuestro, y que se
han comprimido bajo la influencia de nuestro espacio.
Valentine suspirS profundamente y concluyS:
- En pocas palabras, los objetos de este segundo grupo no tienen
aplicaciSn alguna para la vida humana actual, aunque desde un punto de vista
puramente cientMfico son de una importancia fundamental. Son respuestas que
nos han caMdo del cielo antes de que pudiIramos plantearnos las preguntas.
Tal vez Sir Isaac no habrMa podido desentraYAar los LAser, pero al menos
habrMa comprendido que son posibles y eso habrMa tenido una gran influencia
en su criterio cientMfico. No quiero entrar en detalles, pero la existencia
de objetos tales como las trampas magnIticas, el K-23 y el anillo blanco ha
invalidado muchas de nuestras teorMas recientes, para aportar ideas
completamente nuevas. Y todavMa hay un tercer grupo.
- SM - dijo Noonan -, la jalea de brujas y otras mercaderMas.
- No, no. Esos pueden entrar en la primera o en la segunda categorMa.
Hablo de objetos de los que no sabemos nada o tenemos sSlo conocimientos de
oMdas. Esas cosas que los merodeadores nos sacaron bajo nuestras narices,
para venderlas Dios sabe a quiIn, o para esconderlas. Cosas de las que nadie
habla. Cosas que se han convertido en leyendas, o casi, La MAquina de los
deseos, Dick el Vagabundo y los fantasmas alegres.
-
menos lo imagino, pero...
Valentine se echS a reMr.
- Ya ve que tambiIn nosotros tenemos nuestro vocabulario comercial.
Dick el Vagabundo... es el hipotItico osito a cuerda que hace estragos en la
vieja planta. Y el fantasma alegre es cierta peligrosa turbulencia que se
produce en algunos sectores de la Zona.
- Primera vez que los oigo nombrar.
- ¿Comprende, Richard? Hace veinte aYAos que escarbamos en la Zona, pero
todavMa no sabemos ni la milIsima parte de lo que contiene. Y si vamos a
hablar de los efectos de la Zona sobre el hombre... A propSsito, al parecer
vamos a tener que agregar otra categorMa, un cuarto grupo. No de objetos,
sino de efectos. Este grupo ha sido vergonzosamente descuidado aunque, en lo
que a mM ataYAe, hay hechos de sobra para investigar. A veces, Richard, a
veces se me ponen los pelos de punta cuando pienso en esos hechos.
- Los zombies - propuso Noonan.
- ¿QuI? Oh, no, eso es meramente enigmAtico. CSmo le dirI... Es algo
que al menos podemos imaginar. Me refiero cosas que comienzan a pasar
sZbitamente, sin motivos; fenSmenos ni fMsicos ni biolSgicos.
- Ah, se refiere a los emigrantes.
- Exactamente. La estadMstica es una ciencia muy precisa, como usted
sabe, aunque se maneja con sucesos de azar. AdemAs es una ciencia elocuente
y bella.
Valentine parecMa estar achispado. Hablaba mAs alto, se le subido el
color a las mejillas y las cejas asomaban por encima de sus anteojos
ahumados, convirtiIndole la frente en una tabla de lavar.
- Me gustan los abstemios - dijo Noonan.
-
decirle? Es muy extraYAo.
AlzS la copa, bebiS la mitad de un solo trago y prosiguiS.
- No sabemos quI pasS con los pobres Harmonitas en el momento de la
VisitaciSn, pero ahora uno de ellos decide emigrar, el mAs tMpico de los
hombres comunes. Un peluquero, hijo y nieto de peluqueros. Se muda a
Detroit, digamos. Abre una peluquerMa. Y entonces empieza el baile. El
noventa por ciento de sus clientes muere en el curso de un aYAo: en
accidentes de trAnsito, cayIndose por cualquier ventana, vMctimas de mafioso
o asaltantes, ahogAndose en aguas playas, etcItera, etcItera. En Detroit y
sus suburbios se produce una cantidad de desastres naturales: de pronto
aparecen en la zona tifones y tornados que no se han visto desde el mil
ochocientos y pico. Toda esa clase de cosas. Y tales cataclismos ocurren en
cualquier ciudad en que se establece un emigrante venido de cualquiera de
las Zonas. El nZmero de catAstrofes es directamente proporcional al nZmero
de emigrantes que se hayan instalado en la ciudad. AdemAs hay que hacer
notar que esa reacciSn se produce sSlo ante la presencia de emigrantes que
vivMan aquM en el momento de la VisitaciSn. Quienes nacieron despuIs de ella
no influyen sobre las estadMsticas de accidentes y desastres. Usted lleva
diez aYAos viviendo aquM, pero se mudS despuIs de la VisitaciSn; no habrMa
problemas en reubicarlo, aunque fuera en el Vaticano. ¿CSmo se explica esto?
¿QuI debemos descartar, las estadMsticas o el sentido comZn?
Valentine tomS su vaso y terminS la bebida de un trago. Richard Noonan
se rascS la cabeza.
- Humm, sM. Ya habMa oMdo hablar de eso, claro, pero... este... pensI
que eran... exageraciones, por decirlo suavemente. Realmente, desde el punto
de vista de nuestra ciencia, altamente desarrollada...
- O, por ejemplo, el efecto de mutaciones que provoca la Zona - le
interrumpiS Valentine.
Se quitS los anteojos y mirS a Noonan con ojos oscuros y miopes.
- Cualquiera que pase determinada cantidad de tiempo dentro de la Zona
sufre cambios, fenotMpicos y genotMpicos. Ya sabe usted quI clase de hijos
pueden tener los merodeadores, y sabe tambiIn quI les pasa a ellos mismos.
¿Por quI? ¿DSnde estA el factor de mutaciSn? En la Zona no hay radiaciSn.
Aunque el aire y el suelo tienen allM una estructura quMmica particular, no
presentan ningZn peligro de mutaciSn. ¿QuI debo hacer en esas
circunstancias? ¿Creer en brujerMas, en el mal de ojo?
- Estoy de acuerdo. Pero, francamente, me preocupan mucho mAs los
cadAveres revividos que sus estadMsticas. Especialmente porque nunca he
visto las estadMsticas, pero a los zombies sM... y los he olido.
Valentine descartS aquella afirmaciSn con un gesto de la mano.
- Zombies, bah. TendrMa que darle verg|enza, Richard. DespuIs de todo,
usted es hombre instruido. En primer lugar, no son cadAveres. Son moldeados,
reconstrucciones sobre el esqueleto, maniquMes. Y le aseguro que, desde el
punto de vista de los principios fundamentales, sus moldeados no son mAs
sorprendentes que las pilas eternas. Lo que ocurre es que los asM-asM violan
la primera ley de la termodinAmica y los moldeados violan la segunda. Todos
somos hombres de las cavernas, en un sentido o en otro. No podemos imaginar
nada mAs Espantoso que un fantasma. Pero la violaciSn a la ley de casualidad
es mucho mAs espantosa que toda una estampida de fantasmas. Y que todos los
monstruos, de Rubinstein. ¿O era...?
- Frankenstein.
- Ah, sM, Frankenstein. La seYAora Shalley. La esposa del poeta. O la
hija,
De pronto se echS a reMr, y agregS:
- Nuestros moldeados poseen una extraYAa propiedad: posibilidad de vida
autSnoma. Por ejemplo, si usted les corta una parte del cuerpo, esa parte
sigue viviendo. Por su cuenta. Sin necesidad de nutrirla con soluciones
fisiolSgicas. Hace poco trajeron uno de esos al Instituto. Me lo contS un
ayudante de laboratorio de Boyd.
Valentine soltS una estruendoso carcajada.
- ¿No es hora de que nos vayamos, Valentine? - preguntS Noonan, echando
una ojeada a su reloj -. Tengo algunos asuntos importantes que atender.
- Vamos.
Valentine intentS meter la cara en los anteojos; al fin tuvo que
tomarlos con las dos manos para ponIrselos sobre la cara.
- ¿Tiene coche? - preguntS.
- SI; lo llevo.
Pagaron la cuenta y se dirigieron hacia la puerta. Valentine no dejaba
de hacer venias burlonas a algunos empleados de laboratorio que observaban
con curiosidad a aquel fMsico de fama internacional. Ya en la puerta se le
cayeron los anteojos por saludar al sonriente portero; los tres lanzaron
sendos manotazos para atajarlos.
- MaYAana tengo que hacer un experimento. Es muy interesante, sabe,
murmurS Valentine mientras subMa al automSvil.
PasS a describir el experimento. Noonan lo llevS hacia el complejo de
ciencias.
Ellos tambiIn tienen miedo, pensaba al volver al coche. TambiIn los
tragalibros estAn asustados, Y asM debe ser. Ellos tendrMan que estar mAs
asustados que todos nosotros untos, la gente comZn. Nosotros no entendemos
nada; ellos, en cambio, entienden lo mucho que no entienden. Miran dentro de
un pozo sin fondo y saben que inevitablemente deben descender a Il. Se les
estruja el corazSn, pero tienen que bajar, y lo importante es: ¿podrAn
volver a subir? Mientras tanto nosotros, los meros mortales, apartamos la
vista, por decirlo asM. Bueno, tal vez asM debe ser. Que todo siga su curso,
que nosotros seguiremos el nuestro. il tenMa razSn: el acto mAs heroico de
la humanidad ha sido sobrevivir y querer seguir sobreviviendo. Pero aun asM
Il mandarMa a los visitantes al demonio, si pudiera. Por quI no hicieron el
picnic en otra parte. En la Luna, o en Marte. InZtiles sin corazSn, como
todo el resto, aunque en verdad sepan comprimir el espacio. AsM que hicieron
un picnic. Un picnic.
¿CuAl es la mejor manera de tratar con mis organizadores de picnics?,
pensS, mientras conducMa lentamente por las calles mojadas y llenas de luz.
¿CuAl es el modo mAs inteligente? Seguir la ley del menor esfuerzo, como en
mecAnica. ¿Para quI diablos sirve ese estZpido diploma de ingeniero si ni
siquiera puedo hallar la forma de atrapar a ese rengo hijo de puta?
EstacionS el coche frente a la casa donde vivMa Redrick Schuhart y se
quedS sentado, planeando el modo de abrir la conversaciSn. DespuIs retirS el
asM-asM y bajS del auto. ReciIn entonces notS que la casa parecMa
deshabitada. Casi todas las ventanas estaban a oscuras; no habMa nadie en el
parque y hasta las luces exteriores estaban apagadas. Eso le recordS lo que
estaba a punto de ver, haciendo que se estremeciera. Hasta pensS en la
posibilidad de telefonear a Schuhart y hablar con Il en el coche o en algZn
bar tranquilo, pero rechazS la idea por muchos motivos. AdemAs, se dijo, no
es cosa de comportarse como todos esos personajes que huyen como las ratas
del barco que se hunde.
EntrS por la puerta principal y subiS lentamente las escaleras
polvorientas. Todo estaba silencioso; muchas de las puertas instaladas en
los rellanos estaban entornadas o completamente abiertas; los departamentos
olMan a tierra y a humedad. Se detuvo ante la puerta de Redrick, se alisS el
pelo, aspirS profundamente y tocS el timbre. Por un rato no hubo ruido
alguno del otro lado; al cabo crujiS el piso, girS la cerradura y la puerta
se abriS silenciosamente. Noonan no habMa oMdo los pasos.
En el vano apareciS Monita, la hija de Schuhart. Una luz brillante
emergMa del vestMbulo, y al principio Noonan sSlo pudo ver la silueta oscura
de la niYAa. NotS lo mucho que habMa crecido en los Zltimos meses, pero en
seguida ella dio un paso atrAs, hacia el vestMbulo, con lo cual la cara le
quedS a la vista. Noonan sintiS la garganta seca por un segundo.
- Hola, MarMa - dijo, tratando de ser tan gentil como fuera posible -.
¿CSmo estAs, Monita?
Ella no respondiS. RetrocediS silenciosamente hacia el living,
mirAndolo por debajo de las cejas, como si no lo reconociera. A decir
verdad, tampoco Il podMa reconocerla. Es la Zona, pensS. MaldiciSn.
- ¿QuiIn es? - preguntS Guta, asomAndose desde la cocina -.
es Dick! ¿DSnde te habMas metido? ¿Sabes?
CorriS hacia Il secAndose las manos con el repasador que le colgaba del
hombro. TodavMa era hermosa, enIrgica, fuerte, pero se la notaba fatigada;
la cara le habMa adelgazado y tenla los ojos... ¿afiebrados, tal vez? il le
dio un beso en la mejilla y le entregS el sombrero y el impermeable.
- Disculpa, disculpa, pero no tenMa tiempo para venir. ¿EstA aquM?
- EstA - replicS Guta -. EstA con alguien, pero supongo que se irA
pronto, porque hace rato que vino. Vamos, pasa, Dick.
il dio varios pasos por el vestMbulo y se detuvo en la puerta del
living. Ante la mesa habla un hombre sentado. Un moldeado. InmSvil,
ligeramente inclinado. La luz rosada de la lAmpara le caMa sobre la cara
ancha y oscura, iluminando la boca hundida y sin dientes, los ojos quietos,
sin brillo. Noonan percibiS inmediatamente el olor. SabMa que era sSlo
imaginaciSn, que el olor duraba sSlo unos pocos dMas antes de desaparecer
por completo, pero Richard Noonan lo percibiS con la memoria: el olor fItido
y denso de la tierra removida.
- Podemos ir a la cocina - se apresurS a decir Guta -. Estoy preparando
la comida. AsM podremos charlar.
-
que me gusta tomar un trago antes, de cenar, ¿verdad?
Pasaron a la cocina. Guta abriS la heladera mientras Noonan se sentaba
a la mesa y miraba a su alrededor. Como de costumbre, todo estaba limpio y
brillante; en las hornallas habMa cacerolas humeantes. La cocina era nueva,
semiautomAtica; eso querMa decir que en la casa habMa dinero.
- Bueno, dime cSmo estA - preguntS.
- Igual. PerdiS peso en la cArcel, pero ya lo estoy engordando.
- ¿Sigue pelirrojo?
-
- ¿Y de pocas pulgas?
-
un Bloody Mary. La capa transparente de vodka ruso parecMa flotar en la capa
de jugo de tomate. - ¿Demasiado?
- No, estA justo.
Noonan bajS el contenido del vaso. Era el primer trago fuerte que
tomaba en todo el dMa.
- Ahora me siento mejor - dijo.
- Y tZ, ¿andas bien? - preguntS Guta -. ¿Por quI pasaste tanto tiempo
sin venir?
- Esos malditos negocios. Todas las semanas querMa llegarme hasta aquM
o por lo menos llamar por telIfono, pero primero tuve que ir a RexSpolis;
despuIs hubo mucho trabajo, y finalmente me dijeron que Redrick habMa
vuelto; pensI que serMa mejor dejarlos solos por unos dMas. Realmente, estoy
enloquecido, Guta, A veces me pregunto para quI diablos corro tanto. Para
hacer dinero, pero para quI quiero dinero si no hago mAs que correr
haciIndolo.
Guta tapS las ollas con gran estruendo, sacS un atado de cigarrillos
del estante y se sentS a la mesa, frente a Noonan, con los ojos bajos.
Noonan buscS su encendedor y le dio fuego. Y una vez mAs, por segunda vez en
su vida, vio que a Guta le temblaban las manos; como aquella vez, cuando
acababan de sentenciar a Redrick y Noonan fue a llevarle algZn dinero. Ella
tuvo muchos problemas al principio; no disponMa de un centavo, ni tenMa en
el vecindario quien le prestara. De pronto empezS a disponer de dinero, y en
grandes sumas, a juzgar por las evidencias; Noonan tenMa una idea bastante
aproximada con respecto al origen, pero siguiS visitAndola. Llevaba dulces y
juguetes a Monita, pasaba tardes enteras tomando cafI con Guta, planeando
una vida nueva y feliz para Redrick. DespuIs de haberla escuchado iba a la
casa de los vecinos y trataba de hacerlos entrar en razSn; explicaba,
sobornaba o, ya acabada su paciencia, irrumpMa en amenazas: "Saben que Red
va a volver y los va a hacer pedazos". Pero no servMa de nada.
- ¿CSmo estA tu novia? - preguntS Guta.
- ¿QuI novia?
- La que vino contigo aquella vez, esa rubia.
-
- TendrMas que casarte, Dick. ¿No quieres que te presente a alguna
muchacha?
Noonan iba a darle la respuesta de costumbre: "Bueno, estoy esperando a
que Monita termine de crecer". Pero no pudo. No iba a salirle nunca mAs.
- Lo que necesito no es una esposa, sino una secretaria - protestS -.
¿Por quI no abandonas a ese infernal pelirrojo y vienes a hacerme de
secretaria? Eras una maravilla. El viejo Harris todavMa se acuerda de ti.
- No lo dudo. Me quedaba la mano amoratada de tanto pegarle.
- ¡No me digas! - exclamS Noonan, fingiendo sorpresa -.
-
enterara.
Monita entrS silenciosamente y se demorS junto a la puerta. MirS las
cacerolas, mirS a Richard y finalmente se arrimS a su madre para recostarse
contra ella, con la cara vuelta hacia otro lado.
- ¿QuI tal, Monita? - dijo Richard, animoso -. ¿Quieres chocolate?
SacS del bolsillo superior una barra de chocolate envuelta en plAstico
y la tendiS a la niYAa. Ella no se moviS. Guta tomS la barra y la dejS sobre
la mesa. TenMa los labios pAlidos.
- Bueno, Guta, ¿sabe que he decidido mudarme? ProsiguiS Il, siempre
animoso -, Estoy cansado de vivir en hoteles; y tan lejos del Instituto.
- Comprende cada vez menos - dijo Guta suavemente casi nada, ya.
il se interrumpiS, levantS el vaso con ambas manos y lo hizo girar
distraMdamente.
- No has preguntado cSmo nos va - continuS ella -. Y tienes razSn. Pero
eres un viejo amigo, Dick, y no tenemos secretos para ti. De cualquier modo
no hay forma de guardar ese secreto.
- ¿La han llevado a un mIdico? - preguntS Il, sin levantar la vista.
- SM. No pueden hacer nada. Uno de ellos dijo...
Guta se interrumpiS. TambiIn Il guardS silencio. No habMa nada que
decir y tampoco querMa pensar en eso. De pronto se le ocurriS una idea
horrible: era una invasiSn. No se trataba de un picnic junto al camino ni de
un preludio al Contacto, sino de una invasiSn. Como no pueden cambiarnos a
nosotros, pensS, se meten en el cuerpo de nuestros hijos y los transforman a
su imagen y semejanza. SintiS un escalofrMo, pero entonces recordS que habMa
leMdo algo por el estilo en un libro barato de cubierta chillona, y se
sintiS mejor. Uno es capaz de imaginar cualquier cosa. Y la vida real no es
nunca como uno imagina.
- Uno de ellos dijo que ya no es humana.
- TonterMas - replicS Noonan con voz hueca -. TendrMan que ver a un
buen especialista. ¿Por quI no van a ver a James Cutterfield? Si quieren yo
puedo hablarle y combinar una cita.
- ¿Te refieres al Matasanos? - PreguntS ella, riendo nerviosamente -.
Gracias, no te molestes. il fue quien dijo eso. Creo que es el destino.
Cuando Noonan se atreviS a levantar la vista, Monita se habMa ido y
Guta permanecMa inmSvil, con la boca entreabierta y los ojos vacMos; en la
punta de su cigarrillo habla un largo cilindro de ceniza. il empujS el vaso
hacia ella.
- PrepArame otro, por favor, y uno para ti, Bebamos un poco.
CayS la ceniza. Guta buscS el cenicero para dejar la colilla; acabS por
arrojarla en el tacho de la basura.
- Por quI, eso es lo que no puedo entender, en la ciudad hay mucha
gente mAs mala que nosotros.
Noonan creyS que estaba por llorar, pero no fue asM. Ella abriS la
heladera, sacS el vodka y el jugo y tomS otro vaso del armario.
- No pierdas la esperanza. Todo se arregla en esta vida. Y yo tengo
conexiones muy importantes, Guta, crIeme. HarI todo lo que pueda.
Lo decMa sinceramente; incluso estaba repasando mentalmente la lista de
los conocidos que tenMa en diversas ciudades; le parecMa haber oMdo hablar
de casos similares que habMan terminado bien. SSlo hacMa falta recordar
dSnde era y de quI mIdico se trataba. Pero entonces recordS al seYAor
Lemehen, y recordS tambiIn por quI se habMa hecho amigo de Guta, y no quiso
pensar mAs en todo eso. BorrS todos sus pensamientos sobre conexiones, se
acomodI en la silla y se relajS para esperar su copa.
Hubo un ruido de pasos que se arrastraban y un golpe sordo en el
vestMbulo. DespuIs, la voz mAs que repulsiva de Cuervo Burbridge.
-
Yo que tZ no los dejarMa solos.
Y la voz de Red:
- Ten cuidado con tu pierna ortopIdica, Cuervo. Y cierra la boca. AllM
tienes la puerta, no te olvides de irte. Tengo que cenar.
-
- Ya hemos hecho todos los chistes del mundo. Basta. Ahora vete.
ChasqueS la cerradura y las voces se oyeron mAs apagadas. Al parecer
habMan salido al vestMbulo. Burbridge dijo algo en voz baja y Redrick
replicS:
-
MAs gruYAidos de Burbridge y la Aspera respuesta de Red:
-
Un portazo y pasos en el vestMbulo, rApidos y firmes. Redrick Schuhart
apareciS en la puerta de la cocina. Noonan se levantS para saludarlo con un
cAlido apretSn de manos.
- Estaba seguro de que eras tZ - dijo Redrick, mientras sus ojos
verdosos inspeccionaban sin demora a Noonan -.
Sigues sin ocuparte de eso, ¿eh? Veo que te das la gran vida. Guta, vieja,
prepara uno para mM tambiIn. Tengo que alcanzarlos.
- TodavMa no hemos comenzado. ¿QuiIn se te puede adelantar?
Redrick riS Asperamente y palmeS a su amigo en el hombro.
-
haciendo aquM, en la cocina? Guta, trae la cena.
AbriS la heladera y volviS con una botella de etiqueta brillante.
-
nuestro viejo amigo Richard Noonan, que no abandona a sus compaYAeros cuando
lo necesitan. Aunque nunca sirviS de nada. Es una lAstima que Gutalin no
estI aquM.
- ¿Por quI no lo llamas? - sugiriS Noonan.
Redrick meneS la roja cabeza.
- Las lMneas de telIfono todavMa no llegan adonde Il estA esta noche.
Vamos.
Fue al living y plantS la botella sobre la mesa.
- ¡Vamos a celebrar, papA! - dijo al anciano inmSvil -.
Richard Noonan, nuestro buen amigo! Dick, te presento a mi papA, Schuhart
padre.
Richard Noonan, con la mente reducida a una bola impenetrable, sonriS
de oreja a oreja, agitS la mano y dijo, mirando al moldeado:
- Encantado de conocerlo, seYAor Schuhart. ¿CSmo le va?
En seguida se dirigiS a Schuhart hijo, que maniobraba por el bar,
diciendo:
- Sabes, creo que ya nos conocemos, Red. Nos vimos una vez, pero muy
brevemente, claro.
- SiIntate - le dijo Redrick, seYAalando la silla opuesta al viejo -. Si
quieres hablarle, hazlo en voz alta. No oye nada.
SacS vasos, abriS rApidamente la botella y se volviS hacia Noonan.
- Sirve tZ. Para papA un poquito apenas; cZbrele el fondo. Noonan se
tomS su tiempo para servir. El viejo seguMa en la misma posiciSn, mirando
fijamente la pared. Tampoco reaccionS cuando Noonan le arrimS el vaso. iste
ya se habla adaptado a la nueva situaciSn. Era como un juego, terrible y
patItico. Red era quien lo jugaba y Il lo siguiS, como habMa seguido el
juego a tanta gente durante toda su vida; juegos terribles, patIticos,
vergonzosos y en algunos casos, mucho mAs peligrosos que aquIl. Redrick
levantS el vaso y dijo:
- Bueno, ¿empezamos?
Noonan asintiS con total naturalidad. Ambos bebieron. El pelirrojo, con
los ojos brillantes, siguiS hablando en aquel tono excitado y ligeramente
artificioso.
- ¡AsM es, hermano! La cArcel puede olvidarse de mi.
bueno es estar otra vez en casa! Tengo plata y he elegido un pequeYAo chalet
para mM, nuevo, con jardMn... Tan lindo como el de Cuervo. SabrAs que querMa
emigrar; lo habMa decidido cuando estaba en la cArcel. QuI estaba haciendo
en este pueblucho de mala muerte, pensaba; que se venga abajo, por mM. Pero
cuando volvM me esperaba una sorpresa:
que en los Zltimos dos aYAos nos ha atacado la peste?
Hablaba y hablaba. Noonan se limitaba a asentir, sorbMa su whisky e
intercalaba alguna exclamaciSn de simpatMa o cualquier pregunta retSrica.
DespuIs empezS a preguntarle sobre su chalet: de quI clase era, dSnde
estaba, cuAnto costaba. Y discutieron. Noonan insistMa en que era caro y en
que no estaba bien ubicado. SacS la libreta de direcciones, la hojeS y le
dio direcciones de chalets abandonados que se vendMan por chauchas y
palitos. Y las reparaciones le saldrMan casi gratuitas, pues podMa solicitar
el permiso de emigraciSn para que se lo negaran y le dieran la
indemnizaciSn. Con eso pagarMa los arreglos.
- Veo que tZ tambiIn estAs en el asunto de la no emigraciSn.
- Estoy un poco en todo - replicS Noonan, guiYAado el ojo.
- Lo sI, lo sI, nos hemos enterado de tus asuntos.
El amigo dilatS los ojos en ademAn de sorpresa y se llevS un dedo a los
labios, seYAalando hacia la cocina con la cabeza.
- No te preocupes, todo el mundo lo sabe - dijo Redrick -. El dinero no
tiene nombre, eso ya lo aprendM. ¡Pero poner a Mosul de gerente!
caigo de la risa cuando me enterI! Es como meter un elefante en un bazar. Es
un caso perdido, ya lo sabes. Lo conocemos desde chicos.
Se quedS callado, mirando al viejo. Un estremecimiento le cruzS la
cara. Noonan notS, sorprendido, la expresiSn de ternura, de autIntico y
sincero amor en aquella mAscara encallecida. Mientras lo observaba recordS
lo que habMa pasado cuando los empleados del laboratorio Boyd fueron a la
casa en busca del moldeado. Eran dos ayudantes de laboratorio, ambos
jSvenes, atlIticos y todo, y un mIdico del hospital municipal con dos
enfermeros forzudos y corpulentos, de Isos a quienes se encarga llevar las
camillas pesadas y dominar a los pacientes histIricos. Uno de los ayudantes
dijo mAs tarde que "ese pelirrojo", al principio, parecMa no comprender de
quI se trataba, ya que los dejS entrar al departamento para revisar al
padre. Tal vez habrMa permitido que se lo llevaran, porque al parecer
Redrick creMa que lo iban a hospitalizar en observaciSn. Pero esos idiotas
de los enfermeros (que hasta entonces no habMan hecho sino mirar a Guta,
quien lavaba las ventanas de la cocina) agarraron al viejo como si fuera un
tronco y lo dejaron caer al suelo. Redrick enloqueciS. Entonces el bobo del
mIdico tuvo la mala idea de explicar de quI se trataba. Redrick lo escuchS
por uno o dos minutos; sZbitamente explotS sin previo aviso, corno una bomba
de hidrSgeno. El ayudante que contS el caso no recordaba cSmo fue a parar a
la calle. Aquel diablo rojo los bajS a los cinco por la escalera, sin que
ninguno pusiera nada de su parte. Salieron del vestMbulo como balas de
caYASn. Dos quedaron inconscientes en la calle, mientras Redrick perseguMa a
los otros tres a lo largo de cuatro cuadras. DespuIs, al volver, rompiS
todas las ventanillas del coche del Instituto; el conductor habMa salido a
la carrera al ver lo que estaba pasando.
- AprendM a preparar un cSctel nuevo - decMa Redrick, mientras servMa
mAs whisky -. Se llama "Jalea de Brujas". DespuIs de comer te prepararI uno.
No es algo que se pueda tomar con el estSmago vacMo, hermano; es peligroso
para la salud. Basta un trago para que se te adormezcan las piernas y los
brazos. Digas lo que digas, Dick, esta noche pienso tratarte como a un rey.
Recordaremos los viejos tiempos, el Borscht. El viejo Ernie todavMa estA a
la sombra, ¿sabMas?
BebiS, se enjugS la boca con el dorso de la mano y preguntS en tono
indiferente:
- ¿QuI hay de nuevo en el Instituto? ¿TodavMa no han dominado la jalea
de brujas? Me he quedado un poco atrAs con la ciencia.
Noonan comprendiS por quI sacaba el tema y alzS las manos con
desesperaciSn.
- ¿EstAs bromeando? ¿Sabes lo que pasS con esa jalea? ¿No has oMdo
hablar de los Laboratorios Currigan? Hay cierto pequeYAo proveedor
particular... Y consiguieron un poco de jalea.
Le hablS de la catAstrofe. Le contS el misterioso hecho de que jamAs
hubieran podido atar cabos; no se sabMa de dSnde la habMa conseguido el
laboratorio. Redrick escuchaba con cara de distraMdo, haciendo chasquear la
lengua y meneando la cabeza. DespuIs sacudiS decididamente la botella sobre
los vasos.
- Es lo que se merecen, esos chupasangres. OjalA se les atraganto.
Bebieron. Redrick contemplS a su padre y la cara volviS a
estremecIrsele.
-
a Noonan: - Se estA rompiendo toda para atenderte. Quiere preparar tu
ensalada favorita, con langosta. HabMa comprado un poco por las dudas
vinieras.
- Bueno. CSmo andan las cosas Instituto, en general? ¿Descubrieron algo
nuevo? Dicen que han puesto robots a trabajar con todo en la Zona, pero que
no consiguen mucho con ellos.
Noonan se dedicS al tema del Instituto; mientras hablaba apareciS
Monita silenciosamente y se instalS ante la mesa, junto al anciano. AllM se
quedS, con las zarpas peludas sobre la mesa. DespuIs, como cualquier
criatura, se recostS contra el moldeado y apoyS la cabeza sobre su hombro.
Noonan siguiS charlando, pero pensaba, sin poder apartar la vista de
aquellos dos espantos originados en la Zona: Dios mMo, ¿quI mAs? ¿QuI mAs
tienen que hacernos para que comprendamos? ¿No basta con esto?. Pero sabMa
que no bastaba. SabMa que millones y millones de personas no sabMan nada ni
querMan saberlo, y aunque lo descubrieran no harMan mAs que decir "
"
DecidiS bruscamente que era hora de marcharse. Al diablo con Burbridge, al
diablo con Lemehen y al diablo con aquella maldita familia.
- ¿Por quI los miras tanto? - preguntS Redrick suavemente -. No tengas
miedo, Il no le harA daYAo. Dicen incluso que generan buena salud.
- SM, lo sI - dijo Noonan.
Y vaciS su copa. En ese momento entrS Guta, ordenS a Redrick que
pusiera la mesa y dejS sobre ella una gran fuente de plata con la ensalada
favorita de Noonan.
- Bueno, amigos - anunciS Redrick -, ahora nos daremos un festMn.
4. Redrick Schuhart, treinta y un aYAos.
El valle se habMa refrescado durante la noche; al amanecer hacMa frMo.
Caminaban a lo largo del terraplIn, pisando los durmientes podridos entre
las vMas herrumbradas. Redrick contemplaba las gotas de niebla que, al
condensarse, brillaban sobre la chaqueta de cuero de Arthur Burbridge. El
muchacho caminaba Agilmente, con alegrMa, como si nada supiera de la noche
agotadora, de la tensiSn nerviosa que todavMa le hacMa doler las venas del
cuerpo, ni de las dos horas terribles que habMan pasado en la cima de la
colina, apretados espalda contra espalda para darse calor, mientras
esperaban, en torturante somnolencia, que pasara el flujo de materia verde y
desapareciera en la garganta.
La niebla se espesaba a ambos lados del terraplIn. De vez en cuando
trepaba hasta los rieles con pesados pies grises; en esos lugares habMa que
caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores arremolinados. El aire olMa
a herrumbre; el basural, a la derecha del terraplIn, a putrefacciSn y moho.
La neblina lo ocultaba todo, pero Redrick sabMa que estaban en una planicie
ondulada, con cZmulos de desperdicios, y que habMa montaYAas ocultas en la
penumbra, mAs allA. TambiIn sabMa que al salir el sol, cuando la niebla se
asentara en rocMo, verMa hacia la izquierda el helicSptero caMdo y hacia
adelante, los vagones-plataformas para el transporte de metal en bruto.
Entonces comenzarMa el verdadero trabajo.
Redrick deslizS una mano bajo la mochila y la levantS un poco, para que
el borde del tanque de helio no se le clavara en la columna. "Es pesada,
pensS; ¿cSmo voy a arrastrarme con ella? Un kilSmetro y medio en cuatro
patas. Bueno, merodeador, a quI protestar ahora. Ya sabMas en quI te estabas
metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale la pena aguantar un
esfuerzo. Quinientos mil, no estA nada mal. Que me maten si la doy por
menos. O si le doy a Cuervo mAs de treinta. ¿Y el novato? El novato no
recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe
nada."
VolviS a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los ojos, que
el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso; era de espaldas anchas y
cadera angosta. El pelo renegrido, como el de la hermana, saltaba
rMtmicamente. "il se lo buscS", pensS Redrick, ceYAudo. il mismo. ¿Por quI
insistiS tanto en venir? ¿Con tanta desesperaciSn? Temblaba, tenMa los ojos
llenos de lAgrimas. "
llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre...
Redrick se obligS a descartar ese recuerdo, que le repugnaba; tal vez por
eso empezS a pensar en la hermana de Arthur. ParecMa increMble que esa mujer
tan hermosa pudiera ser hechura plAstica, un maniquM. Era como los botones
que tenMa su madre en la blusa, cuando era chico; ambarinos,
semitransparentes y dorados; le daban ganas de metIrselos en la boca para
chuparlos, y en cada oportunidad sufrMa una terrible desilusiSn, pero
siempre la olvidaba. No, no la olvidaba, sino que se negaba a aceptar lo que
su memoria le decMa.
Volviendo a Arthur, pensS: Tal vez fue el padre el que me lo enviS;
mira lo que lleva en el bolsillo trasero. No, no creo. Cuervo me conoce.
Cuervo sabe que no bromeo y conoce mi manera de actuar dentro de la Zona.
No, todo esto es una estupidez. iste no es el primero que me suplica lleno
de lAgrimas; otros han llegado a echarse de rodillas. En cuanto a ese
artefacto, todos traen revSlveres la primera vez que entran a la Zona. La
primera y la Zltima. ¿SerA realmente la Zltima? Para ti, muchachito, lo es.
AsM son las cosas, Cuervo: la Zltima para Il. SM, si hubieras sabido lo que
pensaba hacer tu muchachito lo hubieras hecho purI con las muletas.
De pronto sintiS que habMa algo hacia adelante; no muy lejos, a unos
treinta o cuarenta metros.
- Alto - dijo a Arthur.
El muchacho, obediente, quedS hecho una estatua. TenMa buenos reflejos;
se habMa detenido con un pie en el aire, y lo bajS lenta, cuidadosamente.
Redrick se detuvo junto a Il. AllM la huella descendMa visiblemente y
desaparecMa por completo en la neblina. Y en la neblina habla algo. Algo
grande e inmSvil. Inocuo. Redrick olfateS el aire con cautela. SM, inocuo.
- Adelante - dijo en voz baja.
AguardS a que Arthur diera el primer paso y lo siguiS. Por el rabillo
del ojo podMa observar su cara: el perfil cincelado, la piel clara de la
mejilla y la lMnea decidida de los labios bajo el bigote fino.
La niebla los cubrMa hasta la cintura. Un momento despuIs les llegS al
cuello. A los pocos minutos pudieron ver el gran bulto de los vagones
erguidos hacia adelante.
- AllM estAn - dijo Redrick, quitAndose la mochila -. SiIntate allM,
donde estAs. Pausa para un cigarrillo.
Arthur le ayudS a bajar la mochila y se sentS junto a Il, en los rieles
herrumbrados. Redrick desabotonS uno de los bolsillos y sacS un paquete de
sandwiches y un termo con cafI. Mientras el muchacho acomodaba los
sandwiches sobre la mochila, Il sacS su petaca, la abriS y tomS varios
tragos lentos con los ojos cerrados.
- ¿Quieres? - ofreciS, limpiando el cuello de la petaca -. Para darte
coraje.
Arthur, herido, sacudiS la cabeza.
- Para darme coraje no necesito eso, seYAor Schuhart. PreferirMa cafI,
sM puedo. AquM hay una humedad espantosa, ¿no es cierto?
- Hay humedad.
ApartS la petaca y escogiS un sandwich.
- Cuando se levante la niebla - dijo, masticando - verAs que estamos
rodeados de pantanos. En los viejos tiempos los mosquitos eran terribles.
CerrS el pico y se sirviS un poco de cafI. Estaba caliente, fuerte y
dulce; era mejor que el alcohol. TenMa olor a hogar. A Guta. Y no solamente
a Guta, sino a Guta en salto de cama, reciIn levantada, con las arrugas de
la almohada todavMa marcadas en la mejilla.
¿Por quI me meto en estas cosas?, pensI. Quinientos mil. ¿Para quI los
necesito? ¿Para comprar un bar, o algo por el estilo? Uno necesita plata
para no pensar en la plata, Isa es la verdad. Dick tenMa razSn. Tengo casa,
tengo terreno, en Harmont no me faltarMa trabajo. Cuervo me atrapS, me
sedujo como a un inocente.
- SeYAor Schuhart - dijo sZbitamente Arthur, apartando la vista -,
¿usted cree que eso concede los deseos, de veras?
-
con la taza cerca de la boca -. ¿CSmo sabes quI es lo que vamos a buscar?
Arthur sonriS, azorado; antes de responder se peinS con los dedos,
tirAndose del pelo.
-
sobre la pista. Para empezar, papA se la pasaba hablando de la Bola Dorada,
pero Zltimamente no la menciona. En cambio ha estado hablando de usted. Y
conozco muy bien a papA como para creer que ustedes son amigos. AdemAs, en
los Zltimos tiempos ha estado muy extraYAo.
Arthur echS a reMr y sacudiS la cabeza, como si recordara algo.
- Y en tercer lugar - agregS -, lo adivinI cuando probS con usted aquel
pequeYAo dirigible, en el baldMo.
Dio una palmada sobre la mochila que contenMa el globo, bien enrollado,
y prosiguiS:
- Los seguM. Cuando vi que levantaban aquella bolsa de piedras y la
conducMan por sobre el suelo me di cuenta de todo. Por lo que sI, la Bola
dorada es el Znico objeto pesado que queda en la Zona.
MordiS el sandwich y concluyS soYAador, con la boca llena:
- Lo que no entiendo es cSmo piensan engancharla; ha de ser bien lisa.
Redrick lo observS por sobre el borde de su taza, pensando en lo poco
que se parecMan padre e hijo. No tenMan nada, absolutamente nada en comZn;
ni la cara, ni la voz, ni el alma. La voz de Cuervo era Aspera, quejosa,
furtiva; pero cuando hablaba de ese tema lo hacMa con un entusiasmo tal que
era imposible ignorarlo.
- Red - le habMa dicho entonces, inclinAndose sobre la mesa -, sSlo
quedamos nosotros dos, y dos piernas para los dos, que son las tuyas. ¿QuiIn
otro puede ir?
corresponde? ¿Quieres que la encuentren esos tragalibros con sus maquinitas?
¿Eh? Yo la encontrI, ¡yo! ¿CuAntos de los nuestros cayeron allA?
encontrI! QuerMa guardarla para mM; no se la darMa a nadie, pero ya ves que
ahora no puedo... No queda nadie mAs que tZ. LlevI a montones de muchachitos
allA, toda una escuela. Eso es lo que abrM: una escuela para enseYAarles.
Pero no pueden, ¿te das cuenta? No sI si les faltan agallas o quI. Bueno, si
no me crees no me importa. Quieres la plata. La tendrAs. Me darAs lo que te
parezca; sI que no me vas a trampear. Y tal vez consiga piernas nuevas. Las
piernas, ¿entiendes? La Zona me las quitS; quizA me las devuelva.
- ¿QuI? - preguntS Redrick, saliendo de su ensueYAo.
- Le preguntaba si le molesta que fume, seYAor Schuhart.
- No, por supuesto. Fuma. Yo tambiIn voy a fumar uno.
TragS de golpe el resto del cafI y sacS un cigarrillo. Mientras lo
encendMa contemplS la niebla, que se iba levantando. EstA chiflado, pensS.
Le falta un tornillo. Quiere piernas nuevas, el hijo de puta.
Pero toda aquella charla habMa dejado un residuo, aunque no estaba
seguro de que clase. Y no se evaporaba con el tiempo; por el contrario, se
iba acumulando. Y si bien no comprendMa de quI se trataba, aquello le estaba
preocupando. Era como si Cuervo le hubiese contagiado algo no una enfermedad
desagradable, sino, por el contrario... ¿Su fuerza, tal vez? No, no era
fuerza. ¿QuI, entonces? Bueno, se dijo, mirImoslo desde este punto de vista;
supongamos que yo no hubiera llegado hasta aquM. Estaba listo para Irme,
hasta habMa empacado, pero pasS algo; digamos que me arrestaron, ¿SerMa malo
eso? Por supuesto. ¿Por quI? ¿Por la pIrdida de plata? No, no tiene nada que
ver con la plata. ¿Porque ese tesoro caerMa en las manos de Ronco y Huesos?
Por allM estamos mAs cerca. Eso me dolerMa. Pero quI me importa, si al final
son ellos los que se quedan con todo.
-
los huesos. SeYAor Schuhart, ¿me darMa un trago ahora?
Redrick le alcanzS la petaca en silencio, mientras pensaba: No aceptI
en seguida. Veinte veces le dije a Cuervo que se mandara mudar, pero a las
veintiuna aceptI. No podMa resistir mAs. Nuestra Zltima conversaciSn resultS
breve y comercial. "Hola, Red. Traje el mapa. ¿No querrMas echarle un
vistazo, a pesar de todo?". Y lo mirI a los ojos, que eran como
lastimaduras; amarillos, con motas negras; y le dije: "DIjamelo". Listo.
Recuerdo que en ese momento yo estaba borracho; llevaba una semana bebiendo;
y me sentMa realmente deprimido. Ah, al diablo. ¿QuI importa? Fui. Por eso
estoy acA. ¿Para quI me hago mala sangre? ¿Tengo miedo, acaso?
Se estremeciS. Desde la neblina le llegaba un sonido largo y triste. Se
levantS de un salto y Arthur hizo otro tanto. Pero todo estaba nuevamente
silencioso; el Znico ruido era el de la grava que caMa por la pendiente,
bajo los pies.
- Ha de ser el metal que se estA asentando - murmurS Arthur, vacilante,
como si apenas pudiera pronunciar las palabras -. Estos vagones tienen una
verdadera historia; hace mucho tiempo que estAn aquM.
Redrick mirS hacia adelante sin ver nada. Entonces recordS. HabMa sido
por la noche; lo despertS el mismo ruido, largo y triste, deteniIndole el
corazSn como en un sueYAo. Pero no habMa sido un sueYAo. Era Monita que
gritaba desde su cama, junto a la ventana. TambiIn Guta despertS y se aferrS
a la mano de Redrick. El sintiS su hombro sudoroso bajo el suyo. Se quedaron
inmSviles, escuchando; cuando Monita dejS de llorar y volviS a dormirse Il
aguardS todavMa un rato. DespuIs se levantS y fue a la cocina, para bajar
Avidamente media botella de coYAac. Fue aquella noche cuando empezS a beber.
- Es el metal - dijo Arthur -. Ya se sabe, se asienta con el tiempo. La
humedad, la erosiSn, todo eso.
Redrick observS su cara pAlida y volviS a sentarse. El cigarrillo se le
habMa evaporado entre los dedos; encendiS otro. Arthur se demorS un poco
mAs, mirando ansiosamente a su alrededor; al cabo se sentS tambiIn.
- Dicen que en la Zona hay vida. Gente. No visitantes, sino gente. Al
parecer la VisitaciSn los atrapS aquM y mutaron..., se aclimataron a las
nuevas condiciones. ¿Sabe algo de eso, seYAor Schuhart?
- SM. Pero no es aquM. En las montaYAas del noroeste. Algunos pastores.
Eso es lo que me contagiS, pensS Redrick. Su locura. Por eso he venido.
Eso es lo que busco.
Lo invadiS un sentimiento extraYAo, completamente nuevo. SabMa que en
realidad no era nuevo, que lo llevaba escondido en sM desde hacMa mucho
tiempo, pero sSlo ahora cobraba conciencia de Il; todo se ubicaba en su
sitio. Y todo aquello que hasta entonces pareciera tonterMa, delirantes
divagaciones de un viejo loco, se convertMa en su Znica esperanza, en el
Znico significado de su vida. Porque al fin comprendMa; sSlo eso le quedaba
en el mundo, sSlo para eso vivMa desde hacMa meses: por la esperanza de un
milagro. Por tonto que fuera seguMa haciendo a un lado la esperanza,
pisoteAndola, burlAndose de ella, tratando de eliminarla, porque asM estaba
habituado a vivir. Desde la infancia no habMa confiado sino en sM mismo.
Y desde la infancia, la seguridad en sM mismo se medMa por la cantidad
de dinero que podMa arrebatar, asir o arrancar a mordiscos del caos
indiferente que lo rodeaba. Siempre habMa sido asM, y asM habrMa continuado,
si no hubiera caMdo al pozo del que ninguna suma de dinero podMa sacarlo, y
en el cual resultaba completamente inZtil confiar en sM. Y ahora esa
esperanza..., que ya no era una esperanza, sino la fe en un milagro..., lo
llenaba hasta los bordes; se sorprendiS de haber podido vivir tanto tiempo
en aquella sombra impenetrable y sin salida. RiS y dio a Arthur una palmada
en el hombro.
- Bueno, merodeador, parece que saldremos de Ista, ¿eh?
Arthur lo mirS sorprendido y sonriS, vacilante. Redrick arrugS el papel
encerado de los sandwiches, lo arrojS bajo el vagSn de metal y se recostS,
apoyando el codo en la mochila.
- Bueno - dijo -. Supongamos que en verdad la Bola Dorada... ¿QuI
pedirMas?
- ¿Entonces usted lo cree? - se apresurS a preguntar el muchacho.
- No importa lo que yo crea o no. ContIstame.
Le interesaba sinceramente lo que podrMa pedir un muchacho tan joven,
apenas salido de la escuela. Se divirtiS viIndolo arrugar el ceYAo,
tironearse del bigote, mirarlo, apartar la vista.
- Bueno, las piernas de papA, por supuesto. Y que todo anduviera bien
en casa.
- Eso es mentira - dijo Redrick, con simpatMa -. No te olvides de esto,
hermanito: la Bola Dorada sSlo puede concederte los deseos mAs Mntimos y
profundos, aquellos que si no se te conceden significan el fin de tu vida.
Arthur Burbridge se ruborizS, mirI a Redrick una vez mAs y enrojeciS
mAs todavMa. Los ojos se le llenaron de lAgrimas. Redrick sonriS.
- Comprendo - dijo, casi con suavidad -. De acuerdo, no es asunto mMo.
GuArdate los secretos.
De pronto se acordS del revSlver y se dijo que habMa llegado el momento
de atender ciertas cosas que necesitaban atenciSn.
- ¿QuI es eso que llevas en el bolsillo trasero? - preguntS,
indiferente.
- Un revSlver.
- ¿Para quI lo quieres?
-
- Nada de eso - respondiS Redrick con firmeza, incorporAndose. DAmelo.
AquM en la Zona no hay nadie a quien matar. DAmelo.
Arthur quiso decir algo, pero guardS silencio; tomS el Colt del
ejIrcito y se lo tendiS a Redrick teniIndolo por el caYAo. Redrick recibiS el
revSlver, tomAndolo por la culata caliente y firme; lo hizo girar en el aire
y volviS a atraparlo.
- ¿Tienes un paYAuelo o algo as!? Quiero envolverlo.
TomS el paYAuelo de Arthur, que estaba muy limpio y olMa a colonia,
envolviS con Il la pistola y la dejS sobre el durmiente.
- Por ahora la dejaremos aquM. Si Dios quiere, volveremos a buscarla. A
lo mejor tenemos que tiroteamos con la patrulla, pero tirotearse con
ellos...
Arthur meneS decididamente la cabeza.
- No era para eso que la querMa - dijo, con tristeza -. Hay sSlo una
bala. Era por si tenMa algZn accidente como el de papA.
- ¿Ah, si? - Redrick lo mirS fijamente -. Bueno, no te preocupes por
eso. Si te pasa algo asM yo te sacarI a la rastra. Te lo prometo.
estA aclarando!
La neblina desaparece ante ellos. El terraplIn estaba ya completamente
despejado, y a la distancia los vapores se esparcMan, descubriendo al
abrirse los picos redondeados y Asperos de las colinas. AquM y allA, entre
las ondulaciones, se veMa la superficie manchada de los pantanos, cubiertos
por la espesura de los sauces dispersos; mAs allA de las colinas, el
horizonte se llenaba con las explosiones amarillas y brillantes de los picos
altos; el cielo, por sobre ellos, era azul y impido. Arthur mirS hacia atrAs
soltS una exclamaciSn de asombro.
Redrick tambiIn volviS la cabeza. Hacia el Este, las montaYAas parecMan
negras; sobre ellas refulgMa iridiscente, el habitual borrSn de color, la
aurora verde de la Zona.
Redrick se levantS y se sentS en el terraplIn, tras el vagSn de metal,
para contemplar aquel manchSn verde que se convertMa rApidamente en rosado.
El borde anaranjado del sol asomS sobre el risco; las colinas tendieron sus
sombras purpZreas. Todo adquiriS un claro y agudo relieve, permitiIndole ver
cada detalle con tanta nitidez como si lo tuviera en la palma de la mano.
Hacia el frente, a doscientos metros de distancia, estaba el helicSptero. Al
parecer habMa caMdo en medio de una roncha de mosquito; su fuselaje estaba
convertido en un panqueque metAlico. La cola permanecMa intacta, aunque
ligeramente doblada, y sobresalMa en el claro como un gancho negro. TambiIn
el estabilizador estaba entero; chirriaba claramente al girar a impulsos de
la brisa. La roncha debiS ser muy poderosa, pues ni siquiera se habla
producido incendio; la insignia de la Real Fuerza AIrea aZn era bien visible
en el metal abollado. Redrick hacMa aYAos que no veMa ninguna; habMa llegado
a olvidarlas.
VolviS hasta el sitio donde habMa dejado su mochila en busca del mapa y
lo extendiS en el montMculo de metal caliente que contenMa el vagSn. Desde
allM no se vela la cantera; estaba bloqueada por la colina, la que tenMa un
Arbol quemado en la ladera. TenMa que rodear la colina por la derecha, a lo
largo de la depresiSn que se abrMa entre ella y la colina siguiente, que
tambiIn estaba a la vista, completamente desnuda, cubierta su ladera por
rocas pardas.
Todos los puntos de referencia corresponden, pero Redrick no sintiS la
menor satisfacciSn. Su instinto, desarrollado en muchos aYAos de merodeos,
rechazaba la mera idea, irracional y nada natural, de pasar entre dos
elevaciones prSximas.
"Bueno", pensS, "ya veremos cuando lleguemos allM". Para llegar hasta
aquella depresiSn debMan pasar por el pantano, por la planicie abierta, cosa
que desde allM parecMa poco peligrosa. Pero al mirar desde mAs cerca Redrick
reparS en una mancha de color gris oscuro entre las dos colinas secas. La
buscS en el mapa. Estaba marcada con una X junto a la cual decMa, en letras
torpes: LAtigo. La lMnea de puntos rojos pasaba a la derecha de la X.
El nombre le resultaba familiar, pero no lograba recordar quiIn era
LAtigo, cSmo era ni quI hacia. Por alguna razSn lo asociaba con el salSn del
Borscht, lleno de humo, con grandes manazas rojizas que levantaban los
vasos, carcajadas estruendosas y bocas abiertas, mostrando dientes
amarillentos: una fantAstica horda de titanes y gigantes reunidos junto al
abrevadero. Era su primera visita al Borscht, uno de los recuerdos mAs vivos
de su infancia. ¿QuI habla llevado yo aquella vez? Un vacMo, creo. Fui
directamente desde la Zona, mojado, hambriento, enloquecido, con una bolsa
al hombro; entrI al bar pisando fuerte y plantI la bolsa sobre el mostrador;
echI una mirada a mi alrededor, escuchando los chistes que se hacMan,
mientras esperaba a que Ernest (joven entonces, siempre con corbata de lazo)
contara la debida cantidad de papeles verdes. No, un momento, en esa Ipoca
no eran papeles verdes, sino aquellos billetes reales, cuadrados, con una
damisela medio desnuda, de gorra y corona de laureles. EsperI, guardI el
dinero, e inesperadamente, sin que yo mismo imaginara hacerlo, tomI un
pesado jarro que estaba sobre el mostrador y lo estrellI contra la cara
riente del que estaba mAs cerca. Tal vez Ise era LAtigo, se dijo Redrick,
con una sonrisa satisfecha.
- ¿No hay problemas en pasar entre las dos colinas, seYAor Schuhart? -
preguntS Arthur en voz baja, junto a su oMdo, mientras miraba tambiIn el
mapa.
- Ya veremos cuando lleguemos allM.
Redrick siguiS estudiando el diagrama. HabMa otras dos X, una en cuesta
de la colina del Arbol y otra sobre las rocas. Caniche y Cuatro-Ojos. La
ruta marcada pasaba por debajo de ellos. LevantS la vista hacia Arthur.
- Ya veremos - repitiS, doblando el mapa para guardArselo en el
bolsillo -, Ponme la mochila en la espalda. Seguiremos como hasta ahora.
Se inclinS bajo el peso de la mochila, tratando de acomodar las correas
de modo mAs cSmodo.
- Ve delante - indicS -, asM podrI tenerte a la vista en todo momento.
No mires hacia atrAs y estate atento. Mis Srdenes son sagradas. Y no olvides
que tendremos que arrastrarnos un buen trecho.
tenerle miedo a la tierra! Si yo te ordeno te tiras de cara al barro sin
decir ni mZ. AbotSnate la chaqueta. ¿EstAs listo?
- Listo.
Arthur estaba muy nervioso; el rosado de sus mejillas se habla borrado
por completo.
- Primero iremos por aquM - dijo Redrick, seYAalando enIrgicamente hacia
la colina mAs cercana, a cien pasos de las rocas - ¿Entendiste bien? Vamos.
Arthur dejS escapar un suspiro, subiS a los rieles y comenzS a bajar el
terraplIn. El pedregullo caMa silenciosamente a su paso.
- Tranquilo, tranquilo - dijo Redrick - No hay apuro.
EchS a andar tras Il, sin prisa, ajustando automAticamente los mZsculos
de sus piernas al peso de la voluminosa mochila; mientras tanto no dejaba de
observar a Arthur por el rabillo del ojo. EstA asustado, pensS. Tal vez lo
siente. Si tiene los sentidos del padre, asM ha de ser. Si supieras cSmo son
las cosas, Cuervo. Si supieras, Cuervo, que esta vez seguM tu consejo. "A
ese lugar, Red, no se puede ir solo. Te guste o no te guste tendrAs que
llevar a alguien. Puedo darte alguno de los mMos, alguno que no me sea
imprescindible." TZ me convenciste. Es la primera vez en la vida que acepto
algo asM. Bueno, tal vez salga bien, despuIs de todo; tal vez funcione, de
algZn modo. DespuIs de todo, yo no soy Cuervo Burbridge; tal vez se me
ocurra alguna idea.
-
El muchacho se detuvo, hundido hasta el tobillo en agua herrumbrosa.
Cuando Redrick llegS hasta allM el pantano lo habMa tragado hasta las
rodillas.
- ¿Ves esa roca? - preguntS Redrick -. AllM, bajo la colina. Ve hacia
allA.
Arthur reanudS la marcha. Redrick lo dejS adelantarse diez pasos antes
de seguirlo. El barro chapoteaba bajo los pies. Era un pantano muerto: ni
insectos, ni ranas; hasta los sauces estaban secos y podridos. Redrick mirS
a su alrededor, pero por el momento todo parecMa en orden. La colina se
acercaba lentamente, cubriendo el sol, que aZn estaba bajo en el cielo; al
fin acabS por cubrir todo el cielo hacia el Este. Al llegar a la roca el
pelirrojo volviS a mirar hacia el terraplIn. El sol lo iluminaba con fuerza.
Sobre Il habMa un convoy de diez vagones de metal. Algunos de los vagones
hablan descarrilado, cayendo de costado; el terraplIn, por sobre ellos,
estaba cubierto por montones rojos y herrumbrados del metal en bruto. MAs
allA, hacia el Norte, donde estaba la cantera, el aire temblaba y ondulaba
sobre la huella, estallando en diminutos arco iris que desaparecMan de
inmediato. Redrick observS aquella reverberaciSn, escupiS en el suelo y se
volviS.
- Vamos - dijo, y Arthur volviS hacia Il la cara tensa -. ¿Ves aquellos
harapos, allA?
- SM - dijo Arthur.
- Bueno, era un tipo que se llamaba LAtigo. Hace mucho tiempo. No
escuchS a los mayores; allM quedS, para indicar el camino a los mAs vivos.
Ahora mira hacia la derecha de LAtigo. ¿Ves? ¿Ves la mancha? AllA, donde los
sauces son mAs espesos. isa es la direcciSn que tomaremos.
Avanzaron en direcciSn paralela al terraplIn. Cada paso los metMa en
aguas mAs playas; pronto pisaron tierra seca y esponjosa. SegZn el mapa aZn
estaban en pantanos sSlidos. El mapa es viejo, pensS Redrick; hace mucho
tiempo que Burbridge no viene por aquM y el mapa ha envejecido. Eso no me
gusta. Claro que es mAs fAcil caminar sobre tierra seca, pero yo habrMa
preferido que siguiera el pantano. Pero mira cSmo marcha Arthur. Camina como
si estuviera paseando por Central Avenue.
Arthur parecMa haber recuperado el Animo y andaba a toda velocidad, con
una mano en el bolsillo y balanceando la otra con toda soltura. Redrick
revolviS en su bolsillo y sacS un tornillo que pesarMa unos treinta gramos.
ApuntS y tirS.
El tornillo golpeS a Arthur en la nuca; Iste soltS un grito ahogado, se
tomS la cabeza, se doblS en dos y cayS sobre el pasto seco. Redrick se
acercS a Il.
- AsM suceden aquM las cosas, Artie - pontificS -. Esto no es una
avenida ni un paseo, ¿sabes?
Arthur se levantS lentamente; estaba muy pAlido.
- ¿Todo bien? - PreguntS Redrick.
El muchacho tragS saliva y asintiS.
- Me alegro. La prSxima vez te la darI en la trompa. Si es que te
encuentro vivo.
El muchacho habrMa sido buen merodeador, despuIs de todo. Tal vez le
habrMan llamado Artie "el Lindo". En otros tiempos tenMamos un Lindo, Dixon
de apellido; ahora le dicen Cobayo: el Znico ser humano que cayS en la pica
carne y saliS vivo. El idiota sigue creyendo que fue Burbridge quien lo
sacS.
Burbridge hizo fue sacarlo de la Zona, eso es cierto. Burbridge fue capaz de
hacer algo asM, tan heroico.
sus trampas y los muchachos le habMan dicho: "Si vas a volver solo, mejor no
vuelvas". Fue entonces cuando empezaron a llamarle Cuervo; antes le decMan
Triunfador.
En ese momento Redrick sintiS una corriente de aire apenas perceptible
en la mejilla izquierda. En seguida, sin siquiera pensarlo, gritS:
-
TendiS la mano hacia la izquierda. La corriente era mAs fuerte. En
algZn punto, entre ellos y el terraplIn, habMa una roncha de mosquitos; tal
vez se extendMa a lo largo del mismo terraplIn; por alguna razSn se habMan
tumbado los vagones. Arthur habMa quedado inmSvil, como plantado en el
suelo; ni siquiera habMa vuelto la cabeza.
- A la derecha. Vamos.
SM, hubiera podido ser un buen merodeador. QuI diablos, ¿ahora le voy a
tener lAstima?
sintiS lAstima por mM? Creo que sM; Kirill me tenMa lAstima. Dick Noonan
tambiIn me la tiene. Claro que quizA lo que siente es interIs por Guta y no
lAstima por mM, pero una cosa no quita la otra. Lo que pasa es que yo nunca
puedo sentir lAstima. Mis alternativas son siempre "o esto o lo otro".
Acababa de comprender, finalmente, cuAl era su alternativa al presente:
o ese muchacho o su Monita. En realidad, la alternativa no existMa, eso
estaba claro. Una voz interior le decMa: "
posibles!". La acallS, espantado.
Pasaron cerca del montSn de harapos grises. Nada quedaba de LAtigo. A
cierta distancia, sobre el pasto seco, habMa una vara larga, completamente
herrumbrada: un dragaminas. En aquellos dMas muchos merodeadores, usaban
dragaminas, comprados muy en secreto a los proveedores de armas, y dependMan
de ellos como del mismo Dios. Pero dos de ellos murieron en el curso de
pocos dMas, a consecuencia de explosiones subterrAneas. Y eso acabS con el
asunto. ¿QuiIn habrMa sido ese LAtigo? ¿HabrMa venido con Cuervo o por su
propia cuenta? ¿Por quI iban todos a esa cantera? ¿Por quI no sabMa Il nada
sobre ese lugar? MaldiciSn, pensS; hace calor. Y eso que es muy temprano; no
quiero imaginar lo que va a ser mAs tarde.
Arthur, que iba cinco pasos mAs adelante, se secS el sudor de la
frente. Redrick entrecerrS los ojos para mirar el sol; estaba aZn bajo. Y de
pronto notS que el pasto seco no crujMa bajo los pies, sino que chirriaba
como corcho quemado; ademAs ya no era rMgido y frAgil, sino tierno y
grumoso; caMa bajo las suelas como hojuelas de hollMn. Vio tambiIn las
claras huellas de Arthur y se arrojS al suelo, gritando:
-
CayS de cara contra el pasto, que se hizo polvo bajo su mejilla. Hizo
rechinar los dientes, furioso por su mala suerte. AllM permaneciS, tratando
de no moverse, todavMa con la esperanza de que pasara por encima, aunque
sabMa bien que estaban atrapados. El calor aumentaba; lo aplastS, le
envolviS el cuerpo como si fuera una sAbana empapada en agua hirviendo. Con
el sudor chorreAndole hasta los ojos, recordS tardMamente advertir a Arthur:
- ¡No te muevas!
Y se dedicS a aguantar tambiIn,
Pudo haberMo soportado; todo habrMa pasado tranquilamente, sin
problemas, sin mAs que mucho sudor, pero Arthur no pudo resistirlo. O bien
no oyS el grito de Redrick o el miedo le hizo perder la cabeza; o tal vez
sus quemaduras eran mAs intensas que las de Redrick. El caso es que perdiS
el dominio de sM y echS a correr, con un grito salvaje, hacia donde su
instinto le indicaba: hacia atrAs. Precisamente donde no debMa. Redrick
logrS levantarse y tomarlo del tobillo con ambas manos. Arthur cayS al suelo
con todo su peso, levantando una nube de cenizas; soltS un chillido extraYAo,
pateS a Redrick en la cara con el otro pie y se debatiS corno enloquecido.
Redrick, con el cerebro cargado por el dolor, se arrastrS hasta
aplastarlo con el cuerpo, tocando con la mejilla quemada la chaqueta de
cuero, tratando de apretarlo contra el suelo; mientras tanto pateaba
desesperadamente, con pies y rodillas, las piernas y la retaguardia del
muchacho. OMa apenas los gemidos ahogados bajo su cuerpo, sus propios gritos
Asperos "
caMan toneladas enteras de carbSn encendido; tenMa las ropas en llamas, el
cuero de sus zapatos y de su chaqueta se ampollaba y crujMa. La cabeza
aplastada contra la ceniza gris, el pecho bregando por mantenerse contra el
suelo, el crAneo de aquel maldito muchacho. No podMa soportarlo mAs. GritS
con toda la fuerza de sus pulmones.
No supo cuAndo terminS todo. SSlo supo que podMa respirar otra vez, que
el aire habMa vuelto a ser aire y no vapor ardiente. ComprendiS que era
necesario apresurarse a salir de allM, de aquel calor demonMaco, antes de
que se estrellara nuevamente contra ellos. DejS a Arthur, que se habMa
quedado perfectamente inmSvil. Lo tomS de las piernas con un brazo y usS el
otro para avanzar a la rastra, sin quitar los ojos de la lMnea donde el
pasto volvMa a crecer. Estaba seco, muerto, espinoso, pero era autIntico y
daba la impresiSn de ser la mejor fuente de vida en el mundo entero.
Las cenizas le crujMan entre los dientes, el rostro quemado despedMa
calor y el sudor le caMa directamente en los ojos, tal vez porque ya no
tenMa cejas ni pestaYAas. Arthur, estirado hacia atrAs, parecMa engancharse
la chaqueta en todos los sitios posibles. A Redrick le ardMan las manos
chamuscadas y la mochila no dejaba de golpearle el cuello ardido. El dolor,
la falta de aire, le hicieron pensar que estaba demasiado quemado, que no
llegarMa. El temor le obligS a redoblar el impulso de codos y rodillas. Hay
que llegar, un poquito mAs; vamos, Red, vamos, puedes. AsM, un poquito
mAs...
AllM se quedS por largo rato, con las manos y la cara en el agua frMa y
herrumbrosa, regodeAndose con la frescura maloliente y podrida. HabrMa
podido quedarse toda la vida, pero se obligS a levantarse sobre las rodillas
para dejar la mochila y arrastrarse hasta Arthur, que permanecMa inmSvil a
unos diez metros del pantano. Lo puso de espaldas.
Bueno, habMa sido un lindo muchacho. Ahora estaba convertido en una
mAscara de color gris oscuro, hecha de sangre cocida y cenizas. Redrick
contemplS con cansado interIs los surcos y los senderos abiertos en la
mAscara por piedras y palos. En seguida se levantS, tomS al muchacho por lo
sobacos y lo arrastrS hasta el agua.
Arthur respiraba pesadamente, gimiendo de tanto en tanto. Redrick lo
arrojS de cara en el charco mAs profundo y se dejS caer junto a Il,
reviviendo el placer de aquella caricia gIlida y mojada. El muchacho
gorgoteS, se apoyS sobre las manos y alzS la cabeza. TenMa los ojos
desorbitados y no entendMa nada, pero aspiraba Avidamente el aire, tosiendo
y escupiendo. Finalmente recobrS el sentido y buscS a Redrick con la vista.
-
sucia -. ¿QuI era eso, seYAor Schuhart?
- Era la muerte - murmurS Redrick.
TosiS. Se palpS el rostro. Le dolMa. TenMa la nariz hinchada, pero las
pestaYAas y las cejas (cosa extraYAa) estaban en su lugar. TambiIn seguMa
intacta la piel de las manos, aunque enrojecidas.
Arthur tambiIn estaba tocAndose ansiosamente la cara. Una vez lavada la
horrible mAscara, y tambiIn contra lo que cabMa esperar, resultS estar
perfectamente. TenMa unos cuantos araYAazos y un chichSn en la frente, ademAs
del labio inferior partido, pero mirando bien no era nada.
- Nunca oM hablar de nada parecido - observS Arthur, mirando hacia
atrAs.
Redrick hizo lo mismo. Habla muchas huellas sobre el pasto gris y
ceniciento; le sorprendiS notar lo corto que habla sido aquel trayecto
horrible, interminable, mientras se arrastraba para salvarse, junto con su
compaYAero, de la fatalidad. HabMa sSlo veinte o treinta metros de uno a otro
borde, pero Il, cegado por el miedo, habMa avanzado en loco zigzag, como una
cucaracha sobre una cacerola caliente; gracias a Dios lo habMa hecho en la
direcciSn correcta. De lo contrario habrMa llegado a la roncha de mosquito
de la izquierda; tambiIn pudo dar la vuelta completa. No, no tanto; Il no
era novato. Y de no haber sido por ese tonto nada habrMa pasado; cuanto mAs
tendrMa unas cuantas ampollas en los pies.
Arthur se estaba lavando y gemMa al tocarse los puntos doloridos.
Redrick se levantS tambiIn; con una mueca de dolor, sintiS el roce de las
ropas sobre la piel quemada, en tanto caminaba hasta un sitio seco para
examinar la mochila. La pobre las habMa pasado mal; las hebillas superiores
estaban fundidas; las ampollas del botiquMn de primeros auxilios habMan
estallado y habMa una mancha hZmeda que olMa a antisIptico. Redrick abriS la
bolsa y empezS a recoger astillas de vidrio y plAstico. En ese momento oyS
la voz de Arthur.
- ¡Gracias, seYAor Schuhart!
Redrick no respondiS.
- Fue culpa mMa. OM que me ordenaba quedarme allM, pero estaba asustado
de veras, cuando el calor se volviS tan fuerte... perdM la cabeza. Tengo
mucho miedo al dolor, seYAor Schuhart.
- ¿Por quI no te levantas? - dijo Redrick sin volverse -. Eso fue sSlo
una muestra.
VolviS a pasar los brazos por las correas, haciendo muecas dolor al
sentir el peso de la mochila sobre los hombros quemados. Era como si se le
hubiera arrugado la piel en los puntos afectados. Conque el chico tenMa
miedo al dolor, ¿eh?
Todo estaba en orden; no se habMan apartado del camino. Ahora, hacia las
colinas, donde estaban los cadAveres. Esas malditas colinas, allM erguidas,
las muy piojosas, como si fueran los cuernos del diablo, con aquella maldita
depresiSn en medio. OlfateS el aire. La maldita depresiSn, Isa es
precisamente la parte asquerosa, la escuerza.
- ¿Ves esa depresiSn entre las colinas? - preguntS.
- La veo.
- Derecho hacia allA.
Arthur se secS la cara con el dorso de la mano y echS a andar,
chapaleando entre los charcos. Iba rengueando; ya no parecMa tan erguido y
bien proporcionado como antes. Caminaba encorvado, con mucha cautela. Uno
mAs que he sacado, pensS Redrick; ¿y cuAntos van? ¿Cinco, seis? Lo que me
pregunto ahora es por quI. No es pariente mMo. No soy responsable de lo que
le pase. A ver, Red, ¿por quI lo salvaste? Estuviste a punto de sonar por
culpa suya. Ahora que tengo la cabeza mAs despejada sI por quI. Hice bien en
salvarlo; no puedo arreglArmelas sin Il: es mM rehIn por Monita. No salvI a
un ser humano, sino un dragaminas, una llave maestra.
AllA, en el calor, no lo pensI dos veces: lo saquI como si fuera de mi
propia sangre y ni siquiera se me ocurriS abandonarlo allM, a pesar de que
me habMa olvidado de todo: de la llave maestra y de Monita. ¿QuI significa
eso? Significa que en el fondo, despuIs de todo, soy un buen tipo. Eso es lo
que Guta sostiene, lo que Kirill solMa decir, lo que Richard no se cansa de
repetir.
primero y despuIs usar los brazos y las piernas. ¿Entendido? El seYAor Buen
Tipo. Tengo que salvarlo para que lo agarre la pica carne (lo pensS frMa,
claramente). Podemos sobrevivir a todo, salvo a la pica carne.
-
Ante ellos estaba la depresiSn; Arthur, parado, esperaba Srdenes con la
vista clavada en Redrick. El suelo estaba allM cubierto por un limo verde,
podrido, que centelleaba aceitosamente al sol. De Il se desprendMa un ligero
vapor, que se espesaba entre las colinas; diez metros mAs allA no se veMa
nada. Y el hedor era terrible.
- Esto apesta, pero no te acobardes.
Arthur hizo un ruido gutural y retrocediS, mientras Redrick entraba
decididamente en acciSn; sacS del bolsillo un copo de algodSn empapado en
desodorante, se rellenS con Il las losas nasales y ofreciS un poco a Arthur.
- Gracias, seYAor Schuhart. ¿No se puede ir por tierra firme? - preguntS
el, muchacho con voz dIbil, Redrick lo tomS silenciosamente por el pelo y le
hizo girar la cabeza en direcciSn al montSn de harapos que se veMa sobre la
rocosa ladera de la montaYAa.
- ise era Cuatro-Ojos - dijo -. Y en la colina de la izquierda, aunque
desde aquM no se ve, estA Caniche. En las mismas condiciones. ¿Entiendes?
Adelante.
El limo estaba caliente y pegajoso. Al principio caminaron erguidos,
hundiIndose hasta la cintura. Por suerte el fondo era rocoso y bastante
parejo. Sin embargo Redrick no tardS en percibir un conocido tronar hacia
ambos lados. En la colina izquierda no habMa nada, salvo la intensa luz
solar, pero en la ladera derecha, a la sombra, parpadeaban luces de color
pZrpura claro.
- ¡AgAchate! - susurrS, dando el ejemplo. -
Arthur se agachS, asustado; un batir de truenos quebrS el aire. Un rayo
bailaba furiosamente una intrincada danza precisamente encima de ellos,
apenas visible contra el cielo claro. Arthur se sentS, hundiIndose hasta los
hombros en el limo. Redrick, con los oMdos taponados por el estruendo, se
volviS: una mancha de color rojo brillante se fundMa rApidamente en la
sombra, entre rocas y pedregullo. Un nuevo trueno.
- ¡Adelante!
Avanzaron en fila india, agachados, asomando tan sSlo la cabeza. Con
cada trueno Redrick veMa ponerse de punta los largos cabellos de Arthur y
sentMa, al mismo tiempo, mil agujas que le pinchaban la cara.
- ¡Adelante! - seguMa repitiendo -.
Ya no oMa nada. En una oportunidad vio a Arthur de perfil y notS que
tenMa los ojos desorbitados por el terror, la boca pAlida y fuerte, la
mejilla sudorosa y manchada de verde. En seguida los relAmpagos empezaron a
estallar a tan poca altura que se vieron obligados a bajar la cabeza. El
limo verde les llenS la boca, dificultAndoles la respiraciSn. Redrick,
tratando de tomar aire, se arrancS el algodSn de la nariz y descubriS que el
hedor habMa desaparecido; sSlo se percibMa el aroma fresco y penetrante del
ozono; el vapor estaba espesAndose. O quizAs era Il, que se desvanece, pues
ya no podMa ver ninguna de las dos colinas; sSlo vela la cabeza de Arthur,
pegajosa de limo verde, y las ondulantes nubes de vapor amarillo.
PasarI, pasarI, pensaba Redrick; esto no es nada nuevo. Toda mi vida es
asM: estoy varado en la mugre, con relAmpagos sobre la cabeza. Nunca ha sido
de otro modo. ¿De dSnde sale toda esta basura?
lugar, es como para enloquecer a cualquiera, Cuervo Burbridge lo hizo: Il
pasS por aquM y siguiS andando; Cuatro-ojos quedS a la derecha y Caniche a
la izquierda, todo para que Cuervo pudiera pasar entre ellos y dejar toda
esta porquerMa detrAs. Y te lo mereces; quien camine detrAs de Cuervo se
hundirA hasta el cuello en la porquerMa. ¿No lo sabMas, acaso? Hay
demasiados cuervos en este mundo; por eso es que ya no queda un solo rincSn
limpio.
Noonan es un tonto: "Redrick, Red, has violado el equilibrio, destruyes
el orden, eres infeliz, Red, bajo cualquier orden y cualquier sistema. No
eres feliz en un sistema bueno ni en uno malo. Por culpa de la gente como tZ
no podemos tener el Reino de los Cielos sobre la Tierra". ¿QuI sabes tZ,
gordo? ¿DSnde has visto un sistema bueno? ¿CuAndo me viste a mM en un
sistema bueno?
En ese momento resbalS en una piedra que se dio vuelta bajo su pie y
cayS en el limo, Al resurgir vio ante Il la cara aterrorizada de Arthur. Por
un segundo lo recorriS un escalofrMo: creyS que habMa perdido el rumbo. Pero
no era asM: de inmediato comprendiS que debMan ir hacia allA, hacia donde la
cima negra de la roca asomaba por el limo; lo comprendiS a pesar de que no
habMa otra cosa visible en la niebla amarilla.
- ¡Alto! - gritS - ¡A la derecha!
Ni siquiera podMa oMr su propia voz. AlcanzS a Arthur, lo aferrS por el
hombro y le seYAalS: mantente a la derecha de la roca y no levantes la
cabeza. Mientras tanto pensaba: Ya pagarAs por esto. Arthur hundiS la cabeza
precisamente en el momento en que un rayo reducMa la roca a astillas. Ya
pagarAs por esto, repitiS Redrick, mientras volvMa a sumergirse y agitaba
furiosamente brazos y piernas. Hubo otro trueno.
por todo esto! Por un momento pensS: ¿a quiIn me refiero? No lo sI, pero
alguien tiene que pagar por esto, y alguien pagarA. Espera, espera que ponga
las manos en la bola; cuando ponga las manos en la bola... Yo no soy Cuervo;
les sacarI lo que quiera.
Cuando al fin lograron salir a tierra seca, cubierta de pedregullo
caliente por el sol, estaban medios sordos, hechos pedazos y tambaleantes;
caminaban apoyAndose uno en el otro. Redrick vio la pick up descascarada,
hundida hasta el eje, y recordS que podMan descansar a la sombra del
vehMculo. Se arrastraron hasta allM. Arthur se tendiS de espaldas y empezS a
desabotonarse la chaqueta con dedos exhaustos; Redrick apoyS la mochila
contra el costado del camiSn, se limpiS las manos contra los guijarros y
hurgS dentro de su chaqueta.
- Yo tambiIn - dijo Arthur -. Yo tambiIn.
Redrick se sorprendiS al oMrlo hablar con voz tan potente. TomS un
sorbo, cerrS los ojos y entregS la petaca a Arthur. Listo, pensS dIbilmente.
Pasamos. Hasta esto pasamos. Y ahora, cuentas a cobrar a la vista. ¿Creen
que me olvidI? Nada de eso, me acuerdo de todo. ¿Creen que les voy a dar las
gracias por haberme dejado vivir, por no ahogarme? VAyanse al diablo. Se
acabS, ¿entienden? Se acabS todo esto. Desde ahora en adelante serI yo quien
tome las decisiones. Yo, Redrick Schuhart, en completa posesiSn de mis
facultades fMsicas y mentales, tomarI las decisiones para todo el mundo. Y
en cuanto a todos ustedes, cuervos, esfuerzos, Visitantes, seYAores Huesos,
seYAores Quarterblads, chupasangres, platudos, Roncos, gente de saco y
corbata, limpios y frescos, siempre llenos de portafolios, discursos, buenas
acciones y oportunidades de empleo; a sus pilas eternas y a sus motores
eternos y a sus ronchas de mosquito y a sus falsas promesas. Ya tengo
bastante; hace rato que me llevan de las narices. Me he pasado la vida
llevado de las narices, y siempre pensI que Isa era la vida que yo querMa, y
me llenaba la boca diciIndolo, pedazo de tonto, mientras ustedes me
alentaban y se guiYAaban el ojo, arrastrAndome, metiIndome entre cArceles y
rejas.
SoltS las hebillas de la mochila y quitS a Arthur la petaca.
- Nunca pensI... - decMa en ese momento Arthur, con mansa sorpresa en
la voz -. Ni siquiera lo hubiera imaginado. SabMa lo de la muerte, el fuego
y todo eso, por supuesto, pero algo asM... ¿CSmo vamos a volver?
Redrick no lo escuchaba. Lo que Il dijera ya no tenMa significado.
Tampoco antes lo tenMa, pero antes ese muchacho era al menos una persona.
Ahora era una clave parlante, una llave que le abrirMa las puertas de la
Bola Dorada. Que hablara, nomAs.
- Si tuviIramos un poco de agua - dijo Arthur -. Para lavarnos la cara,
por lo menos.
Redrick lo mirS, contemplS aquel pelo despeinado y sucio, la cara
manchada de limo, que se iba secando, lleno de marcas de dedos, y en todo el
cuerpo la costra de barro lMquido. No sentMa lAstima, ni irritaciSn, ni
nada. Una clave parlante. Se volviS. Ante Il bostezaba una temible
extensiSn, como una construcciSn abandonada, cubierta de ladrillos partidos,
salpicada de polvo blanco e iluminada fuertemente por el sol cegador,
insoportablemente blanco, ardoroso, enojado y muerto. Desde allM se veMa
tambiIn el otro extremo de la cantera, igualmente blanco y deslumbrante;
desde esa distancia parecMa perfectamente liso y perpendicular. El extremo
mAs cercano estaba marcado por grandes grietas y cantos rodados; un sendero
bajaba hasta el fondo, donde se erguMa la cabina del excavador, como una
mancha roja contra la roca blanca. Era el Znico punto de referencia. TenMan
que dirigirse hacia allM, guiAndose sSlo por la suerte.
Arthur se levantS con trabajo, metiS el brazo bajo el camiSn y sacS una
lata oxidada.
- Mire, seYAor Schuhart - dijo, animAndose -. Esto lo debe haber dejado
papA. AquM abajo hay mAs.
Redrick no respondiS. Eso es un error, pensS frMamente; es mejor no
pensar ahora en tu padre; es mejor no decir nada.
Por el contrario, no importa.
Se levantS con una mueca: las ropas se le habMan pegado al cuerpo, a la
piel ardida; sintiS un tirSn, como si le arrancaran el vendaje seco de una
herida. Arthur tambiIn gruYAS al levantarse y dirigiS a Redrick una mirada de
mArtir. Estaba a la vista que deseaba quejarse, pero no se atreviS. Se
limitS a decir, con voz ahogada:
- ¿Me harA mal tomar otro trago, seYAor Schuhart?
Redrick sacS la petaca que estaba guardando bajo la camisa.
- ¿Ves aquello rojo entre las rocas?
- SM - respondiS Arthur, estremeciIndose.
- Derecho hacia allA. Vamos.
El muchacho estirS los brazos, enderezS los hombros con un gesto de
dolor y mirS en su torno.
- OjalA pudiera lavarme. Me siento pegajoso.
Redrick aguardS en silencio. Arthur lo mirS desoladamente y asintiS.
Iba a iniciar la marcha, pero se detuvo sZbitamente.
- La mochila. Se olvida la mochila, seYAor Schuhart.
-
No querMa explicar nada, no querMa mentir. Tampoco hacMa falta. IrMa,
de cualquier modo. No tenMa adSnde ir, si no. IrMa. Y Arthur fue. Caminaba
encorvado, arrastrando los pies, tratando de quitarse el barro seco de la
cara; parecMa menudo, escuAlido y desamparado, como un gatito mojado y
perdido. Redrick lo siguiS. En cuanto saliS de la sombra el sol cayS sobre
Il, cegAndole. Se puso la mano sobre los ojos a modo de visera, lamentAndose
de no haber llevado los anteojos ahumados.
Cada paso levantaba una nube de polvo blanco; la nube, al asentarse
sobre los zapatos, soltaba un hedor insoportable. O tal vez era Arthur quien
hedMa; resultaba imposible caminar tras Il; Redrick demorS un rato en
comprender que Il mismo llevaba el olor encima. Era desagradable, pero
familiar, en cierto modo: el mismo que invadMa la ciudad cuando el viento
norte traMa el humo de la planta. TambiIn su padre olMa asM cuando llegaba a
casa, hambriento, sombrMo, con los ojos enrojecidos y, demenciales. Entonces
Redrick corrMa a esconderse en algZn rincSn apartado y lo observaba,
asustado, mientras Il se quitaba los grandes zapatones gastados y los tiraba
en el fondo del ropero, mientras se arrancaba las ropas de trabajo para
arrojArselas a la madre; despuIs iba a la ducha en medias, dejando huellas
pegajosas. AllA se quedaba, bajo la ducha, gruYAendo y palmeAndose el cuerpo
durante largo rato, entre chapaleos y murmullos incomprensibles, hasta que
finalmente gritaba, estremeciendo toda la casa: "
Redrick tenMa que esperar hasta que el padre estuviera lavado e instalado
ante la mesa, con una botella, una escudilla de sopa espesa y un frasco de
ketchup. Cuando terminaba de sorber la sopa y atacaba el cerdo con
habichuelas, reciIn entonces podMa dejarse ver, trepar a sus rodillas y
preguntarle a cuAntos ingenieros y a cuAntos sindicalistas habMa ahogado en
vitriolo durante la jornada.
Todo, a su alrededor, parecMa estar al rojo blanco: se sentMa mareado
de tanto calor seco, de cansancio, del insoportable dolor en las
articulaciones, donde la piel estaba ampollada. Era como si, a travIs de la
niebla caliente que le envolvMa la conciencia, la piel le estuviera pidiendo
a gritos paz, agua, frescura. Los recuerdos, gastados hasta el punto de
resultar irreconocibles, se le amontonaban en el cerebro hinchado,
golpeAndose entre sM, mezclados, tropezando, confundiIndose con aquel mundo
al rojo blanco que llameaba ante sus ojos entrecerrados. Y todos eran
amargos, y todos evocaban odio o piedad por si mismo. TratS de combatir el
caos, de convocar algZn espejismo dulce dentro del pasado, un sentimiento de
ternura o de alegrMa. Se exprimiS la memoria hasta sacar de ella la cara
fresca y riente de Guta cuando era aZn una muchacha deseada e intacta; pero
su rostro, en cuanto apareciS, quedS inmediatamente velado por la herrumbre;
despuIs se deformS, se retorciS hasta convertirse en la cara sombrMa de
Monita, cubierta de piel castaYAa, Aspera. Se esforzS por recordar a Kirill,
aquel hombre santo: sus movimientos rApidos y seguros, su risa, su voz, que
prometMa tiempos y lugares nunca vistos. Y Kirill apareciS; pero en seguida
explotS contra el sol una telaraYAa plateada y Kirill desapareciS. En cambio
aparecieron los ojos angelicales y fijos de Ronco, con un envase de
porcelana en la manaza blanca... Los negros pensamientos que medraban en su
subconsciente quebraron la barrera que Il intentaba crear a fuerza de
voluntad, extinguiendo lo poco de bueno que tenMa entre los recuerdos, como
si nunca hubiese visto mAs que caras feas y crueles.
Y durante todo ese tiempo no dejaba de ser un merodeador. Sin darse
cuenta de ello, alguna parte de su sistema nervioso recogMa la informaciSn
esencial: a la izquierda, a bastante distancia habMa un fantasma alegre
sobre un montSn de planchas; estaba quieto, agotado, asM que al diablo con
Il; hacia la derecha habMa una ligera brisa, y pocos pasos mAs adelante vio
una roncha de mosquito, lisa como un espejo, de varios brazos. ParecMa una
estrella de mar (estaba lejos, no habMa peligro); bien en el centro, un
pAjaro aplastado; cosa extraYAa, puesto que los pAjaros no solMan sobrevolar
la Zona. AllM, junto al sendero, habMa dos vacMos abandonados; tal vez
Cuervo los habMa dejado al volver; el temor es mAs fuerte que la codicia. Lo
vio todo y tomS debida cuenta de cada cosa. Y cuando Arthur se apartS veinte
centMmetros del camino, Redrick abriS la boca y lanzS una Aspera
advertencia, automAticamente. Una mAquina, pensS. Me han convertido en una
mAquina. Las rocas partidas que marcaban el borde de la cantera se estaban
acercando; ya se velan los caprichosos dibujos hechos por la herrumbre sobre
el techo rojo de la cabina.
QuI tonto fuiste, Cuervo, quI tonto, pensS Redrick. Eres inteligente,
pero tonto. ¿CSmo se te ocurriS confiar en mM? Nos tratamos desde hace tanto
tiempo que deberMas conocerme como a la palma de tu mano. A lo mejor es que
te estAs poniendo viejo. MAs torpe. Pero quI digo, si me he pasado la vida
tratando con tontos. Y entonces imaginS la cara de Cuervo cuando descubriera
que Arthur, su dulce Artie, sir Znico hijo varSn, su orgullo y su alegrMa,
habMa ido a la Zona con Red para buscar las piernas de Cuervo, en lugar de
algZn novato prescindible. ImaginS aquella cara y se echS a reMr. Cuando
Arthur volviS el rostro asustado para mirarlo, siguiS riendo y le indicS por
seYAas que siguiera caminando. Y entonces la caras le cruzaron por la
conciencia otra vez, como imAgenes en una pantalla. HabMa que cambiarlo
todo. No una vida o dos vidas, un destino o dos destinos: habMa que cambiar
cada uno de los eslabones de este mundo podrido y maloliente.
Arthur se detuvo ante la escarpada pendiente que descendMa a la cantera
y se quedS inmSvil, forzando la vista para mirar hacia abajo, lejos,
estirando el largo cuello. Redrick se reuniS con Il. Pero no miraba en la
misma direcciSn que Arthur.
Precisamente bajo sus pies empezaba la ruta hacia la cantera, abierta
muchos aYAos antes por las ruedas de los vehMculos pesados. Hacia la derecha
habMa una pendiente blanca, escarpada, rajada por el calor; la cuesta
siguiente estaba medio excavada; entre las rocas y el escombro habMa una
aplanadora; la pala caMda golpeaba impotente contra el costado de la ruta.
Era de esperar: no habMa nada mAs sobre la ruta, con excepciSn de las
estalactitas negras y retorcidas, que parecMan velas gruesas colgadas de los
bordes dentados de la cuesta, y un montSn de manchas oscuras en el polvo,
como si alguien hubiera salpicado grasa bituminoso.
Era todo lo que quedaba de ellos; resultaba imposible siquiera contar
cuAntos hablan sido. Tal vez cada mancha representaba una persona o uno de
los deseos de Cuervo. AquIl de allA era Cuervo, volviendo sano y salvo del
sStano del Complejo Nº 7. AquIlla, la mAs grande, era Cuervo sacando de la
Zona el imAn contorsionante sin que nadie lo detuviera. Y aquel carAmbano
era la lujuriosa Dina Burbridge,
padre!. Aquella mancha era Arthur Burbridge, tambiIn distinto de la madre y
del padre; Artie, el hijo hermoso, su orgullo y su alegrMa.
-
Schuhart, despuIs de todo lo conseguimos, ¿no es cierto?
SoltS una carcajada de felicidad, se agachS y golpeS la tierra con los
puYAos, con toda su fuerza. El pelo enredado se le sacudiS ridMculamente,
arrojando terrones de barro seco en todas direcciones. Y sSlo entonces mirS
Redrick hacia la bola. Con cautela, con cuidado, con el oculto temor de que
no fuera lo que esperaba, de que lo desilusionara y evocara dudas, de que lo
expulsara de aquella nube en donde habMa logrado refugiarse, abandonAndolo
nuevamente en la mugre.
No era dorada; su color, antes bien, era el del cobre rojizo. La
superficie pulida brillaba opacamente bajo el sol. Estaba al pie del costado
opuesto de la cantera, cSmodamente instalada entre los montones de rocas.
Aun desde allM se veMa lo voluminosa y pesada que era, lo sSlidamente
plantada que estaba en su lugar.
Nada en ella podMa llevar a la desilusiSn o a las dudas, pero tampoco
inspiraba muchas esperanzas. Por algZn motivo, el primer pensamiento de
Redrick fue que quizAs fuera hueca y que debMa estar caliente por su
situaciSn, a pleno sol. Obviamente no brillaba con luz propia ni podMa
elevarse ni bailar en el aire, tal como afirmaban muchas leyendas.
PermanecMa en el mismo sitio donde habMa caMdo. Tal vez habMa rodado desde
algZn bolsillo monstruosamente gigantesco; tal vez se habMa perdido durante
algZn juego entre titanes. El caso es que no parecMa cuidadosamente
instalada allM, sino abandonada, como todas las cosas que poblaban la Zona:
los vacMos, los brazaletes, las pilas y la otra basura amontonada tras la
VisitaciSn.
Pero al mismo tiempo tenMa algo especial. Cuanto mAs la miraba mAs
claramente comprendMa que era agradable de mirar, que le gustarMa acercarse
a ella, palparla... Y sZbitamente se le ocurriS que serMa lindo, tal vez,
sentarse junto a ella, o mejor aZn, recostarse en la bola, cerrar los ojos y
pensar, recordar, tal vez perderse en ensoYAaciones, amodorrAndose,
descansando...
Arthur se levantS de un salto, abriS a tirones todas las cremalleras de
su chaqueta, se la quitS y la arrojS a los pies, levantando una nube de
polvo blanco. Gritaba algo, hacMa gestos y agitaba los brazos. Al fin puso
las manos detrAs de la espalda y se lanzS cuesta abajo, bailando una jiga.
Ya no miraba a Redrick. Se habMa olvidado de Il, se habMa olvidado de todo.
Bajaba para convertir sus sueYAos en realidad, los pequeYAos deseos secretos
de un estudiante ruborizado, de un muchacho que nunca veMa un centavo fuera
de su asignaciSn; de un muchacho a quien castigaban sin misericordia si le
sorprendMan un dejo de alcohol en el aliento al volver a casa; de un
muchacho predestinado a ser un abogado famoso y, en el futuro, ministro de
gabinete y, en un futuro mAs distante, presidente de la naciSn. Redrick,
entrecerrando los ojos hinchados ante la luz cegadora, lo observS en
silencio. PermaneciS calmo y frMo. SabMa lo que iba a ocurrir y sabMa que no
serMa capaz de mirar, pero que tenMa todo el derecho de hacerlo. Y lo hizo,
sin sentir nada en especial, salvo que, muy dentro de si, un gusanito
comenzaba a girar y a retorcerse, hundiIndole la aguda cabeza en el vientre.
Y el muchacho seguMa caminando hacia abajo, bailando una jiga,
arrastrando los pies segZn su propio ritmo. Y el polvo se alzaba, blanco,
bajo sus talones. Y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, con ganas,
con alegrMa, festivamente, algo que podMa ser una canciSn o una fSrmula
mAgica. Y Redrick pensS que, quizA por primera vez en la historia de la
cantera, un hombre bajaba a ella como si fuera una fiesta.
Al principio no escuchS lo que chillaba su clave parlante; al cabo
alguna pieza, en su interior, echS a andar. Entonces oyS:
- ¡Felicidad para todos! ¡Gratuita! ¡Toda la que uno quiera!
vengan todos! ¡Hay para todos! ¡Nadie quedarA Insatisfecho!
gratuita!
Y de pronto quedS en silencio, como si un enorme puYAo le hubiera pegado
en el medio de la boca. Y Redrick vio que la vacuidad transparente, el
acecho bajo la sombra de la pida excavadora, lo apresaba, lo lanzaba por los
aires y lenta, muy lentamente, lo retorcMa, tal como una lavandera retuerce
su colada. Tuvo tiempo de ver que uno de sus zapatos polvorientos caMa de su
espasmSdica pierna y volaba a gran altura por sobre la cantera.
Entonces le volviS la espalda y se sentS. Su cabeza estaba vacMa de
todo pensamiento; de algZn modo habMa dejado de tener sensaciones. El
silencio se espesaba en el aire, especialmente detrAs de Il, allA, en la
ruta. Se acordS de su petaca, sin mayor alegrMa; era tan sSlo una medicina y
habMa llegado la hora de tomarla. DesenroscS la tapa y bebiS a tragos muy
medidos. Por primera vez habrMa deseado que esa petaca tuviera agua fresca y
no licor.
PasS el tiempo. EmpezS a tener pensamientos mAs o menos coherentes.
Bueno, ya estA, pensS, sin querer. La ruta estA abierta.
Ahora podMa bajar. Pero siempre era mejor, por supuesto aguardar un
poco. Las pica carnes suelen ser traicioneras. De cualquier modo tenMa
algunas cosas en quI pensar. El problema era que no estaba muy acostumbrado
a hacerlo. ¿Y quI era "pensar", despuIs de todo? Pensar querMa decir
encontrar una salida, aclarar un engaYAo, quitar la venda de los ojos de
alguien... Pero todo eso estaba fuera de lugar en ese caso.
Bien. Monita, su padre... Que paguen por eso, hay que sacarles el jugo
a esos malnacidos, que esos hijos de puta coman lo que yo he comido... No,
Red, no es asM... Quiero decir, si, lo es, pero ¿quI significa eso? ¿QuI
necesito? Eso es maldecir, no pensar.
Un presentimiento terrible lo dejS helado. SalteS apresuradamente los
muchos argumentos que aZn tenMa por delante y se dijo, enojado: AsM son las
cosas, Red, no podrAs salir de aquM mientras no lo hayas comprendido; caerAs
muerto aquM, junto a la bola, para pudrirte en este sitio, pero no saldrAs
de aquM.
Dios, ¿dSnde estAn las palabras, dSnde estAn mis pensamientos? (Se dio
una palmada en la cabeza)
momento, Kirill solMa decir algo asM.
¡Kirill! EscarbS febrilmente entre sus recuerdos y las palabras
subieron a la superficie, palabras conocidas o desconocidas. Pero nada
servMa porque Kirill no habMa dejado palabras tras de sM. HabMa dejado
imAgenes, difusas y tiernas, pero totalmente improbables.
Perversidad y traiciSn. TambiIn esta vez me abandonan, me dejan mudo.
Un perro; siempre fui un perro, y ahora soy un perro viejo. No es justo, ¿me
oyen?
hombre nace para pensar (
que no lo creo. No lo creMa antes y tampoco lo creo ahora. Y no sI para quI
nace el hombre. Yo nacM. Por eso estoy aquM. La gente come lo que puede. Que
todos nosotros tengamos buena salud y que todos ellos se vayan al diablo.
¿QuiInes somos nosotros y quiInes son ellos? No entiendo nada. Si yo soy
feliz, Burbridge no lo es. Si Burbridge es feliz, Cuatro-ojos no lo es. Si
Ronco es feliz todos son desgraciados, y cuando a Il le van mal las cosas es
el Znico lo bastante idiota como para pensar que ya se las arreglarA.
todo es una larga pelea! Me pasI la vida peleando con el capitAn
Quarterblad, y Il se pasa la vida peleando con Ronco, y lo Znico que quiere
de mi es que deje de merodear. Pero ¿cSmo voy a dejar de merodear si tengo
que alimentar una familia? ¿Que me consiga un trabajo? No quiero trabajar
para ustedes, ese trabajo me da asco, ¿entienden? Para mM las cosas son mAs
o menos asM: cuando un hombre trabaja con ustedes estA siempre trabajando
para uno de ustedes y no es mAs que un esclavo. Y yo siempre quise depender
de mM mismo, para poder escupirles a todos en la cara, para reMrme de su
aburrimiento y de su desesperaciSn.
AcabS hasta las heces del coYAac y arrojS la petaca vacMa contra el
suelo, con todas sus fuerzas. La petaca rebotS, centelleando bajo el sol, y
saliS rodando. En seguida se olvidS de ella. Se quedS allM sentado,
cubriIndose los ojos con las dos manos, mientras intentaba, ya que no
comprender, ver al menos siquiera en parte cSmo deberMan ser las cosas. Pero
no veMa mAs que las caras; caras, caras y mAs caras. Y billetes, botellas,
montones de harapos que en otros tiempos fueron seres humanos, columnas de
cifras. SabMa que era necesario destruir todo eso, y querMa destruirlo, pero
adivinaba que cuando todo eso desapareciera no quedarMa sino la tierra
desnuda y seca. En su frustraciSn, en su desesperanza, sintiS deseos de
recostarse contra la bola.
Se levantS, se sacudiS automAticamente los pantalones e iniciS el
descenso hacia el fondo de la cantera.
El sol ardMa. Ante los ojos le bailaban manchas rojas y el aire
temblaba en el fondo de la cantera. En aquella reverberaciSn, la bola
parecMa danzar en su sitio, como una boya entre las olas. PasS junto a la
pala excavadora, levantando supersticiosamente los pies, con cuidado de no
pisar las manchas. Y en seguida, hundiIndose entre el pedregullo, se
arrastrS a travIs de la cantera hacia la bola danzarina, guiYAadora.
Estaba cubierto de sudor, jadeante, pero al mismo tiempo un escalofrMo
le recorrMa el cuerpo. Temblaba como si reciIn saliera de una fuerte
borrachera, con el dulce polvo de tiza chirriAndole entre los dientes. HabMa
abandonado todo intento de pensar. Se limitaba a repetir una y otra vez su
letanMa:
Soy un animal, ustedes lo saben. No tengo palabras, no me las
enseYAaron. No sI cSmo se hace para pensar, porque los hijos de puta no me
enseYAaron a pensar. Pero si ustedes son en verdad... todopoderosos...
omnisapientes... ¡bueno, adivMnenlo!
allM encontrarAn cuanto necesitan. Tiene que ser.
nadie! Averig|en ustedes quI es lo que deseo...
malo! MaldiciSn, no se me ocurre nada, nada, salvo esas palabras que Il
dijo...
Last-modified: Sat, 27 Jan 2007 10:26:34 GMT